Qumrán 1 (44 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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Intercambiamos una rápida mirada, algo turbada y, luego, prosiguió:

—¿De modo que tu retiro en Qumrán se prolonga voluntariamente?

—Presté juramento no hace mucho; hice voto de unirme a la comunidad —respondí.

—Puedes estar seguro, Ary, de que nunca diré nada a nadie, con respecto a ti o con respecto a ellos. Mantendré vuestro secreto.

—Lo sé.

—Eres feliz allí, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Sabes? —continuó—, tras el golpe que le diste, el rabí no murió inmediatamente, estuvo en coma durante unos días antes de sucumbir. Todos sus discípulos se apresuraron a acudir a su lado, luego removieron cielo y tierra, llamaron a los doctores e hicieron que lo llevaran al hospital. Los médicos nunca comprendieron lo que había ocurrido. Creyeron que había sido un ataque y, dada su avanzada edad, no investigaron más.

—Lo sé. Ya no necesito esconderme. Nadie me habría molestado por aquel crimen. Pero debo hacer penitencia, por mí mismo. He tenido la sensación de estar muy lejos, en la Antigüedad, en los lejanos tiempos cuando azotaban a los falsos profetas y a las mujeres adúlteras, y pensé que, sin quererlo, había matado de nuevo al Mesías.

—¿Y ahora? ¿Qué dicen los esenios del crimen? ¿Qué dicen de sus atroces asesinatos? ¿Y qué piensas tú de ellos, Ary?

—Los esenios no hablan ya del pergamino perdido. Pero su terrible secreto, añadido a tantas otras muertes horribles, les ha unido. Son hermanos en amor y en los crímenes, están unidos para siempre en la complicidad clandestina de los antiguos combatientes. Son los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas al mismo tiempo. Mantienen su misterio tan celosamente como conservan, en su cofre, su tesoro recuperado. Un día, lo abrieron ante toda la concurrencia y mostraron a todo el mundo los objetos preciosos, las vajillas sagradas, las piedras y las coronas de oro puro; una maravilla de hace dos mil años que espera, ahora, la posibilidad de brillar de nuevo a la luz del sol, cuando llegue el Mesías.

Esbozó una triste sonrisa y me dijo:

—Sabía que eras un monje judío. Te lo dije, ¿no es cierto?

Permanecimos en silencio. La sentí de pronto muy conmovida, aunque no lo demostrara en absoluto. No habíamos vuelto a hablar de nosotros desde Nueva York y el coloquio, pero yo intuía que incluso de tan lejos, después de todo ese tiempo, seguía queriéndome. Esa certeza me había dado un bienestar moral y una seguridad que habían entibiado mi atracción hacia ella. Nunca imaginé que algún día estaríamos realmente separados…, por toda la eternidad. No estaba en absoluto preparado para esta idea, de modo que, antes de nuestro encuentro, mientras la esperaba en la mesa del café donde nos habíamos citado, yo había tenido la impresión de que nuestra relación era para siempre y que Jane iba a volver siempre que lo quisiéramos. La había esperado con la mayor naturalidad del mundo y al verla llegar y sentarse ante mí no se me había ocurrido que era la última vez.

