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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Por sendas estrelladas (22 page)

BOOK: Por sendas estrelladas
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Me pareció que ya no me encontraba allí, que Whitlow no estaba tampoco, que no había ningún rostro a quien golpear, ningún cuello que estrangular, sólo una Voz, una voz gris y monótona que parecía llegar a mis oídos del otro mundo.

Y la Voz continuó diciendo:

«—…no sabemos si usted es un embustero psicopático o si pensó en entablar alguna reclamación fraudulenta con este asunto; pero en cualquier caso…»

Me pareció de nuevo estar ausente. Instantes después, continué oyendo la Voz que seguía hablando:

«—…cierto que se graduó en la Escuela del Espacio como había afirmado en 1963; pero el accidente que le costó una pierna se produjo en la Tierra, poco después de haberse graduado, y no en Venus. Y porque usted jamás abandonó la Tierra, ni siquiera fue a la Luna, ni aún tan poco lejos como una estación espacial. No puedo entender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, porque hizo usted tales ridículas afirmaciones frente al hecho que nos ocupa, ya que resultaban del todo innecesarias. Su título de ingeniería en cohetes, su posición responsable en el aeropuerto de Los Ángeles, a despecho de lo recientes que son, le habrían calificado suficientemente para el cargo, lo que después de todo, es sólo la construcción de un cohete y no su pilotaje. Pero el Presidente está totalmente de acuerdo conmigo… y por tanto, estoy cierto, que si la senadora Gallagher hubiese conocido los hechos ciertos tal y como son, y que ha sido todo una farsa lo de haber viajado por el espacio, hubiera considerado todo ello como una indicación de básica deshonestidad propia de sus tendencias psicopáticas, y en cualquiera de los casos…»

* * *

Había un bar, y otros muchos bares, y después me encontré en el hotel con una botella medio llena y otra ya vacía. El cuarto me parecía gris, como la oficina de Whitlow había sido gris. Ellen parecía hallarse allí conmigo aunque no podía verla a través de todo aquel ambiente grisáceo…

—Cariño —le estaba diciendo—, querida. Es verdad, yo se que es verdad, lo que la Voz dijo y está diciendo; pero quiero que comprendas que no quería decepcionarte, ni quise mentirte, no, no fue ésa mi intención. Yo sabía que estaba mintiendo y con todo parecía no saberlo, porque he estado mintiéndome a mí mismo tanto tiempo, que…

—«No tienes nada que explicarme, Max. Lo comprendo.»

—Pero, Ellen, yo no. ¿Estoy loco, o lo estuve? ¿Cómo puede un hombre llegar a creerse algo que sabe que es una mentira? Y al propio tiempo no saberlo, porque es una mentira que ha repetido a otros y a sí mismo durante mucho tiempo hasta haber olvidado desde cuándo, y que ha aceptado… Ellen, es preciso que haya estado loco, fuera de mí, tras aquel accidente que me impidió salir al espacio precisamente cuando me hallaba en el umbral. Fue sólo una hora, cariño, solamente una hora, antes de emprender mi primer viaje al espacio. Un mes después de salir de la Escuela y llegó mi primer viaje espacial y tuvo que suceder todo como te lo dije, excepto que el cohete estaba dispuesto a abandonar la Tierra en vez de hallarse en Venus de vuelta a la Tierra.

«Hacia Venus, mi vida, yo iba hacia Venus. No a la Luna como la mayor parte de los primeros viajes del espacio, sino a otro planeta, a Venus. Y entonces, aquel horrible accidente… y no fue el dolor ni el daño físico; fue el espantoso dolor moral de saber que me hallaba para siempre ligado a la Tierra, que jamás podría ya abandonarla, que nunca sería un verdadero hombre del espacio.»

«Y los años, los largos años y las construcciones que la fantasía hicieron en mi mente. Mi mente, incapaz de captar el conocimiento y la realidad de que habiendo estado tan próximo a gozar de la mayor locura y la pasión de mi vida, saliendo al espacio exterior, se perdió sólo por una simple hora antes, por un sencillo accidente del que yo no tuve la culpa.»

«Yo estaba loco por el espacio, querida. Significaba demasiado para mí. Todavía no sé si es que me he convertido en un psicópata o en un fraude de mí mismo. No lo sé; quizás sean ambas cosas. Pero nunca tuve la intención de mentirte. A mí mismo, a los demás, eso no importaba. Pero jamás hubiera podido engañarte a ti.»

—«Lo comprendo, Max. También lo hubiera comprendido entonces.»

—Pero puesto que te mentí, mi pecado era imperdonable… gracias a Dios que nunca descubriste que estaba mintiendo. No me digas que me habrías amado de haber sabido que yo era un embustero. Gracias a Dios, no lo supiste nunca en esta vida.

Me pareció sentir su mano en mi rostro. ¿O sería el roce de una cortina al soplo del viento?

—«Max, querido, yo te habría querido de todas formas. Habría creído en ti. No fue culpa tuya, Max, de que no pudieras abandonar la Tierra. Lo intentaste. Deberás seguir intentándolo, por toda tu vida.»

