Qumrán 1 (40 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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»¿No era acaso una señal de Dios aquel regreso del pueblo tras los grandes cataclismos? ¿No se había producido en Occidente la guerra de Gog y Magog, la de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas? ¿No habían sufrido nuestros hermanos, decían unos, más de lo acostumbrado? Mientras la mano de Dios no se haya manifestado por medio del Mesías, no debemos salir, respondían otros. Algunos pensaban que el jefe de la guerra por la conquista de Israel era el Mesías enviado por Dios. Otros decían que era sólo un jefe guerrero y, mientras la sangre fuera derramada, no habría salida posible.

»La comunidad quedó así dividida en dos. Una parte salió de las grutas para habitar en la tierra de Israel. La otra permaneció en ellas. Antes de la separación, quienes partían hicieron un solemne juramento según el que, estuvieran donde estuvieran e hiciesen lo que hiciesen, nunca dirían de dónde procedían, ni hablarían de sus hermanos que permanecían en la comunidad, pues era preciso respetar el secreto de su aislamiento y su soledad que les había permitido seguir viviendo.

»Pero ocurrió algo que impidió que todo transcurriera normalmente: uno de nosotros habló, por dinero. Les entregó nuestros manuscritos a los beduinos que, a su vez, los vendieron. Como el traidor no deseaba que se supiera lo que había hecho, los beduinos contaron la historia de la cabra que se había perdido en las grutas. Aquel hombre se llamaba Moshe Benyair. Por casualidad, en uno de sus negocios, conoció a Oseas, uno de los nuestros también, un apóstata convertido en sumo sacerdote entre los ortodoxos. Los dos malvados se asociaron y, juntos, revelaron nuestro secreto al mundo entero. Buscaron nuestro tesoro, lo encontraron, lo vendieron y lo vilipendiaron.

»Entonces mantuvimos un consejo para decidir qué castigo debía recibir el traidor, aquel hombre concupiscente y malvado que había vendido nuestro tesoro por dinero, y que tal vez fuera a vendernos también, a revelar nuestro escondrijo y nuestra identidad, impidiéndonos cumplir nuestra misión. Decidimos entonces ejecutar a Oseas. Moshe, por su parte, se escapó antes de que pudiéramos agarrarle; pero su hijo ha vuelto y ha muerto a causa de su propia codicia. Hemos recuperado todos los objetos preciosos que Oseas tenía en su habitación, los objetos sagrados del Templo. Hemos comprado, con el dinero que le arrebatamos (y también contigo, David, pues te dejamos como rehén para su ceremonia), el resto del tesoro a quienes lo tenían, los samaritanos, y lo hemos reunido todo. Y ahora todo está ahí, en el cofre. Todo se guarda aquí esperando la llegada del Mesías.

—¿Pero por qué crucificasteis a aquellos hombres? ¿Por qué la crucifixión? ¿Por qué matasteis también a los otros? No eran esenios —exclamé.

—Tres personas más habían podido acceder a los manuscritos: Matti, el hijo de Eliakim Ferenkz, Thomas Almond y Jacques Millet. Les crucificamos de acuerdo con el rito infligido a Jesús hace varios milenios. Crucificar era nuestro rito desde el tiempo de Jesús. Era nuestro modo de ejecutar a los traidores y a quienes querían robarnos el pasado. Ojo por ojo, diente por diente.

—¿Pero por qué Jesús? ¿Era de los vuestros?

—Ése es nuestro secreto.

—¿Y el asunto Shapira, a comienzos de siglo? ¿El hombre que se suicidó sin que nunca se recuperaran los manuscritos que había encontrado? ¿Fuisteis vosotros los responsables?

—Sí, fuimos nosotros; nuestros antepasados. Había encontrado nuestros manuscritos y estaba a punto de descubrir nuestra existencia. Entonces lo mataron, en Holanda, y recuperaron los pergaminos.

—¿Y por qué crucificasteis en esas extrañas cruces de Lorena, y no en cruces normales? ¿Para añadir el suplicio de la torsión al de la crucifixión? —pregunté.

