Presa (32 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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—Charley, ¿me oyes?

Asintió de manera imperceptible.

—¿Puedes levantarte?

Nada. No hubo reacción alguna. No me miraba; tenía la vista perdida en el vacío.

—Charley —dije—, ¿crees que puedes mantenerte en pie?

Volvió a asentir. Luego irguió el cuerpo para salir del coche deslizándose del asiento. Vacilante, permaneció de pie por un momento, temblándole las piernas, y se desplomó contra mí, aferrándose para no caerse. Me tambaleé bajo su peso.

—Muy bien, Charley… —Lo ayudé a retroceder hasta el coche y sentarse en el estribo—. Quédate aquí, ¿de acuerdo?

Lo solté, y permaneció sentado. Seguía mirando al vacío.

—Enseguida vuelvo.

Rodeé el Toyota y abrí el maletero. Había en efecto una moto, la moto de motocross más limpia que había visto en la vida. Estaba cubierta con una gruesa bolsa de lona. Y la habían limpiado después de usarla. Muy propio de David, pensé; siempre tan pulcro, tan organizado.

Saqué la moto del coche y la dejé en tierra. No había llave en el contacto. Fui a la parte delantera del Toyota y abrí la puerta del pasajero. Los asientos estaban impecables y todo en perfecto orden. David tenía en el salpicadero uno de esos blocs de notas sujetos mediante una ventosa, un soporte para el teléfono móvil y un auricular de teléfono colgado de un pequeño gancho. Abrí la guantera y vi que el interior también estaba ordenado. Los documentos del coche en un sobre, bajo una pequeña bandeja de plástico dividida en compartimentos que contenían una barra de cacao para labios, pañuelos de papel, apósitos. No había llaves. Noté entonces que entre los asientos había un espacio para el CD portátil, y debajo una bandeja cerrada con llave. Probablemente tenía la misma cerradura que el contacto. Probablemente se abría con la llave de contacto del coche.

Golpeé la bandeja con la mano y oí moverse algo metálico en el interior. Podía tratarse de una llave pequeña. Como la llave de una moto. En todo caso algo de metal.

¿Dónde estaban las llaves de David? Me pregunté si Vince se habría quedado las llaves de David a su llegada, como se había quedado las mías. En tal caso estarían en el laboratorio, y eso de poco me servía.

Miré en dirección al laboratorio, preguntándome si me convenía volver a buscarlas. En ese instante noté que el viento soplaba con menos fuerza. Había aún una nube de arena flotando sobre la tierra, pero con menos ímpetu.

Fantástico, pensé. Solo me faltaba esto.

Con creciente apremio, decidí renunciar a la moto y la llave perdida. Quizá hubiera algo en la unidad de almacenamiento que me permitiera trasladar a Charley hasta el laboratorio. No recordaba nada, pero fui de todos modos al edificio para comprobarlo. Entré con cautela, oyendo un golpeteo. Era la puerta del fondo, que se abría y cerraba agitada por el viento. El cuerpo de Rosie yacía a un paso de la puerta, iluminado y oscuro alternativamente por el movimiento de la puerta. Tenía en la piel el mismo recubrimiento lechoso que había visto en el tapetí. Pero no me acerqué a examinarla. Inspeccioné apresuradamente los estantes, abrí el armario de material. Miré detrás de las cajas amontonadas. Encontré una plataforma de tablas para muebles con pequeñas ruedas. Pero sería inútil en la arena.

Volví a salir bajo las onduladas planchas del cobertizo y corrí hacia el Toyota. La única posibilidad era tratar de acarrear a Charley hasta el laboratorio. Quizá lo consiguiera si él era capaz de sostener parte de su propio peso. Quizá se encontraba ya mejor, pensé. Quizá había recobrado parte de sus fuerzas.

Pero un vistazo a su cara me indicó que no era así. De hecho, parecía más débil.

