—Ya es hora de levantarse, Joan.
Quedaban unos rescoldos en el fuego, ella los avivó y se puso a calentar el desayuno.
—Vamos, levántate, vístete, desayuna y vete —insistió.
—Pero... —Él la miró interrogante.
—Ni el diablo quiere tu alma ni yo tu virginidad —le dijo en tono divertido.
La bruja salió de la casa con un cuenco y Joan aprovechó para saltar del camastro, vio sus calzas y su jubón encima de una banqueta y se vistió a toda prisa. Sentía alivio pero a la vez decepción. ¿Aquello era todo?
La bruja puso dos cuencos con gachas de cebada encima de la mesa y los acompañó con leche de cabra recién ordeñada, miel y unas galletas. Joan tenía el estómago vacío de la noche anterior y aquello le pareció un festín. La mujer empezó a comer al tiempo que le contemplaba en silencio. Una sonrisa se escondía entre sus labios y al chico no le pareció tan fea como unas horas antes, incluso la veía hermosa; le faltaban algunos dientes, pero eso era común incluso en gente mucho más joven. Por un momento sus ojos verdes le recordaron a los de su amada. Ambos se mantuvieron en silencio hasta que Joan no pudo aguantar más y preguntó:
—¿Qué pasó ayer noche?
—Que hubo tormenta y que la riera casi se desborda y se lleva mi casa.
—Estáis bromeando —dijo el chico, ofendido—. Ayer vi a los seres del infierno y al diablo.
—No, Joan —repuso ella con voz suave—. Viste a los seres de la tierra, los mismos que pueblan tus fantasías. Con tu padre viste seres imaginarios del cielo, no viste ángeles. Ayer viste seres imaginarios de la tierra, no eran demonios.
—¡Pero yo le vi el rostro a Satanás!
La mujer rio con ganas.
—No, Joan. Lo que viste, lo que tanto te asustó, fue tu propia cara reflejada en el agua del barreño.
El chico, asombrado, se quedó mudo unos instantes y después musitó:
—No puede ser. Era el diablo.
—No, no lo era —repuso ella, enfática—. ¿O sí?
—¿Qué queréis decir?
—Si llamas diablo al odio, al rencor, a la rabia y al deseo de venganza, entonces sí, entonces viste al diablo en tu propia imagen.
—Os burláis.
—Pero ¿tú te crees que si yo tuviera un pacto con algún diablo u otro ser poderoso viviría en esta choza llena de goteras? —La mujer reía mostrándole con la mano los potes aún en el suelo—. Busca a los que viven en los palacios, a los reyes, a los ricos, a los inquisidores, a los poderosos. Ellos sí tienen pactos con el diablo y con sus propias pasiones.
Joan la miró en silencio, serio, y al poco ella dejó de reír. Su expresión se hizo grave y le dijo:
—No. No me burlo. Yo también odié, también estuve desesperada; y al verte te supe enfermo del mismo mal. Quise saber hasta dónde llegaba tu rencor y vi que estabas dispuesto a todo para saciar tu pasión asesina. Y quise que la vieras en tu propia cara. Te ayudé a entrar en el mundo de tus quimeras, entonces incité tu rabia, y cuando la manifestaste plenamente te iluminé el rostro con el candil para que tú mismo la contemplaras en el espejo del agua del barreño. Tu propia imagen te aterrorizó tanto que al poco vomitabas tu hiel y espero que parte de tu odio. El rencor es una enfermedad y si no sabes soltarlo, te matará.
El chico continuó comiendo, ahora lentamente, mientras meditaba aquellas palabras. No podía creer que el monstruo que vio en el barreño fuera su propio reflejo.
—¿Y eso es todo? —preguntó al fin—. ¿Vine en busca de venganza y todo lo que me decís es que deje de odiar?
—Si no odias, no necesitas vengarte.
—Sí, será verdad. Pero con esa frase bonita no me ayudáis, aún odio.
—¿Tanto como ayer?
Joan quiso pensar aquello.
