Preludio a la fundación (33 page)

Read Preludio a la fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
13.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Respira hondo -advirtió Seldon-. Ésta es la primera barrera.

La puerta que tenían delante estaba abierta, la luz que salía del interior era suave. Había cinco anchos peldaños de piedra que llevaban a la entrada. Pisaron el primero y esperaron un momento antes de darse cuenta de que su peso no los ponía en marcha hacia arriba. Dors hizo una mueca indicando a Seldon que subiera.

Juntos subieron la escalera, turbados por el atraso de los mycogenios. Después, pasaron una puerta donde, ante un pupitre ya en el interior, encontraron un hombre inclinado sobre la computadora más simple y primitiva que Seldon hubiera visto en su vida.

El hombre no levantó la cabeza para mirarle. De todo punto innecesario, se dijo Seldon.
Kirtle
blanca, cabeza calva…, todos los mycogenios eran tan parecidos que la vista resbalaba por ellos. Algo que, en ese momento, beneficiaba a los tribales.

El hombre que seguía, al parecer, estudiando algo en la consola preguntó:

–¿Eruditos?

–Eruditos -respondió Seldon.

El hombre señaló una puerta, con la cabeza.

–Pasen. Disfruten.

Entraron y, por lo poco que pudieron ver, eran los únicos en esta sección de la biblioteca. O la biblioteca no era un lugar demasiado popular o los eruditos eran muy pocos; aunque, posiblemente, serían ambas cosas.

–Pensaba que habría que presentar algún permiso o tarjeta de algún tipo -murmuró Seldon- y que tendría que alegar que se me había olvidado.

–Es probable que se halle encantado con nuestra presencia, tengamos o no permiso. ¿Habías visto alguna vez un lugar como éste? Si un lugar, al igual que una persona, pudiera estar muerto, nos encontraríamos dentro de un cadáver.

La mayor parte de los libros de aquella sección eran impresos, como el Libro que Seldon llevaba en el bolsillo. Dors circuló a lo largo de las estanterías, estudiándolas. Comentó:

–En su mayor parte son libros antiguos -comentó-. Clásicos. Los demás, carecen de valor.

–¿Libros de fuera? – preguntó Seldon-. Quiero, decir, ¿no mycogenios?

–Bueno, tienen sus propios libros, pero deben estar guardados en otra sección. Ésta es para la investigación externa por parte de los pobrecitos eruditos autoinstruidos como el de ayer… Éste es el departamento de Referencia y aquí está la Enciclopedia Imperial…, que debe contar más de cincuenta años como poco…, y una computadora.

Alargó la mano hacia el tablero, pero Seldon la detuvo a tiempo.

–Espera. Algo podría salir mal y nos retrasaría.

Señaló un discreto letrero colocado encima de una estantería independiente y en el que con cierto brillo se leía: AL SACR TORIUM. La segunda A de SACRATORIUM había dejado de existir, tal vez hacía poco tiempo, o quizá porque a nadie le importaba. «El Imperio -pensó Seldon-, está en decadencia. Todo él. Mycogen también».

Miró a su alrededor. La pobre biblioteca, tan necesaria para el orgullo de Mycogen, quizá tan útil para los Ancianos que podían servirse de ella para encontrar las migajas que mantenían en alto sus creencias y se les presentaba como pertenecientes a los sofisticados tribales, parecía absolutamente vacía. Detrás de ellos no había entrado nadie más.

–Pasemos aquí, fuera de la vista del hombre que está con la computadora y pongámonos nuestras bandas.

Ya delante de la puerta, comprendieron de pronto que, una vez traspasada esa nueva barrera, ya no podrían volverse atrás.

–Dors, no entres conmigo -pidió Seldon.

–¿Por qué no?

–No lo veo seguro y no deseo que corras ningún riesgo.

–Estoy aquí para protegerte -insistió ella con firme dulzura.

–¿Qué clase de protección me puedes dar? Yo puedo cuidar de mí, solo, aunque no lo creas. Y me entorpecería tener que protegerte. ¿No te das cuenta?