—Mierda, Charley, ¿qué voy a hacer contigo?

No contestó.

—No puedo llevarte a cuestas. Y David no ha dejado ninguna llave en el coche, así que no tenemos suerte…

Me interrumpí.

¿Y si David hubiera perdido las llaves del coche? Era ingeniero; pensaba en esa clase de contingencias. Aunque fuera algo improbable, David tendría algo previsto. Él nunca se pondría a parar coches para preguntar si podían prestarle una percha de alambre. No, no.

David tendría una llave escondida. Probablemente en una de esas cajas magnéticas para llaves. Me disponía a tenderme de espaldas en el suelo para mirar bajo el coche cuando caí en la cuenta de que David nunca se ensuciaría la ropa solo por recuperar una llave. Buscaría un escondrijo inteligente pero accesible.

Con eso en mente, deslicé los dedos por el lado interior del parachoques delantero. Nada. Fui al parachoques trasero y repetí la operación. Nada. Palpé bajo los estribos a ambos lados del coche. Nada. No había caja magnética ni llave. No podía creerlo, así que me tendí y miré bajo el coche para ver si había una abrazadera o un saliente que no hubiera notado con los dedos.

No, no lo había. No encontré la llave.

Perplejo, moví la cabeza en un gesto de desesperación. El escondrijo tenía que ser de acero para prender la caja magnética. Y tenía que estar protegida de los elementos. Por eso casi todo el mundo escondía sus llaves en el interior de los parachoques.

David no lo había hecho.

¿Dónde podía haber escondido una llave?

Volví a rodear el coche, observando las uniformes líneas del metal. Recorrí los dedos las aberturas de la rejilla delantera y la parte posterior de la placa de matrícula.

Ninguna llave.

Empecé a sudar. No se debía solo a la tensión: percibía ya claramente que el viento había perdido fuerza. Regresé junto a Charley, que seguía sentado en el estribo.

—¿Cómo va, Charley?

No contestó, limitándose a encogerse de hombros. Le quité el auricular y me lo puse yo. Oí ruido de interferencia estática y unas voces hablar en voz baja. Eran Ricky y Bobby, y parecía una discusión. Me acerqué el micrófono a los labios y dije:

—¿Chicos? Habladme.

Un silencio.

—¿Jack? —Era Bobby, sorprendido.

—Sí, soy yo.

—Jack, no puedes quedarte ahí. La fuerza del viento ha descendido uniformemente en los últimos minutos. Ya es solo de diez nudos.

—De acuerdo…

—Jack, tienes que volver.

—Aún no puedo.

—Por debajo de siete nudos, los enjambres pueden moverse.

—De acuerdo.

—¿Cómo que de acuerdo? —dijo Ricky—. Por Dios, Jack, ¿vienes o no?

—No puedo llevar a Charley.

—Ya lo sabías al salir.

—Ajá.

—Jack, ¿qué demonios estás haciendo?

Oí el susurro de la videocámara colocada en el rincón del cobertizo. Miré por encima del techo del coche y vi girar la lente cuando me enfocaron. El Toyota era tan grande que apenas permitía ver la cámara. Y el portaesquíes lo hacía aún más alto. Vagamente me pregunté por qué tenía David un portaesquíes, ya que no esquiaba; nunca le había gustado el frío. El portaesquíes debía de formar parte del equipamiento de serie y…

Lancé un juramento. Era tan evidente.

Era el único sitio donde no había buscado. Salté sobre el estribo y miré en el techo del coche. Deslicé los dedos por el portaesquíes y por las barras paralelas sujetas al techo. Noté el contacto de la cinta adhesiva negra sobre el portaesquíes negro. Arranqué la cinta y vi una llave plateada.

—¿Jack? Nueve nudos.

—De acuerdo.

Bajé del estribo y ocupé el asiento del conductor. Introduje la llave en la cerradura de la bandeja y la giré. La bandeja se abrió. Dentro encontré una pequeña llave amarilla.

