—Bueno, la deuda era de su madre, su señoría doña Juana Enríquez.
—¡Pero si ella murió hace muchos años!
—En efecto, es una deuda muy antigua, pero el rey me espera y me ha hecho saber que me la pagará —afirmó el viejo muy seguro.
Joan le pidió que le contara la historia y el payés, que dijo llamarse Joan de Canyamars, lo hizo complacido.
—Hace treinta años, a principios de junio de 1462, la reina Juana Enríquez se refugiaba en Girona de la guerra civil que acababa de estallar. Estaba sola con el infante don Fernando, que entonces tenía diez años, porque su marido el rey don Juan II no podía entrar en Cataluña sin el permiso de la Generalitat. Esta estaba dominada por grupos nobiliarios a los que nos oponíamos tanto el pueblo llano como los payeses de remensa, que luchábamos contra los «malos usos» con los que los señores nos tiranizaban.
—¿En qué consistían esos malos usos? —quiso saber Joan.
—El principal era la prohibición al campesino de abandonar las tierras del señor, a las que estaba atado, sin antes pagar a este una suma de rescate, que precisamente se llamaba «remensa» y que era inalcanzable para un payés. Pero había otros malos usos como el derecho de los señores a maltratar a los campesinos con castigos físicos, e incluso el derecho del señor a la pernada o la primera noche con la novia si el campesino no podía pagar un canon por la boda al propietario de la tierra. Los payeses de remensa obtuvimos del rey Alfonso V una suspensión temporal de esos abusos contra los que ya llevábamos años luchando. Los señores no la aceptaron y nos levantamos en armas contra ellos.
»Cuando estalló la guerra civil entre la Generalitat y el rey Juan II, los remensas apoyamos al soberano convencidos de que este terminaría con la tiranía de los señores. La Generalitat envió un ejército a Girona al mando del conde de Pallars con el propósito de apoderarse del infante Fernando, heredero de la corona, y usarlo contra el rey. Pero el obispo de Girona, que protegía a la reina y al infante, se encerró en la Forga, la ciudadela situada en la parte alta de la ciudad, dispuesto a resistir con los voluntarios que respondieran al llamamiento de auxilio de la reina. Con el ejército a las puertas de Girona, solo cincuenta remensas al mando de Pere Joan Sala logramos romper el cerco. Otras unidades de payeses a las órdenes de Verntallat se quedaron fuera para acosar al ejército que de inmediato tomó la ciudad con excepción de la fortaleza de la Forga.
—¿Pere Joan Sala? —se asombró Joan—. ¿El caudillo remensa que ejecutaron hace siete años?
El muchacho recordaba bien la mirada de aquel hombre y su suplicio por las calles de Barcelona.
—Sí, Pere Joan Sala, el mismo. Yo era su segundo.
—¡Entonces él ayudó a nuestro rey Fernando!
—Sí. De los doscientos que defendíamos al príncipe, cincuenta éramos remensas.
—¿Quién más había?
—Los familiares del obispo Margarit, unos pocos caballeros del séquito de la reina y los judíos y conversos que vivían en la parte alta de la ciudad.
—¿Y qué pasó?
—Que resistimos mes y medio soportando continuos bombardeos, asaltos y falta de alimentos. Pero Juan II pidió ayuda al rey francés dándole como fianza los condados del Rosellón y de la Cerdaña. Y un poderoso ejército francés cruzó los Pirineos y el de la Generalitat tuvo que retirarse. Y así fue como la reina y nuestro rey Fernando fueron liberados.
Joan quedó pensativo al rememorar cómo se cebaba la Inquisición con los conversos y el reciente decreto de expulsión de los hebreos y al final dijo:
—¿Así que el rey Fernando debe su libertad y quizá su reino a un puñado de judíos, de conversos y de remensas?
—Sí, así es —afirmó Joan de Canyamars, rotundo—. Pere Joan Sala me encargó que velara por la seguridad de la reina y del infante —recordaba el payés con una sonrisa de añoranza en su faz enjuta y arrugada—. Yo tenía treinta años y el rey Fernando, diez. Fue un gran honor para un campesino como yo.
»La reina Juana era una mujer de carácter y valiente, pero recuerdo aquella vez en que las granadas cayeron tan cerca de donde estábamos que todo se llenó de polvo y fue un milagro que los cascotes solo nos hirieran levemente. La reina se desmayó y yo la llevé en brazos a su cámara, donde un médico judío le hizo recuperar el sentido. El príncipe Fernando creyó que su madre estaba muerta y fue la única vez, durante aquel larguísimo mes y medio, en el que le vi llorar.
El payés hizo una pausa y tomó un trago de vino. Joan le escuchaba fascinado y sorbió del suyo. No dijo nada, esperó a que el hombre reanudara su historia.
—Recuerdo bien aquel día 5 de junio. Los de la Generalitat simularon un ataque contra la Porta del Cali mientras unos soldados penetraban en el interior del recinto amurallado por una mina excavada en la noche. Entraron en tropel, gritando que la Forga estaba ya tomada y por un momento creímos que todo estaba perdido.