—No, no odias tanto —afirmó ella sin esperar respuesta—. Pero esa enfermedad no se cura de repente. Escucha, Joan, pon tu energía en encontrar a tu familia, a tu amada, en probar tu inocencia, pero no la malgastes odiando.
—No me decís nada que no sepa. Continuáis sin ayudarme.
—Escucha bien mis palabras. —El semblante de la mujer era severo—. Ayer yo supe cosas de ti y no me preguntes cómo. Y ahora escúchame bien; yo te digo que pronto solucionarás tu problema. Vuelve al convento y afronta tu realidad.
—¿Cómo sabéis eso?
Ella se encogió de hombros.
—Lo he visto.
—¿Cómo que lo habéis visto? Explicaos.
—Lo he visto y no hay más explicación.
—¿Qué me disteis anoche en el brebaje?
—Tampoco tengo por qué explicarlo. Vete ya.
—¿Así sin más?
—Sí.
—Si es verdad lo que decís, tengo una gran deuda con vos. He de pagaros algo más. Tres dineros no es nada.
—Ya me has pagado.
—¿Cómo?
—Con tu abrazo de esta noche. Hacía doce años que no gozaba del calor de otra persona. Tú tienes la misma edad que tendría mi hija mayor de estar viva. La he sentido en ti, y también a mi esposo y al resto de mis hijos. He ido más allá de tu odio, he notado tu amor. ¿De verdad estabas dispuesto a darme tu virginidad? —La mujer rio—. Tu calor, tu ternura de esta noche ha sido más que suficiente. Y ahora fuera.
Y cogiendo la capa del muchacho abrió la puerta y le invitó a salir de forma enérgica. Joan obedeció y al darle un beso a la mujer en la mejilla, ella inspiró profundamente, deleitándose del aire húmedo de la mañana.
A
l entrar a la calle Santa Anna, Joan oyó que las campanas del convento llamaban a la misa de la hora tercia. Se demoró un poco esperando a que los frailes estuvieran en la iglesia para dirigirse sin ser visto a su celda. Buscó su libro, la pluma y el tintero. ¡Habían ocurrido tantas cosas! Pero fue incapaz de escribir y le extrañó que por primera vez le faltaran las palabras. Se sentó en su camastro con los codos apoyados en las rodillas y con las manos cubriendo su cara. Había vivido una experiencia extraordinaria, rara, que le impresionó profundamente, pero aún no era capaz de interpretarla con plenitud. Quizá no pudiera entenderla por mucho tiempo. Necesitaba reflexionar, asimilar aquello. Pensó que si ordenaba los sucesos, le sería más fácil comprender lo ocurrido y empezó por la conversación habida con el suprior. Repasó una y otra vez lo que ambos dijeron y el bofetón que el fraile le propinó. Era cierto que lo que dijo era muy grave y le convertía en reo de hoguera y así se lo confirmó la bruja. ¡Renegar de Dios! No era su intención alejarse de Él y musitó una oración pidiendo perdón. Poco a poco las palabras y los sentimientos se fueron concretando y al fin fue capaz de mojar la pluma en el tintero.
«El libre albedrío del ser humano», escribió. «Los actos malvados de los hombres no son culpa de Dios.» Pensó un rato más y anotó: «Algunos usan el nombre de Dios para justificar sus crímenes».
Una vez la magia de la tinta sobre el papel hubo formado aquellas frases, Joan se sintió reconfortado. Era el certificado de su retorno de la profunda desesperación, volvía a la luz desde la oscuridad en la que se sumió el día anterior. Su regreso al Señor. Nada había cambiado, las mismas desgracias de entonces aún le afligían. Solo que después de la escritura se sentía mejor, mucho mejor. No quería pensar más. No era el momento de revisar lo ocurrido en casa de la bruja. Solo deseaba acudir a la iglesia y rezar. Abrir su corazón a la esperanza y al Ser Supremo. Y rezar, y rezar.
Al salir de la iglesia se topó con fray Antoni, el suprior.