—¿Jack? ¿Qué estás haciendo?

Corrí a la parte trasera del coche. Inserté la llave amarilla en el contacto y la arranqué. El motor resonó estruendosamente bajo las planchas onduladas del cobertizo.

—¿Jack?

Llevé la moto al lado del coche donde estaba sentado Charley. Esa iba a ser la parte difícil. La moto no tenía caballete; me aproximé lo más posible a Charley y luego intenté proporcionarle apoyo para que montara detrás mientras yo permanecía sentado en la moto y la mantenía recta. Por suerte, pareció entender lo que me proponía. Una vez sentado, le dije que se sujetara a mí.

—¿Jack? Están aquí.

—¿Dónde?

—En el lado sur. Van hacia vosotros.

—De acuerdo.

Di gas y cerré la puerta del Toyota. Y me quedé donde estaba.

—¿Jack?

—¿Qué le pasa? —dijo Ricky, hablando con Bobby—. Es consciente del peligro.

—Lo sé —contestó Bobby.

—Está ahí inmóvil.

Charley se sujetaba a mi cintura con las manos y tenía su cabeza apoyada en mi hombro. Oía su respiración ronca.

—Agárrate fuerte Charley.

Asintió con la cabeza.

—¿Jack? —dijo Ricky—. ¿Qué estás haciendo?

—Idiota de mierda —me susurró Charley al oído.

—Sí.

Asentí con la cabeza. Esperé. Ya veía los enjambres rodear el edificio. Esta vez había nueve enjambres y venían derecho hacia mí en formación de cuña. Un comportamiento propio de bandada.

Nueve enjambres, pensé. Pronto habría treinta enjambres y después doscientos…

—Jack, ¿los ves? —preguntó Bobby.

—Los veo. —Claro que los veía.

Y claro que eran distintos a los de antes. Ahora eran más densos, las columnas más tupidas y consistentes. Aquellos enjambres ya no pesaban un kilo y medio. Presentí que estábamos cerca de los cinco o diez kilos. Quizá incluso más. Quizá quince kilos. Ahora tenían verdadero peso, verdadero contenido.

Esperé. Me quedé donde estaba. Una distanciada parte de mi cerebro se preguntaba qué haría la formación al llegar a mí. ¿Me rodearían? ¿Permanecerían al margen y esperarían algunos de los enjambres? ¿Qué conclusión sacarían ante la ruidosa moto?

Ninguna. Vinieron derechos hacia mí, primero convirtiendo la cuña en una línea y luego ésta en una especie de cuña invertida. Oí el zumbido grave y vibrante. Con tantos enjambres era mucho más sonoro.

Las columnas arremolinadas estaban a veinte metros de mí. A diez. ¿Se movían ahora más deprisa o eran imaginaciones mías? Aguardé hasta que estaban casi sobre mí y entonces di gas y salí a toda velocidad. Traspasé el enjambre de cabeza, penetrando en la negrura y volviendo a salir. Me dirigí hacia la puerta del grupo electrógeno, sobre las irregularidades del desierto, sin atreverme a mirar atrás. Fue un viaje desenfrenado y duró solo unos segundos. Al llegar al edificio, dejé caer la moto, me eché el brazo de Charley al hombro y, tambaleándome, recorrí los dos pasos que me separaban de la puerta.

Los enjambres se hallaban aún a cincuenta metros de la puerta cuando conseguí hacer girar el picaporte, tiré, metí un pie en la abertura y de una patada abrí la puerta. Al hacerlo, perdí el equilibrio, y Charley y yo caímos poco más o menos a través de la puerta en el suelo de hormigón. La puerta se cerró, atrapándonos las piernas. Sentí un intenso dolor en los tobillos; pero peor aún, la puerta seguía abierta. A través del hueco vi aproximarse los enjambres.