El hombre no pareció comprender mi pregunta. La repetí pero permaneció impasible.

Entonces intervino mi padre.

—Son las únicas que conocen, Ary —aclaró—. Son las verdaderas cruces de los romanos, las que utilizaban para crucificar. Las que nosotros conocemos, las dos barras transversales, son una deformación tardía. La cruz de Jesús era una cruz de Lorena decapitada.

—Pero entonces —respondí—, tú estabas al corriente desde el principio.

—Sí, lo sospechaba.

—¿Por qué no dijiste nada?

—¿Qué querías que dijese? No podía traicionarles. Por eso acepté la misión; pensaba que podía tratarse de ellos. Lo temía, al menos. Y además, no quería que otro acabara descubriendo su existencia. Por eso quise dejarlo todo cuando vi aquellos atroces crímenes. No comprendía lo que estaba pasando. Ya no quería ayudarles a guardar su secreto.

—Pero ¿cuál es vuestro pasado? ¿Qué es eso tan abominable que queríais preservar? —grité.

—Eso no puedes saberlo todavía —insistió el hombre, el jefe de los esenios—. Ahora —añadió dando media vuelta—, escribid, éste es vuestro trabajo.

Entonces aparecieron dos hombres que, amenazándonos con antiguos cuchillos, nos empujaron hasta el fondo de la gruta.

Salimos por una puerta que daba a un subterráneo. Nos hicieron caminar de abismo en abismo, por un complicado laberinto. A menudo el pasadizo era demasiado estrecho y debíamos inclinarnos y arrastrarnos.

Por fin, al cabo de casi media hora de andar en la humedad y la oscuridad, llegamos a una gruta. En la piedra habían abierto una puerta. Entramos y nos encerraron.

Fue nuestro improvisado alojamiento: permanecimos allí cuarenta días y cuarenta noches. Al comienzo, durante tres días, no tuvimos comida ni bebida. Yo me derrumbé sin fuerzas en un rincón de la gruta, mientras mi padre intentaba en vano permanecer de pie, vacilando sobre unas piernas debilitadas por el hambre. La única esperanza que me quedaba era Jane, sabía que ella estaría preocupada y que a estas horas sin duda estaría haciendo lo que podía para encontrarnos. Con seguridad había comprendido que habíamos caído en una trampa infernal, en pleno secreto de Qumrán. Conocía la entrada de la gruta, pero ¿cómo iba a hallar ese lugar sepulcral? Yo tampoco sabía con quién iba a hablar Jane, tal vez con Shimon, de quien le había hablado, o con Yehuda, al que ella había conocido, o tal vez con las autoridades israelíes. Ya deseaba con todas mis fuerzas que volviera y nos sacara de allí, y sin embargo, muy en el fondo, algo me decía que era preciso que el secreto de Qumrán no se desvelara, aunque no me lo hubieran revelado todavía.

Con aquel ayuno fui perdiendo poco a poco las fuerzas físicas y morales. Sentía que mi cuerpo se debilitaba, que mi espíritu se extraviaba en pensamientos insensatos, que ya no era consciente del espacio ni del tiempo. Todo se mezclaba; todo se entrechocaba en mi cabeza, cada vez con mayor violencia, a medida que aumentaba mi inanición.

Y entonces, de aquella disciplina forzada por la abstinencia, en un esfuerzo de intensa concentración, en un olvido del cuerpo y su sufrimiento, entonces me poseyó la devequt. Vi cosas inolvidables, imágenes fallecidas, de los tiempos de Qumrán. Era un mundo maligno. Por todas partes, la lujuria y la profanación se burlaban, arrogantes, de las creaciones divinas. Era lógico que un mundo así fuese destruido. Y que la aniquilación fuera inminente, algo que no podía imaginarse sino en las riberas del mar Muerto, a trescientos pies bajo el nivel del mar, entre un lago de aguas amargas y aprisionadas y desolados arrecifes, desnudos, vacíos y amenazadores. Allí donde el sol desplegaba tanto calor, allí donde incluso el viento soplaba miasmas calientes y venenosos, allí donde los seres vivos apenas podían sobrevivir, poco lugar había para el mundo. En aquel negro agujero, el borde de las regiones infernales ascendía hasta la superficie de las aguas y las tierras. Bajo los rayos del sol ardiente brotaba el infierno. Yo era el hombre primitivo, veía la escena del más terrible juicio de Dios sobre el pecado humano.