–Por mí no debes preocuparte, Hari -insistió Dors-. La preocupación es cosa mía.

Y tiró de la banda donde cruzaba el espacio entre sus disimulados senos.

–¿Por qué Hummin te pidió que lo hicieras?

–Porque éstas son mis órdenes.

Sujetó a Seldon por encima de los codos y, como siempre, él se sorprendió por la fuerza de sus manos.

–Estoy en contra de esto, Hari -dijo ella con firmeza-, pero si crees que debes entrar, también entraré yo.

–Está bien. Pero si ocurre algo y ves que puedes escabullirte, sal corriendo. No te preocupes por mí.

–Estás malgastando tu aliento, Hari. Me estás insultando.

Seldon tocó el panel de entrada y el portal se deslizó. Juntos, casi al unísono, cruzaron el umbral.

57

Una estancia enorme, tanto más grande porque estaba vacía de todo lo que pudiera parecer mobiliario. Ni sillas, ni bancos, ni asientos de ningún tipo. Ni escenario, ni cortinajes, ni decoraciones.

Ni lámparas, sólo una tenue iluminación uniforme, sin fuente de luz aparente. Las paredes no estaban vacías del todo. A trechos, en un arreglo espaciado a distintas alturas y en un orden no repetitivo, había unas pequeñas, primitivas pantallas de televisión bidimensionales, todas ellas funcionando. Desde donde Dors y Seldon se encontraban, ni siquiera cabía la ilusión de una tercera dimensión, ni un asomo de auténtica holovisión.

Había gente. No mucha y por separado. Estaban solos y, al igual que los monitores televisivos, en un orden difícilmente repetible. Todos con
kirtle
blanca, todos con sus bandas.

Había un cierto silencio. Nadie hablaba en sentido habitual. Algunos movían los labios, musitando por lo bajo. Los que andaban, lo hacían con sigilo, y la vista baja.

La atmósfera era puramente funeraria.

Seldon se inclinó hacia Dors, que al instante se llevó un dedo a los labios y señaló uno de los monitores de televisión. La pantalla mostraba un jardín idílico lleno de flores, por el que la cámara pasaba lentamente.

Anduvieron hacia el monitor imitando el modo de moverse de los otros…, pasos lentos, pisando con suma cautela.

Cuando estuvieron a menos de medio metro de la pantalla, oyeron una voz baja, insinuante:

–El jardín de Antennin, según reproducción de antiguas guías y fotografías, situado en los arrabales de Eos. Observen…

En voz baja, que Seldon casi no podía oír por encima del ruido del monitor, Dors explicó:

–Se pone en marcha cuando alguien se acerca y se apagará si nos alejamos unos pasos. Si nos acercamos lo bastante, podemos hablar, pero no me mires y cállate si alguien se acerca.

Seldon, con la cabeza inclinada y las manos cruzadas ante sí (había observado que ésa era la postura más común), musitó:

–Espero que, en cualquier momento, alguien empiece a gemir.

–Puede ser. Están llorando su Mundo Perdido -dijo Dors.

–Confío en que cambien la película de vez en cuando. Sería mortal estar viendo siempre la misma.

–Todas son diferentes -explicó Dors, mirando a uno y otro lado-. Puede que cambien periódicamente. No lo sé.

–¡Espera! – exclamó Seldon en voz demasiado alta. Pero la bajó y prosiguió-: Ven hacia aquí.

Dors arrugó la frente porque no entendía sus palabras, pero Seldon le señaló con la cabeza. Otra vez avanzaron sigilosamente, pero los pasos de Seldon se hicieron más largos, como si sintiera la necesidad de moverse más deprisa, y Dors, alcanzándole, tiró con fuerza aunque por breve tiempo, de su
kirtle
. Le contuvo:

–¡Robots aquí! – le contuvo al amparo del sonido.

