Lady Alys había conseguido pasar del pánico a una especie de sonriente envaramiento, o tenía ya tanta experiencia en los asuntos sociales de Gregor que nada podía perturbar su ánimo, o posiblemente se tratara de una extraña combinación de ambas cosas. Se movía sin prisa, pero sin pausa, saludando y recibiendo a los invitados. Su tensión remitió al ver llegar a la condesa y a Miles, los principales protagonistas de la inminente ceremonia. Faltaba uno. Su cara se iluminó claramente aliviada unos minutos más tarde, cuando el virrey conde Aral Vorkosigan entró por la puerta este, sacudiéndose nieve y solícitos hombres de armas. A juzgar por el aspecto pulcro y chispeante de sus sirvientes, habían conseguido evitar todo contacto personal con las zanjas cubiertas de nieve entre el lanzapuerto y la Residencia.
El conde abrazó con tanta fuerza a la condesa que le descolocó todas las flores del pelo, como si hubiera pasado un año y no semanas desde que se habían separado en Sergyar. Un pequeño «Ah» de placer rugió en su pecho, como si fuera un hombre liberado de alguna carga.
—Confío —le dijo a su esposa, mientras la devoraba con los ojos— en que el hombre del tiempo de Gregor haya sido deportado a la isla Kyril para practicar su oficio hasta que aprenda a hacerlo bien.
—Dijo que iba a nevar. —Sonrió Miles—. Sólo se equivocó en que iba a caer de lado. Supongo que se sintió obligado a predecir un buen día para la ocasión.
—¡Hola, muchacho! —Al estar en un lugar público, intercambiaron solamente un apretón de manos, pero el conde consiguió hacerlo bastante elocuente—. Tienes buen aspecto. Tenemos que hablar.
—Creo que Lady Alys te reclama primero, señor…
Lady Alys bajaba las escaleras, su falda de tarde azul oscuro flotaba alrededor de sus piernas con la velocidad de su paso.
—Oh, Aral, bien, estás aquí por fin. Gregor espera en el Salón de Cristal. Vamos, vamos…
Distraída como un artista en mitad de la agonía de la creación, reunió a los tres Vorkosigan y los condujo a su cita siguiendo la tradición, con apenas una hora de retraso.
Debido a la gran cantidad de testigos (el compromiso era el más destacado acontecimiento social de Feria de Invierno, además de ser el primero), la ceremonia tuvo lugar en el salón principal. La futura esposa y su grupo estaban colocados frente al novio y el suyo, como dos pequeños ejércitos enfrentados. Laisa estaba muy elegante con su chaqueta y pantalones komarreses, aunque con un fino toque de rojo barrayarés de invierno, una deferencia perfectamente calculada por Lady Alys.
Delante de los dos grupos los prometidos: Laisa flanqueada por sus padres y una amiga komarresa como madrina; Gregor junto a sus padres adoptivos, el conde y la condesa Vorkosigan, y con Miles como padrino. Era evidente que Laisa había heredado la constitución de su padre, un hombre pequeño y redondo con una expresión de cautelosa cortesía fija en el rostro, y la piel blanca como la leche de su madre, una mujer de ojos atentos y sonrisa preocupada. Lady Alys era, por supuesto, la intermediaria. Hacía tiempo que habían pasado los días en que uno de los deberes legales de un padrino era casarse con el cónyuge superviviente en caso de producirse algún accidente fatal entre la ceremonia de compromiso y la boda. Los padrinos se limitaban ahora a presentar los regalos de rigor entre los dos lados.
Algunos de los regalos eran claramente simbólicos: dinero en bonitos envoltorios por parte de los padres de la novia, un montón de alimentos por parte del novio, incluidas una bolsa de avena de colores atada con cordón de plata y botellas de licor de arce y vino. Las riendas plateadas fueron un poco sorprendentes, ya que no venían con un caballo. Miles se alegró de ver que un pequeño cuchillo parecido a un escalpelo con la punta roma, regalo de la madre de la novia como muestra de la limpieza genética de su hija, había sido eliminado.