—No para siempre, querida. A veces… siempre en estas veces en que lo he sabido, cuando lo he recordado claramente, he estado borracho, como ahora estoy emborrachándome. Por semanas amargas e interminables, por meses enteros, cuando he estado en mi juicio, cuando la maldición de esta claridad de mi mente ha caído sobre mí y he sabido bien lo que soy. Docenas de veces, cariño, como ahora me ocurre. Estaba saliendo de uno de esos estados cuando oí hablar de ti, cuando oí que ibas a enviar un cohete a los espacios lejanos y vine para ayudarte a que fuese una realidad.

—«Y lo hemos conseguido, Max. No lo olvides nunca, éste es nuestro cohete del espacio, y seguirá adelante, y hará ese viaje cósmico tanto si ayudas a construirlo como si lo tripulas. Un cohete que irá más lejos, Max, un cohete hacia el planeta Júpiter, y que no habría ido lo menos en otra década, de no ser por ti. ¿No es hermoso y suficiente para un hombre haber conseguido eso en su vida?»

—No —repuse—. El cohete irá al espacio, yo no.

—«Max, rodéame con tus brazos y consuélame, amor mío…»

La busqué entre aquel gris que me envolvía por todas partes; pero no estaba allí; ella había muerto y estaba lejos, jamás volvería a estar conmigo nunca más y yo nunca podría hallar consuelo a su lado.

«EIlen, amor de mi vida, tú estás muerta y tu voz está en mi mente… sólo en mi mente.»

* * *

Conocí y viví en otras habitaciones, y en una con unas horribles flores de color púrpura en el empapelado de las paredes. Y en ella tuve el sueño que siempre conducía a la pesadilla, el sueño y la pesadilla que no había sufrido desde hacía muchos años. La pesadilla era la misma, como siempre, el sueño que conducía a ella variaba un poco en cada ocasión.

Esta vez, por supuesto, Ellen estaba en ella. Los dos éramos jóvenes, casi de la misma edad, allá a principios de los años 60, yo me había graduado en la Escuela del Espacio y era un astronauta presto a cumplir con mi primer viaje cósmico; e íbamos a casarnos tras de mi regreso de aquel primer viaje. Estaba besando a Ellen, al despedirme de ella y de pronto, vi que no estaba allí, que había desaparecido y yo teniéndome que subir a la gran bestia —así llamábamos a los cohetes espaciales en aquella época— para despegar, me di cuenta de que debía salir al exterior, al comprobar que algo iba mal en uno de los puestos de observación. En aquellas condiciones nuestro viaje a Venus podría haber sido una catástrofe. Salí por la escalera exterior para poner a punto la avería. Y, de repente, aquel mortífero chorro de fuego y aquel dolor de agonía y sin transición alguna, la pesadilla. Me encontraba en la blanca habitación de un hospital. Un médico había levantado las ropas de la cama, a los pies, haciendo algo así como poniéndome un apósito.

Levanté la cabeza y miré.

Y caí en aquel espantoso estado de sentir la muerte invadirme el cuerpo, que duraba como una eternidad, como siempre ocurría.

Me desperté temblando, chorreando de sudor por todos los poros de mi cuerpo. Salí de aquella habitación con aquellas feas flores de color púrpura recubriendo el ornamento de las paredes empapeladas. Ya era inútil para mí el intentar el sueño por toda la noche, sabiendo que apenas si dormiría en las noches por venir. Una vez que la pesadilla comenzaba, estaría esperándome, una vez en el umbral de la inconsciencia. Aquel momento frío como la muerte que continuaba hasta el fin de mi vida, siempre esperándome. Sólo la total y completa fatiga, el embrutecimiento y el caer agotado como un guiñapo, me haría escapar de las garras de aquella monstruosa pesadilla.

* * *

Calles, más calles y encrucijadas. Gentes por todas partes. Un bar y una pianola automática que tocaba en aquel momento un ritmo cubano de un cuarteto que Ellen y yo habíamos gustado tanto cuando estuvimos en La Habana.

Y la Voz, dominando ha música, la Voz.

—«No puedo comprender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, por qué hizo usted esas ridículas afirmaciones frente a este asunto, ya que habrían resultado absolutamente innecesarias. Su grado de ingeniero en cohetes, y su posición responsable…»

Recordaba todas y cada una de aquellas palabras, palabras que me atravesaban el cerebro junto con los ritmos del cuarteto cubano del disco.

—Me temo que no pueda venderle más bebida, amigo. Podría costarme la licencia. Está usted demasiado borracho…

No estaba bastante borracho, no lo suficientemente borracho.

Y dominando el ruido de las calles, la Voz. Sobre las otras voces, sobre el propio ruido de la Tierra girando en el espacio; la Tierra que sería mi única nave espacial arrastrándome por el vacío pero sin dirigirse a ninguna parte, hasta algún día en que se convirtiese en mi ataúd giratorio para siempre.

Nieve, colores alegres y alguien que decía, «Felices Pascuas» que me invitaba a un trago y su rostro entrando poco a poco en el foco de mi visión nublada por la borrachera. Un tipo de unos cincuenta años con una nariz medio rota, de ojos claros que habían mirado las estrellas, desde el espacio cósmico, inmóviles y sin centellear. Un astronauta. Y me dijo:

—Es mejor que se refresque un poco, compañero, antes de que reviente. ¿Puedo hacer algo por usted?

