Rambo. Acorralado (30 page)

Read Rambo. Acorralado Online

Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Acabo de decirle que no está en Dónde diablos están mis zapatos y mis calcetines.

Se oyó el débil sonido del teléfono en la oficina de enfrente. Harris pareció aliviado con la idea de alejarse para contestarlo. Pasó por la puerta de vaivén del baño, se oyó sonar otra vez el teléfono, luego otra y súbitamente cesó. Teasle enjuagó su boca con agua fría y la escupió. No se animaba a tragarla por miedo a descomponerse nuevamente. Contempló las baldosas sucias del piso del baño, pensó absurdamente que el encargado de la limpieza no cumplía debidamente con su trabajo, abrió la puerta y salió al corredor. Harris estaba al fondo del pasillo, bloqueando la luz con su cuerpo, algo incómodo por lo que tenía que decir.

—¿Bien? —dijo Teasle.

—No sé si debo decírselo. Es una llamada para usted.

—¿Sobre el muchacho? —dijo Teasle animándose—. ¿Sobre el cementerio de automóviles?

—No.

—¿Y de qué se trata, entonces? ¿Qué es lo que sucede?

—Es una llamada de larga distancia, su esposa.

No supo si atribuirlo al cansancio o a la emoción, pero tuvo que apoyarse contra la pared. Como si un muerto le estuviera hablando. Gracias a todo este problema con el muchacho había conseguido apartarla de sus pensamientos hasta tal punto, que ahora le resultaba difícil acordarse de su cara. Trató pero no pudo, Santo cielo, ¿por qué se empeñaba tanto en recordarla? ¿Quería seguir sufriendo?

—Creo que sería mejor que no hablase con ella si eso va a hacerlo sentirse mal otra vez. Puedo decirle que no está aquí —dijo Harris.

Anna.

—No. Páseme la comunicación al teléfono de mi despacho.

—¿Está seguro? Puedo decirle sin ningún inconveniente que usted ha salido.

—Vamos, páseme la comunicación allí.

XIV

Se sentó en la silla giratoria junto a su escritorio y encendió un cigarrillo. Tal vez el cigarrillo le despejaría la mente o quizás se la embotara y le produjera un mareo, pero valía la pena probar para ver qué pasaba, pues no podría hablar con ella sintiéndose tan inseguro. Esperó un poco y cuando se sintió mejor levantó el aparato.

—Hola —dijo suavemente—. Anna.

—¿Will?

—Sí.

La voz de ella sonaba más grave de lo que recordaba, más densa y algo entrecortada al pronunciar ciertas palabras.

—¿Estás herido, Will? He estado muy preocupada.

—No.

—De verdad. Aunque no quieras creerlo, he estado preocupada.

Dio una calada larga. Otra vez la incomprensión.

—Lo que quería decir era que no estaba herido.

—Gracias a Dios. —Hizo una pausa y exhaló profundamente como si ella también estuviera fumando.

—No había mirado la televisión ni leído los periódicos ni nada, de modo que me asusté mucho cuando me enteré esta noche de lo que te pasaba. ¿Seguro que estás bien?

—Sí.

Pensó en contarle todo, pero decidió que parecería que estaba pidiendo compasión.

—Puedes tener la seguridad de que te habría llamado si me hubiera enterado antes. No quiero que pienses que no me interesa lo que puede pasarte.

—Lo sé.

Dirigió una mirada a la manta arrugada que estaba tirada sobre el sofá. Tenía tantas cosas importantes que decirle, pero no podía decidirse a hacerlo. Habían dejado de interesarle. La pausa se alargaba demasiado. Tenía que decir algo.

—¿Estás resfriada? Tienes la voz tomada.

—Se me está pasando ya.

—Orval ha muerto.

Se dio cuenta que se le había cortado la respiración.

—Oh, lo quería mucho.