De pronto, sucedió. Mi corazón comenzó a palpitar con violencia y en mi pecho resonó un gong. Como si fuera a sobrevenir una abominable catástrofe, descubrí lo que iba a pasarnos. Intenté contener la oleada de emoción que amenazaba con sumergirme. Recordé cómo había deseado a aquella mujer y cómo tal vez la había amado, aunque aquel amor no tuviera el mismo nombre que el amor conyugal, pues al estarme prohibido no tenía para mí concepto ni categoría. Cuando, tras nuestra entrevista, Jane se levantó de la mesa del café y se alejó por la calle, una emoción inefable que había ido creciendo en mi interior embargó todo mi ser y se convirtió en una intensísima nostalgia. De inmediato me vi sumido en un letargo, un lívido sopor que me dejó como muerto, ausente de mí mismo. Era la no-conclusión, la no-revelación, el no-acontecimiento de aquel amor que yacía ahora en mí, muerto al nacer, con toda su fuerza y toda su inercia. Era una represa que cedía de repente, y todas las compuertas se abrían con tanta violencia por la presión del agua, que ésta lo arrasaba todo a su paso, años de cálculos y de reflexión, de minuciosa construcción, de laboriosos trabajos y materiales sólidos. De pronto, lo comprendí. Iba a marcharse; no la vería nunca más. Iba a desaparecer de mi vida y yo me quedaría solo, frente a los demásy frente a la muerte. Dos secuencias consecutivas se precipitaron en mi extraviado espíritu: ella partía, yo estaba solo. Era como si me arrancaran de pronto una parte de mi propio ser. Era imposible. Sentí que iba a desvanecerme cuando, en un sobresalto de mi voluntad, hallé las postreras fuerzas para llamarla: era un grito que no tenía nombre y que se expresaba con oleadas de emoción. Sólo existía un rostro, el suyo, y no había porvenir, ni matrimonio, ni hijos, ni religión, ni cultura, ni pueblos, sino únicamente un instante que lanzaba una orden imperiosa: que lo asiera, que lo tomara sin pensarlo más, pues ese instante era la eternidad. Jane se dio la vuelta, titubeó unos instantes y prosiguió su camino con paso más rápido. De pie, junto a la mesa, con el brazo medio levantado como esbozando una señal de adiós o de bienvenida, yo permanecí petrificado y despavorido durante varios minutos.

Nunca más volví a oír hablar de ella, y no sé lo que habría ocurrido si Jane hubiese decidido dar media vuelta, bajar de nuevo por la calle con su paso ágil y regresar a mi lado. Yo sabía que, en aquel instante, sólo me importaba ella. Pero sabía también que, después, la razón habría reanudado su implacable marcha y, con los remordimientos, me habría arrepentido, aun sabiendo que aquel instante de dolor era tan intenso que no habría podido actuar de otro modo. Pienso también que ella comprendió el sentido de mi llamada y que, en una fracción de segundo, asumió la decisión de aquel porvenir. Ignoro qué pensamiento la condujo a esa elección y no a otra, pero sé que no transcurre ni un solo día en que no recuerde cómo su fina silueta se alejaba por la calle, al igual que una figura que escapara del cofre de un tesoro, resistiéndose valerosamente a responder a cualquier llamada.

¿Sabía en el fondo de sí misma, aquella cuyo seno habría podido acoger mi cabeza, sabía a quién pertenecía yo? Su papel había sido, sencillamente, ayudarme a recuperar mi morada: el silencio del desierto de Judea, sus leonadas dunas, su soplo cálido de día y fresco de noche, su paisaje indefinido de húmedos roquedales y marchita vegetación, abrasada por el sol pero valerosa; ayudarme a ver de nuevo el color ocre de algunas de sus llanuras; a sentir los nebulosos y salobres humores que ascienden del mar Muerto hasta nuestras grutas, y la exhalación acre que sus salinos vapores dejan en la piel, la lengua y, a veces, en el fondo de los ojos; a entornarlos ante la brillante superficie del agua, el color rosa y tornasolado de los escarpados acantilados de sus espejeantes orillas, ante los contrafuertes oliváceos que son como un telón de fondo tras las riberas, las montañas púrpura y malvas de Moab y de Edom; a cerrarlos ante los desfiladeros y los crepusculares valles, carcomidos por las tinieblas, ante el alto acantilado que de norte a sur se aproxima a la ribera salada, hasta Ras Feshka, y al pie del acantilado, el manantial de Ain Feshka, y la terraza de las ruinas de Khirbet Qumrán, y las grutas silenciosas, siluetas en la penumbra; a saber que allí, oculto, abajo, muy abajo, en el punto más hondo del mundo, en la ensoñación de un sueño robado, está la espera que se alarga hacia el alba de los nuevos tiempos.

Durante un año, proseguí mi iniciación. Luego, un día, Yacov vino a verme y me entregó un pequeño rollo sacado del fondo del cofre, un pergamino tan fino que enrollado parecía un lápiz, para que lo leyera y lo copiase.

