Qumrán 1 (43 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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Había todo lo necesario para la vida material de una laura aislada en el desierto, lejos de cualquier centro urbano, y que, viviendo en autarquía, fabricaba ella misma lo necesario para su mantenimiento. Vastas cavidades habían sido convertidas en estancias donde había silos, hornos de pan y hornos de alfarería, grandes muelas, incluso cocinas donde se amontonaba la vajilla para toda la comunidad: centenares de escudillas, de jarras, de boles y pocillos.

Otras anfractuosidades, más tortuosas, se habían convertido en lavaderos, en talleres, en cisternas y piscinas permanentemente alimentadas por complejas canalizaciones. Una de las cámaras, larga y estrecha, era un vasto refectorio, sala central en la que se reunían, dos veces al día, todos los miembros de la comunidad. Siendo novicio, no tenía derecho a unirme a ellos antes de que hubiera pasado dos años en su comunidad. Pero cada día les veía entrar allí dos veces en silencio, como en un recinto sagrado; el panadero distribuía los panes por el orden jerárquico de la secta, y el cocinero servía una escudilla a cada uno, con un solo manjar. El sacerdote preludiaba la comida con una plegaria, y a nadie le estaba permitido probar el alimento antes de que procediese. Así, cada día, se representaba simbólicamente la escena final: en lugar del Mesías de Israel, antes de que éste se revelara en persona, en carne y sangre, el sacerdote extendía las manos sobre el pan y lo partía y bendecía el vino. Y decían que cuando el Mesías llegara, sería Él quien extendería las manos sobre el pan y sobre el vino para bendecirlos.

Cuando concluían se quitaban las largas vestiduras de lino blanco que se habían puesto para la comida, y trabajaban hasta el anochecer, cuando les aguardaba otra Cena.

Cada miembro de la comunidad tenía una ocupación distinta. Todos se levantaban muy temprano, antes que el sol, y no se detenían hasta mucho después de su puesta. Los agricultores trabajaban más allá de las grutas, en un rinconcito de aire y verdor oculto entre las rocas, alimentado por una capa freática de agua. Los pastores llevaban rebaños al mismo lugar. Algunos se ocupaban de apicultura, otros eran artesanos que hacían toda clase de objetos de alfarería o cerámica. Cada cual recibía un salario por su oficio, y lo entregaban íntegramente a una sola persona, el intendente, elegido por todos. Su alimento era común y también sus vestiduras. Todos llevaban los mismos mantos de gruesa lana gris en invierno, y túnicas rayadas de blanco y marrón durante el estío. Lo que era de uno pertenecía a todos, y recíprocamente. Antes de 1948, vivían en familia hasta el matrimonio, que para ellos estaba sólo destinado a la reproducción de la secta. Me explicaron que, durante tres meses, solían examinar a la mujer con la que deseaban desposarse: era preciso que fuera purificada tres veces, para dar pruebas de que podía dar a luz, sólo entonces la desposaban, con el único objetivo de reproducirse. Pero ahora, cuando ya casi no había mujeres, se entregaban a una vida monacal.

El auténtico centro de su vida, el núcleo de la redención, era el baño purificador que tomaban cada día. Aquel bautismo era el rito más importante y el más solemne, que presidía la comida sagrada, premonición, a su vez, de la era mesiánica. Vestidos con taparrabos de lino, los hombres se sumergían por entero, cabeza y cuerpo, Cada mañana, en el agua gélida de la piscina, como el hombre occidental cuando toma su ducha matutina sin pensar que se prepara y se bautiza para la llegada del Mesías.

Luego salían, se secaban y se ponían una vestidura sagrada. Decían que quienes no se purificaran así no tendrían parte en el mundo futuro.

Cierto día, me llevaron al scriptorium, estancia abovedada, iluminada por decenas de antorchas, en la que había varias mesas estrechas y largas, cubiertas de montones de pergaminos y pequeños tinteros de bronce y terracota. Pasaba allí las horas más largas del día, inclinado sobre la mesa, metiendo el cálamo en el tintero; me acompañaban en mi labor la humedad, el frescor, el particular olor de la roca porosa y algunos laboriosos escribas más.

Tenía también una habitación donde dormir, un pequeño agujero monacal con un lecho excavado en la piedra, una mesa y una antorcha sujeta al muro. Algunas galerías tenían habitaciones más grandes, con lechos provistos de brazadas de heno. Pero incluso las antiguas habitaciones de las familias estaban extremadamente desnudas. Los esenios no se limitaban a profesar la pobreza; practicaban un verdadero ascetismo, de acuerdo con sus principios. No tenían nada suyo, ni casa, ni campo, ni rebaño ni riqueza alguna; todo se ponía en común.