—¿Dónde has estado esta noche? —inquirió con el ceño fruncido, en su habitual tono agresivo.
—Vengo de la iglesia, de rezar al Señor —repuso el chico—. Comprendí lo del libre albedrío.
En la faz del monje se dibujó una sonrisa de alivio.
—Menos mal —dijo—. No sabes cuánto me alegro; nos tenías preocupados. ¿Dónde estuviste?
—Eso no importa, lo importante es que he vuelto a la Iglesia y sé que debo asumir mi destino con entereza. Voy a ver a mosén Corró y le diré que no puedo probar mi inocencia.
El monje hizo una mueca de desagrado.
—Tú no robaste el pan de oro, hijo. Y recibirás un castigo que no mereces.
—¿Es que también vos me aconsejáis huir?
—No es lo más digno, pero quizá sea lo más inteligente —repuso pensativo.
Joan fue a la librería y la señora Corró, que estaba en la tienda, le recibió con el mismo cariño de siempre. A la buena mujer se le llenaron los ojos de lágrimas. Le dijo que quería hablar con el amo, pero que antes deseaba saludar a Abdalá. Evitó el taller para no ver a Felip y subió al último piso, añoraba a su viejo maestro.
Un fuerte abrazo unió al musulmán y a su aprendiz. El viejo le preguntó si había encontrado alguna prueba que le ayudara y dijo que él estuvo cavilando todo el tiempo sin hallar solución. Joan repuso que no y estaba a punto de contarle su experiencia con la bruja cuando apareció el amo. mosén Corró hizo una mueca de disgusto al saber que el chico no podía aportar nada nuevo.
—Voy a tener que denunciarte al alguacil, Joan. —Y suspiró—. No lo quiero hacer, porque no creo que seas tú el ladrón. Pero me debo a la disciplina de la cofradía.
Se hizo el silencio mientras el librero y el aprendiz se miraban a los ojos.
—No obstante, te puedo dar un par de días más —continuó al rato—. ¿No querías buscar a tu familia en Italia? Yo no te daré dinero para el pasaje, pero un amigo común lo hará.
Joan sabía que hablaba de Bartomeu y que los dos debieron tratar el asunto en detalle. Agradecía el cariño que le demostraban, aunque su decisión estaba tomada.
—No, amo —repuso con firmeza—. Prefiero antes soportar el castigo, proclamando mi inocencia, con la frente bien alta, que escapar para sufrir destierro y vergüenza. No huiré. Eso me haría culpable a los ojos de todos y no lo soy.
El librero afirmó con la cabeza, meditabundo. Al rato dio unos pasos adelante y abrazó a Joan.
—Que Dios te ayude, hijo —susurró—. Te doy dos días más por si cambias de opinión.
Joan empleó en aquellos días todo el tiempo que pudo con su hermano y Abdalá, practicando latín con fray Melchor y hablando con los marinos en las tabernas. No podía dejar de pensar en su visita a la bruja e hizo un par de anotaciones más en su libro. «El demonio es odio.» «El rencor es una enfermedad que mata.»
Era el tercer día y Joan esperaba inquieto, en el convento, el aviso de la llegada del alguacil que le iba a detener. El suprior fue a verle:
—Ya está aquí. —Su cara huesuda tenía un aspecto siniestro.
—¿El alguacil?
—Sí, viene a prenderte. —Y después de un instante añadió—: Pero justo antes llegó un mensaje de Bartomeu.
—¿Bartomeu?
—Sí, me pide que evite tu detención. Que tiene una buena noticia.
—¿Y qué vais a hacer?
—Ya lo hice. Le dije al alguacil que te buscara por las tabernas del puerto.
—¿Habéis mentido?
—Estrictamente no —dijo con una sonrisa—. Le sugerí que te buscara allí, no le dije que no estuvieras aquí.
Cuando Bartomeu llegó se encerraron en la sala capitular. El mercader llevaba en su mano un papel.