A continuación vino la tradicional lectura de las Amonestaciones a la Novia, una tarea que recayó en Miles por ser el padrino de Gregor. No hubo Amonestaciones para el novio, algo que Elli Quinn se habría apresurado en señalar. Miles avanzó, desenrolló el pergamino y leyó en voz alta y clara y con cara de póquer, como si estuviera dando órdenes a los Dendarii.
Las Amonestaciones, aunque tradicionales en forma y contenido, habían sido sutilmente corregidas, según advirtió Miles. Los comentarios sobre el Deber de Engendrar a un Heredero habían sido replanteados para evitar cualquier obligación específica de hacerlo en el cuerpo de nadie usando el vientre de nadie, con todos los peligros inherentes que eso implicaba. No había duda de quién había tenido algo que ver con el tema. En cuanto a las demás… Miles imaginó qué habría sugerido Quinn sobre cómo enrollar el pergamino y en qué parte de la anatomía del Amonestador guardarlo después, y con cuánta fuerza. La doctora Toscane, menos vigorosa en su vocabulario, sólo dirigió un par de preocupadas miradas a la condesa Vorkosigan, quien la tranquilizó con un par de gestos encubiertos que le daban a entender que no se tomara todo aquello demasiado en serio. El resto del tiempo, por fortuna, estuvo muy ocupada sonriéndole a Gregor, que le sonreía a su vez. Las Amonestaciones terminaron sin más problemas.
Miles dio un paso atrás y los prometidos se cogieron de las manos en el último gesto de la ceremonia, o más bien se les permitió coger una de las manos de Lady Alys, y por medio de la carabina intercambiaron sus promesas. Y si piensas que esto es un circo, ya verás la boda en verano. Cuando la ceremonia terminó, dio comienzo la fiesta. Como todo el mundo se sentía más o menos harto de nieve, la fiesta continuó, y continuó…
Gregor quería hablar primero con el padre de Miles, así que se fue a uno de los buffets. Allí se encontró con Ivan, alto y espléndido con su uniforme de gala rojo y azul, quien llenaba un único plato.
—Hola, Lord Auditor Primito —dijo Ivan—. ¿Dónde está tu correa de oro?
—La recupero la semana que viene. Hago mi juramento durante la última sesión conjunta de condes y ministros, antes de que se disuelva para Feria de Invierno.
—La voz ha corrido, ¿sabes? Todo tipo de gente me ha estado preguntando por tu nombramiento.
—Si se ponen muy pesados, mándalos a Vorhovis o Vorkalloner. Aunque será mejor que a Vorparadijs no. ¿Has traído una acompañante con quien yo pueda bailar?
Ivan hizo una mueca, miró alrededor y bajó la voz.
—Intenté hacer algo mejor. Le pedí a Delia Koudelka que se casara conmigo.
Miles se figuró en qué había acabado la cosa, pero se trataba, después de todo, de Ivan.
—Supuse que esto sería contagioso. ¡Enhorabuena! —dijo de todo corazón—. Tu madre estará encantada.
—No.
—¿No? Pero si le gustan las chicas Koudelka.
—No es eso. Delia me rechazó. ¡La primera vez que se lo propongo a nadie, y me dan un palo! —Ivan parecía bastante indignado.
—¡No te aceptó, Ivan! Qué sorpresa.
Ivan, captando su tono de voz, lo miró suspicaz.
—Y todo lo que mi madre dijo fue: «Es una lástima, querido. Te dije que no esperaras tanto.» Y se marchó a ver a Illyan. Los vi a los dos hace un par de minutos, escondidos en un rincón. Illyan le estaba acariciando el cuello. Esa mujer está atontada.
—Bueno, pero te lo había dicho. Cientos de veces. Conocía los desequilibrios demográficos entre sexos.
