Capítulo 2No es lugar para los cortesanos de Herodes Antipas
vestidos con delicadas ropas,
para quienes habitan las moradas de los reyes,
y para quienes se inclinan
como las cañas agitadas por el viento.
La caña resiste a la tempestad
porque puede doblegarse bajo el viento,
mientras que un árbol robusto,
que no puede doblarse,
a menudo es arrancado en las más fuertes intemperies.»
Decía que Juan era un profeta,
que era Elias reaparecido por fin,
resucitado para cumplir su misión.
Así hablaban los esenios,
si Juan es el más grande
entre los hijos de los hombres,
el más pequeño en el reino de los cielos
es más grande que él.
Juan había abierto la brecha
por la que debía pasar la luz.
Le recordaron el mensaje celestial,
la voz divina que había escuchado,
que, durante su bautismo en el Jordán,
le designaba su propia misión.
Así hablaban los esenios.
«No puedes convertirte en discípulo de Juan.
—le dijeron—.
A ti te corresponde atravesar
las aldeas a orillas del lago
para anunciar el reino de los cielos.»
Entonces Juan no vaciló ya.
Con todo su corazón, toda su alma
y todos sus medios,
predicó.
Anunció la inminencia de la llegada.
«¡Apresuraos! —exhortaba—,
acelerad el paso,
todavía es tiempo,
pero pronto será demasiado tarde
y ya no tendréis parte.
¡Venid pronto! ¡Venid a arrepentiros!»
Entonces creció su reputación
y cruzó el país.
El rey Herodes le temió,
tenía miedo de que acusara a los Kittim.
Con su mujer, a la que Juan no le gustaba
le hizo detener,
le encerró en la ciudadela de Macheronte,
le hizo ejecutar.
Salomé, digna hija de una madre pérfida,
mostró su cabeza en una bandeja de plata,
bailando la danza salvaje
y mórbida de la victoria
de los hijos de las tinieblas.
Entonces los esenios dijeron
que Elias había llegado ya,
que no le habían reconocido,
que le habían tratado a su antojo.
Entonces comenzaron a tramar su plan:
era el fin,
era la lucha,
el Hijo del Hombre tendría que sufrir.
Así comenzó la guerra
de los hijos de la luz
contra los hijos de las tinieblas.
Los hijos de las tinieblas eran
los profesores de fe,
los fomentadores de reglas,
de preceptos y de mandamientos,
los doctores de la interpretación escrita y oral,
los separados, los escrupulosos,
los fariseos.
También ellos creían en la inmortalidad,
en el paraíso y en el infierno,
en la resurrección de los muertos
y en el reino mesiánico.
Los hijos de las tinieblas estaban
bajo el altivo estandarte de la casa de los macabeos,
detestaban a los fariseos,
privilegiaban la casa real,
eran vencedores de las guerras civiles
que les oponían a los fariseos.
Ocupaban orgullosamente el Templo de Jerusalén
para mejor influir en los responsables del país,
los saduceos,
que negaban la tradición oral
y que se burlaban de la fe popularen la vida eterna,
que decían que nada podía ser dicho,
que nada podía ser conocido,
y como los griegos creían en el libre albedrío.
Y el Maestro,
al que no eran indiferentes las muchedumbres,
debía minar sus esfuerzos,
sacudir el yugo de los mandamientos
que tanto les había costado definir,
comer con los publicanos
y con los pecadores.
Para que quisieran librarse de él.
Para que los hijos de las tinieblas
hicieran venir de Jerusalén
escribas eruditos
que anunciaran a todos
que estaba poseído por el demonio.
Así decía el plan:
Que los doctores del Templo
y los jefes de los dirigentes,
que todos le odien.
¡Que comience la guerra!
Pues el fin de los tiempos se acerca.
Entonces odiaron a los fariseos,
a los que llamaron
intérpretes falaces,
hipócritas de mentirosa lengua
y falsos labios
que conseguían seducir a todo el pueblo.
«Seguid pues —exhortaban—,
observad todo lo que pueden deciros;
pero no imitéis sus actos,
pues dicen y no hacen.
Ay de vosotros —decían—,
escribas y fariseos hipócritas
que erigís los sepulcros de los profetas
y decoráis las tumbas de los justos.
Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres,
no nos habríamos unido a ellos
para derramar la sangre de los profetas.
Testimoniáis así contra vosotros mismos,
sois los hijos de quienes asesinaron a los profetas.
Sois los hijos de las tinieblas.»
Y los esenios
detestaban a los saduceos,
pues habían abandonado su Templo
y se habían llevado su tesoro,
el tesoro del rey Salomón.