—Lo sé. Yo también descubrí que lo quería más de lo que suponía. Shingleton murió también, lo mismo que el agente nuevo que se llamaba Galt y

—Por favor. No me cuentes más. No quiero saber nada más.

Se quedó pensando en ello durante un rato y llegó a la conclusión de que realmente no tenía mucho más que decirle. Le pareció que no la extrañaba tanto como él había temido y por fin se sintió libre, viendo que el asunto había concluido.

—¿Estás todavía en California?

Ella no le contestó.

—Supongo que no tengo derecho a hacerte esa pregunta.

—Está bien. No me importa. Sí, todavía estoy en California.

—¿Algún problema? ¿Necesitas dinero?

—¿Will?

—¿Qué?

—No preguntes eso. No fue ése el motivo por el que te llamé.

—Sí, ¿pero necesitas dinero?

—No puedo aceptar dinero tuyo.

—No comprendes. Yo yo creo que todo va a marchar bien ahora. Quiero decir que ahora me siento mucho mejor respecto a todo.

—Me alegro. Estaba preocupada por eso también. No quiero herirte.

—Lo que quiero decir es que me siento mucho mejor y que puedes aceptar dinero mío si lo necesitas sin que por ello tengas la sensación de que lo que quiero es obligarte a volver a mí por pura gratitud.

—No.

—Bueno, entonces déjame que pague esta llamada por lo menos. Permíteme que me haga cargo de ella.

—No puedo.

—Entonces déjame que la ponga en la cuenta de la oficina. No seré yo quien la pague sino la ciudad. Por el amor de Dios, déjame hacer algo por ti.

—No puedo. Basta, por favor. No hagas que me arrepienta de haber llamado. Temí que pasara algo por el estilo y casi no llamo.

Sintió húmeda la mano con que agarraba el aparato.

—¿No piensas volver, verdad?

—Todo esto es un error. Yo no quería hablar de eso. No fue la razón por la que te llamé.

—Pero no piensas volver, ¿verdad?

—Así es. No volveré. Lo siento.

Lo único que quería era retenerla, sin hacer nada, pero retenerla. Aplastó lentamente el cigarrillo y encendió otro.

—¿Qué hora es allí?

—Las nueve. Sigo confundida por el cambio de horas. Dormí catorce horas cuando llegué aquí tratando de adaptarme al nuevo horario. Eran las once para ellos, pero para mí eran las dos de la mañana. ¿Qué hora es allí, medianoche?

—Sí.

—Tengo que cortar, Will.

—¿Tan pronto? ¿Por qué? —Pero logró contenerse—. No. No importa. Eso no es asunto mío tampoco.

—¿Seguro que no estás herido?

—Me han puesto unos vendajes pero la mayoría son rasguños. ¿Sigues viviendo con tu hermana? ¿No puedes decirme eso, por lo menos?

—Me mudé a un apartamento.

—¿Por qué?

—Tengo que cortar, de verdad. Lo siento.

—Tenme al corriente de lo que haces, ¿quieres?

—Si te sirve de algo, no sabía que iba a ser tan duro. No sé cómo expresarlo.

Tuvo la impresión de que estaba sollozando.

—Adiós.

—Adiós.

Esperó, tratando de permanecer junto a ella el mayor tiempo posible. Pero ella cortó y oyó otra vez el tono de marcar. Habían dormido juntos durante cuatro años. ¿Cómo podía convertirse en una persona extraña? No era fácil. Sus sollozos. Tenía razón, era muy duro para ella también y él se arrepintió.

XV

Se acabó. Haz algo. Muévete. Piensa en el muchacho, que ese es tu deber. El muchacho. Sentado al volante de un auto, conduciendo a toda velocidad.

Vio sus zapatos y calcetines junto al archivo y se los puso sin perder un minuto. Sacó una pistola Browning de su cartuchera, introdujo un cargador completo por el mango y se colocó la cartuchera inclinándola ligeramente hacia atrás, como Orval le recomendaba siempre que hiciera. Cuando llegó al cuarto de enfrente después de haber recorrido el pasillo y transpuesto la puerta, Harris se quedó mirándolo.