—Creí que habría un espacio para mí entre los de arriba. ¡Delia dice que va a casarse con Duv Galeni! El maldito komarrés… um…
—¿Rival? —sugirió Miles, mientras Ivan se esforzaba por buscar la palabra.
—¡Lo sabías!
—Tenía unas cuantas pistas. Estoy seguro de que disfrutarás de tu existencia como soltero sin preocupaciones. Tu siguiente década será como la pasada, ¿eh? Y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente… feliz y despreocupado.
—A ti no te va mucho mejor —replicó Ivan.
—Yo… no lo esperaba. —Miles sonrió sombrío. Quizá ya estaba bien de burlarse de Ivan por aquello—. Tendrás que intentarlo otra vez. ¿Martya, tal vez?
Ivan gruñó.
—Qué, dos rechazos en… No se lo pedirías a las dos hermanas el mismo día, ¿no, Ivan?
—Me dejé llevar por el pánico.
—Entonces… ¿con quién va a casarse Martya?
—Con cualquiera menos conmigo, según parece.
—Ya. Así que, um… ¿has visto dónde han ido los Koudelka?
—El comodoro ha estado aquí hace un rato. Probablemente ahora está con tu padre. Espero que las chicas vayan al salón de baile en cuanto empiece la música.
—Ah —Miles empezó a darse la vuelta, pero entonces añadió, ausente—: ¿Quieres un gatito?
Ivan lo miró.
—¿Para qué demonios quiero yo un gatito?
—Animaría tus tristezas de soltero. Un poco de vida y movimiento para hacerte compañía en las noches largas y solitarias.
—Vete a freír espárragos, Lord Auditor Primito.
Miles sonrió, se metió un entremés en la boca y se marchó masticando pensativo.
Divisó al clan Koudelka en el salón de baile, todos apiñados en un extremo. Faltaba la cuarta hermana, Kareen, que estaba aún en la Colonia Beta pero que regresaría en verano, según le habían dicho, para la boda imperial. Igual que Lord Mark, presumiblemente. El capitán Galeni conversaba animadamente con su futuro suegro el comodoro; Delia estaba a su lado, vestida con su tono de azul favorito. Después de pensárselo, y de la silenciosa campaña de su prometida, Galeni había decidido no renunciar a su puesto para inmenso alivio de Miles, quien esta semana había permanecido al margen de los asuntos internos de SegImp pero se había enterado por Gregor de lo seriamente que estaba considerando a Galeni como jefe de Asuntos Komarreses. Esperaba poder felicitarlo pronto.
Madame Koudelka contemplaba el panorama, sonriente. Era una buena perspectiva, y haría mucho por reparar los daños a la reputación de Galeni que aún pudieran quedar tras el torpe arresto calculado por Haroche hacía unas semanas. Siendo las Koudelka cuatro hermanas, Galeni iba camino de conseguir buenas conexiones en Barrayar por matrimonio… Miles se preguntó si alguien había advertido a Galeni que corría peligro de encontrarse con su hermano-clon Mark como próximo cuñado. Si no era así, Miles quería estar delante cuando alguien se lo dijera, sólo por saborear la expresión de su rostro. Además, se preguntó si los gatitos serían un buen regalo de boda…
Una rica y grave voz de barítono por encima de su hombro, dijo:
—Enhorabuena por su ascenso, señor.
Miles sonrió secamente y se dio la vuelta para saludar a su padre.
—¿Cuál, señor?
—Lo admito —dijo el virrey conde Aral Vorkosigan—, estaba pensando en tu Auditoría Imperial, pero Gregor me ha dicho que también conseguiste el grado de capitán. No lo habías mencionado. Felicidades también por eso, aunque… es el método más rebuscado de obtener esos galones azules que he visto en mi vida.
—Si no puedes hacer lo que quieres, haz lo que puedas. O hazlo como puedas. El rango de capitán… completa una etapa de mi vida.
