Read Por qué no soy cristiano Online

Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (31 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
3.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El tabú contra la desnudez es un obstáculo para una actitud decente hacia el sexo. Cuando se trata de los niños, ahora lo reconoce mucha gente. Es conveniente que los niños se vean y vean desnudos a sus padres, cuando esto sucede naturalmente. Habrá un corto período, probablemente a los tres años, en que el niño se interese por las diferencias entre su padre y su madre, y las compare con las diferencias entre él y su hermana, pero este período pasa pronto, y luego ya no se interesa por la desnudez. Mientras los padres no quieran que los hijos los vean desnudos, los hijos tendrán necesariamente la sensación de que hay un misterio, y al tener esta sensación se harán lascivos e indecentes. Sólo hay un medio de evitar la indecencia, y es evitar el misterio. También hay importantes razones en materia de salud en favor de la desnudez, como por ejemplo el baño de sol. El sol sobre la piel desnuda tiene un efecto extraordinariamente saludable. Además, cualquiera que ha visto correr a los niños desnudos al aire libre, tiene que haberse dado cuenta de que se mueven con mucha mayor gracia y libertad que cuando van vestidos. Lo mismo ocurre con los adultos. El lugar adecuado para la desnudez es el aire libre, el sol y el agua. Si nuestros convencionalismos lo permitiesen, la desnudez dejaría pronto de ser un incentivo sexual; todos nos portaríamos mejor y estaríamos más sanos por el contacto del aire y el sol en la piel, y nuestros patrones de belleza coincidirían más con nuestros patrones de salud, ya que tendrían en cuenta el cuerpo y su actitud, no sólo la cara. A este respecto, hay que encomiar la práctica de los griegos.

Debo confesar que no concibo actitud más sana a este respecto que la expresada en estas observaciones. Solo pueden parecer «salaces» a la mente sucia que encuentra desagradable a la vista del cuerpo humano. La reacción de McGeehan me recuerda una caricatura que se hizo famosa a principios de este siglo, cuando Anthony Comstock, uno de los antepasados espirituales del juez, hacía una campaña contra las estatuas que representaban el cuerpo humano desnudo. La caricatura mostraba a Comstock arrastrando a una mujer ante el tribunal y diciendo al juez: «Usía, esta mujer dio a luz un niño desnudo».

Acerca de la masturbación, el juez fue igualmente culpable de la deformación maligna de las opiniones de Russell. Primero citó a Russell fuera de contexto, de un modo que alteraba la intención real de su análisis. Además, McGeehan interpretó mal el pasaje que reprodujo en su fallo. El Juez trató de representar a Russell como patrocinando la práctica de la masturbación. En el pasaje citado por el juez, Russell no decía tal cosa. Sostenía sencillamente que era mejor no ocuparse del niño que evitar la masturbación mediante amenazas. El pasaje, además, figuraba en un contexto en el cual Russell, lejos de fomentar la masturbación, recomendaba métodos para prevenirla, distintos de la prohibición directa. En cuanto a las opiniones reales de Russell, hace mucho tiempo que son lugares comunes de la medicina. A este respecto,
New Republic
advirtió acertadamente que el juez sólo demostraba su ignorancia «de toda una generación de pensamiento científico en el campo médico y psicológico». Quizás, en lugar de someter a un concurso a los profesores de universidad se debería exigir a los futuros jueces unos conocimientos mínimos de psicología médica.

