Por sendas estrelladas (19 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por sendas estrelladas
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Al siguiente fin de semana, anterior a mi cita con Whitlow, volé hacia Seattle para pasar un día con Merlene y mi hermano Bill. Me hizo mucho bien volver a verles de nuevo. Ahora, con Ellen muerta, lo más probable es que jamás tuviese hogar propio, y el de Bill seguiría siéndolo tanto como siempre lo había sido. Si hubiera podido tener un par de hijos corno Easter y Billy… Pero ya había sido demasiado tarde cuando encontré a Ellen.

O tal vez no. Ellen a sus cuarenta y cinco años, puede que no hubiese podido tener hijos; pero si hubiera vivido y lo hubiera deseado como yo, habríamos podido adoptar uno, tal vez de la edad de mi sobrino Billy. No éramos a fin de cuentas tan viejos para eso, por lo menos Ellen, normalmente, podía haberlo visto crecer y hacerse un hombre.

Pensé en hablar a mis hermanos sobre la posibilidad de haberse ido a vivir a Los Ángeles, así les habría visto con más frecuencia a ellos y a mis sobrinos; pero era preciso esperar bastantes meses hasta que el Proyecto Júpiter cobrase forma. Entonces, situado, la cosa hubiera sido más segura y estable. Tomé nota mentalmente de hablar del asunto en Washington sobre el particular.

Tras la cena, Merlene se llevó a la niña a dormir al piso de arriba y yo tomé a Billy por la mano y salí al porche de la casa. Estaba ya oscureciendo y el cielo comenzaba a sembrarse de estrellas. Nos sentamos en la escalera del porche y miramos al cielo.

—Tío, Max.

—Sí, Billy.

—¿Has estado ya en alguna estrella?

—No, hijo. Nadie ha conseguido todavía llegar a ninguna estrella. Pero lo conseguiremos. A ti te gustaría, ¿no es verdad?

—Pues claro que sí. Como hace Rock Blake en la televisión. Ha estado en muchas, ha sostenido muchas luchas y aventuras por las estrellas del cielo. Sólo papá dice que todo eso es una tontería y que nunca sucede en realidad.

Lo que quiere decir, Billy, es que todavía no ha ocurrido.

—Además me dice que es un programa estúpido, aunque me deja que lo vea.

—No lo sé, Billy, nunca veo esos programas. Pero si es una tontería o no, si al observar esos programas, te alienta el deseo de ir a las estrellas como Rock Blake, entonces creo que es un buen programa para que lo veas.

—Si, tío Max, yo también lo creo. Y además el programa del Capitán del Espacio. Oye, esta tarde estaba luchando con unos hombres verdes con cabezas de león en un planeta de Sirio…

—¿Sirio?

—Eso, es, Sirio. ¿Crees tú que de verdad hay gente de color verde como ésa en esos planetas?

Le hice una mueca al chiquillo.

—Voy a mostrarte el sitio a donde puedes ir a comprobarlo, Billy.

Y apunté con el dedo a Sirio
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, la estrella más brillante del cielo.

* * *

M’bassi volvió en la tarde del miércoles siguiente. Fui al aeropuerto a esperarle. Cuando descendía de su estratorreactor, se hizo visible por la escalerilla, sobrepasando con su enorme estatura en muchos centímetros a los demás pasajeros. Al descender y ya próximo al piso, le grité agitando la mano en un saludo de bienvenida.

Sus blanquísimos dientes brillaron con un destello y me estrechó la mano cordialmente.

—Hola, Max. Me alegro muchísimo de verte. —Casi en el acto su rostro se ensombreció—. Ya me enteré de lo sucedido a Ellen. No puedo decirte de qué forma lo lamento.

Nos tomamos un trago en el bar del aeropuerto. Un poco de vino para M’bassi; él sólo bebía vino y con moderación. Después le sugerí que viniese a mi apartamento para jugar al ajedrez y allí nos encaminamos.

Nos despojamos de nuestras chaquetas y a través de la transparente camisa de nylon de M’bassi pude comprobar que había adelgazado, podían apreciarse claramente las costillas de su caja torácica.

M’bassi trató de leer mis pensamientos y se sonrió:

—No es nada, Max. Es el resultado de diez días de ayuno; pero ya acabó. Estoy comenzando a rehacerme. Tú también has perdido peso, amigo mío.

En efecto, así era, porque apenas si comía en las primeras semanas que siguieron a la muerte de Ellen. Yo a mi vez, también comenzaba a rehacerme físicamente.

Dispuse el tablero y las piezas y le serví un poco de vino para ir tomándolo mientras jugábamos la partida.

Me hizo la apertura de P4R (peón cuatro de Rey). Yo le contesté con igual movimiento y entonces recordé algo.

—M’bassi —le dije—. Cuando hablé con Ellen en el hospital, me dijo que incluso tú tenías en la mente una forma de propulsión interestelar y que debería preguntarte por qué eras un místico. ¿Qué crees que quiso decir?

—Ella habló la verdad, Max. Nuestras metas son las mismas. Viajamos en rutas diferentes para tratar de alcanzarlas.

