Por sendas estrelladas (16 page)

Read Por sendas estrelladas Online

Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por sendas estrelladas
9.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vamos, Ellen, deja de hablar de que vas a… ¡Maldita sea! ¡Te pondrás bien y pronto!

—Desde luego que sí, cariño. Pero tenía que considerar la otra posibilidad contraria. Eso es lo que pasó ayer. Vi al Presidente a las dos llevando a Whitlow conmigo. Ni que decir tiene que le dejé en la antesala mientras estaba con Jansen. Fui derecha al asunto diciéndole al Presidente, quién era la persona en quien había pensado como el mejor hombre posible para el Proyecto, cosa que, como yo esperaba, le complació en extremo. Me dijo que Whitlow sería el tipo ideal para la dirección del Proyecto Júpiter y que se merecía, además, un cargo de más importancia que el que desempeñaba en el Departamento de Estado. Naturalmente, se alegró de nombrar a Whitlow como director. Llamó a un secretario, para que citase a Whitlow y verle personalmente Entonces, le dije que anticipándome a sus deseos, me había permitido llevarle conmigo y que estaba esperando. Y eso fue todo. Excepto, querido, en lo más importante. El Presidente se acordó de ti y sugirió a Whitlow la conveniencia de nombrarte como supervisor general de todo el proyecto. Mientras lo decía así, pude ver que Whitlow sudaba, porque como sabes, me había prometido nombrar a quien yo le hubiese indicado. Entonces, en un momento me miró y yo le hice un gesto de aprobación con la mirada. ¡Tendrías que haber visto el gesto de alivio de su rostro, Max!

—Todo eso es maravilloso, Ellen —le dije entonces—. Pero, ¿por qué no me telefoneaste? Bueno, no me refiero respecto a esa visita al Presidente, sino al hecho de que tenías que operarte hoy en vez del sábado.

—No lo había decidido. Cuando abandonamos la Casa Blanca, Whitlow me ofreció llevarme a casa en el coche que había alquilado y le acompañé. Debí perder el conocimiento en el taxi, puesto que lo he recobrado aquí esta misma mañana. Whitlow se dio prisa en llevarme a una clínica de urgencia, donde le dieron una tarjeta para el Dr. Grundleman y le telefonearon pidiendo instrucciones. Se ocupó de traerme aquí y llamar a Lisboa para que viniese a operarme el Dr. Weissach tan urgentemente como le fuese posible. Cuando desperté esta mañana todo estaba ya dispuesto. Todo lo que pude hacer, fue rogar a Grundleman que te llamase a Los Ángeles, y así lo ha hecho. Esperaba que pudieras llegar a tiempo; pero en el caso contrario deseaba que supieras que todo estaba dispuesto para tu puesto en el Proyecto.

—Gracias a Dios que recibí el mensaje a tiempo justo para llegar junto a ti.

—Me alegro de que haya sido así, cariño, aunque de todas formas habríamos podido hablar por teléfono. Tras saber que venías, caí en la cuenta de que pudo haber pedido una extensión del teléfono aquí mismo para haberte hablado. Si no hubieras venido, habría podido llamarte de todas formas.

—Así es mejor —le dije—. No habría podido besarte por teléfono.

—Ni apretar mi mano. Hazlo, Max, porque ahora que estás aquí, todavía hay unas cuantas cosas que quiero decirte.

Aproximé la silla aún más cerca de su cama y mantuve su mano entre las mías.

—Todo puede esperar —le dije—. Por el momento, dime tan solo que me quieres…

—Eso ya lo sabes, cariño. Nunca me sentí tan cerca de nadie como he estado y aún sigo estando de ti. Es… es como si tú y yo fuésemos una sola persona, creo que somos ambos parte el uno del otro.

—Sí, Ellen, yo también lo siento.

—Pero si no… bien, si no sobrevivo a la operación, no te desesperes, amor mío. Tienes una misión que cumplir, tanto si yo estoy junto a ti o no.

