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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (36 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—¡Qué tonto eres, remensa!

Todo el dolor que Joan sentía en aquel momento, todo su abatimiento se tornó al instante en rabia profunda.

—¡Hijo de puta, degenerado! —le gritó—. ¡Eran como nuestros padres!

Y agarró a Felip por el jubón con tanta fuerza que las costuras sonaron a punto de romperse.

—Que os jodan a todos —contestó el otro lanzándole un puñetazo.

Pero el golpe no alcanzó su destino porque Lluís, atento, lo paró en el aire. Los amigos de Felip se abalanzaron en su defensa y hubo gritos y empujones hasta que los soldados acudieron a punta de lanza para poner orden. Lluís apartó a Joan de allí.

—¿Te has vuelto loco? —le dijo—. No te conviene ponerte en evidencia.

Pero la gente no les atendía a ellos. Todos estaban en silencio, pendientes del verdugo y su ayudante, que cumplían con su trabajo. Empezó por la mujer y pareció oírse un débil estertor cuando, ayudado del palo, el sicario hizo un torniquete rápido con la cuerda en su cuello. El capirote cayó al suelo y al poco lo hacía también el cuerpo desmadejado de la señora Corró. Después le siguieron en la muerte mosén Corró y el otro hombre.

Los frailes se pusieron a cantar mientras los soldados encendían la pira. Al poco las llamas se alzaron en medio de una humareda. Los verdugos cargaban los monigotes de cáñamo, los subían a la gradería y desde la altura los lanzaban al fuego, que los acogía con un fogonazo de chispas y pavesas. No tardaban en arder con vigor. Los espectadores cantaban junto a los frailes, pero de pronto una mujer se precipitó hacia la pira con los brazos extendidos y al llegar cerca del fuego se arrodilló y a grandes gritos empezó a suplicar perdón por sus pecados. Aquello fue como una señal para que se desatara la histeria. Un buen número de los congregados comenzó a gritar, otros a golpearse en el pecho, algunos andaban de rodillas, todo valía para penitenciarse. Varios hombres tiraron sus capas al suelo, se desnudaron la espalda, sacaron de su cinto látigos de múltiples puntas y empezaron a azotarse. Joan observó a los inquisidores; se mostraban felices con el bullicio, tenían el aspecto gozoso del que contempla su trabajo bien hecho. Cuando los verdugos lanzaron los cadáveres, la hoguera ardía ya en su plenitud. El mayor peso de los cuerpos comparados con el cáñamo producía un fuerte golpe y multitud de chispas y pavesas se alzaban al cielo. Al poco un tufo de carne quemada se unió al de podredumbre y descomposición del lugar.

Al oír el toque de vísperas de los campanarios de la ciudad, la comitiva emprendió el regreso. El fuego se iba agotando.

—Vayámonos ya —dijo el maestro Guillem—. Desde el desayuno no tomamos nada.

Joan advirtió entonces que el día terminaba y que aún no había comido. Pero no le importaba y les dijo que él se quedaría un poco más.

—Cuida que no te den las completas —le advirtió Lluís—. A esa hora cierra la última puerta y tendrías que hacer noche fuera de la ciudad.

Ya solo quedaban los verdugos y un par de soldados, atardecía y Joan continuaba mirando a las brasas. Los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar a los Corró y el amor que le dieron.

—Yo tengo la culpa —se repetía.

Se sobresaltó al notar una mano en su hombro, se creía solo. Al girarse vio a Bartomeu, su amigo perdido. El hombre no habló, pero Joan sí y de nuevo le confesó su culpa. Bartomeu se mantuvo en silencio mientras oían ya cercanos los aullidos de los lobos que bajaban de los montes hacia el Canyet.

—Murieron por mi culpa —repitió.

—No solo por tu culpa —dijo al rato el mercader—. Han muerto por culpa del miserable de Felip y de todos aquellos a los que la Inquisición hizo hablar. Y también por culpa de los demás, que, sabiendo que eran buenos, callamos y nos escondimos. Murieron por culpa del miedo, del terror que siente la ciudad.

Y poco después añadió dando énfasis a sus palabras:

—Pero tú, Joan, tú fuiste el único que tuvo el valor de pedirles perdón, aquí, al pie de la hoguera.

Dejó un tiempo para que el muchacho comprendiera sus palabras y cogiéndole del hombro con cariño le dijo:

—Vamos, están a punto de dar las completas.

Esta vez Joan no se resistió y, en la penumbra del ocaso de aquel trágico día invernal, dejaron atrás los rescoldos humeantes y el tufo inmundo del Canyet, para dirigirse a Barcelona. Por el camino el muchacho lloraba en silencio, confortado por el brazo del mercader sobre su hombro.

«En el horrible día en que perdí a los Corró, recuperé a Bartomeu», escribió aquella noche.

53

Barcelona, 6 de enero de 1492

A
quella mañana las campanas volteaban alegres en las iglesias de Barcelona y la gente se felicitaba por las calles. Celebraban al fin la gran noticia esperada durante tantos años no solo en los reinos de Isabel y Fernando, sino en toda la cristiandad. Se había tomado Granada.