La reina corrió al lado del príncipe gritando angustiada y yo fui tras ella junto a dos caballeros de la corte y luchamos cuerpo a cuerpo con rodela y espada protegiéndolos contra los asaltantes que los buscaban. Los caballeros cayeron pero rechazamos el asalto. ¿Y sabes qué hizo el príncipe Fernando?
—¿Qué?
—Con solo diez años, sacó su daga y se puso delante de su madre para defenderla.
—¿Y os reconocerá el rey después de treinta años?
—Perfectamente —repuso el hombre, seguro—. Y también sabe que me debe sesenta sueldos. Hay cosas que nunca se olvidan. Mañana tiene audiencia en el palacio real, donde imparte justicia como cada viernes, termina al mediodía y nos encontraremos a la salida en la plaza del Rey.
Joan quedó pensativo, el hombre no parecía un farsante, pero su relato era algo incongruente.
—Así que el padre del rey Fernando ganó la guerra porque los remensas luchasteis a su favor —dijo Joan, meditabundo—. ¿Cómo es entonces que Pere Joan Sala, héroe del sitio de la Forga, defensor de la reina y del príncipe, fue ejecutado en las calles de Barcelona?
—Porque cuando el rey Juan II firmó la capitulación de Pedralbes que puso fin a la guerra, decidió ser generoso con los aristócratas de la Generalitat vencidos, y se olvidó de nosotros.
—Pero no fue hasta mucho más tarde cuando Pere Joan Sala asaltó Granollers...
—Sí —le interrumpió el payés—. Yo estaba con ellos. Nos sublevamos porque el rey Fernando, a cambio de dinero para la guerra de Granada, les concedió de nuevo a los señores los malos usos que su tío suspendió veintiséis años antes.
—¡Pero eso es traición! —exclamó Joan.
—Los reyes no traicionan, solo tienen razones más importantes —repuso Joan de Canyamars después de pensarlo un rato.
—¿Y qué ocurrió?
—Que mis señores enviaron soldados a mi casa para exigirme los pagos atrasados incluyendo los de los malos usos de los últimos veinte años. Yo no tenía el dinero. Me ataron junto a mi hijo a un árbol y nos azotaron hasta que perdimos el conocimiento. Robaron todo lo de valor que teníamos, vacas, gallinas, objetos de casa, y violaron a mi nuera y a mi nieta. Para que aprendas, dijeron.
Su expresión era triste y sus ojos cansados estaban húmedos. Llenó su vaso y lo bebió de un trago.
—¿Y qué hicisteis?
—Nos unimos a las tropas de Pere Joan Sala y al principio logramos grandes victorias contra los señores y las tropas del rey. Pero llegó la desgracia de Llerona, mi hijo murió en la batalla y yo pude escapar, aunque herido. Como no había atacado directamente a mis señores, me permitieron volver a mi vida de miseria junto a mi nuera y a mi nieta. Pere Joan Sala cayó prisionero y el resto ya lo sabes.
—Pero el rey rectificó con la sentencia de Guadalupe —dijo Joan tratando de consolarle—. Ya no hay malos usos, ¿verdad?
—El rey rectificó porque supo que jamás abandonaríamos la lucha por la libertad y que aparecería otro Pere Joan Sala, y otro más y otro más.
—Bueno, me alegro de que todo esté bien ahora y de que al fin cobréis la deuda —concluyó Joan, aliviado.
El viejo no respondió, pero levantando su vaso de vino, brindó:
—Por la libertad y por las deudas que se cobran.
El muchacho chocó su vaso con el del payés.
Joan quedó impresionado con el relato. Aquella noche escribió en su libro: «Ni siquiera los reyes tienen derecho a traicionar a quienes les son fieles».
J
oan apenas durmió aquella noche, la historia del remensa ocupaba sus pensamientos. Había algo suelto en aquel relato, algo que no encajaba. La inquietud se mantenía a la mañana siguiente y al fin no pudo más y fue a preguntarle al maestro Eloi.
—Maestro, después del tratado de Guadalupe ya no quedan remensas. Ya no hay malos usos y los campesinos son libres, ¿verdad?
El hombre pulía con la ayuda de un aprendiz el interior de un cañón y le miró extrañado.
—¿A qué viene eso, Joan?
—Respondedme si sabéis, por favor, es importante. —Había angustia en su voz.
El viejo se quitó los guantes para rascarse la cabeza.
—Bueno, no todos consiguieron la libertad.
—¿No?
—Los más pobres no. Según el tratado, tenían que pagar una remensa de sesenta sueldos a sus amos para lograr la libertad y muchos no tenían ese dinero. Así que continuaron como siervos.
—¡Sesenta sueldos! —exclamó Joan—. ¡La suma que dice le debe el rey!
De repente lo comprendió todo. La deuda que Joan de Canyamars pretendía cobrar al rey no era de dinero.
—¡Disculpadme, Eloi, me tengo que ir! —le gritó al maestro, que le miraba asombrado.
Se quitó el delantal de cuero y salió corriendo, quería llegar a la plaza del Rey lo antes posible. Pero las doce sonaron justo cuando cruzaba la Porta Ferrissa. «Demasiado tarde, llegaré demasiado tarde», se decía.