La imagen mostraba una vivienda con una extensión de césped, una línea de vallas en primer término y tres cosas que sólo podían describirse como robots. Eran aparentemente metálicos y de forma vagamente humana. La grabación explicaba: «Ésta es una vista, recientemente reconstruida, de la famosa finca “Vendóme”, en el siglo tercero. El robot que pueden ver cerca del centro se llamaba Bendar, según la tradición, y sirvió durante veintidós años, como indican los archivos, antes de que fuese remplazado».

–Recientemente reconstruida -comentó Dors-. Así que deben cambiarlas.

–A menos que quieran decir «recientemente reconstruida durante los últimos mil años».

Otro mycogenio entró en el área de sonido de la escena.

–Saludos, Hermanos -dijo en voz baja, aunque no tanto como los murmullos entre Dors y Seldon.

Al hablar, no miró ni a Dors ni a Seldon, y éste, después de una mirada involuntaria y estremecida, mantuvo la cabeza apartada. Dors lo había ignorado todo. Seldon vaciló. Mycelium Setenta y Dos les había dicho que no se hablaba en el
Sacratorium
. Quizás había exagerado. Se notó que no había estado dentro desde que era niño. Desesperadamente, Seldon creyó que debía decir algo.

–A ti también, Hermano -murmuró.

No tenía la menor idea de si ésta era la fórmula correcta o si había otra, pero el mycogenio pareció encontrarla natural.

–Por ti en Aurora -respondió.

–Y por ti -añadió Seldon. Le pareció que el otro esperaba algo más, y añadió-: «En Aurora». – Notó una impalpable descarga de tensión, mientras que su frente quedaba en sudor.

–¡Precioso! No lo había visto antes -exclamó el mycogenio.

–Muy hábil -observó Seldon-. Una pérdida jamás olvidada -añadió en un arranque de atrevimiento.

El otro pareció sobresaltarse.

–En efecto, en efecto -murmuró, alejándose después.

–No te arriesgues -le censuró Dors-. No digas lo que no tengas que decir.

–Me pareció natural. En todo esto, esto es reciente. Pero estos robots resultan decepcionantes. Son lo que yo esperaría que fuese un autómata. Los que quiero ver son los orgánicos…, los humanoides.

–Caso de que existan -musitó Dors dubitativa-, no los utilizarían para trabajar en el jardín.

–Es verdad. Debemos encontrar el «Nido» de los Ancianos.

–Sí existe. Me parece que en esta cueva oscura no hay sino otra cueva oscura.

–Investiguémoslo.

Caminaron a lo largo de la pared. Pasaban de pantalla en pantalla, y trataban de pararse ante cada una de ellas a intervalos irregulares, hasta que Dors agarró los brazos de Seldon. Ante dos pantallas había una línea que sugería un vago rectángulo.

–Una puerta -dijo Dors. A continuación, debilitó su aserto al añadir-: ¿No te parece?

Seldon miró con disimulo. Era conveniente que, de acuerdo con la atmósfera funeraria, cada rostro, cuando no miraba el monitor televisivo, estuviera inclinado hacia el suelo en triste concentración.

Seldon preguntó:

–¿Cómo crees que pueda abrirse? – preguntó él.

–Una placa de entrada.

–No veo ninguna.

–No está indicada, pero veo una leve diferencia de color ahí. ¿Lo notas? ¿Cuántos puntos? ¿Cuántas veces?

–Probaré. Vigila y dame con el pie si alguien mira hacia aquí.

Contuvo el aliento como distraído, tocó, pulsó el punto descolorido, no consiguió nada; después, apoyó toda la palma de la mano y presionó.

La puerta se abrió en silencio, sin un chasquido, si un crujido. Seldon la traspasó tan de prisa como pudo y Dors lo siguió. La puerta se cerró tras ellos

–Lo que me preocupa es si alguien nos habrá visto -musitó Dors.

–Los Ancianos deben pasar esta puerta con frecuencia.

–Bien. ¿Creerá alguien que somos Ancianos?