—No soy su compañero. Yo no soy un astronauta.

—No me diga. Usted es Max Andrews.

—Yo soy Max No Importa. Soy un fantasma. No soy nadie.

—Compañero, le conozco. Usted es el mejor mecánico de cohetes que se conoce, y por tanto un hombre del espacio —se aproximó hacia mí y sus ojos, muy claros, se iluminaron—. Escuche, compañero, las cosas han ido mal durante un tiempo; ahora la cosa está cambiando favorablemente. Vamos a dar otro gran salto, el mayor de todos. Hacia Júpiter.

—¡Al diablo iremos! Escuche, creo que me ha confundido con cualquier otra persona. Nunca oí hablar de Max Andrews.

—Si usted lo prefiere de esa forma…

—No hay otro camino, ni otra forma.

* * *

Desperté de la pesadilla en el instante más horrible y me senté en la cama, luchando desesperadamente por alejar de mí aquel maldito influjo de las pesadillas.

De nuevo la habitación de un hotel; pero esta vez sin flores púrpura. Una habitación más grande, con dos camas. Y mi amigo de la última noche, el astronauta cuyo nombre desconocía, durmiendo en otra cama. El fue el que me llevó allí para sacarme del estado en que me encontraba.

Pero todavía no, aún no.

La necesidad me dio la suficiente habilidad para vestirme sin hacer el menor ruido, con objeto de no despertarle. No quería discutir con él, porque tenía razón. Era un buen tipo, aquel astronauta que me conocía pero a quien yo no pude recordar. Y me llevó allí para ayudarme. Tenía razón desde sus puntos de vista sobre las cosas, y sus puntos de vista eran buenos para él, pero equivocados para mí; porque yo era un hombre equivocado. Lo estaba hasta que saliera de mí aquella maldición, si es que ocurría alguna vez.

Pero, ¿cómo podría explicárselo? ¿Cómo puede uno mostrarle sus pesadillas a los demás?

Hice un recuento del dinero que llevaba en la cartera. Tenía bastante. Seguramente habría telegrafiado para que me lo enviasen, y haberlo obtenido de alguna manera. Saqué lo suficiente para pagar la habitación y me marché de allí silenciosamente.

Tenía nuevamente la necesidad de beber, más que otra cosa en el mundo, excepto morirme de una vez y acabar con todo. Pensé que mi amigo desconocido tendría alguna botella a la mano; pero los astronautas tienen el sueño muy ligero y le habría despertado con toda seguridad. Eran las ocho en punto de la mañana. Aún así, encontré abierto un establecimiento de venta de licores.

* * *

Más botellas de licor, otras habitaciones. Día y noche, con multitudes y después la soledad. Bares, bebidas y una pelea. Me encontré con los nudillos y la cara ensangrentada. Espíritus del mal, diablos y un aire helado, fantasmas de la vida y la muerte. Discutiendo con mi padre, con Bill, defendiéndome con Ellen.

—Amor mío… ¿tú me comprendes, verdad? He tenido que hacer esto. No puedo detenerme ahora. Aunque sea el más grande, el último, tengo que continuar.

Ellen no discutió respecto a mi forma de beber; había comprendido. Algunas veces, en las ocasiones en que estaba semisobrio, traté de imaginar si ella realmente lo hubiera comprendido en realidad. Pero los muertos tienen que entenderlo todo, si es que comprenden algo.

* * *

Y una noche, la más inesperada, de nuevo los ruidos callejeros con voces alegres, y voces felices. Gente riendo, soplando en cuernos, gente que celebraba algo importante.

Repentinamente, más ruidos en crescendo.

Sirenas y silbatos, campanas al vuelo. Campanas que no cesaban en su múltiple y continuo sonar.

Alguien me gritó a mí y sus palabras me llegaron claramente al oído:

—¡Feliz Año Nuevo!

Y siempre las sirenas, los silbatos, las campanas y ruidos de todas clases, formando una barahúnda infernal.

De repente, se me hizo claro lo que estaba ocurriendo. No era ningún otro año llegado tras las Navidades, era algo más que eso. Me llegó a través del ruido, a través de la nieve que caía suave y graciosamente sobre las calles y los árboles; era el fin de un siglo y el final de un milenio. Dios mío, aquél no era otro año cualquiera… ¡Era el año 2000!

Cuarta Parte: Año 2000

¡El año 2000! ¡Algo para celebrar, algo realmente para ser celebrado! Para poder gritar Feliz Año Nuevo, Feliz Nuevo Milenio. Un bar tan lleno de gente que la clientela se hallaba de a tres y cuatro personas en fondo para ocupar un lugar en que tomar algo. Intenté pasar; pero me resultó imposible. Las bebidas las iban pasando hacia atrás. Alguien tenía una de sobra en las manos, mirando a su alrededor en busca de otra persona con quien beberla. Se encogió de hombros, me alargó la bebida y me dijo:

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