McGeehan no sólo deformó las opiniones de Russell sobre temas específicos. El peor aspecto de su opinión fue probablemente la deformación del propósito total de Russell en su crítica de la moralidad convencional. Nadie podría haber sacado la conclusión, basándose en la opinión del Juez, de que Russell trató el tema de la moralidad sexual con un espíritu de gran seriedad, y que su intención no era el abandonar los frenos morales sino formular un código más humano y benévolo. «El sexo —escribió Russell en un pasaje que probablemente no leyó jamás el juez—, no puede pasarse sin una ética, igual que los negocios, el deporte, la investigación científica o cualquier otra rama de la actividad humana. Pero sí puede prescindir de una ética basada únicamente en prohibiciones antiguas presentadas por gentes ineducadas en una sociedad completamente distinta de la nuestra. En el sexo, como en la economía y en la política, nuestra ética está aún dominada por los miedos que los descubrimientos modernos han hecho irracionales… Es cierto que la transición del antiguo sistema al nuevo tiene sus dificultades, como todas las transiciones… La moralidad que yo propondría no consiste simplemente en decir a los adultos y adolescentes que sigan sus impulsos y hagan lo que quieran. En la vida tiene que haber estabilidad; tiene que haber un continuo esfuerzo dirigido a fines que no son inmediatamente beneficiosos, ni atractivos en todo momento; tiene que haber consideración hacia los demás; y tiene que haber ciertos principios de rectitud». «La moralidad sexual —dijo en otra parte de
El matrimonio y la moral
— tiene que ser derivada de ciertos principios generales, con respecto a los cuales hay quizás un amplio acuerdo, a pesar del gran desacuerdo en cuanto a las consecuencias derivadas de ellos. Lo primero que hay que procurar es que haya ese profundo y serio amor entre hombre y mujer que comprende la personalidad de ambos y conduce a una fusión mediante la cual cada uno de ellos queda enriquecido y realzado… La segunda cosa importante es que haya un cuidado adecuado de los hijos, físico y psicológico». Russell no es, ni abogado de la «vida licenciosa», ni enemigo de la institución del matrimonio. Éste, en su opinión, es «la mejor y más importante relación que puede existir entre dos seres humanos» e insiste en que «es algo más serio que el placer de dos personas por la mutua compañía; es una institución que, por el hecho de producir los hijos, forma parte de la íntima contextura de la sociedad, y tiene una importancia que se extiende mucho más allá de los sentimientos personales del marido y la mujer».

Es dudoso que estas opiniones sean realmente tan peligrosas. Pero en todo caso, no parece probable que McGeehan y los diversos campeones de la «moralidad» tuvieran miedo por la inocencia y pureza de los estudiantes de la universidad, ya fueran mayores o menores de 18 años. No habría sido difícil averiguar si la presencia de Russell en la universidad iba a dar lugar a una «vida licenciosa», al «secuestro» y otras cosas terribles. Russell había sido profesor durante la mayor parte de su vida: en Inglaterra, en la China, y en los Estados Unidos. Seguramente habría sido muy simple pedir informes de su influencia a los presidentes de las universidades donde enseñó, a los colegas y a los estudiantes que concurrieron a sus clases. Podía disponerse de tales informes, pero el juez no mostró ningún interés por ellos. No lo hizo, porque, sin excepción, todos ellos hablaban de Russell en términos muy elogiosos. El presidente Hutchins de la Universidad de Chicago, donde Russell había estado el año anterior, dio a la Junta de Educación Superior seguridades de la «importante contribución» del candidato y apoyó vigorosamente el nombramiento. El presidente Sproule de la Universidad de California adoptó una postura similar y habló de Russell diciendo que era «colega valiosísimo». Richard Payne, el director del periódico estudiantil de la U.C.L.A., envió un telegrama a una reunión de protesta de la Universidad de la Ciudad de Nueva York diciendo: «Tienen el completo apoyo de los estudiantes de U.C.L.A., que conocen a este gran hombre. ¡Buena suerte!». La decana Marjorie Nicholson, de la Universidad de Smith y presidenta de la Asociación Nacional de los Capítulos Unidos de Phi Beta Kappa, también se ofreció a hacer una declaración. Había concurrido a dos de los cursos de Russell en el Instituto Británico de Estudios Filosóficos. Según la decana Nicholson, «Bertrand Russell jamás introdujo en sus discusiones de filosofía cualquiera de las cuestiones polémicas que han presentado sus enemigos. Bertrand Russell es, primero y principalmente, un filósofo, y en sus enseñanzas siempre recuerda esto. Yo no habría tenido medio de conocer sus opiniones acerca del matrimonio, el divorcio, el teísmo o el ateísmo si no hubieran sido dadas en forma exagerada por los periódicos». De otras muchas partes vinieron testimonios de esta misma clase. Antes dije que los ojos del juez McGeehan no estaban en la ley. Creo que es justo añadir que tampoco lo estaban en los hechos.