—Toma —dijo—. Para que lo unas al que estás escribiendo de memoria, el rollo destruido por el rabí, al que llamaremos el
Pergamino perdido
, por el que te fue dado conocer nuestro secreto. Este es el pasado; y he aquí un pequeño manuscrito, el
Pergamino del Mesías
, que es el futuro. Y eso es lo que queríamos decirte: el rabí, el Rey-Mesías no resucitará ya. Leyendo el
Pergamino del Mesías
comprenderás lo que ocurrió y lo que llevaste a cabo. Tardarás poco tiempo en identificar al hombre que mataste. Pero primero, antes de saber, debes purificarte. Ha llegado el tiempo, Ary, en que tienes derecho al bautismo.

Me entregó entonces un ceñidor para el baño y una vestidura blanca, así como un pequeño pico que era útil para sobrevivir en las grutas. Era la señal de que podía comenzar a participar en todas las actividades de la comunidad, de que también podría ocupar mi lugar en la mesa de los Numerosos, y compartir con ellos el pan y el vino.

Por la noche, dispusieron la mesa para la cena. Prepararon el vino para beber y el pan para ser partido y distribuido. Comenzamos depositando nuestros mantos y ciñéndonos el lienzo ritual para sumergirnos en el agua bautismal. Después de endosarnos nuestros mantos nos sentamos a la mesa.

Pero aquella noche no era una noche como las demás. Por lo general, lo sabía, el sumo sacerdote extendía la mano y pronunciaba la bendición sobre las primicias del pan y del vino. Pero aquella noche era distinta de las demás noches: el vino había sido escanciado; el pan estaba listo sobre la mesa. Pero el sacerdote no comenzó la bendición, como solía hacerlo, en el silencio y el respeto. No levantó la copa de bermejo vino para bendecirla ante todos. No tomó el pan para partirlo tras haberlo consagrado. En lugar de eso, se volvió hacia mí.

Era el fin del segundo año pasado en su compañía, yo no era ya un cautivo, si alguna vez lo había sido. Comprendí entonces que había llegado para mí el momento de formular el solemne voto de ingreso en los esenios, ante toda la comunidad; es decir en público el juramento que me comprometía para siempre con ellos, que me convertía a la ley de Moisés, de acuerdo con todo lo que reveló a los hijos de Sadoc, a los sacerdotes que guardan la alianza y a la mayoría de los miembros de
su alianza
, los que están voluntariamente en común por Su verdad y para caminar en Su voluntad. Comprendí que era ya tiempo para mí de comprometerme por la alianza, de separarme de todos los hombres perversos que van por el camino de la impiedad, de quienes están fuera de nuestra laura; de no responder ya a sus preguntas referentes a cualquier ley u ordenanza, de no comer ya ni beber ninguno de sus bienes, y de no aceptar nada de sus manos. Comprendí que había llegado el momento de participar en los sacramentos divinos y consagrarles mi vida.

Pero no era eso lo que el sacerdote esperaba de mí. Con un gesto lento adelantó el brazo.

«Pues brotará un retoño del tallo de Jesé y de su raíz nacerá una grieta. Y el espíritu del Señor se posará en él, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de fuerza, el espíritu de ciencia y de piedad. Y estará lleno del espíritu del temor del Señor.

»Permanecerá oculto cuarenta días en el palacio y no se mostrará a nadie. Al cabo de los cuarenta días, una voz procedente del trono llamará al Mesías y le hará salir del "nido de pájaro".

»Por aquel entonces, el Rey-Mesías abandonará la región del jardín del Edén a la que llaman "nido de pájaro" y se revelará en la gran tierra de Galilea. El mundo estará atormentado y todos los habitantes de la tierra se ocultarán en grutas y cavernas. En aquella época se realizará la profecía de Isaías: "Los hombres huirán al fondo de las cavernas y las grutas y en los antros más profundos de la tierra, para ponerse a cubierto del terror del Señor y de la gloria de su majestad, cuando se levante para golpear la tierra".

Pues aquella noche no era una noche como las demás noches. Era la noche de la Pascua, de la celebración de la salida de Egipto; y la mesa, que tan cuidadosamente se había preparado, había sido puesta para el
Seder
.

Pues aquella noche no era una noche como las demás. Y todos lo sabían. Y todos esperaban que el sumo sacerdote adelantara el brazo con un gesto lento, y que hiciera lo que debía hacer.

Entonces lo hizo.

Me dio el pan. Luego me tendió el vino.

SÉPTIMO PERGAMINO
El Pergamino perdido
Capítulo 1

Al principio era el verbo

y el verbo estaba vuelto hacia Dios

y el verbo era Dios.