Como cualquier neófito, tenía que pasar durante dos años un período de prueba, que correspondía a una purificación progresiva de los bienes terrenales y de la mancilla del mundo exterior, de modo que fuera haciéndome apto para relacionarme con los Numerosos y tomar parte en las actividades comunitarias. Durante el noviciado, no se comunicaban todavía las doctrinas secretas, ni «todo lo que se ha ocultado a Israel, pero se muestra al hombre que ha buscado». Yo sabía que aquel retiro en el desierto tenía por objeto despejar el camino de Dios, abrir en la estepa una calzada para sus pasos, ocultar su doctrina a los malos e instruir con ella a los buenos.

Uno de los sacerdotes, que se llamaba Yacov, estaba encargado de iniciarme en sus secretos. Me enseñó muchas cosas sobre la naturaleza del hombre, sobre los dos espíritus que moran en cada uno de nosotros, sobre la visita divina y la presencia de Dios en este mundo desde la creación, sobre el Dios de los conocimientos de quien procede todo lo que es y todo lo que será. Antes de que los seres existieran, Dios establecía su designio, y ellos no hacen sino ejecutarlo de acuerdo con su plan glorioso, sin cambiar nada.

Yacov me enseñó el discernimiento. Me enseñó a distinguir el espíritu de verdad del de perversión. Me dijo que cuando el espíritu del bien ilumina el corazón del hombre, pone ante él todas las verdaderas vías de la justicia y el juicio de Dios: la humildad, la longanimidad, la abundante misericordia, la eterna bondad, el entendimiento y la inteligencia, y la omnipotente sabiduría que tiene fe en todas las obras de Dios y se confía a su abundante gracia. Pero el espíritu de perversidad genera la avidez y el relajo de la justicia; es maestro de impiedad y de mentira, de orgullo y elevación de corazón, de falsía y engaño, de crueldad y maldad, de impaciencia, de locura e insolente ira, y de todas las obras abominables cometidas por el espíritu de lujuria y por los caminos de la deshonra. La ceguera de los ojos y la dureza del oído, la rigidez de la nuca, la redondez de corazón y la astucia maligna son también sus signos reconocibles.

Él me enseñó que los dos espíritus luchan en todas las generaciones, edad tras edad, época tras época. Pues Dios ha dispuesto ambos espíritus con igualdad, hasta el postrer término, y ha puesto un eterno odio entre sus clases, y la abominación hacia la verdad está en los actos de la perversidad, y la abominación hacia la perversidad está en todos los caminos de la verdad. Así, nunca ambos espíritus caminan de común acuerdo sino que luchan en el corazón de cada cual, entre la prudencia y la locura. En partes iguales los dispuso Dios, hasta el decisivo término de la renovación, cuando se conocerá la retribución de sus obras, pues Él los repartió entre los hijos de hombre, para que éstos conozcan el bien y sepan también lo que es el mal. Pero en el momento de la última visita, Dios, en sus misterios de inteligencia y su gloriosa sabiduría, pondrá término a la existencia de la perversidad y la exterminará para siempre. Entonces, la verdad se producirá en este mundo, y Dios limpiará las obras de cada cual, depurará el edificio del cuerpo de cada hombre para suprimir el espíritu de perfidia de sus miembros y para erradicar por el espíritu de santidad todos los actos de impiedad. Entonces brotará sobre el hombre el espíritu de verdad, como agua bautismal. La perversidad no existirá ya, y serán deshonradas todas las obras de engaño.

Cuando el sacerdote Yacov me enseñó esas cosas, me pareció que eran familiares, cercanas en ideas y cercanas en actos. Comprendí por qué el rabí había dicho que los hasidim y los esenios eran el mismo pueblo. Ambos estaban poseídos por el bien, como por un fantasma del que no es posible desprenderse, hasta el punto de que huían de este mundo, se apartaban de la vida humana y despreciaban susriquezas. Ambos vivían en lugares retirados, al margen del mundo. Pero sus prohibiciones no eran restricciones. En todo tiempo y toda circunstancia, alababan a Dios; cantaban melodías hermosas y extrañas, acompañados por la lira, el laúd, el arpa y la flauta: ése era su modo de vivir, su ascetismo era una espera solemne y jubilosa.

¡Y deseaban el fin! ¡De qué modo!

«Mesiah», decían a coro. Aguardaban al Mesías de Aarón, el Mesías sacerdotal, el Cohen que era descendiente de los sumos sacerdotes. Cada día pronunciaban con fervor las palabras de la espera: «Un astro ha brotado de Jacob, y un cetro se ha levantado de Israel, y quebrará los tiempos de Moab y diezmará a todos los hijos de Set». Y, ciertamente, eso no podía desconcertarme: también los hasidim aguardaban el final de los tiempos, el advenimiento del reino de Dios y la aniquilación de los impíos. «Y la tierra gritará a causa de la ruina que aparecerá en el mundo, y todos los seres razonables gritarán y todos sus habitantes se hallarán en el terror y titubearán debido al gran desastre.»

Periódicamente, acudía ante el gran sacerdote del campamento que examinaba mis progresos, evaluaba mi inteligencia y mi capacidad. Cierto día, transcurrido un año, decidió que ya era apto para entrar en la alianza de Dios. Aunque fuese hijo de esenio y no extranjero, puesto que había sido educado fuera de la comunidad, tuve que prestarme a la ceremonia habitual.