—Por favor, Ellen, no bables en ese tono…

—Max, hemos de enfrentarnos con los hechos y darnos cuenta de que no hay demasiadas probabilidades de que sobreviva. Tanto si hay una entre diez como entre mil, hay un par de cosas que deseo que sepas. Déjame decírtelas y después no volveremos a hablar más de esas probabilidades.

—De acuerdo, querida. Adelante. Te escucho —y entonces apreté aún más su mano entre las mías. Primero, respecto a mi última voluntad. Quisiera cambiar mi testamento a tu favor; pero…

—Dios mío, Ellen, no quiero oír absolutamente nada respecto a esa cuestión.

—Me dijiste que me escucharías. Por favor, déjame hablarte, cariño. Quiero que comprendas por qué no lo cambié, a despecho de que está hecho en favor de dos parientes lejanos con quienes apenas sostengo relaciones amistosas, aunque son los más próximos que tengo, y que son parientes por mi matrimonio con Ralph Gallagher. Son su hermano y su hermana. La principal razón de este hecho es que si yo te dejo mi dinero, perjudicaría tus oportunidades para el importante cargo que vas a ostentar. Si cualquier columnista se entera y hace de ello todo un motivo de propaganda…

—Es natural, ya comprendo.

—Además, no creo que me quedase mucho, tras los enormes gastos de esta operación y los gastos de funeral y…

—¡Dios mío, Ellen!

Estamos discutiendo, querido, en que tal cosa pueda suceder. Si muero, como es posible, me harán un funeral… Y ésta es la otra de que quería hablarte. De suceder, es mi deseo de que no vayas a él.

—¿Por qué no? Irían centenares de personas. Nadie uniría nuestros nombres, sólo porque…

—Ese no es el motivo, Max. Es sencillamente. que no quiero que asistas. Odio los funerales, creo que es una cosa pomposa, tonta y desagradable. Aborrezco incluso la idea de que yo tuviera uno, aunque no supiera, naturalmente, después de muerta que hubiese de tenerlo. Puesto que soy una figura pública supongo que lo tendría; pero deseo que la única persona a quien amo, lo comparta. Si muriera, es mi absoluta voluntad de que no me veas muerta, ni aquí ni en el funeral que tuviesen que hacerme. No quiero que recuerdes a un cuerpo muerto ni incluso fuera de un ataúd. Quiero que tu último recuerdo sea el de que me has visto ahora, aún viva. No quiero ni que envíes flores para mi entierro. ¿Quieres prometerme todo esto Max?

—Sí, con tal de que dejes de hablar de tales cosas.

Está bien, creo que estoy poniéndome un tanto macabra. De ahora en adelante, quiero aparecer alegre y agradable para ti. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—Casi media hora todavía —dije consultando mi reloj.

—Bien, cariño. Y ahora charlemos de cualquier cosa. Cuéntame algo, lo que tú quieras.

—¿Que te cuente algo? Soy un mal narrador de cosas.

—Dime y háblame de algún relato verdadero. Hay uno que me prometiste contar y nunca lo has hecho. ¿Lo recuerdas?

Yo sacudí la cabeza negativamente.

—El último octubre, cuando obtuviste tu diploma de Ingeniería e hicimos aquella fiesta para celebrarlo, cuando tu hermano y tu cuñada vinieron desde Seattle. ¿Lo recuerdas? Bill contó con mucha gracia respecto a las máquinas de coser, una historia que nos hizo reír a todos, especialmente a ti y a tu hermano. Cuando te pregunté respecto a aquella broma, me dijiste que era una larga y vieja historia, en relación con algo loco que hiciste una vez, y que alguna vez me lo contarías, aunque entonces no lo hiciste. No he vuelto a recordártelo después, hasta esta mañana. Ahora me gustaría que lo hicieses.

Yo sonreí para agradarla.

—En realidad no tiene mucho que contar. No iba a referírtelo en medio de una fiesta. Todo comenzó con un libro que leí cuando tenía unos trece o catorce años, cuando aparecieron las primeras novelas de ciencia ficción. He olvidado quién la escribió pero me parece recordar que se titulaba «Locura Universal
[8]
» o algo parecido.