Todo fue por él,

y nada de lo que fue

fue sin él.

Y él era la vida

y la vida era la luz de los hombres

y la luz brilla en las tinieblas.

Y las tinieblas no la han comprendido.

Hubo un hombre, enviado por Dios,

su nombre era Juan.

Vino como testigo,

para rendir homenaje a plena luz

para que todos creyeran por él.

Pero sus palabras fueron truncadas

y cambiados sus vocablos,

y el verbo se hizo mentira

para ocultar la verdad,

la verdadera historia del Mesías.

La que debe siempre enmascararse en su opacidad,

nunca revelada

por los siglos, por los escribas, por los doctores de la fe.

He aquí la verdad desnuda, más terrible que la muerte.

He aquí en verdad quién fue Jesús,

he aquí su vida,

la historia secreta de su muerte.

«Eli, Eli, ¿lama sabaqtani?»

Éstas fueron sus últimas palabras,

en el fin postrero de su calvario,

cuando por fin advirtió que todo había acabado.

Entonces, inclinando la cabeza, Jesús entregó su espíritu.

La víspera por la noche, Jesús había reunido a sus discípulos,

para compartir con ellos la comida ofrecida

en recuerdo de la liberación de Egipto.

Pero aquella noche no era como las demás noches,

pues aquella noche,

su hora había llegado,

la hora de la Revelación.

Lo sabía,

y por ello había reunido a sus discípulos

por última vez a su lado,

antes del gran día.

Alrededor de la mesa puesta para el Seder,

eran trece.

A la derecha de Jesús, con la cabeza apoyada en su pecho,

estaba Juan, su anfitrión,

el discípulo al que Jesús amaba.

Luego estaban Simón Pedro y Andrés,

Santiago y Juan,

Felipe y Bartolomé,

Tomás, Matías,

Santiago, hijo de Alfea y Tadeo, Simón,

y Judas Iscariote.

Pues también él era amado por Jesús

y también él estaba invitado a su última noche.

La estancia era grande; la mesa estaba puesta,

los trece, tendidos.

Entonces se levantó, depositó su manto

y tomó un lienzo con el que se ciñó.

Derramó agua en una jofaina,

lavó los pies de los discípulos

y los secó con el lienzo que llevaba.

Cuando le llegó el turno a Pedro, éste exclamó:

«Tú, Señor, vas a lavarme los pies a mí. ¡Nunca!».

«Si no te lavo, no podrás tener parte en mí.»

«¡No sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!»

«Quien se haya bañado no necesita que lo laven,

pues es por completo puro: y vosotros sois puros,

Pero no, todos no…»

Pues estaba Judas

y sabía que iba a entregarle.

Cuando hubo concluido,

se puso el manto y volvió a la mesa.

«¿Comprendéis lo que he hecho?

Me llamáis el Maestro y el Señor,

y decís bien, pues lo soy.

Os he lavado los pies,

yo, el Señor y el Maestro,

porque también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros,

pues es un ejemplo que os he dado.

Lo que he hecho por vosotros,

hacedlo vosotros también.

En verdad os digo

que un sirviente no es mayor que su dueño,

ni un enviado mayor que el que le envía.

Sabiéndolo, seréis felices, siempre que lo pongáis en práctica.

No hablo por vosotros; conozco a quienes he elegido.

Pero que así se cumpla la Escritura.

"El que comía el pan conmigo,

contra mí ha levantado el talón.

Os lo digo

antes de que el acontecimiento se produzca.

Así cuando llegue,

creeréis en mí.

En verdad os digo,

recibir a quien yo envíe,

es recibirme a mí.

Y recibirme es recibir a Aquel que me ha enviado.»

Luego añadió:

«Uno de vosotros me entregará».

Entonces se miraron unos a otros,

y se preguntaron de quién estaba hablando.

Simón Pedro hizo una señal a Juan,

el discípulo a quien Jesús amaba entre todos:

«Pregúntale de quién está hablando».

El discípulo se inclinó entonces hacia el pecho de Jesús

y le dijo:

«¿Quién es, Señor?».

Entonces Jesús respondió:

«Será aquel a quien le dé el bocado que voy a mojar».

