—Mae, Mae.
—Ha habido una explosión —dijo ella con voz sorprendida.
—Mae, ¿dónde estás? No veo nada.
Todo estaba oscuro como boca de lobo. No veía nada en absoluto. Estaba en las profundidades de una maldita cueva llena de cosas puntiagudas y no veía. Luché contra el pánico.
—Tranquilo —dijo Mae. En la oscuridad noté que me agarraba del brazo. Aparentemente ella sí me veía—. La linterna del cinturón. —Me guió la mano.
Buscando a tientas, encontré el prendedor, pero no conseguí abrirlo. Era un prendedor de resorte, y mis dedos resbalaban una y otra vez. Empecé a oír un sonido palpitante, al principio poco intenso, pero cada vez más fuerte. Me sudaban las manos. Finalmente el prendedor se abrió y encendí la linterna con un suspiro de alivio. Vi a Mae en el frío haz de luz halógena; aún llevaba sus gafas de visión nocturna, y desvió la mirada. Recorrí la cueva con la linterna. La explosión la había transformado. Muchos de los racimos se habían partido y las púas estaban desparramadas por el suelo. En el suelo una sustancia empezaba a arder. Se elevaba un humo acre y desagradable. El aire era espeso y oscuro… Retrocedí y pisé algo viscoso.
Bajé la vista y vi la camisa de David Brooks. De pronto me di cuenta de que estaba de pie sobre lo que quedaba del torso de David, que se había convertido en una especie de gelatina blancuzca. Tenía el pie justo en su abdomen. Sus costillas me arañaron las piernas, dejando una marca blanca en los pantalones. Miré hacia atrás y vi el rostro de David, espectralmente blanco y consumido, sus facciones tan indefinidas como las caras de los enjambres. Sentí náuseas y un sabor a bilis.
—Vamos —dijo Mae, agarrándome del brazo y apretándome con fuerza—. Vamos, Jack.
Con un sonido de succión liberé el pie de aquella masa. Intenté restregar el zapato contra el suelo para limpiarme el lodo blanco. Ya no pensaba; simplemente luchaba contra las náuseas y la abrumadora sensación de terror. Quería echarme a correr. Mae me hablaba pero no la oía. Veía únicamente como retazos del espacio que me rodeaba, y solo tenía una vaga conciencia de los enjambres que surgían de todas partes alrededor de nosotros, uno tras otro. Zumbaban aquí y allá.
—Te necesito, Jack —dijo Mae, tendiendo cuatro cápsulas.
Manipulando torpemente la linterna, conseguí encenderlas, y ella las lanzó en todas direcciones. Me cubrí los ojos con las manos al tiempo que las calientes esferas estallaban alrededor. Cuando volví a mirar, los enjambres habían desaparecido. Pero en cuestión de segundos reaparecieron. Primero un enjambre, luego tres, seis, diez… y finalmente demasiados para contarlos. Convergían hacia nosotros con un furioso zumbido.
—¿Cuántas cápsulas nos quedan? —pregunté.
—Ocho.
Entonces supe que no lo conseguiríamos. Aún estábamos demasiado lejos de la salida. No llegaríamos. Ignoraba cuántos enjambres había alrededor: mi haz halógeno iba de un lado a otro de lo que parecía un ejército.
—Jack… —dijo Mae, tendiéndome la mano. No parecía perder el aplomo jamás. Encendí tres cápsulas más, y Mae las arrojó al tiempo que desandaba el camino hacia la entrada. Permanecí cerca de ella, pero sabía que nuestra situación era desesperada. Cada nueva detonación dispersaba los enjambres apenas un instante. A continuación se reagrupaban rápidamente. Había demasiados enjambres.
—Jack. —Tenía más termita en las manos.
Veía ya la entrada de la cámara, a solo unos metros. Me lloraban los ojos a causa del humo acre. La luz halógena era solo un estrecho rayo a través del polvo. El aire se espesaba por momentos.
