Y al final acabamos dando vueltas y vueltas sobre el mismo punto, intentando no ceder a la desesperación. Tracé el círculo tres veces, luego una cuarta, pero de nada sirvió: las pulsaciones del medidor eran aleatorias. Y de pronto resultó evidente que habíamos perdido el rastro por completo.
Estábamos en medio de ninguna parte, moviéndonos en círculo.
Habíamos perdido el rastro.
El agotamiento me asaltó súbitamente y con contundencia. A lo largo de todo el día me había mantenido en pie la adrenalina y ahora que por fin me sentía derrotado me invadió un profundo cansancio. Se me cerraban los ojos. Tenía la sensación de que podía quedarme dormido en la moto.
Detrás de mí, Mae se irguió y dijo:
—No te preocupes.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con hastío—. Mi plan ha fracasado totalmente, Mae.
—Quizá todavía no —dijo ella.
Bobby se detuvo cerca de nosotros.
—¿Habéis echado un vistazo atrás? —preguntó.
—¿Por qué?
—Echad un vistazo —insistió—. Mirad lo lejos que hemos llegado.
Me volví y miré por encima del hombro. Al sur, vi las intensas luces de la fábrica, sorprendentemente cerca. No podíamos estar a más de dos o tres kilómetros. Debíamos de haber viajado en un gran semicírculo, regresando finalmente hacia el punto de partida.
Mae había bajado de la moto y se colocó frente al faro. Estaba mirando el visor del medidor.
—Mmm —masculló.
—¿Y bien, Mae? ¿Qué opinas? —dijo Bobby, esperanzado—. ¿Hora de volver?
—No —respondió Mae—. No es hora de volver. Echad una ojeada a esto.
Bobby se inclinó, y los dos miramos el visor. Mostraba un gráfico de intensidad de radiación, que descendía progresivamente por fases y luego caía de pronto. Bobby frunció el entrecejo.
—¿Y esto qué es?
—El desarrollo de las lecturas de esta noche —explicó Mae—. El aparato nos revela que desde el principio la intensidad de la radiación ha decrecido aritméticamente; es una escalera descendente, ¿veis? Y el decrecimiento ha sido aritmético hasta el último minuto poco más o menos, cuando ha pasado a ser exponencial. Sencillamente ha descendido a cero.
—¿Y? —Bobby parecía perplejo—. ¿Qué significa eso? No lo entiendo.
—Yo sí. —Mae se volvió hacia mí y subió otra vez a la moto—. Creo que sé qué ha ocurrido. Sigue al frente, despacio.
Solté el embrague y avancé. El haz de luz oscilante mostró una ligera pendiente en el desierto, cactus escuálidos al frente.
—No. Más despacio, Jack.
Aminoré la marcha, íbamos prácticamente a paso de paseo. Bostecé. No tenía sentido preguntarle; estaba totalmente concentrada. Yo me sentía cansado y derrotado. Continuamos ascendiendo por la pendiente hasta que el terreno recuperó la horizontalidad y poco más adelante la moto empezó a descender.
—Para.
Paré.
Justo enfrente el desierto acababa bruscamente. Más allá solo vi negrura.
—¿Es un precipicio?
—No. Solo un promontorio alto.
Avancé en diagonal. El terreno se precipitaba claramente. En cuanto llegamos al borde, me orienté. Estábamos en la cresta de un promontorio de unos cinco metros de altura, que formaba uno de los lados de una torrentera muy ancha. Abajo vi lisas rocas de río, con algún que otro peñasco y matas dispersas en una franja que se extendía unos cincuenta metros de distancia hasta el otro lado del lecho. En la otra orilla, el desierto era otra vez llano.
—Ahora lo entiendo —dije—. El enjambre ha saltado.
—Sí —contestó Mae—, ha seguido por el aire, y hemos perdido el rastro.
—Entonces debe de haber ido a parar a algún lugar de ahí abajo —aventuró Bobby, señalando el lecho de la torrentera.
—Quizá sí —dije—. O quizá no.
Estaba pensando que necesitaríamos muchos minutos para encontrar un camino de bajada seguro. Luego tardaríamos mucho tiempo buscando entre los arbustos y rocas del lecho hasta dar de nuevo con el rastro. Podía llevarnos horas. Tal vez ni siquiera lo encontráramos. Desde nuestra posición en lo alto del promontorio veíamos la desalentadora vastedad del desierto que se extendía ante nosotros.
—El enjambre podría haber hecho tierra en la torrentera, o podría haber ido un poco más allá, o podría haber recorrido otros quinientos metros al otro lado.
Mae no se dejó desanimar.
—Bobby, quédate aquí —dijo—. Tú marcarás la posición por donde ha saltado. Jack y yo buscaremos un camino para bajar, saldremos a la llanura y avanzaremos en línea recta de este a oeste hasta que volvamos a detectar el rastro. Tarde o temprano lo encontraremos.
—Muy bien —dijo Bobby—. Entendido.
—De acuerdo —convine.
Podíamos intentarlo. No teníamos nada que perder. Pero albergaba pocas esperanzas de éxito.