Tomó entonces el bocado que había mojado,

y se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón,

de Simón el zelote.

«Lo que debes hacer, hazlo pronto.»

Judas, tras haber tomado el bocado,

salió inmediatamente,

con paso rápido, partió en la noche.

Cuando hubo salido,

anunció Jesús a los demás discípulos:

«Ahora, el hijo del hombre ha sido glorificado

y Dios ha sido glorificado en sí mismo.

Queridos amigos,

ya sólo estaré con vosotros

muy poco tiempo.

Pero sabéis que a donde voy,

no podéis venir vosotros.

También debo decíroslo ahora.

Antes de partir,

os doy un nuevo mandamiento:

Amaos los unos a los otros.

Como yo os he amado,

así debéis amaros los unos a los otros.

Y si sentís amor los unos por los otros,

todos reconocerán que sois mis discípulos».

Tras haber hablado así, Jesús fue con sus discípulos

más allá del torrente del Kidron.

Había allí un huerto

donde entró con sus discípulos,

pero Judas, que le entregaba, conocía el lugar,

pues Jesús le había llevado allí muchas veces.

Se puso a la cabeza de la milicia

y de los guardias proporcionados por los sumos sacerdotes

y los fariseos,

y llegó al huerto

con antorchas, luminarias y armas.

Y Jesús, que sabía todo lo que iba a suceder, se adelantó y les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

«Buscamos a Jesús.»

«Yo soy», respondió.

Entre ellos iba Judas, que le entregaba. Entonces retrocedieron,

entonces temblaron.

De nuevo, Jesús les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

Y respondieron:

«A Jesús de Nazaret».

«Ya os lo he dicho, yo soy», repitió.

Entonces, Simón Pedro,

que llevaba una espada, desenvainó

y golpeó al sirviente del sumo sacerdote,

y le cortó la oreja derecha.

Pero Jesús le ordenó enseguida a Pedro:

«¡Devuelve la espada a la vaina!

¿Cómo?

¿No voy a beber la copa

Que el Padre me ha dado?»

Pues sabía

que su sentencia de muerte era un mandamiento

al que no debía resistirse.

La milicia y los guardias de los judíos le asieron

y le ataron.

Hasta aquí, todo era perfecto.

Todo se ejecutaba exactamente

según el designio

como había sido previsto.

En el año 3760,

un astro había brotado de Jacob,

un cetro se había levantado de Israel,

y el propio Señor había dado un signo.

He aquí que la muchacha quedó encinta,

y dio a luz un hijo.

Al octavo día de su nacimiento,

lo circuncidaron según la ley.

Y le llamaron Yeoshua,

«Dios salva».

Entonces José y María

acudieron al Templo

para ofrecer un sacrificio a Dios

y para rescatarle,

pues era el primogénito.

Tuvo hermanos y hermanas.

Su familia era numerosa

y pobre.

Y su ciudad era pobre,

a causa de los impuestos,

y del hambre

y de las guerras.

Aprendió la ley escrita

y la ley oral.

Su inteligencia era viva,

sus pensamientos secretos.

Hablaba poco

incluso con quienes le eran próximos.

Y a menudo permanecía solo, para meditar,

para buscar respuestas en la oración,

y a veces interrogaba a sus maestros

cuando se trataba de una cuestión difícil.

Luego creció,

se hizo un hombre,

le llamaban «rabí»,

como a los doctores de la ley

y como a los escribas, que decían

«Ama el oficio de artesano

Y detesta el rango de rabí».

Pues los escribas deseaban que a todo niño

se le enseñara un oficio manual

y la mayoría de ellos lo hacían.

«¿No hay entre nosotros —decían—,

un carpintero, hijo de carpintero,

que pueda resolver esta cuestión?»

Y Jesús era hijo de carpintero,

y él mismo era carpintero.

Pero no se complacía en el oficio

que le había enseñado su padre.

Y decidió abandonarlo.

Y abandonó a su familia

e injurió a su propia madre.

«¿Qué tenemos en común, mujer?»

Pues el fin de los tiempos estaba próximo.

Y no era ya el tiempo de la familia,

pues todos eran los suyos,

y pensaba que quien se acercara a él

debía odiar a su padre, su madre,

su mujer, sus hijos, sus hermanos.