—No lo digas —le dijo a Harris—. No digas que no debo volver allí.

—Está bien, entonces no lo diré.

Cuando salió vio que las luces de la calle estaban encendidas y respiró el fresco aire de la noche. Un patrullero estaba estacionado al costado de la comisaría. Cuando se dispuso a subir al auto, miró hacia la izquierda y vio que enormes llamas iluminaban ese sector de la ciudad, reflejándose como si fueran olas en las nubes nocturnas.

Harris se hallaba en los escalones del frente gritando.

—¡El muchacho! ¡Consiguió escapar de los túneles! ¡Acaban de avisar que robó un coche de la policía!

—Ya lo sé.

—¿Pero cómo?

La fuerza de las explosiones hizo vibrar las ventanas de la comisaría. ¡BUUUM, BUUUM, BUUUM! Una tras otra, provenientes de la carretera principal que entraba a la ciudad. ¡BUUUM, BUUUM!

—¿Dios todopoderoso, qué es eso? —dijo Harris.

Teasle ya sabía de qué se trataba mientras metía primera y salía del aparcamiento a toda velocidad, tratando de llegar a tiempo al lugar.

XVI

Mientras se internaba a toda velocidad en la ciudad, esquivando a un motociclista que se detuvo para mirar hacia atrás aturdido, Rambo vio por el espejo retrovisor que el fuego cubría la calle a espaldas suyas y que las llamas alcanzaban las copas de los árboles que la bordeaban. Las llamas de un rojo intenso se reflejaban en el coche patrulla. Apretó el acelerador a fondo, avanzando velozmente por la calle principal, mientras nuevas explosiones iluminaban el cielo detrás de él, creando nuevos incendios. Tendrían que desviarse y perder tiempo. Por las dudas, tendría que repetirlo una vez más. Cuantos más focos hubiera, mayor sería la confusión. Tendrían que abandonar la persecución y dedicarse a controlar el fuego.

Un poco más adelante, los faros de un automóvil relampaguearon bajo un farol cuya luz estaba quemada, y su conductor abrió la puerta para contemplar las llamas que se alzaban a sus espaldas. Rambo se desvió al carril izquierdo, avanzando rápidamente en dirección a los faros bajos de un coche deportivo. Este se desvió hacia el carril derecho para evitar chocar contra Rambo justo en el preciso momento en que él volvía a su propia banda y seguía avanzando, intentando embestirle, hasta que no tuvo más remedio que subirse a la vereda, arrancar un parquímetro y chocar contra la vidriera de una tienda de muebles. Sillones y sillas, pensó Rambo. Un aterrizaje suave.

Sin dejar de apretar el acelerador a fondo, se sorprendió al no ver más coches en la calle. ¿Qué clase de ciudad era ésta? Pocos minutos pasada la medianoche y todo el mundo dormía. Las luces de los comercios estaban apagadas. Nadie salía cantando de los bares. Bueno, ahora sí habría un poco de animación en la ciudad. Vaya si la habría.

La velocidad del coche y la potencia del motor le hicieron recordar las noches de los sábados, años atrás, cuando corría con coches preparados, y volvió a sentir el mismo placer que entonces. Eran solamente él, el coche y el camino. Todo iba a andar bien. Estaba seguro de poder hacerlo.