Estaban Sodoma y Gomorra y el fuego caía sobre el paraíso. Se producía un gigantesco cataclismo. Bajo los desencadenados cielos, el mar lloraba lágrimas de sal amarga. Grandes depósitos de petróleo y pez estallaban por todas partes, en largas lenguas de acero y fuego entremezclados. Por encima, el Gohr, a través del Jordán, proseguía su ruta hacia la melancolía; era una saga inagotable. La corteza terrestre pataleaba de rabia y de sus entrañas ascendía un sordo gruñido que procedía de la era primaria y proseguía por lejanas edades hacia temibles temblores de tierra. Se tramaba una coincidencia con el postrer cataclismo, que arrojaba miles de toneladas de petróleo, que soplaba un trueno eléctrico e inflamaba la parte inferior de la corteza terrestre con oleadas de aceite y pez macerados que escupían azufre en abundancia. El granizo y el fuego, mezclados con sangre, cayeron sobre la tierra, que comenzó a arder, y con ella ardieron los últimos árboles y el pálido verdor de las riberas del mar. Y el mar era de sangre, y sus criaturas perecían, y sus navios zozobraban. Un astro inmenso no acababa nunca de caer del cielo, que ardía como una antorcha.

Entonces los ríos y los manantiales de agua se inflamaron. Y les tocó al sol y la luna verse afectados y oscurecerse, y al día perder su claridad y a la noche perder su luminosidad. Las estrellas cayeron y de ellas ascendió una gran humareda, como la de un incendio. Las langostas se extendieron por la tierra, y eran como escorpiones, como caballos equipados para el combate. En sus cabezas había coronas de oro y sus rostros eran como rostros humanos.

Luego, una inmensa muchedumbre que procedía de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, se mantuvo de pie ante el trono celestial, y ante el cordero, vestida con blancas ropas y llevando palmas en la mano. Todos proclamaban en voz alta: «La salvación está en nuestro Dios que se sienta en el trono, y en el cordero». Y todos los ángeles reunidos a su alrededor cayeron ante él con la faz en el suelo, y adoraron a Dios.

En aquel vasto movimiento, la tierra desapareció. Y hubo un nuevo cielo y otra tierra, pues el primer cielo y la primera tierra habían zozobrado y el mar no existía ya. Vi la nueva Jerusalén bajar del cielo, compuesta como una esposa que se ha ataviado para su noche de bodas. Una voz que procedía del trono dijo que el tiempo estaba próximo, que no debíamos ya callar ni mantener secretas las palabras de los libros. «Que el injusto cometa injusticia y que el impuro siga viviendo en la impureza, pero que el justo siga practicando la justicia y el santo se santifique más aún. He aquí que llegaré pronto, y mi retribución está conmigo para dar a cada cual según su obra. Soy el Alfa y el Omega, el Primero y el Ultimo, el Inicio y el Fin. He enviado a mi ángel para llevaros ese testimonio, procedo del linaje de David, la brillante estrella matutina», decía.

Era la conquista de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, contra el ejército de Belial, contra la pandilla de Edom y de Moab y de los hijos de Amón, y la multitud de los hijos de Oriente y de la Filistia. Los hijos de las tinieblas sufrían las penas del desierto, y contra ellos iba a estallar la guerra, pues estaba declarada contra todas sus banderías, pues la deportación de los hijos de la luz había terminado; pues estaban de regreso del desierto de los pueblos para acampar eternamente en el de Jerusalén.

Tras aquella lucha final, las naciones abandonaron la diáspora. Y, en su tiempo, he aquí que Él, apareció, presa de violento furor, para combatir contra los reyes del norte, y su cólera intentó descubrir y aniquilar el cuerno de los enemigos. Era el tiempo de la salvación para el pueblo de Dios; había una inmensa desolación en los hijos de Jafed, y desapareció el dominio del mal, y la impiedad fue derribada sin que nada quedase, sin que uno solo de los hijos de las tinieblas se libraran.