«Era de esos relatos fantásticos a través del tiempo, en que el héroe de la novela se trasladaba a otro universo distinto, aunque idéntico al nuestro. En determinado momento, surge un fallo y algo de lo que ocurre en uno de esos dos mundos, cambia en el otro y la gente marcha en diferentes direcciones.»

«En el nuestro, el cambio empieza a principios del siglo XIX con el descubrimiento accidental de un método de viaje interestelar por un científico que intentaba montar un generador de bajo voltaje valiéndose de una vieja máquina de coser. Dispuso un par de ovillos de forma que el hilo de uno se enrollaba en el otro y aquello comenzó a funcionar… y la máquina desapareció. Supuso que el error estaba en el generador; pero así descubrió, al insistir en descubrir dónde estaba el error y utilizar otra máquina, que también desaparecía como disuelta en el aire.»

«Y siguió experimentando y perdiendo máquinas de coser, hasta que tuvo en sus manos el secreto de la conducción instantánea por el espacio y el tiempo. ¿Nunca leíste ese libro, Ellen?»

Ella denegó con un lento movimiento de su cabeza.

—Creo que te gustaría leerlo, mientras convaleces de la operación —continué yo—, intentaré encontrar algún ejemplar de esa novela, aunque supongo que será difícil encontrarla. Probablemente se imprimió hace cuarenta o cincuenta años y tampoco estoy muy seguro del título exacto. Sólo, tal vez, podría hallarla a través de algún coleccionista de novelas de ciencia ficción. De todas formas, yo la leí como antes te referí, a los catorce o quince años y no volví a pensar más en ella hasta que estuve a punto de cumplir los cuarenta, cuando por puro azar me tropecé con otro ejemplar de la misma novela. Volví a leerla. Y entonces una cosa me pareció diferente; porque yo también era diferente y las cosas igualmente distintas. Yo ya era un hombre maduro y en cierta forma amargado de la vida, Ellen. Yo ya era un ex-astronauta con una sola pierna; jamás podría ya volver al espacio de nuevo, ni a ninguna parte; pero aún me encontraba más triste y amargado por el hecho de que ya nadie seguiría yendo al espacio exterior. Conseguimos, como ya sabes, llegar a la Luna, a Marte y a Venus, y por el hecho de no haber encontrado llanuras sembradas de oro y diamantes, aborígenes extraños a nuestro mundo u otras civilizaciones, perdimos todo interés por el espacio. Ya no iríamos más allá, al menos según me parecía a mí, en el resto de mi vida y en particular, ya no se intentaría el salto a las estrellas; abandonando todo estudio sobre un medio de propulsión a escala estelar. Los conservadores, Ellen, eran entonces peores que ahora. Ahora veo, que gradualmente, vamos a intentarlo de nuevo. Entonces, el Gobierno y los científicos parecían incluso decididos a retirarse de los puestos fronterizos conquistados al espacio. Incluso el uso de los cohetes terrestres parecía destinado a desaparecer. Un gran crucero cohete, se estrelló en una calle populosa de París, matando a un centenar de personas, además del pasaje y la tripulación. Se habló de borrar del mapa la propulsión por avión-cohete para los transportes terrestres. Aquello fue… creo en 1984.

Yo mismo fruncí el entrecejo por la forma en que estaba relatando todo aquello a Ellen.

—¡Diablos, Ellen! —dije a renglón seguido—. Estoy intentando decirte algo divertido, algo fantástico; pero creo que lo estoy haciendo mal. Pero ya que comencé a contarte todo esto, creo que podría acabarlo. Entonces bebía mucho, con regularidad y en cantidad. Creo que estaba convirtiéndome en un dipsómano. Rory intentaba disuadirme del camino emprendido, al igual que mi hermano Bill, que entonces aún permanecía soltero y vivía en San Francisco, pero yo me hallaba decepcionado, sin moral y ninguno de los dos tuvieron mucha suerte influyendo en mis acciones.