—¿Quieres significar con eso que también tú eres un enamorado de las estrellas? ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Jamás me lo preguntaste. —Y me sonrió gentilmente—. Tú no comprenderías el camino que yo sigo, porque tú llamas misticismo a mi conducta espiritual y ese concepto forma como una cortina a través de la cual no puedes ver. Llamar al estudio del espíritu y a sus capacidades, misticismo, es decir que el cuerpo de un hombre es algo que somos capaces de entender, mientras que su mente tiene que ser un misterio para nosotros. Y eso es incierto, querido Max.

—Pero, ¿qué tiene eso que ver con ir a las estrellas?

—Tu plan para ir hacia las estrellas, es enviar tu cuerpo allá, haciendo que tu cuerpo arrastre al espíritu que en él se encierra, o la mente, ya que no es cuestión de terminología adecuada, ni materialista amigo. Mi camino, es enviar allí mi mente y con ella mi cuerpo.

Yo abrí la boca para decir algo y volví a cerrarla.

M’bassi continuó:

—La idea no debería ser nada nuevo para ti. Tú leíste hace tiempo los primeros libros de ciencia ficción. Por supuesto, tuviste que haber leído a Edgar Rice Burroughs, que escribió los relatos de John Carter en Marte, tales como «La Princesa de Marte» que según creo fue la primera, escribiendo después una docena más sobre el mismo tema.

—Sí, las leí. Por cierto que me resultó un revoltijo endiablado.

—De ser así, ¿por qué las leíste?

—Porque lo hice antes de ser lo suficientemente hombre para darme cuenta de lo malas que eran. Sólo era un chiquillo. Querido M’bassi, no irás a decirme que consideras tales relatos como buenos ¿verdad?

—Desde luego que no. Tu estimación literaria al respecto, debo admitir que resulta correcta. Pero ¿recuerdas que hay algo que las distinguía de todas las primitivas historias de los viajes por el espacio?

—Pues no, así de primer intento. ¿Y qué era?

—El método por el cual el protagonista de Burroughs, John Carter, llegó hasta el planeta Marte. ¿Lo recuerdas?

Tuve que hacer un esfuerzo mental para recordarlo. De aquello ya habían transcurrido cuarenta años, allá por el año 1950 que es cuando leí a Burroughs.

—Lo recuerdo —dije finalmente a M’bassi—. El héroe se quedaba mirando intensa y fijamente a Marte, concentrándose y deseando ir hasta allá y de repente, se encontró en el planeta. De todos los…

Comencé a reír y tuve que hacer un esfuerzo para detenerme, por no herir los sentimientos de M’bassi.

—Ríete si quieres —dijo mi amigo—, parece una cosa divertida, si lo ves bajo ese punto de vista. Ciertamente que el método de Burroughs es una supersimplificación; pero, ¿qué pensarías si un método parecido de supersimplificación, no fuese algo que lo hiciese algún día? Permíteme traducir a un lenguaje que no ofenda tu materialismo, que eso puede llamarse teleportación, o sea la capacidad de transportar un cuerpo físico a través del espacio sin utilizar medios físicos.

—Pero no se han comprobado realmente casos de teleportación, M’bassi.

—Como tampoco se han comprobado casos de viajes valiéndose del subespacio o del espacio curvo de cualquiera de los otros métodos abreviados de los escritores de ciencia ficción, cuando han intentado escribir cosas sobre los viajes interestelares. Pero existe una considerable evidencia en dar por cierto la telekinesis, o sea la capacidad de la mente para afectar a los cuerpos físicos, sin medios físicos; control de los dados, por ejemplo. La teleportación es meramente la extensión de la telekinesis, Max. Si una es posible, también lo es la otra.

—Quizás —asentí yo, dudoso—. Pero yo emplearé los cohetes. Sé cómo funcionan.

—Es cierto que los cohetes funcionan. Lo hacen para viajes planetarios. Pero, ¿para las estrellas, Max?

—Cuando consigamos la propulsión iónica…

—Con cualquier medio de propulsión, un cohete no puede ni siquiera aproximarse a la velocidad de luz. La teoría del campo unificado lo demuestra, Max, no importa qué mística tu creas que sea esa teoría del campo unificado. ¿Qué dices de las estrellas que se encuentran a miles de años luz de distancia? ¿Iremos a emplear cientos de miles de años en llegar hasta ellas?

Se tomó un sorbo de vino y volvió a dejar su vaso a un lado.

—El pensamiento es instantáneo, amigo mío —continuó—. Si pudiésemos, deberíamos aprender a viajar con el poder del pensamiento y no con la marcha de caracol de la velocidad de luz o menor. Si resolvemos el secreto de la teleportación, podríamos viajar hasta la más lejana galaxia en exactamente la misma duración de tiempo con que podemos ir a una pulgada de distancia.

La partida de ajedrez, quedó prácticamente olvidada, con un solo peón movido por el resto de la velada, mientras charlamos. M’bassi me contó después, de su viaje al Tibet. Había ido a ver a su famoso gurú
[11]
, dedicado al estudio de la teleportación. Había estudiado mucho y ayunado con su gurú.