En el desierto habían edificado
un nuevo Templo
que sustituía al antiguo,
una nueva alianza entre Dios y su pueblo,
por otro éxodo
y, otra conquista
de las aldeas y las ciudades
donde se establecieron
con mujeres y niños
en la pureza,
lejos del antiguo Templo mancillado
por la impureza,
donde reinaban los saduceos
y su impío sacerdote.
Le dijeron que era preciso combatir,
él que nunca había gobernado,
él que nunca había ejercido un poder,
él que sólo conocía a los aldeanos
y a los pobres de espíritu,
a los humildes, los suyos,
la campiña de Galilea,
sus flores y sus árboles,
sus campos y sus vergeles.
Le enseñaron
a ofrecer la mejilla izquierda
cuando le golpearan la derecha.
A caminar tres kilómetros
cuando los Kittim obligaban a la angaria.
A no recurrir a la violencia,
que sólo apartaba del camino
que Dios había trazado.
A lanzar su llamada,
no a las demás naciones,
sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel.
«En todo —profesaban—,
hay que amar al prójimo,
ejercer con él la misericordia,
de este modo
se imita la acción de Dios.
Pues la justicia de Dios
es su misericordia,
y Dios se entrega ante todo
a los pobres y a los oprimidos,
y más allá de la confianza en la fuerza
y en el poder del hombre,
está el temor del Señor.»
Le enseñaron
a los hombres justos y los pecadores,
a los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas,
los justos a un lado, los pecadores al otro.
Le enseñaron
que la falta del hombre para con su prójimo
sólo se redimirá el día de la reconciliación.
Antes de apaciguar al prójimo,
hay que ser misericordioso,
como Dios es misericordioso.
Si se les perdona a los hombres sus faltas,
también el Padre celestial absolverá.
Pero si no se perdona a los hombres,
tampoco el Padre excusará.
En un mundo mejor, le será dado
al justo en la medida de su justicia,
y al pecador en la medida de su pecado.
Pero en este mundo,
sólo el amor del prójimo merece el favor de Dios;
y el odio del prójimo atrae la cólera divina.
«No juzguéis y no seréis juzgados,
no condenéis y no seréis condenados,
entregad y os será entregado,
dad y os darán.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo,
temerás a Dios como Job,
amarás a Dios como Abraham.
El amor está por encima del temor.
"Más vale el servicio de Dios por amor sin condiciones
que el servilismo por temor al castigo divino."
Huye del mal y de lo que se le asemeja,
sigue los mandamientos fáciles,
pues son tan importantes como los grandes.
Como dice el sabio Hillel,
ama a Dios más de lo que le temes.»
Así hablaban los esenios.
«Preservaos de la mancilla de la historia,
que es la idolatría,
que es el adulterio,
por respeto a la ley, que es protección y barrera,
diferencia y separación.
¿No ascendió Noé a su arca
para no corromperse?»
Así hablaban los esenios.
«Sed santos,
pues así Dios es vuestro aliado,
sed el resto divino retirado al desierto,
que mantiene solo la alianza.
Sed los llamados por su nombre,
instruidos por los ungidos del Espíritu Santo,
como Moisés y como Aarón,
los ungidos de Dios.
Israel es el resto de las naciones,
somos el resto de Israel
en la alianza nueva,
apartados entre los separados
por la perpetua Gracia divina.
Las cosas ocultas desde la fundación del mundo
han sido hoy reveladas a los santos y los perfectos.
Vivimos aquí ahora el cumplimiento
de la profecía y de las justas ordenanzas.
Nuestro corazón es nuevo,
nuestro espíritu liberado de las tinieblas de la materia
nos une a los santos de arriba y a los ángeles.
Los cielos cuentan la gloria de Dios
y cantamos con ellos cada día.
El presente es ya futuro,
el más allá está aquí ahora.
Se ha hecho la voluntad de Dios
en la tierra llegada al cielo.
El Mesías viene ahora
a nuestra mesa común
en la que compartimos la palabra divina,
alianza eterna y definitiva,
Dios está con nosotros.»
Así hablaban los esenios.
Le enseñaron la pobreza,
pues los verdaderos hijos de la luz
son los pobres elegidos por Dios.
Así hablaban los esenios.
Y creían que el Mesías
establecería un orden nuevo.
Miraban hacia atrás,
leían las Sagradas Escrituras de Israel.
Las fuerzas de las tinieblas eran los Kittim
y sus agentes de Judea.
La eliminación de la maldad
llegaría por una sangrienta guerra de religión.
Vendría luego un período de renovación,
de paz,
de armonía.
La victoria final,
la destrucción del mal,
serían obra de la predestinación divina.
Entonces transmitieron a Jesús su secreto,
el arma infalible de la victoria.
Durante una larga noche
leyeron,
«No vengaré el mal de nadie,
perseguiré al hombre
haciendo por él sólo lo que es bueno,
pues Dios es juez de todo lo que vive,
y a él le corresponde distribuir.