—Me alegra de que sobrevivieras lo suficiente para convertirte en ti mismo. Así que no vas a perder ímpetu con la edad, ¿eh, muchacho? —El conde se abstuvo de continuar con una de sus típicas quejas de nos estamos-haciendo-tan-viejos cuya principal intención era invitar a su interlocutor a contradecirlo.
—No lo creo. —Los ojos de Miles se entornaron en un breve momento de introspección. Su nueva calma estaba aún allí dentro, pero no parecía en absoluto aburrida. Todo lo contrario—. Sólo toma otra dirección. Vorhovis me dijo que soy el Auditor Imperial más joven desde la Era del Aislamiento. Es un cargo que nunca has desempeñado, según tengo entendido.
—No. Ése se me pasó por alto, de algún modo. Tu abuelo tampoco lo desempeñó. Ni tu bisabuelo. De hecho… tendré que comprobarlo, pero creo que ningún conde o Lord Vorkosigan ha sido jamás Auditor.
—Ya lo he comprobado. Ninguno. Soy el primero de la familia —le informó Miles, presuntuoso—. No tengo precedentes.
El conde sonrió.
—Eso no es nada nuevo, Miles.
Miles se encontraba en la zona situada ante la aduana de una de las estaciones de transferencia orbital más grandes de Komarr. Huele a estación espacial, oh, sí. No era un dulce perfume aquella extraña acidez de maquinaria, electrónica, humanidad y todos sus efluvios, y aire helado corriendo por filtros que nunca conseguían reducir su complejidad. Pero para él era un olor familiar, universal y enormemente nostálgico: la atmósfera del almirante Naismith, electrificante de un modo subliminal incluso ahora.
La estación era una de las doce que orbitaban el único planeta semihabitable del sistema. Otras tres estaciones de espacio profundo circundaban la débil estrella de Komarr, y cada una de las seis salidas del agujero de gusano que atendían alojaba una estación militar y otra comercial. En esta complicada red los pasajeros y el cargamento subían, bajaban y se marchaban, con destino no sólo a Barrayar sino también a Pol, el Centro Hegen, Sergyar, Escobar, y una docena de rutas de conexión más. La ruta de comercio reabierta a Rho Ceta y el resto del Imperio cetagandano, incómodos vecinos como eran, también tenía un tráfico creciente. Las tasas y tarifas generadas por el lugar eran una vasta fuente de ingresos para el Imperio de Barrayar, muy por encima de lo que se conseguía en las granjas de cereales del mundo natal. También esto era parte de Barrayar, debía acordarse de mencionárselo a Elli Quinn, criada en el espacio.
Quinn casi podría ser feliz en Komarr. Sus ciudades cubiertas por cúpulas recordaban la estación espacial en la que había nacido. Cierto, la mayoría de sus deberes como Lord Vorkosigan lo mantendrían en un circuito alrededor de Vorbarr Sultana. La capital atraía como un pozo de gravedad a todo tipo de hombres ambiciosos. Pero era factible mantener un segundo domicilio en una de aquellas estaciones: una agradable dacha en el espacio profundo… Está lejos de las montañas.
El día antes había despedido en la estación a los condes, que volvían a Sergyar, después de haberlos acompañado hasta Komarr en su nave correo gubernamental. Cinco días en una nave de salto les habían dado tiempo suficiente para hablar. Miles también había aprovechado la oportunidad para pedirle a su padre que le asignara a un hombre de armas: el tranquilo Pym. La condesa masculló que tendrían que habérselo cambiado por Ma Kosti, pero le entregó de todas formas a quien era su soldado favorito; el conde prometió enviarle un par más a su debido momento, elegidos entre aquellos cuyas esposas y familias se sentían más amargamente infelices por haber sido trasladados a la fuerza desde su ciudad natal hasta la rudeza de la Colonia Caos.