Bobby se inclinó al frente en el asiento de su quad.
—¿Qué es eso?
—¿Qué?
—Un animal. He visto brillar unos ojos.
—¿Dónde?
—Allí, en aquel arbusto. —Señaló el centro de la torrentera.
Fruncí el entrecejo. Los dos teníamos los faros dirigidos torrentera abajo. Iluminábamos un amplio arco de terreno. No vi ningún animal.
—¡Allí! —dijo Mae.
—No veo nada.
Mae señaló.
—Acaba de ocultarse detrás de aquel enebro. ¿Ves aquel arbusto que parece una pirámide? ¿Aquel que tiene las ramas muertas a un lado?
—Lo veo —contesté—. Pero… —No veía ningún animal.
—Se mueve de izquierda a derecha. Espera un momento, y aparecerá otra vez.
Esperamos, finalmente vi un par de puntos verdes y resplandecientes. Cerca del suelo, desplazándose a la derecha. Vi un destello blanco. Y casi de inmediato supe que algo raro ocurría.
Lo mismo pensó Bobby. Hizo girar el manillar, moviendo el haz de luz para enfocar directamente aquel lugar. Cogió unos prismáticos.
—Eso no es un animal —dijo.
Avanzando entre los bajos arbustos, vimos… carne blanca. Pero eran solo vislumbres. Y de repente advertí una superficie blanca y plana, cayendo en la cuenta con un sobresalto de que era una mano humana arrastrándose por tierra. Una mano con los dedos extendidos.
—Dios santo —exclamó Bobby, mirando a través de los prismáticos.
—¿Qué? ¿Qué es?
—Es un cuerpo a rastras —contestó. Y a continuación, con una voz extraña, añadió—: Es Rosie.
Dando gas a la moto recorrí con Mae el borde del promontorio hasta que descendió hacia el lecho de la torrentera. Bobby permaneció donde estaba, observando el cuerpo de Rosie. En unos minutos crucé a la otra orilla y retrocedí hacia la luz de su faro.
—Ahora más despacio, Jack —indicó Mae.
Así que reduje la marcha y me incliné sobre el manillar para ver más extensión de terreno al frente. De pronto empezó a oírse de nuevo la pulsación del medidor de radiación.
—Buena señal —dije.
Seguimos avanzando. Nos hallábamos ya a la altura de Bobby. Su faro proyectaba un ligero resplandor en el espacio que nos rodeaba, como una especie de claro de luna. Con señas le indiqué que empezara a moverse. Hizo girar su vehículo y se encaminó hacia el oeste. Sin su luz, el desierto estaba de pronto más oscuro, más misterioso.
Y entonces vimos a Rosie Castro.
Rosie yacía de espaldas, con la cabeza ladeada de modo que parecía mirar atrás, directamente a mí, los ojos abiertos, el brazo extendido hacia mí, la pálida mano abierta. Tenía en el rostro una expresión de súplica o de terror. Presentaba ya la rigidez de la muerte, y su cuerpo endurecido se sacudía mientras se desplazaba entre los arbustos y cactus del desierto.
Era arrastrada, pero ningún animal tiraba de ella.
—Creo que deberías apagar las luces —propuso Mae.
—Pero no veo qué pasa… parece que hay una sombra bajo ella.
—No es una sombra —corrigió Mae—. Son las partículas.
—¿Están arrastrándola?
Asintió con la cabeza.
—Apaga las luces.
Apagué el faro. Nos quedamos inmóviles en la oscuridad.
—Pensaba que los enjambres no mantenían la energía más de tres horas —comenté.
—Eso es lo que ha dicho Ricky.
—¿Ha mentido otra vez?
—O las partículas han superado esa limitación.
Las implicaciones eran inquietantes. Si los enjambres ahora conservaban la energía durante la noche, podían hallarse activos cuando llegáramos a su escondite. Yo contaba con encontrarlos caídos, las partículas dispersas por tierra. Pretendía matarlas mientras dormían, por así decirlo. Ahora daba la impresión de que no dormían.
Permanecimos en la fría oscuridad, pensando.
—¿No tienen estos enjambres como modelo el comportamiento de los insectos? —preguntó Mae por fin.
—En realidad, no —respondí—. El modelo para la programación fue la relación entre el depredador y la presa. Pero como el enjambre es una población de partículas en interacción, hasta cierto punto se comportará como cualquier población de partículas en interacción, por ejemplo los insectos. ¿Por qué?
—Los insectos pueden llevar a cabo planes que exigen un tiempo de vida superior al de una sola generación. Pueden construir nidos que requieren muchas generaciones. ¿No es verdad?
—Eso creo.
—Entonces quizá un enjambre ha arrastrado el cuerpo durante un rato y luego otro ha tomado el relevo. Quizá hayan intervenido ya tres o cuatro enjambres. Así ninguno de ellos tiene que estar activo durante tres horas por la noche.
Las implicaciones de esa idea me gustaban aún menos.