Resultó muy fácil escapar de la montaña sin que lo vieran. Y también fue muy fácil avanzar entre esa maraña de automóviles rotos, atravesar el campo y llegar hasta el coche patrulla. Los policías debían haber dejado el vehículo para internarse en las montañas o tal vez habían ido a conversar con los chóferes de los camiones de transporte de tropas. La llave no estaba puesta, pero no le resultó difícil hacer un puente con los cables, y mientras avanzaba ahora, haciendo caso omiso de la luz roja de un cruce, sintiendo que a medida que apretaba el acelerador, la potencia del motor aumentaba e invadía su cuerpo, tuvo la certeza que su liberación era cuestión de horas. Se sentía demasiado bien como para no poder lograrlo. La policía transmitiría por radio la orden de captura, por supuesto, pero probablemente la mayor parte de sus unidades estaban detrás de él con los encargados de la búsqueda, por lo que no encontraría mucha resistencia adelante. Atravesaría la ciudad, tomaría un camino secundario y escondería el coche. Después correría a través de los campos. Tal vez podría subirse a un tren de carga. O esconderse en un camión. O robar un avión. Dios mío, existían tantas posibilidades,

—Rambo.

Se sobresaltó al oír la voz que lo llamaba por la radio del auto.

—Rambo. Escúchame. Sé que me estás oyendo.

La voz le resultaba familiar, una voz de años atrás. Pero no podía identificarla.

—Escúchame —cada palabra resonaba suave y sonoramente. Mi nombre es Sam Trautman. Era director de tu escuela de entrenamiento.

Claro, Por supuesto. Siempre invisible, La voz persistente que hablaba por el altavoz del campamento. A cualquier hora. Día tras día. Más carreras, menos comidas, menos sueño. La voz que jamás dejaba de significar rigor. Con que esas tenemos. Teasle había mandado llamar a Trautman para que lo ayudara. Así se explicaban algunas tácticas empleadas por sus perseguidores. Maldito. Traicionando a uno de su misma clase.

—Rambo, quiero que te detengas y te entregues antes de que te maten.

Por supuesto, grandísimo sinvergüenza.

—Escucha. Sé que esto es difícil de comprender, pero estoy ayudándolos porque no quiero que te maten. Ya han movilizado otra fuerza allí adelante y habrá otra después de esa. Si pensara que tienes la más remota posibilidad de vencerlos, no titubearía en decirte que siguieras luchando. Pero sé que no puedes escapar. Debes creerme. Lo sé muy bien. Por favor. Entrégate mientras puedas y sal vivo de este atolladero. No puedes hacer nada.

Observa y verás.

Se oyó otra serie de explosiones a sus espaldas, giró bruscamente la dirección del coche haciendo chillar las gomas y entró a una gasolinera desierta y que ya tenía sus luces apagadas. Bajó corriendo del coche, rompió de una patada el vidrio de la puerta de la oficina, entró al cuarto y conectó los surtidores eléctricos. Agarró una barra de hierro y salió apresuradamente para romper los candados de los surtidores. Eran cuatro, provistos de dos mangueras cada uno, las puso en funcionamiento, desparramando gasolina por la calle, colocándoles el seguro para que no dejaran de funcionar cuando él se fuera. La calle estaba llena de gasolina cuando llegó al final de la manzana y detuvo el auto. Encendió una cerilla y zas, la noche se convirtió en día, un lago ardiente se extendía de una acera a otra con llamas que alcanzaban seis metros de altura, las fachadas de las casas comenzaron a crujir, las ventanas a resquebrajarse, el calor intenso llegó hasta donde él estaba, chamuscando todo a su paso. Se alejó rápidamente en el coche, mientras el fuego se desparramaba detrás, alcanzando los automóviles estacionados. BUUUM, BUUUM, hicieron al explotar y volar por el aire. BUUUM. La culpa era de ellos. El letrero que colgaba del farol indicaba que estaba prohibido el estacionamiento después de la medianoche. Pensó en lo que sucedería cuando bajara la presión de la gasolina almacenada bajo tierra. El fuego penetraría por las mangueras, bajaría a los tanques y explotaría la mitad de la manzana. Eso retrasaría su persecución. Era indudable.

Other books

The Yellow Braid by Karen Coccioli
Safe from Harm (9781101619629) by Evans, Stephanie Jaye
Everblue by Pandos, Brenda
Red Magic by Juliette Waldron
The Good Soldier by L. T. Ryan
Sacrifice Island by Dearborn, Kristin