Mientras corría jadeante, se preguntaba a quién deseaba salvar, si al viejo remensa de su locura, al rey, o a ambos.
—Señor, que no sea cierto, que esté yo equivocado —rezaba.
Encontró los alrededores de la catedral abarrotados, tuvo que abrirse paso a empellones, y entrando en la plaza oyó vítores dirigidos al rey. Apartó a los curiosos a codazos sin reparar en las protestas ni en los golpes que recibía. Y cuando alcanzó la primera línea vio horrorizado que estaba en lo cierto y que llegaba tarde. Los que salían de la audiencia pública formaban corrillos al pie de la gran escalinata que daba acceso a las puertas del palacio y a la capilla palatina de Santa Ágata. Los curiosos dejaban espacio para la comitiva y los mozos que preparaban las muías y los caballos que trasladarían al séquito real a su residencia. El rey Fernando se detuvo en el penúltimo escalón para hablar con un cortesano cuando desde la capilla real salió un hombre, que bajó las escaleras, rápido, hacia el monarca, situado de espaldas a él. Al tiempo, dejaba caer su capa y desenvainaba una espada corta y ancha.
Era Joan de Canyamars, que quería cobrar su deuda. Joan nunca supo si fue él el primero en gritar, pero varios lo hicieron. Alarmado, el rey hizo un movimiento brusco, aunque no pudo librarse de la cuchillada.
—¡Traición! —gritó el monarca mientras se protegía el cuello con una mano—. ¡Traición!
El remensa quiso lanzar otro tajo, pero ya era tarde. Un cortesano se interpuso entre ambos mientras sujetaban los brazos al payés, y le daban tres puñaladas.
—¡No lo matéis! —ordenó el rey Fernando tratando de reconocer a su asaltante.
Por un instante las miradas de ambos se encontraron y el remensa, a pesar de sus heridas, le gritó:
—Por los sesenta sueldos. ¡Traidor!
El rey estaba a punto de desvanecerse y entre varios lo subieron al palacio real mientras a gritos pedían médicos. También se llevaron al agresor. Joan quedó confuso, rodeado de gentes tan desconcertadas como él, viendo cómo las puertas del palacio se cerraban y varios hombres de armas se colocaban en el exterior. Temían que se tratara de una conspiración y que quisieran rematar al rey.
La muchedumbre se dispersó con rapidez haciendo correr la voz, y Joan, aún sobresaltado por la escena, regresó al taller del maestro Eloi, a contar lo que sus ojos vieron. Conforme la noticia se propagaba por la ciudad, vecinos armados salían a la calle gritando vivas al rey.
Otros, los que durante la guerra lucharon contra el padre del rey Fernando, se refugiaban en sus casas temerosos de que los culparan y que los exaltados descargaran en ellos su ira.
En el interior del palacio dieron a beber al rey un vino fuerte y le tumbaron. Se decía incrédulo que agonizaba y a la vez que él no podía morir, no aún, que era el elegido de Dios para culminar la mayor empresa de la cristiandad.
Pero su cuerpo le expresaba lo contrario.
—Mi corazón se me va —murmuró con los ojos cerrados—. Sujetadme fuerte.
Se desvaneció, aunque al poco, mientras los médicos le atendían, recuperó la consciencia.
—Es una herida tremenda —decían—. En algún lugar se hunde en la carne tres o cuatro dedos. Precisa de siete puntos de sutura.
—El collar de oro detuvo el golpe —comentaba otro—. Dios ha hecho un milagro salvándolo. Se libró por el grosor de un hilo de araña.
«Dios, Dios me protege», se decía Fernando mientras rezaba, aún sin querer abrir sus ojos.
La reina Isabel ordenó aparejar las galeras y tenerlas listas en el puerto por si la corte se veía obligada a huir de Barcelona. Algunos cortesanos afirmaban que era una conjura de los derrotados veinte años antes y los consejeros de la ciudad y los nobles locales respondían airados que se trataba del acto de un loco y que Barcelona entera apoyaba al rey. Las calles estaban repletas de ciudadanos armados que clamaban venganza y no iba a ser fácil calmarlos.
La investigación encargada por la reina se centró en el prisionero a falta de otras pistas. Así que le curaron las heridas para que sobreviviera lo suficiente para torturarle, hacerle hablar y después ejecutarle en público.
Al sentirse fuera de peligro, el rey quiso ver a solas al preso a pesar de las protestas de los médicos. Cuando le hirió había ubicado, como en una pesadilla, a aquel hombre en su infancia. ¡Era el fiel Joan, su protector y el de su madre en el sitio de la Forga! Se dijo que no podía ser, de aquello hacía treinta años. Pero la duda le angustiaba.
—Es como una roca —le dijo al rey el torturador—. Lo encaja todo sin siquiera un lamento. Hasta ahora solo sabemos su nombre, Joan, y que viene de Canyamars, un lugarejo cerca de Dosrius. Dice que actuó solo y que quería cobrar una deuda antigua.