—¿Hizo alguna demostración para ti? —le pregunté.

—Yo… preferiría no responder a esa pregunta, Max. Ocurrió algo o tal vez yo imaginé que ocurrió al noveno día de nuestro ayuno conjunto. Es cierto que los ayunos prolongados suelen producir alucinaciones. La cosa que ocurrió, si es que realmente se produjo, fue algo que mi gurú fue incapaz después de repetir; por tanto, no tenemos una prueba de lo sucedido, ni yo mismo me hallo realmente cierto de lo que vi, como realidad. Así que prefiero silenciarlo. ¿Me perdonas, verdad?

Nada tenía que perdonarle, porque resultaba inútil hablarle y cambiar sus pensamientos. Los únicos hechos que se desprendieron de su relato, eran que tras un prolongado ayuno de casi diez días, el gurú se había puesto tan débil, que una mayor prolongada abstinencia hubiera resultado peligrosa para él y que el experimento se había dado por concluido.

—Es un anciano, Max —siguió M’bassi—, tiene ya ciento siete años de edad. Creo que habría resultado imposible para él haberlo intentado de nuevo en esa forma. Pero si lo intenta, tendré noticias suyas y volveré a ir inmediatamente, aunque tenga que gastar y emplear mi vida ahorrando para tener siempre a la mano los medios para reunirme con él alquilando un avión cohete, con objeto de llegar a tiempo y verle, si eso sucede.

Me quedé mirándole fijamente.

—M’bassi, condenada sea tu piel de azabache, ¿cómo has podido callar y no decirme nunca todas esas cosas? Fíjate en el tiempo que hemos pasado juntos, perdiéndolo muchas veces en jugar al ajedrez o hablando de cosas intrascendentes. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Al principio, Max, existía una razón. Ellen lo sugirió cuando comencé a enseñarte los fundamentos de la teoría del campo unificado. Ella dijo que si yo me dejaba arrastrar en argumentos sobre el viaje interestelar y discusiones al respecto, no aprendería nada. Desde entonces… bien, hemos ido cayendo en la costumbre de discutir otras cosas y nunca se me ocurrió cambiar el curso de nuestras charlas. Además, sabía que nunca te atraería a mi forma de pensar, de igual forma que tú tampoco lo habrías conseguido en el caso contrario. No es que desapruebe tu camino. Yo puedo estar equivocado, y tu camino de ir en busca de las estrellas puede que sea el único que jamás lleguemos a saber.

* * *

Llegó el momento de mi cita con William J. Whitlow en Washington en un sábado por la tarde y en su propia oficina. Aquel individuo aparecía exactamente como su voz le había delatado por teléfono. Pequeño, apuesto, preciso y estirado. De una edad media, aunque con apariencia de ser más viejo. Creo que era uno de esos tipos que ya nacen viejos y que uno puede presentirlo al hablar con ellos.

Comencé sobre la marcha por mi primera pregunta.

—¿Cuándo podré saber el momento de abandonar el aeropuerto?

—A primeros de año será el momento oportuno, Mr. Andrews —contestó—. Creo que podré incluirle en la nómina enseguida, posiblemente; pero hay poco que pueda usted hacer hasta que estemos dispuestos para la construcción del cohete del Proyecto. Y poniéndole en la nómina antes de tiempo, no creo que le favorezca. Creo que con el señor Klockerman gana usted por el momento más de lo que ganaría entonces, siendo ahora, como es, su ayudante.

—Eso es algo que no me preocupa. Todo lo que deseo es poner manos a la obra en el cohete del Proyecto Júpiter.

—Estamos disponiendo las cosas lo más rápidamente que sea posible, se lo aseguro. Y una vez que comience, tendrá usted trabajo de sobra que hacer. Tal vez… ah, esta idea le atraerá. Podría ponerle en la nómina, digamos a principios de noviembre, en cuya fecha podría usted dejar el empleo que ahora tiene en el aeropuerto. Pero desde esa fecha, habrá poco o casi nada que pueda hacer durante esos dos meses por lo que podría tomarse unas vacaciones pagadas, naturalmente, antes de comenzar su trabajo en el Proyecto…

—Yo no quiero descanso ni vacaciones —le interrumpí—. Tampoco tengo el menor interés de ingresar en la nómina antes de comenzar la construcción del cohete. ¿Ha elegido usted ya el sitio?

—No. Intentaba tomar consejo de usted mismo.

—¿Tiene usted alguna recomendación específica que hacer?

—Ninguna específicamente; pero le sugeriría o bien Nueva México o Arizona. El emplazamiento del Proyecto podría estar bien comunicado a distancia y prudente con alguna buena ciudad, Alburquerque, Phoenix, Tucson, El Paso; una gran ciudad lo bastante buena como para absorber a todos los trabajadores del proyecto y que nos provea de alojamiento para ellos, sin construcciones especiales. Si los construimos en algún lugar perdido de esos estados, o cerca de cualquier población pequeña, habrá que emplear mucho dinero en la construcción de alojamientos para cuando menos, doscientas personas, lo que supondría un buen bocado para el presupuesto.

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