—mosén Roig nos dejó esta carta antes de irse —explicó—. Solo que el mensajero tomó sus precauciones, ya sabéis el castigo que la Inquisición impone a quien ayuda a los conversos. Así que se ha demorado unos días.
—¿Y qué dice? —interrogó el suprior.
—Da el nombre del argentero que compró el pan de oro y una descripción de la persona que se lo vendió.
—¿Y cómo es? —quiso saber Joan.
—Por lo visto, es un chico muy guapo, con rasgos infantiles. Dice que parece un querubín.
—¡Cara de Ángel!
Recordaba bien al muchacho que sirvió de cebo para castigar a fray Nicolau. Cara de Ángel siempre obedecía a Felip sin rechistar y sin duda lo seguía haciendo.
—Puede ser él, pero tenemos un problema —anunció Bartomeu—. El joyero no quiere hablar, dice que no sabe nada. Si mosén Roig en persona se lo pidiera, estoy seguro de que colaboraría, pero él ya no está y nosotros no somos del gremio.
—¿Y no se puede usar la carta como prueba? —preguntó Joan.
Bartomeu hizo un gesto dubitativo.
—No creo que la carta de un converso huido tenga mucha credibilidad en estos días que vivimos —repuso—. Es más, si la Inquisición la husmea, podemos tener problemas.
—¿Cómo se llama el platero? —inquirió el suprior.
—Se llama Feliu, tiene su tienda al principio de la calle Argentería, del lado de Santa María del Mar.
—Conozco a ese bribón. Dejádmelo a mí —dijo con determinación el monje—. Así que decís que hay una carta de un converso huido que habla de él, ¿verdad? Entonces serían amigos, ¿no? Colegas más allá del gremio, quizá...
Una sonrisa siniestra bailaba en su boca. Joan se dijo que el fraile daba miedo y no tuvo duda de que conseguiría el testimonio del tal Feliu.
Era domingo por la tarde y lloviznaba. Cara de Ángel regresaba disgustado porque la banda comandada por Lluís venció a la de Felip en la batalla de piedras. Para animarlos, el pelirrojo dijo que reclutarían nuevos miembros y que serían más fuertes incluso que antes. Atardecía en aquel día gris de invierno y las calles estaban oscuras y desiertas. El chico cruzaba por delante de un estrecho callejón cuando tres individuos embozados en sus capas surgieron de la oscuridad y le arrastraron al interior de la calleja. Una lluvia de golpes, insultos y amenazas cayó sobre Cara de Ángel, que aterrorizado e incapaz de defenderse se encogió en postura fetal. Le cogieron del suelo y dos de los individuos le sujetaron de los brazos manteniéndole de rodillas. Y así le tuvieron indefenso a merced del tercero mientras Cara de Ángel gemía pidiendo compasión.
—No hice mal a nadie —decía sin entender el porqué del ataque.
—¿Recuerdas a fray Nicolau?
—Yo no le pegué —sollozó—. Solo obedecí las órdenes de Felip. Yo no quería que se le hiciera tanto daño.
Un destello metálico se mostró a los ojos de Cara de Ángel, ya acostumbrados a la luz mortecina del callejón, y notó la punta afilada de una daga pinchándole en una mejilla.
—Te voy a dejar una cara que en lugar de ángel te llamarán demonio —oyó mientras aumentaba la presión del arma en su rostro—. Y después te daremos tal paliza que quedarás tullido como el fraile.
—¡No! ¡Piedad!
—Obedece si quieres que la tengamos.
Cuando los cuatro cruzaron la puerta entreabierta que comunicaba el convento con la calle de Santa Anna, Cara de Ángel se sintió desfallecer. Aquel fue el escenario de su seducción a fray Nicolau, que terminó con la paliza de tan terribles secuelas. ¿Le harían pagar por ello? Atravesaron la oscura placeta y entraron en el claustro. También estaba en tinieblas, a excepción de las dos ventanas vidriadas de la sala capitular de donde provenía una luz tenue, y allí le introdujeron de un empujón.