Una última serie de detonaciones calientes y blancas, y llegamos a la entrada. Vi la rampa que ascendía hasta la superficie. Había pensado que nunca llegaríamos hasta allí. Pero en realidad ya no pensaba: todo eran impresiones.
—¿Cuántas quedan? —pregunté.
Mae no contestó. Oí el ruido de un motor en algún lugar sobre nosotros. Alzando la vista, vi una luz blanca y oscilante en lo alto de la cueva. El ruido aumentó —oí la aceleración de un motor— y luego vi el quad al principio de la rampa. Allí estaba Bobby, pidiéndonos a gritos que saliéramos.
Mae se dio media vuelta y corrió rampa arriba, y yo la seguí como pude. Percibí vagamente que Bobby encendía algo que despidió llamas anaranjadas, y al instante Mae me empujó contra la pared mientras el quad sin control descendía ruidosamente por la rampa hacia la cámara, con una tela en llamas colgando del depósito de gasolina. Era un cóctel molotov. En cuanto hubo pasado, Mae me obligó a correr.
Ascendí apresuradamente los últimos metros de la rampa. Bobby tendió los brazos y tiró de nosotros hacia el exterior. Me caí y me arañé una rodilla, pero apenas lo noté mientras él me ayudaba a ponerme en pie. A continuación corrí con todas mis fuerzas hacia la entrada de la cueva, y casi había llegado a la abertura cuando una colosal explosión nos derribó y salí volando por el aire yendo a estrellarme contra una de las paredes de la cueva. Me levanté con un zumbido en la cabeza. Había perdido la linterna. Oí una especie de extraño chillido en algún lugar a mis espaldas, o eso creí.
Miré a Mae y Bobby. Estaban poniéndose en pie. Con el helicóptero aún sobre nosotros, trepamos hasta el borde y nos dejamos caer al otro lado por la pendiente. En la noche fría y negra del desierto.
Lo último que vi fue a Mae haciendo señas al helicóptero para que se alejara.
En ese momento la cueva estalló.
La tierra se sacudió bajo mis pies, y me desplomé. Caí en el preciso momento en que la onda expansiva me causaba un penetrante dolor en los oídos. Oí el profundo fragor de la explosión. Desde la boca de la caverna se elevó una enorme y furiosa bola de fuego, naranja y negra. Sentí el calor venir hacia mí y luego alejarse, y de pronto todo quedó en silencio, y alrededor el mundo se tornó negro.
No sé con seguridad cuánto tiempo pasé allí tendido bajo las estrellas. Debí de perder el conocimiento, porque lo siguiente que recuerdo es a Bobby acomodándome en el asiento trasero del helicóptero. Mae ya estaba dentro, y se inclinó hacia mí para abrocharme el cinturón. Los dos me miraban con cara de preocupación. Aturdido, me pregunté si estaba herido. No sentía dolor. La puerta se cerró a mi lado, y Bobby se sentó delante junto al piloto.
Lo habíamos hecho. Lo habíamos conseguido.
Me costaba creer que aquello hubiera terminado.
El helicóptero se elevó en el aire y vi las luces del laboratorio a lo lejos.
—Jack.
Cuando entré por el pasillo, Julia corrió hacia mí. Bajo la luz del techo, su rostro era hermoso de una manera elegante y estilizada. Estaba ciertamente más bella de lo que yo recordaba. Tenía el tobillo vendado y la muñeca escayolada. Me rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en mi hombro. El pelo le olía a lavanda.
—Oh, Jack, Jack. Gracias a Dios que estás bien.
—Sí —contesté con voz ronca—. Estoy bien.
—Me alegro… Me alegro mucho.
Me quedé inmóvil, dejándome abrazar. Luego le devolví el abrazo. No sabía cómo reaccionar. Ella rebosaba energía; yo en cambio estaba exhausto.
—¿Estás bien, Jack? —preguntó, sin soltarme.
—Sí, Julia —contesté en un susurro—. Estoy bien.
—¿Qué te pasa en la voz? —dijo, retrocediendo un paso para mirarme. Escrutó mi cara—. ¿Qué te pasa?