Seldon esperó, y después dijo:

–Si hemos sido observados -dijo-, y alguien cree que está mal, la puerta hubiera vuelto a abrirse a los quince segundos de nuestra entrada.

–Es posible, aunque también es posible que no haya nada que ver o que hacer de este lado de la puerta y a nadie le importe nuestra entrada.

–Esto queda por ver -masculló Seldon.

La habitación estrecha donde habían entrado estaba algo oscura, pero al ir adentrándose en ella, la luz aumentó. Había sillones amplios y cómodos, mesitas, varios sofás, un gran refrigerador y armarios.

–Si esto es el «Nido» de los Ancianos -observó Seldon-, debo decir que están bien instalados, pese a la austeridad del propio
Sacratorium
.

–Así era de esperar. El ascetismo de la clase dirigente, excepto de cara al público, es muy raro. Escribe esto en tu libreta de notas para aforismos psicohistóricos. – Miró en derredor-. Y no hay ningún robot.

–Un nido es un lugar alto, recuérdalo, y el techo no lo es. Debe haber pisos más arriba. Ése debe ser el camino -indicó una escalera alfombrada.

Pero no avanzó hacia ella sino que miró vagamente. Dors adivinó lo que buscaba.

–Olvídate de los ascensores -le advirtió-. En Mycogen se cultiva el primitivismo, no lo habrás olvidado, ¿verdad? No va a haber ascensores y lo que es más, si ponemos nuestros pesos al pie de la escalera, tampoco se moverá hacia arriba. Vamos a tener que subirla andando. Quizá varios tramos.

–¿Subirla?

–De acuerdo con la naturaleza de las cosas, debe conducir al «nido»…, suponiendo que lleve a alguna parte. ¿Quieres verlo o no?

Juntos se dirigieron hacia la escalera y empezaron a subir.

Ascendieron tres pisos y, a medida que lo hacían, la luz iba disminuyendo perceptible y firmemente.

–Me considero estar en buena forma -dijo Seldon, respirando hondo-, pero odio esto.

–No estás acostumbrado a este determinado tipo de ejercicio físico -observó Dors; ella, en cambio, no acusaba ninguna molestia física.

Al final del tercer tramo, la escalera terminaba y otra puerta se encontraba ante ellos.

–¿Y si está cerrada con llave? – dijo más para sí que para Dors-. ¿Intentamos forzarla?

–¿Por qué iba a estar cerrada con llave precisamente ésta, cuando la de más abajo no lo estaba? Si es la que corresponde al «Nido» de los Ancianos, me figuro que habrá un tabú en todos los que entren, excepto en los Ancianos, y un tabú es mucho más fuerte que cualquier cerradura.

–Bueno, para aquellos que lo aceptan -observó Seldon, aunque no hizo el menor movimiento hacia la puerta.

–Todavía estamos a tiempo de retroceder, puesto que vacilas. En realidad, yo te aconsejaría que dieras la vuelta.

–Mi vacilación se debe a que desconozco qué encontraremos dentro. Si está vacío… -añadió con voz más fuerte-: Pues estará vacío. – Dio un paso adelante, y empujó la puerta.

Ésta cedió con silenciosa rapidez y Seldon dio un paso atrás, sorprendido por la gran claridad que había dentro.

Y allí, frente a él, con los ojos llenos de luz, los brazos a medio alzar, un pie más avanzado que el otro, resplandeciendo con un brillo metálico ligeramente amarillento, había una figura humana. Por un momento le pareció que vestía una túnica ceñida, pero al fijarse mejor se puso de manifiesto que la túnica formaba parte de la estructura del objeto.

Other books

Andy Squared by Jennifer Lavoie
Stealing Buddha's Dinner by Bich Minh Nguyen
The Drowning by Camilla Lackberg
The Last Days of My Mother by Sölvi Björn Sigurdsson
Why We Took the Car by Wolfgang Herrndorf
The Earl of Her Dreams by Anne Mallory
Chance Developments by Alexander McCall Smith
Suitable Precautions by Laura Boudreau