La guerra con los hombres de perdición,
no la emprenderé antes del día de la venganza,
pero mi cólera,
no la apartaré de los hombres de maldad,
y no viviré en paz
antes del día del juicio fijado por Él».
Vencer a los malvados haciendo el bien:
ésa era el arma secreta,
poderosa por su extrema debilidad,
que transmitieron a Jesús.
«El hombre bueno no tiene maligna la mirada,
es misericordioso para con todos,
aunque haya pecadores,
y aunque se pongan de acuerdo para hacer contra él el mal.
—Así —proclamaron—, el que hace el bien
será más fuerte que el malvado,
porque estará protegido por el bien.
Si tu intención es buena,
los propios hombres malvados vivirán en paz contigo,
los libertinos te seguirán
y se convertirán a lo que es bueno,
los avaros no sólo renunciarán a su pasión por el dinero,
sino que entregarán su bien
a quienes hayan despojado.
La buena intención no tiene doble lengua
para bendecir por un lado
y maldecir por el otro,
para envilecer
y para honrar,
para afligir
y para alegrar,
para pacificar
y para turbar,
para la hipocresía
y para la verdad,
para la pobreza
y la riqueza.
Sólo tiene un único
y leal sentimiento para con todos.
No tiene dos modos de ver ni oír,
mientras que la obra de Belial es ambigua
y no hay sencillez en él.»
Así hablaban los esenios.
Y Jesús respondió:
«Hemos sabido que alguien dijo:
"Ojo por ojo,
diente por diente,
mano por mano,
pie por pie,
quemadura por quemadura,
magulladura por magulladura,
herida por herida".
Pero yo
diré
que no se plante cara al malvado,
y si alguien te da un bofetón en la mejilla derecha
ofrécele también la otra,
y si quiere tomar tu túnica,
dale otra todavía,
y partir para un recorrido de tres kilómetros,
si exige uno.
Y entregar
a quien solicita,
y dar
a quien toma lo tuyo,
y no pedir nunca que lo devuelva.»
Y Jesús propagó su palabra.
Denunció el peligro de los bienes terrenales.
«Los primeros serán los últimos,
los últimos serán los primeros,
los afligidos serán consolados.»
A quienes tengan quebrantado el espíritu,
se les promete la alegría eterna.
Bienaventurados los humildes de corazón, .
los pobres de espíritu, los afligidos,
tenían un consolador.
«El reino de los cielos les pertenece.»
Como Eliseo al alimentar a una muchedumbre,
dio de comer al pueblo.
Como Jonás al dominar la tormenta,
cuando Dios provocó una gran ventolera en el mar,
él calmó la tormenta.
Se dirigió entonces a una sinagoga de Galilea,
era el santo día del Sabbath,
le dieron el pergamino de Isaías
y lo desenrolló
y descubrió:
«El espíritu del Señor está en mí,
porque me ha conferido la unción
para anunciar la buena nueva
a los pobres.
Me ha enviado a proclamar a los cautivos
la liberación».
Tras concluir la lectura,
enrolló el pergamino y se sentó.
Se ha dicho:
«Hoy, esta escritura se ha cumplido
para los que la oís».
Pero eran escépticos:
«Nadie es profeta en su país».
Evocó el largo linaje
de los profetas rechazados y perseguidos,
Elias y Eliseo
mejor recibidos entre los paganos
que en su tierra natal.
Todos se llenaron de cólera,
le arrojaron fuera de la ciudad.
«Palabra del Eterno a mi Señor,
siéntate a mi diestra,
hasta que yo convierta a tus enemigos
en tu estribo.»
Entonces designaron como enviados
a dos de sus discípulos más cercanos,
que debían recorrer el país en su nombre,
pues habían recibido de él instrucciones precisas.
Sólo debían hablar a los judíos,
no a los gentiles
ni a los samaritanos.
Como los esenios,
no tomaban para sus viajes ni equipaje ni dinero.
Si una casa o una ciudad no quería recibirles,
no se quedaban allí.
Pero a nadie conmovía la llamada al arrepentimiento.
Galilea, su propia región, su país natal,
rechazaba a su profeta.
Cuando Jonás,
el profeta de Galilea,
declaró que tras cuarenta días
Nínive sería destruida,
el pueblo se había arrepentido
había renunciado a su impiedad.
Si Dios hubiera aceptado sus sufrimientos,
si su pueblo hubiera prestado oídos,
Jesús habría dado la vida.
«Todos errábamos como ovejas,
cada cual seguía su propio camino,
y el Señor ha hecho caer sobre él
la iniquidad de todos.»
«Raza de víboras —dijo—,
¿Cómo podríais decir cosas buenas,
si sois malvados?»
Entonces se fue.