—Probablemente se ha quemado las cuerdas vocales —explicó Mae. También ella estaba ronca. Tenía el rostro ennegrecido de hollín, un corte en la mejilla y otro en la frente.
Julia volvió a abrazarme, rozándome la camisa con los dedos.
—Cariño, estás herido.
—Solo se me ha roto la camisa.
—Jack, ¿seguro que estás bien? Creo que estás herido.
—No, estoy bien.
Incómodo, me aparté de ella.
—No sabes lo agradecida que estoy por lo que has hecho esta noche, Jack. Lo que habéis hecho todos —añadió Julia, volviéndose hacia los demás—. Tú, Mae, y también Bobby. Solo lamento no haber estado aquí para ayudar. Sé que todo esto es culpa mía. Pero os estoy muy agradecida. La compañía también está muy agradecida.
¿La compañía?, pensé, pero solo dije:
—Ya, bueno, tenía que hacerse.
—Sí, desde luego. Deprisa y de manera contundente. Y tú lo has hecho, Jack. Gracias a Dios.
Ricky estaba detrás, asintiendo con la cabeza. Parecía uno de esos pájaros mecánicos que bebe agua de un vaso. Yo me sentía irreal, como si fuera el personaje de una obra.
—Creo que deberíamos tomar una copa para celebrarlo —decía Julia mientras seguíamos por el pasillo—. Debe de haber champán. ¿Ricky? ¿Hay? Quiero celebrar lo que habéis hecho.
—Yo solo quiero dormir —dije.
—Vamos, solo una copa.
Era propio de Julia, pensé. Absorta en su propio mundo, sin darse cuenta de cómo se sentía la gente que tenía alrededor. El último deseo de cualquiera de nosotros era beber champán.
—Gracias de todos modos —dijo Mae, negando con la cabeza.
—¿Estáis seguros? ¿De verdad? Sería divertido. ¿Y tú, Bobby?
—Quizá mañana —contestó Bobby.
—Bueno, está bien. Al fin y al cabo vosotros sois los héroes. Lo celebraremos mañana.
Noté lo deprisa que hablaba, la rapidez de sus gestos. Recordé la sospecha de Ellen respecto a las drogas. Desde luego daba la impresión de que tomaba algo. Pero yo estaba tan cansado que me daba igual.
—Le he comunicado la noticia a Larry Handler, el presidente de la compañía —dijo Julia—, y os da las gracias a todos.
—Muy amable de su parte —comenté—. ¿Va a informar al ejército?
—¿Informar al ejército? ¿De qué?
—De que se os ha ido de las manos la situación.
—Bueno, Jack, ahora está todo bajo control. Vosotros lo habéis resuelto.
—No estoy muy seguro —contesté—. Puede que algunos enjambres hayan escapado, o es posible que haya otro nido. Para más seguridad, creo que deberíamos avisar al ejército. —En realidad no creía que hubiera quedado nada, pero quería que interviniera gente ajena a la compañía. Estaba cansado. Deseaba que otros se hicieran cargo.
—¿El ejército? —Julia lanzó una mirada a Ricky y luego volvió a mirarme a mí—. Jack, tienes toda la razón —dijo con firmeza—. Esta es una situación sumamente grave. Si existe la menor posibilidad de que haya escapado algo, debemos avisar en el acto.
—Quiero decir esta misma noche.
—Sí, estoy de acuerdo, Jack. Esta noche. Voy a hacerlo ahora mismo.
Miré a Ricky. Caminaba junto a nosotros, asintiendo aún de manera mecánica. No le entendía. ¿Qué había sido del anterior pánico de Ricky? ¿Su temor a que el experimento se hiciera público? Ahora daba la impresión de que no le importaba.
—Vosotros tres podéis dormir un rato —sugirió Julia—, yo telefonearé a mis contactos en el Pentágono.
—Te acompañaré —dije.
—No es necesario.
—Quiero hacerlo —insistí.
Mirándome, sonrió.
—¿No te fías de mí?
—No es eso —respondí—. Pero quizá hagan preguntas que yo puedo contestar.