Entonces vi los campamentos de los esenios en lugares solitarios, expulsados de Judea por la persecución del sumo sacerdote y obligados a vivir en el exilio, en el país de Sem; y vi la deportación que se había llevado a los judíos a Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor. Y vi toda la sucesión de la historia judía, de destrucción en injusticia, de matanza en catástrofe. Vi al ejecutor, la víctima y el testigo.

Luego vi a los hijos de la luz iluminando todos los extremos del mundo, progresivamente, hasta que uno a uno se consumieran todos los momentos de tinieblas. Vi luego el momento en que Su grandeza brilló por todos los tiempos, para felicidad y bendición, gloria y júbilo, y la sucesión de los días se entregó a todos los hijos de la luz.

Y vi una dura batalla, una carnicería sin fin, y un día oscuro fijado antaño por Él. En aquel día se aproximaron, para la postrera lucha, la congregación de los dioses y la asamblea de los hombres. Y fue un tiempo de aflicción para todo el pueblo redimido de sus faltas. Y por todas las desgracias de la tierra, no hubo otra aflicción igual a ésta hasta que dio paso a la redención. Por una vez, los hijos de la luz eran más fuertes que los hijos de las tinieblas.

Procedían de las orillas del lago de asfalto. No había ningún lugar en esta tierra donde la naturaleza y la historia hubieran conspirado tanto para su fin y por el advenimiento de un orden nuevo. Tras los tiempos nefastos, con la llegada del Mesías, cuando los rugosos lugares fueron alisados, todos vieron que Dios les había salvado, aquí mismo en las desoladas riberas del mar Muerto.

«En los bancos de arena, en esta parte y en otras, se levantarán los árboles, y sus hojas no se marchitarán, y sus frutos no se corromperán, pues las aguas acudirán abundantes del santuario.»

Entré en trance. La fiebre me agitó física y moralmente. Y entonces vi la verdad, la que había rehusado ver desde el comienzo, desde que lo sabía todo: mi padre era escriba y todos mis antepasados eran esenios. Así pues, lo quisiera o no, yo era también un escriba esenio. Y con aquel pensamiento mi cabeza pareció estallar, y me di violentos cabezazos contra todas las paredes de la roca.

Al cabo de tres días, habiendo considerado que la prueba y la amenaza ya bastaban, vinieron a traernos comida y bebida, y nos dijeron que realizáramos nuestro trabajo y escribiéramos todo lo que su jefe había relatado. No podíamos salir de la gruta: habían condenado la única entrada y el techo de la cueva, que era el suelo de la montaña rocosa, era demasiado alto para que pudiéramos izarnos y salir. En lo alto, una hendidura dejaba pasar un rayo de la luz del día. Ya sólo podíamos actuar de acuerdo con sus órdenes. Comimos y recuperamos algo de vida. E iniciamos nuestro trabajo.

Allí vivimos. Estábamos en el vientre de la tierra, en el seno de la tierra. No sabíamos por qué estábamos allí, ni si íbamos a salir, pero aquello no nos desesperaba. Creo que nos sentíamos más seguros en aquel lugar. «¿Quién sabe si el espíritu de los hombres se remonta a lo alto y el espíritu de la bestia baja hacia la tierra? He sabido que nada hay mejor para el hombre que alegrarse por lo que hace; porque ése es su patrimonio, ¿y quién quedará para ver lo que tras él suceda?» Mi padre estaba convencido de que, por encima de nuestras cabezas, se acercaba el fin del mundo. Su misticismo volvía a embargarle apasionadamente, tal vez debido a aquel regreso al lugar de sus orígenes, y también porque no había podido nunca abandonar su recuerdo, habiéndole consagrado su vida. Afirmaba que habíamos sido enviados allí para quedar a cubierto del Apocalipsis y que, más tarde, nos sería dado reaparecer en la superficie de la tierra devastada para seguir al Mesías y fundar un mundo nuevo.

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