—Eso significaría que los enjambres trabajan en colaboración —dije—. Significaría que están coordinados.
—A estas alturas resulta evidente que así es.
—Solo que eso no es posible —aduje—. Porque no tienen la capacidad de comunicarse entre ellos.
—No era posible hace unas cuantas generaciones —dijo Mae—. Ahora sí. ¿Recuerdas la formación que antes ha ido hacia ti? Esos enjambres estaban coordinados.
Era cierto. Simplemente no había caído en la cuenta en ese momento. Allí, inmóviles en el desierto, en plena noche, me pregunté qué más se me había escapado. Escruté la oscuridad, intentando ver al frente.
—¿Adónde la llevan? —pregunté.
Mae abrió la cremallera de mi mochila y sacó unas gafas de visión nocturna.
—Ponte esto.
Me disponía a ayudarla a coger las suyas, pero ella había descargado diestramente su mochila, la había abierto y había extraído sus propias gafas.
Me coloqué las gafas, ajusté la correa y bajé las lentes ante los ojos. Eran las nuevas gafas GEN4, que mostraban las imágenes en colores apagados. Casi de inmediato vi a Rosie en el desierto. Su cuerpo desaparecía tras la maleza a medida que se alejaba cada vez más.
—Bien, ¿y adónde la llevan? —repetí.
Aun mientras hablaba, levanté las gafas y al instante vi adónde la llevaban.
A lo lejos parecía una formación natural, un montículo de tierra oscura de unos cinco metros de anchura y un metro ochenta de altura. La erosión había provocado hondas hendiduras verticales de modo que el montículo semejaba una enorme rueda dentada. Era fácil tomar aquella formación por algo natural y pasarla por alto.
Pero no era natural. Y la erosión no había creado su aspecto esculpido. Por el contrario, ante mis ojos tenía una construcción artificial, semejante a los nidos de las termitas africanas y otros insectos sociales.
Con sus gafas de visión nocturna ya puestas, Mae observó durante un rato en silencio. Por fin preguntó:
—¿Vas a decirme que eso es el resultado de un comportamiento autoorganizado? ¿Que el comportamiento necesario para crearlo ha surgido sin más por sí solo?
—De hecho, sí —contesté—. Eso es precisamente lo que ha ocurrido.
—Cuesta creerlo.
—Lo sé.
Mae era una buena bióloga, pero su especialidad eran los primates. Estaba acostumbrada a estudiar pequeñas poblaciones de animales muy inteligentes con jerarquías de dominación y líderes de grupo. Entendía los comportamientos complejos como fruto de una inteligencia compleja. Y le resultaba difícil explicarse el simple poder del comportamiento autoorganizado dentro de una población numerosa de animales sin inteligencia.
En todo caso ese era un arraigado prejuicio humano. Los seres humanos esperaban encontrar un mando central en cualquier organización. Los estados tenían gobiernos. Las empresas tenían gerentes. Los colegios tenían directores. Los ejércitos tenían generales. Los seres humanos tendían a pensar que sin un mando central el caos se adueñaría de la organización y sería imposible realizar nada significativo.
Desde este punto vista resultaba difícil admitir que unas criaturas sumamente estúpidas con cerebros menores que la cabeza de una aguja fueran capaces de proyectos de construcción más complicados que cualquier proyecto humano. Pero en realidad sí lo eran.
Las termitas africanas era un ejemplo clásico. Estos insectos construían hormigueros semejantes a castillos de treinta metros de diámetro y torres que se alzaban a siete metros del suelo. Para valorar esta hazaña, había que imaginar que si las termitas fueran del tamaño de los hombres, esos hormigueros serían rascacielos de más de mil quinientos metros de altura y unos ocho kilómetros de diámetro. Y al igual que un rascacielos, el termitero tenía una intrincada arquitectura interna para proporcionar aire fresco, eliminar el exceso de CO
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y calor, etcétera. Dentro de la estructura había huertos para cultivar comida, residencias para la realeza, y espacio vital para dos millones de termitas. No existían dos termiteros exactamente iguales; cada uno se construía independientemente conforme a los requisitos y ventajas de un lugar en particular.
Todo esto se conseguía sin arquitecto, ni capataz, ni autoridad central. Tampoco había planos para la construcción codificados en los genes de la termita. Estas enormes creaciones eran el resultado de unas reglas relativamente sencillas que las termitas individuales seguían en su relación con las demás. (Reglas como «Si hueles que ha estado aquí otra termita pon una mota de polvo en este punto».) Sin embargo el resultado era indiscutiblemente más complejo que cualquier creación humana.
En ese momento estábamos viendo una nueva construcción realizada por una nueva criatura, y una vez más costaba concebir cómo se había llevado a cabo. ¿Cómo podía un enjambre construir un nido? Pero empezaba a comprender que allí, en el desierto, era una estupidez preguntarse cómo ocurría algo. Los enjambres cambiaban deprisa, casi minuto a minuto. El natural impulso humano de imaginarlo era una pérdida de tiempo. En cuanto uno lograra concebirlo, las cosas ya habrían cambiado.