—Muy bien, de acuerdo. Buena idea. Excelente idea.
Estaba convencido de que ocurría algo. Tenía la sensación de ser el personaje de una obra y de que todos representaban un papel. Solo que no sabía cuál era la obra. Miré a Mae. Tenía el entrecejo algo fruncido. Debía de presentir lo mismo que yo.
Cruzamos los compartimientos estancos y entramos en la unidad residencial. Allí el aire me pareció desagradablemente frío; me estremecí. Fuimos a la cocina y Julia cogió el teléfono.
—Hagamos esa llamada, Jack —propuso.
Abrí el frigorífico y cogí un ginger ale. Mae tomó un té helado y Bobby una cerveza. Estábamos los tres sedientos. Vi una botella de champán en el frigorífico, esperando. La toqué; estaba fría.
Había además seis copas, puestas a enfriar. Julia tenía ya planeada la fiesta. Pulsó el botón del altavoz del teléfono. Oímos el tono y marcó el número. Pero no conseguimos la comunicación y se cortó la línea.
—Vaya —dijo Julia—. Probemos de nuevo.
Marcó por segunda vez. La comunicación volvió a fallar.
—Qué raro. Ricky, no hay línea exterior.
—Prueba otra vez —dijo Ricky.
Tomé un sorbo de ginger ale y los observé. No cabía duda que aquello era todo una actuación, una representación para nosotros. Julia marcó diligentemente una tercera vez. Me pregunté a qué número llamaba, extrañándome de que se supiera de memoria el número del Pentágono.
—Vaya —repitió—. Nada.
Ricky cogió el auricular, examinó la base y volvió a colgarlo.
—Debería funcionar —comentó con afectada perplejidad.
—Vaya por Dios —dije—. Dejadme adivinar. Ha pasado algo y no podemos comunicarnos con el exterior.
—No, no, sí podemos —contestó Ricky.
—Yo misma he hecho una llamada hace unos minutos —añadió Julia—, poco antes de que volvierais.
Ricky se apartó de la mesa.
—Comprobaré las líneas.
—Sí, hazlo —dije furioso.
Julia me miraba fijamente.
—Jack, me tienes preocupada.
—Ya.
—Te noto enfadado.
—Me estáis tomando el pelo.
—Te prometo que no —respondió con voz tranquila, mirándome a los ojos.
Mae se levantó de la mesa y dijo que iba a ducharse. Bobby entró en la sala de recreo para entretenerse con un videojuego. Su manera habitual de relajarse. Enseguida oí los disparos de la ametralladora y los gritos de los malos. Julia y yo nos quedamos solos en la cocina. Se inclinó hacia mí sobre la mesa.
—Jack —dijo, hablándome con voz baja y seria—, me parece, que te debo una explicación.
—No —dije—. No me debes nada.
—Por mi comportamiento, quiero decir. Por mis decisiones en los últimos días.
—No importa.
—A mí, sí.
—Quizá más tarde, Julia.
—He de decírtelo ahora. Verás, yo simplemente quería salvar la compañía, Jack. Solo eso. La cámara falló y no pudimos repararla, perdimos el contrato y la compañía se venía abajo. Nunca he perdido una compañía. Nunca he tenido un fracaso, no quería que Xymos fuera el primero. Estaba acorralada, había mucho en juego y, supongo, tenía mi orgullo. Quería salvar la compañía. Sé que no obré con buen criterio. Estaba desesperada. No es culpa de nadie más. Todos querían acabar con esto. Yo los presioné para que siguieran adelante. Fue… fue mi propia cruzada. —Se encogió de hombros—. Y todo para nada. La compañía irá a la quiebra en cuestión de días. La he perdido. —Se inclinó aún más—. Pero no quiero perderte también a ti. No quiero perder a mi familia. No quiero perdernos a nosotros. —Bajó aún más la voz y tendió la mano a través de la mesa para cubrir con ella la mía—. Quiero rectificar, Jack. Quiero hacer las cosas bien y que volvamos por el buen camino. —Guardó silencio por un instante—. Espero que tú también lo quieras.