A pesar de la miseria que Barcelona sufría, al inicio de la guerra colaboró con un numeroso contingente de tropas de todos sus estamentos sociales. Y siguió enviando voluntarios junto a cientos de quintales de pólvora. Se imprimieron bulas con indulgencias para vivos y difuntos y los ciudadanos las compraban para expiar sus pecados al tiempo que financiaban la guerra. Al fin todo aquel esfuerzo se veía recompensado y en las iglesias se entonaba un
Te Deum laudamus
para darle gracias al Señor.

Hacía ya casi tres años del trágico fin del matrimonio Corró y de la prisión de su hijo menor de edad. Fueron tiempos funestos en los que Joan, además de perder a quienes quería como a sus padres, se quedó sin obra maestra y sin librería donde trabajar. Sus intentos por encontrar empleo en alguna actividad relacionada con los libros fracasaron, ya que muchos de los libreros eran conversos, estaban bajo el atento escrutinio de la Inquisición y no querían tener relación con alguien que copió libros prohibidos aunque fuera un buen encuadernador. Mejor fortuna tuvo su amigo Lluís, pues contaba con familiares lejanos, también libreros, que le acogieron.

Por suerte, el maestro Eloi no había olvidado la providencial ayuda que los hermanos le prestaron cuando el accidente de la gran campana. La fidelidad del operario al amo y viceversa era un principio esencial en los gremios y esperó, informándose día a día a través de Gabriel, el desenlace de la tragedia de los Corró. Y cuando las llamas rompieron definitivamente el vínculo de fidelidad que unía a Joan con sus amos, y no antes, el maestro Eloi le propuso que trabajara con él como aprendiz con la promesa de ayudarle a alcanzar su maestría con rapidez. El maestro no solo apreciaba en el muchacho las cualidades demostradas en el accidente del taller, sino que admiraba la bella obra maestra que los Corró expusieron en el mostrador de la librería.

Joan tuvo que soportar frecuentes burlas a causa del habitual orgullo corporativo, que era muy pronunciado entre los gremios metalúrgicos. No en vano ellos fabricaban las herramientas con las que trabajaban el resto de los gremios y las armas con las que se defendía la ciudad. Existía una coplilla que se aplicaba perfectamente a su caso: «Para las letras, un niño de baba, para forjar hierro, un hombre con barba».
[ 2 ]
Aun así, Joan contaba a su favor con el recuerdo del accidente en la fragua y una reputación de buena puntería con piedras y puños. Además, al empezar su aprendizaje como fundidor, tres años antes, ya era alto y fornido y superaba en tamaño no solo al resto de aprendices, sino también a varios de los maestros. Imponía respeto.

mosén Bartomeu, sabiéndose sospechoso para la Inquisición, redujo su comercio de libros y no pudo proporcionar trabajo a Joan, pero compró al Santo Oficio a Abdalá, que puso gustoso al servicio de su nuevo dueño sus conocimientos y saber.

El encuentro del maestro y el aprendiz en casa de Bartomeu fue muy emotivo. Un fuerte abrazo y las lágrimas de ambos sellaron su inquebrantable amistad. El chico no podía olvidar la angustia que sintió al creerle muerto y gozar de nuevo de su presencia, de su sabiduría y cariño, era para él un regalo del cielo.

En los años siguientes Joan continuó en estrecho contacto con Bartomeu y Abdalá y cuando los visitaba mantenía con ellos largas conversaciones en las que los libros acostumbraban a ser protagonistas. Un año después de la trágica muerte de los Corró, Bartomeu le dijo:

—Tengo noticias para ti. He recibido una carta y un libro desde Nápoles. Adivina de quién.

—¿De Anna? —inquirió Joan, esperanzado.

—No. —Bartomeu sonreía—. Es de su padre, Pere Roig, que me escribe a través de un librero napolitano amigo.

—¡Están en Nápoles! —Joan notaba su corazón acelerado.

—Sí, y se instalaron felizmente. Aunque sus negocios no son tan buenos como lo eran aquí, le dan para encargarnos la traducción de un libro italiano. Es el primer tomo del
Orlando innamorato
de Matteo Maria Boiardo.

—No lo conozco.

—Es uno de los libros de moda en las cortes italianas inmersas en el Renacimiento —intervino Abdalá—. Se lee en voz alta en las reuniones de grandes damas y señores para después abrir debate sobre su contenido. Los destinos de algunos caballeros y sus fortunas dependen de lo sensatos y brillantes que se muestren en sus comentarios a esos textos.

—mosén Roig cree que su hija tiene las dotes necesarias para casar con algún alto burgués o pequeño noble napolitano —explicó Bartomeu—. Así que quiere que aprenda el italiano literario, el toscano, y las formas cortesanas de moda. Ha pensado que si Anna tiene a la vez el
Orlando enamorado
en italiano y su traducción, progresará más rápido.