Eso era lo que le habían enseñado

para que pudiera partir de su casa

y cumplir su misión.

En su primer encuentro con los esenios,

supo que le sería necesario dejar su familia,

si un día quería unirse a ellos

y partir hacia la comunidad,

muy lejos de los demás en los ardientes desiertos.

Si quería tener para sí, a su alrededor,

la presencia constante del Espíritu.

Eso se había producido

cuando tenía doce años.

Sus padres habían ido a Jerusalén

para la fiesta de Succoth.

María y el niño estaban allí,

pues habían acompañado a José en el largo periplo:

durante cuatro días caminaron

y por la noche invocaban al Mesías como Daniel,

contemplaban las visiones nocturnas.

«Y he aquí que con las nubes del cielo venía

como un Hijo de Hombre;

llegó hasta el Anciano

y le hicieron acercarse a él.

Le ofrecieron dominio, gloria y reinado.

La gente de todos los pueblos, naciones y lenguas

le servían.»

Luego llegaron a Jerusalén,

y subieron al Templo

y mostraron al niño la Casa,

las noventa torres de mármol,

los muros inmensos del palacio de Herodes,

las piedras que cubrían el horizonte,

y recordaban el dominio de los antiguos poderes,

de las tiránicas potencias.

Los Kittim que en cada etapa

aparecían,

que controlaban incluso

la entrada de la ciudad santa.

Que vigilaban

desde la torre Antonia,

que observaban el interior del Templo

y el culto pagano

que allí habían introducido.

Y a Herodes sometido a los Kittim,

que había destronado al sumo sacerdote.

Y se detuvieron en el monte de los Olivos,

antes de penetrar en el Templo,

y dejaron su zurrón

y se sentaron un instante

y cantaron salmos del Hallel,

dijeron la plegaria.

Luego acudieron al valle de Kidron

bajo el monte de los Olivos,

Ascendieron a la colina de Moriah

donde se levantaba el Templo,

y entraron en Jerusalén la bella.

Fueron al estanque de Betesdá

para tomar el baño ritual,

para purificarse antes de entrar en el Templo.

Luego acudieron a la ceremonia

que presidía el sacerdote Zacarías,

primo de María.

Once sacerdotes llegaron del norte,

llevaban largas y estrechas túnicas,

y sus cabezas estaban cubiertas por coronas.

Todos iban descalzos.

Ante ellos caminaba el maestro del sacrificio,

se volvió hacia la cara norte del patio de los sacerdotes,

en el lugar destinado a la inmolación.

Un levita sujetaba el cordero,

entonces el maestro del sacrificio posó la mano en la cabeza del animal,

e identificó al sacerdote con el animal,

luego el sacrificador mató el animal con su cuchillo

y volvió al altar.

Y los levitas recogieron la sangre del cordero en una jofaina

y los otros lo despellejaron.

La carne y la sangre fueron entregadas al sacrificador,

y derramó una pequeña cantidad de sangre en el altar,

y quemó la grasa,

y quitó las entrañas,

dejó que la carne se asara en el fuego del altar,

se dirigió hacia el Santo de los Santos,

abrió la puerta con una llave doble.

Entró solo,

mientras todos los fieles se prosternaban

con la faz contra la tierra.

En el santuario, solitario,

el sacerdote realizó el acto final.

Vertió la sangre en una cubeta de bronce,

agitó el incienso,

dijo una plegaria

sobre la sangre derramada ante el altar,

sobre el alma del sacrificador.

Y las faltas del cuerpo,

y las del alma,

así eran el sacrificador, el altar y la víctima.

Luego regresó al patio

y pidió a los sacerdotes que bendijeran a los fieles reunidos

Los levitas respondieron «amén».

Uno de los sacerdotes leyó los versículos sagrados,

otro tomó incienso en sus manos,

los sacerdotes extendieron un velo de lino fino

ante él

y le ocultaron.

Entonces se quitó las ropas,

se bañó,

revistió ropas de oro.

Se mantuvo de pie

se quitó las vestiduras doradas.

Se bañó,

revistió blancas vestiduras,

se lavó manos y pies.

Luego con la mano en la cabeza, se bañó,

confesó sus faltas,

dijo en voz alta una plegaria.

Y Jesús miraba,

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