VI

Las reacciones al veredicto fueron las que eran de esperar. Los defensores de Russell quedaron desanimados, mientras la oposición se llenó de júbilo. Los defensores de Russell temían que una fuerte presión política impidiera que la Junta apelase eficazmente a los tribunales superiores. Estos miedos, como veremos, resultaron justificados. El Consejo Nacional de la Asociación Americana de Profesores de Universidad, reunido en Chicago, adoptó unánimemente una resolución pidiendo al alcalde La Guardia y a la Junta que combatiesen el fallo de McGeehan. Lo mismo hicieron otros organismos, incluso la Asociación Americana de Trabajadores Científicos y la Asociación de Educación Pública. Un comité especial de Libertad Académica Bertrand Russell fue constituido, teniendo por presidente al profesor Montague de Columbia y, al profesor John Herman Randall Jr. como secretario. Entre sus padrinos se hallaban el doctor William A. Neilson, presidente honorario de la Universidad de Smith; los presidentes Sproule y Hutchins; el doctor J. S. Bryn, presidente de la Universidad de William and Mary; la decana Nicholson; el doctor Frank Kingdon y otras numerosas y distinguidas personalidades del mundo académico. Sesenta miembros del cuerpo de profesores de la Universidad del Noroeste inmediatamente enviaron contribuciones financieras al Comité, celebrando la elevación de miras y el valor con que Bertrand Russell enfocaba las cuestiones morales. El comité de Libertad Cultural envió un telegrama a La Guardia en el cual indicaba que McGeehan había presentado a Russell como un «libertino y un canalla». Esto, añadía el Comité, se hallaba «en evidente desacuerdo con los hechos conocidos y fácilmente verificables, atestiguados por los presidentes de las universidades norteamericanas donde había enseñado Bertrand Russell».

Un mitin de protesta fue organizado por el Comité Americano en favor de la Democracia y la Libertad Intelectual, en el cual los oradores, entre los cuales se hallaban el profesor Walter Rautenstrauch, de Columbia; el profesor Franz Boas, el antropólogo; el decano N. H. Dearborn, de la Universidad de Nueva York; y el Reverendo H. N. Sibley, quien, de acuerdo con los principios del juez McGeehan y del Obispo Manning, era presumiblemente un traidor a la fe cristiana. En la Universidad de la Ciudad de Nueva York, donde los estudiantes se hallaban al parecer bastante corrompidos, incluso antes de que Russell tuviera una oportunidad de minar su salud y su moral, se celebró una gran reunión en el aula magna. Llegó un mensaje de apoyo de uno de los más ilustres graduados de la universidad, Upton Sinclair, quien declaró que el juez y el obispo habían «dado publicidad al hecho de que Inglaterra nos haya prestado uno de los hombres más generosos y sabios de nuestra época». Los abogados de los dogmas del sexo, concluía, «no deben poder privarnos de los servicios de Bertrand Russell». Los principales oradores fueron el profesor Bridge, del Departamento de Lenguas Clásicas; Wiener, del Departamento de Filosofía; Morra, del Departamento de Historia; y Lyman Bryson, de Teachers College, Columbia. «Si las universidades que paga el público no van a ser tan libres como las otras —advirtió el profesor Bryson—, no se puede esperar que tengan una parte importante en el progreso intelectual de nuestras vidas». Esta última consideración quizás no valdría mucho para el juez McGeehan, el obispo Manning y los eruditos de Tammany que apoyaron sus valerosos esfuerzos. La corrupción debió cundir en la Universidad de la Ciudad de Nueva York muchos años antes de este asunto, pues la junta directiva de los Alumnos Asociados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York votó unánimemente para que la Junta apelase. Esta moción fue presentada por el doctor Samuel Schulman, rabino honorario de Temple Ema-nu-El, una organización bien conocida por sus actividades subversivas. Uno de los dieciocho directores que apoyaron la resolución fue el juez del Tribunal Supremo Bernhard Shientag, que quizás no conocía bien la doctrina de la influencia «indirecta».