Todos los miembros de la comunidad se habían reunido en el cenáculo. Los doce sacerdotes se habían sentado a la gran mesa presidida por el sumo sacerdote. De pie ante ellos, vistiendo la sagrada vestidura de lino blanco, hice el solemne juramento de convertirme a la ley de Moisés, según todas las prescripciones, como quería la regla, es decir la ley tal como era interpretada por la congregación.

—Me comprometo —proclamé ante toda la asamblea de los sabios—, a actuar de acuerdo con lo que Dios prescribió, y a no apartarme de Él por efecto de un miedo o un espanto, o de cualquier otra prueba.

Entonces los sacerdotes narraron las hazañas de Dios y sus poderosas obras, y proclamaron todas las gracias de la misericordia divina para con Israel. Y los levitas denunciaron las iniquidades de los hijos de Israel y todas sus culpables rebeliones, y los pecados cometidos bajo el imperio de Belial.

Y me llegó la vez de hacer mi confesión y decir: «He sido inicuo, me he rebelado, he pecado, he sido impío, yo y mis padres, antes que yo, nos opusimos a los preceptos de verdad».

—Benditos sean —dijeron los sacerdotes—, todos los hombres de la partida de Dios, los que ven de modo perfecto en todas Sus vías.

—Malditos sean —dijeron los levitas— todos los hombres de la partida de Belial.

—Amén —concluí inclinándome ante ellos.

Luego me tendí en el suelo cuan largo era y, con los brazos en cruz, presté juramento de amar la verdad y perseguir al mentiroso, de no ocultar nada a los hombres de la secta, de no revelar nada a las personas ajenas, ni siquiera si utilizaban la violencia contra mí hasta causarme la muerte.

—Prometo —proclamé según la fórmula consagrada—, no comunicar a nadie las doctrinas que me han enseñado, ni aquellas en las que me instruirán en el porvenir. Juro la más estricta observancia de la regla de obediencia, por la que hago acto de total sumisión a la autoridad de la mayoría de los miembros de la comunidad, sean cuales sean las decisiones que tomen sobre mi vida y sobre mi muerte. Pues ellos deciden la suerte de todo, ya se trate de la ley, de los bienes o del derecho. Hago don a la comunidad del prepucio de lasmalas inclinaciones y la insubordinación, para participar en los procesos y los juicios destinados a condenar a todos los que transgredan los preceptos.

Después de la ceremonia de ingreso en la alianza, no me levantaron la prohibición de participar en el bautismo ritual y en las comidas sagradas. Tendría que esperar todavía un año. Sin embargo, pude intervenir más en la vida comunitaria. Tuve derecho a salir de las grutas durante una jornada.

¿Podré decirlo? ¿Me atreveré a confesarlo? Mi espíritu, mi juramento era un voto, pero también una renuncia: no había olvidado a Jane durante todo aquel tiempo. No la había visto cuando la detuvo el rabí para hacerme acudir a él. No la había visto desde la primera vez que entré en las grutas. Mi padre me había dicho que, en cuanto me marché, Yehuda la había liberado, y ella había regresado a Estados Unidos. De vez en cuando, mi padre tenía noticias suyas. Un día, cuando mi padre vino a visitarme a las grutas, me dijo que Jane había ido a Jerusalén y que había intentado verme.

Pensaba a menudo en ella, y recordaba imágenes de nuestras discusiones y de la batalla que habíamos sostenido el uno contra el otro.

¿Tan seguro estaba de lo que hacía? ¿Tan arraigado en mis posiciones que no podía conocer el amor? ¿Estaría por ventura perdido en ese eterno descanso que me daba la sensación de seguridad, de saber quién era, de conocer mi identidad, mi misión, y de haber hallado mi habitación, mi comunidad? Tenía una fratría, tenía principios en los que apoyarme. Esos eran los mudos reproches que a veces me hacía.

Por ello decidí utilizar mi único día de permiso para ir a verla a Jerusalén.

Nos encontramos, una madrugada de abril, en un café de la calle peatonal Ben Yehuda. Cuando la vi, vestida de blanco, con los largos cabellos rubios que le colgaban hasta los hombros, tuve la misma sensación que en nuestro primer encuentro: era un ángel. Tal vez velara por mi protección, de cerca o de lejos, como yo velaba por la suya.

Por primera vez desde que nos habíamos conocido, yo no llevaba la larga levita negra, ni tirabuzones, aunque seguía luciendo mi rala barba. Mi ropa seguía siendo oscura, pero simple, al modo de los esenios: una túnica de tela basta sobre unos sencillos pantalones. Me miró con atención.

—Es extraño, con esta ropa me da la impresión de que no eres del todo tú. Hoy en día algunos se visten así, pero con ese atuendo es imposible reconocerte. Podrías haberlo abandonado todo y ser como cualquiera. Estás más antiguo que nunca y, al mismo tiempo, más actual —comentó.

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