Joan se abstrajo en sus pensamientos. Al fin sabía de Anna, y ansiaba encontrar la forma de comunicarse con ella, de decirle que continuaba amándola.

—¿Traduciréis vos el libro, maestro Abdalá? —inquirió.

—Sí.

—¡Dejadme que os ayude! —suplicó Joan—. Vos traducís y dictáis, y yo copiaré. Iremos mucho más rápido. Me tendréis aquí siempre que disponga de un rato libre en el taller.

Joan sabía que aunque el granadino gozaba aún de un brillante intelecto, su pulso ya no era el mismo y copiar le resultaba trabajoso.

—¿Qué os parece, Bartomeu? —preguntó el maestro.

El mercader sonrió, intuía las intenciones de Joan.

—De acuerdo —dijo.

Joan se sintió muy feliz. Los ojos de Anna leerían las letras trazadas por sus manos. Y pronto urdió un plan; una de las páginas de la traducción del
Orlando enamorado
sería una carta de amor suya para Anna Roig. Se camuflaría perfectamente entre el resto de las páginas, pero estaría cosida de tal forma que ella pudiera arrancarla con facilidad sin que su padre se enterara.

Tres meses después el libro y su traducción embarcaron hacia Italia. En su carta, Joan reiteraba su amor a Anna, le contaba la angustia que sentía por su ausencia y sus planes de embarcar hacia Nápoles lo antes posible. Solo que antes precisaba reunir algunos fondos y conocer el paradero de su madre y hermana. Y eso únicamente lo sabían en la flota de Vilamarí que se desplazaba por el Mediterráneo sin cesar. Tenía que aguardar a que llegara a Barcelona. No se atrevía a pedirle que le esperara, pero era lo que más ansiaba.

Joan aguardó anhelante la respuesta de Anna, pasaban los meses y su impaciencia crecía, pero su esperanza continuaba intacta. No fue hasta finales de octubre cuando llegó su ansiada carta. Vino a través de Bartomeu y de su amigo librero de Nápoles. Anna era ya una muchacha casadera con una libertad de movimientos limitada, no tenía forma de enviar una carta directamente y le costó varias visitas convencer al librero para que aceptara convertirse en su correo de amor.

Le respondía que ella continuaba amándole y que trataría de esperarle resistiendo las presiones de sus padres para casarla. Tenía entonces ya diecisiete años y solo el periplo que siguieron los Roig hasta llegar a Nápoles y su adaptación impidieron que su familia encontrara al galán adecuado.

Joan sintió una mezcla de felicidad y ansia. ¡Ella le esperaba y él no podía salir de Barcelona! La flota del maldito Vilamarí llevaba años sin aparecer por la ciudad. Y salir en su busca era una locura. Cuando llegaban noticias de que la flota se encontraba en un puerto, en realidad ya estaba en otro muy distante. Joan no podía permitirse seguirla por todo el Mediterráneo; no le quedaba más opción que esperar o renunciar al rescate de su madre y hermana.

«No puedo hacer otra cosa sino esperar», escribió en su libro. «Mientras, ahorraré cuanto pueda para el viaje.»

En el día de la celebración de la toma de Granada, la campana del taller de Eloi Senant se unía alegre al repiqueteo de las de las iglesias de la ciudad y era Gabriel Serra de Llafranc quien la hacía sonar. Gabriel cumpliría pronto los dieciocho años y era un mozo espigado y bien parecido, aunque menos robusto que su hermano.

A Joan le faltaba solo una semana para los veinte, era alto y tenía un aspecto sano y musculoso. Se afeitaba y lucía el pelo en media melena según la moda de Barcelona, pero sus cejas, la nariz y mentón fuertes y su mirada felina le recordaban a su padre al mirarse al espejo. Su nariz antes recta estaba ligeramente achatada de resultas de alguna de sus peleas sin que pudiera recordar cuál. Aquello le daba un aire peligroso que acrecentaba su atractivo para las muchachas, a las que él apreciaba con la mirada sin tomar iniciativa alguna. Continuaba obsesionado con Anna.

Vestido con sus mejores galas, bromeaba con el resto de los artesanos del taller, esperando a que su hermano terminara con la campana para acudir al convento del Carmen, encabezados por el amo.

—¡Viva el rey Fernando y la reina Isabel! —gritó el maestro Eloi al reunirse con su cuadrilla.

Los demás vitorearon a los reyes y a Granada.

A los gremios relacionados con la fundición y el metal se les llamaba de «obra negra» o «Elois» porque se agrupaban bajo la advocación de san Eloy. El santo tenía su capilla en el convento del Carmen, pero eran tantos los agremiados que la misa de acción de gracias por la conquista de Granada se celebró en el altar mayor de la iglesia y muchos se quedaron fuera del templo por falta de espacio.

Los gremios incluidos en los Elois eran, además de los cañoneros, joyeros, hierroviejeros, fabricantes de corazas y armaduras, ballesteros, fabricantes de arcabuces y dagueros. Curiosamente, los espaderos y lanceros pertenecían a gremios que tenían como patrón a san Pablo, cuya capilla se encontraba en la catedral.

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