El hecho de que no todos los jueces estuvieran tan versados en el Código penal, ni tuvieran un concepto tan profundo de la libertad académica como McGeehan, se hizo también evidente por ciertos acontecimientos de California. El 30 de abril se pidió el cese de Bertrand Russell de su puesto de la Universidad de California, por I. R. Wall, un antiguo sacerdote, que presentó un escrito de prohibición en el Tribunal de Apelación de los Angeles. Wall acusaba a Bertrand Russell de tener doctrinas «subversivas». En California, contrariamente a Nueva York, el escrito fue inmediatamente desechado por el tribunal.

VII

No hay que decir que el fallo de McGeehan fue considerado una hazaña de gran heroísmo por los enemigos de Russell. El juez fue entonces objeto de líricas alabanzas en los periódicos de los inquisidores. «Es un norteamericano, un viril y fiel norteamericano», escribía el semanario jesuita
América
. Más aun, «es un puro y honorable jurista y… figura entre las principales autoridades legales». También «vive su religión en cuerpo y alma» y, «con más de seis pies de estatura, rebosa ingenio y bondad». Éstas no eran sus únicas virtudes. La acusación de Russell de que el juez «era un ignorante» no era cierta. Era un erudito clásico, «de mente aguda y brillante erudición… lee a Homero en el griego original y a Cicerón en el latín original». Otras muchas voces se unieron al periódico jesuita en un coro de adulación. Una de ellas fue la de Francis S. Moseley, presidente de una asociación de maestros católicos, quien llamó a la decisión de McGeehan «un capítulo épico en la historia de la jurisprudencia» y «una gran victoria de las fuerzas de la decencia y la moralidad, a la vez que un triunfo de la verdadera libertad académica». El
Tablet
, después de pedir una investigación de Ordway Tead, el presidente interino Mead y otros revolucionarios responsables del nombramiento de Russell, declaró en un editorial que «la decisión del juez McGeehan… tiene una nota de sencillez y sinceridad que inmediatamente logra el aplauso».

Por entonces era ya obvio que Russell no era el único malhechor a quien había que castigar. La mayoría de los componentes de la Junta de Educación Superior eran casi igualmente culpables, y había que iniciar contra ellos una acción adecuada. En una reunión del Consejo de Educación del Estado de Nueva York, el cual, según creo, está generalmente considerado como baluarte del fanatismo derechista de la política norteamericana, el profesor John Dewey y la señora de Franklin D. Roosevelt fueron denunciados por predicar la tolerancia («una cosa anémica y enfermiza»), en lugar de la «decencia común» y el «juego limpio», cuyo ejemplo era, supongo, el fallo de McGeehan. En la misma reunión, Lambert Fairchild, presidente del Comité Nacional de Renacimiento Religioso, denunció a la mayoría de la Junta de Educación Superior que había favorecido el nombramiento de Russell como «judíos y cristianos renegados» y pidió que fueran reemplazados por personas «que creyesen aún en su país y en la religión». Charles E. Keegan, el cortés caballero a quien conocimos antes cuando llamó a Russell «perro» y «vagabundo», llevó el asunto al Consejo Municipal. Comparó a Russell con las «quintas columnas» que ayudaban a las victorias de los nazis, le llamó «comunista declarado» y pidió que se declarara la cesantía de los miembros de la Junta que habían insistido en que «Russell figurase en el profesorado de la universidad». Presentó una resolución pidiendo al alcalde que reorganizase la Junta y nombrase miembros que sirvieran a la ciudad «más honorablemente» Esta resolución fue adoptada por 14 votos frente a 5 votos. Sin embargo, hay que añadir que el alcalde no puede despedir sencillamente a los miembros de la Junta, y que la moción del concejal Keegan no pasó de ser un noble gesto.

BOOK: Por qué no soy cristiano
3.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Kristin Lavransdatter by Undset, Sigrid
Buckhorn Beginnings by Lori Foster
The Sapporo Outbreak by Craighead, Brian
Three Wishes by Kristen Ashley
Just One Wish by Janette Rallison
Murder.com by Haughton Murphy
A Blink of the Screen by Terry Pratchett
Thomas Hardy by Andrew Norman