Como pude, me levanté y entré a rastras el cuerpo inerte de Charley. La puerta se cerró, pero sabía que era una puerta contraincendios, y no era hermética. Las nanopartículas podían penetrar. Debíamos llegar los dos al compartimiento estanco. No estaríamos a salvo hasta que la puerta de cristal se cerrara.

Gruñendo y sudando, llevé a Charley hasta el interior del compartimiento. Lo coloqué sentado, apoyándolo contra las salidas de aire laterales. Así conseguí que sus pies no obstruyeran la puerta de cristal. Y como solo podíamos pasar de uno en uno, volví a salir. Aguardé a que se cerrara la puerta.

Pero no se cerraba.

Busqué algún botón en la pared pero no lo había. En el interior del compartimiento las luces estaban encendidas, así que llegaba corriente eléctrica. Pero la puerta no se cerraba.

Y sabía que los enjambres se acercaban rápidamente.

Bobby Lembeck y Mae aparecieron apresuradamente en la sala del lado opuesto. Los vi a través de la segunda puerta de cristal. Agitaban los brazos y hacían amplios gestos, indicándome aparentemente que volviera a entrar en el compartimiento. Pero eso no tenía sentido. Por el micrófono de los auriculares dije:

—Pensaba que teníamos que pasar de uno en uno.

No llevaban auriculares y no me oían. Desesperadamente seguían indicándome que entrara.

Con expresión interrogativa alcé dos dedos.

Negaron con la cabeza. Por lo visto, querían decir que no había entendido la situación.

A mis pies, vi las nanopartículas empezar a entrar como un río negro. Atravesaban los resquicios de la puerta contraincendios. Me quedaban solo quince o diez segundos.

Volví a entrar en el compartimiento estanco. Bobby y Mae manifestaron su aprobación con gestos de asentimiento. Pero la puerta no se cerró. Comenzaron a hacer otros gestos, moviendo las manos hacia arriba.

—¿Queréis que levante a Charley?

Así era. Negué con la cabeza. Charley seguía medio desplomado, un peso muerto en el suelo. Eché un vistazo a la antesala y vi que estaba llenándose de partículas negras; formaban ya una niebla grisácea en el aire. La niebla también entraba en el compartimiento. Noté los primeros alfilerazos.

Miré a Bobby y Mae, al otro lado del cristal. Veían lo que ocurría; sabían que quedaban solo unos segundos. Volvían a hacer gestos: levanta a Charley. Me incliné y pasé las manos bajo sus axilas. Tiré de él para ponerlo en pie pero no se movió.

—Ayúdame, Charley, por Dios. —Gimiendo, volví a intentarlo. Charley empujó con brazos y piernas y logré separarlo medio metro del suelo. Al instante volvió a desplomarse—. Vamos, Charley, una vez más.

Tiré con todas mis fuerzas y esta vez él ayudó mucho más. Conseguimos que encogiera las piernas bajo el cuerpo y, con un esfuerzo final, lo puse en pie. Lo sujeté por las axilas, en una especie de enloquecido abrazo. Charley resoplaba. Miré hacia la puerta de cristal.

La puerta no se cerró.

El aire era cada vez más negro. Miré a Mae y Bobby. Estaban desesperados. Alzando dos dedos, agitaban las manos en dirección a mí. No lo entendía.

—Sí, somos dos.

¿Qué ocurría con las malditas puertas? Finalmente Mae se inclinó y se señaló claramente los dos zapatos con un dedo de cada mano. Le vi formar con los labios: «Dos zapatos». Y señalaba a Charley.

—Sí, tenemos dos zapatos. Está de pie sobre sus dos zapatos.

Mae negó con la cabeza.

Alzó cuatro dedos.

—¿Cuatro zapatos?

Los alfilerazos eran muy molestos; me impedían pensar. Noté que la confusión de minutos antes volvía a adueñarse de mí. Estaba ofuscado. ¿Cuatro zapatos? ¿Qué quería decir?

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