«Y entonces, una noche, mientras me emborrachaba en solitario en mi habitación, sucedió que volví a leer aquel viejo libro de ciencia ficción con sus famosas máquinas de coser. Y comencé a pensar…, ¿por qué no? No lo hicimos e incluso aún no lo hemos hecho, no hemos conseguido la forma básica, en cualquier aspecto de la propulsión interestelar, excepto el cohete; pero tiene que existir. Y como ignoramos cómo funcionará, nos hallamos en la situación de que pudiera hallarse puramente en forma accidental, ¿no es cierto? Sólo que podríamos acelerar el tiempo de su descubrimiento accidental, intentando mezclar las bobinas de aquella vieja máquina de coser. Yo me había bebido media botella de whisky cuando lo decidí. Tiré el resto por el vertedero de la fregadera y me acosté. A la mañana siguiente, fui al Banco y saqué hasta el último centavo que tenía en la cuenta, sobre unos mil dólares. Dejé el trabajo que tenía despidiéndome por teléfono y me cambié a otra habitación en un lugar distinto de la ciudad, para que ni Rory ni Bill pudiesen dar conmigo.»

«Entonces fui y compré —Dios me ayude, Ellen, pero fue la verdad—, tres máquinas de coser usadas. Una de ellas era una portátil eléctrica y las otras dos de antiguos modelos que hallé en tiendas de viejo. Compré además una enorme cantidad de dispositivos electrónicos, cables, conexiones, bobinas, condensadores, tubos de vacío, transistores, interruptores, baterías y todo lo que se me ocurrió en mi alocada fantasía.»

«Me escondí en aquella habitación y me dediqué a intentar como un loco circuitos electrónicos dispuestos al azar, y a inventar dispositivos durante quince o dieciséis horas al día. Sólo salía el tiempo justo para comer y tomaba una simple copa de vino con la comida —entonces hice una mueca sonriente a Ellen—. Tal vez aquello era lo que estaba equivocado. Seguramente que habría tenido más intuición y más fortuna de haber combinado aquella francachela de trabajo con otra de licor; pero no lo hice. Es posible que hubiera descubierto algo entre las mil cosas locas que hice y de cuanto intenté: pero no fue así. Al final de dos semanas, todo lo que obtuve fue quemarme con un soldador. Y así fue cómo me encontró mi hermano Bill. Empecé a explicarle lo que habla estado haciendo o tratando de hacer, y me puse a reír como un loco, porque de repente, vi todo aquello en su perspectiva —o tal vez desde el punto de vista en que Bill lo consideraba—, y comprobé cuán disparatado y vacío de sentido parecía todo aquello. Mi hermano acabó soltando la carcajada conmigo.»

«De cualquier forma, aquello me curó de la gran depresión sufrida y en la que había estado sumido durante tanto tiempo. De alguna forma, hizo que Bill estuviese más cerca de mí de lo que había estado antes. Aquella noche, tras haber arreglado las cosas para comenzar a trabajar de nuevo y tomar prestado de mi hermano el dinero suficiente hasta que cobrase mi próxima paga, Bill se emborrachó conmigo, cosa que rara vez solía hacer. Pero fue una feliz borrachera aquélla, no muy fuerte, y de ningún modo, las que solía coger como evasión de mi profundo estado de desaliento.»

Volví a hacer una mueca de simpatía a Ellen que me escuchaba como un niño a quien le refieren un viejo cuento infantil.

—Bien, cariño, ésta es la vieja historia de las maquinas de coser. Desde entonces, constituyó una broma permanente entre mi hermano y yo y rara vez pierde la ocasión de gastarme bromas sobre la cuestión. Ahora creo que tú también puedes burlarte de mí.

Other books

The Parliament House by Edward Marston
Enlightening Bloom by Michelle Turner
Ars Magica by Judith Tarr
Atlantis Stolen (Sam Reilly Book 3) by Christopher Cartwright
Alex Cross 16 by James Patterson