Por qué no soy cristiano (25 page)

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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Por qué no soy cristiano
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RUSSELL: Pero no veo ninguna razón para decir lo que todos sabemos acerca de los reflejos condicionados. Sabemos que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, al cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo que el animal deje de hacerlo, porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene el sentimiento de que no debe hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.

COPLESTON: No veo ninguna razón para suponer que un animal tenga la conciencia de la obligación moral; y ciertamente no miramos a un animal como moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre tiene una conciencia de la obligación y de los valores morales. No veo ninguna razón para suponer que se pueda condicionar a los hombres, como se puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el behaviorismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No puedo menos de pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente reprensible, y que usted, bajo circunstancia alguna, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera razones para pensar, que posiblemente el saldo de dicha de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas personas de esa manera abominable.

RUSSELL: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. El que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que estamos discutiendo.

COPLESTON: No, por si da una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos nazis mejores lo habrán sostenido, que, aunque es lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de la dicha es mayor. No creo que usted diga eso ¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la dicha general. Entonces, si está dispuesto a decir esto creo que tiene que tener cierto criterio del bien y del mal al margen del criterio del sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema razón de los valores.

RUSSELL: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio, sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de conducta como las que ha estado discutiendo, podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.

COPLESTON: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi posición. He discutido dos cosas. Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría termina con la obligación moral, y eso no es una explicación. Con respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón de su propia existencia. Usted dice que la serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. La infinidad de la serie de seres contingentes, aun probada, sería impertinente. Hay algo que existe; por lo tanto hay algo que tiene que explicar este hecho, un ser que esté fuera de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal, bueno, etc. En el punto que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo me hallo de acuerdo con la gran mayoría de los filósofos clásicos.

Usted mantiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que no hay justificación para presentar la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición no puede ser sustanciada mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita prueba. Creo que hemos llegado a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que lo que yo llamo una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que es racional la filosofía. Me parece, si me perdona que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» en oposición a la lógica anticuada (un adjetivo tendencioso), mantiene una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente de los problemas de existencia. Luego, a mi entender, declarar que los términos que supone una serie de problemas carecen de sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde el principio la naturaleza y la extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.

RUSSELL: Bien, yo diré también unas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston. Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el carácter accidental de existir solamente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a otra y no hay —a mi entender— explicación en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar «contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría decir unas palabras acerca de la acusación del padre Copleston de que considero la lógica como el de la filosofía, lo cual no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia; pero no es que yo crea que es toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y, cuando digo eso, que no hallo un significado para esta o la otra palabra, es una posición de detalle basada en lo que he averiguado sobre esa palabra particular, al pensar acerca de ella. No es la posición general de que todas las palabras usadas en metafísica carecen de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo.

Con respecto al argumento moral encuentro que cuando se estudia antropología o historia hay gentes que piensan que su deber está en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma de la obligación moral, cuando tiene la forma de ordenar a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a este sentido de obligación moral que creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras.

¿Puede la religión curar nuestros males?

Las dos partes de este ensayo aparecieron originalmente en el periódico de Estocolmo, «Dagens Nyheter», el 9 y el 11 de noviembre de 1954.

I

La humanidad está en peligro mortal, y el miedo ahora, coma en lo pasado, inclina a los hombres a buscar refugio en Dios. En el Occidente hay un renacimiento general de la religión. Nazis y comunistas desecharon el cristianismo e hicieron cosas que deploramos. Es fácil sacar la conclusión de que el repudio del cristianismo por Hitler y el Gobierno soviético es, al menos en parte, la causa de nuestros males, y que si el mundo volviera al cristianismo nuestros problemas nacionales quedarían resueltos. Creo que ésta es una ilusión engañosa nacida del terror. Y creo que es una ilusión peligrosa porque descarría a los hombres cuyo pensamiento sería fecundo de otro modo y así constituye un obstáculo en el camino de una válida solución.

La cuestión de que se trata no se relaciona sólo con el presente estado del mundo. Es una cuestión mucho más general, que ha sido debatida durante siglos. Es la cuestión de si las sociedades pueden practicar la moralidad suficiente, si no están ayudadas por la religión dogmática. Yo no creo que la moral dependa de la religión tanto como cree la gente religiosa. Incluso creo que algunas virtudes importantes suelen hallarse más entre los que rechazan los dogmas religiosos que entre los que los aceptan. Creo que esto se aplica especialmente a la virtud de la sinceridad o integridad intelectual. Entiendo por integridad intelectual la costumbre de decidir las cuestiones enojosas de acuerdo con la prueba, o de dejarlas por decidir cuando la prueba no es concluyente. Esta virtud, aunque es menospreciada por casi todos los partidarios de cualquier sistema de dogma, es, para mí, de la mayor importancia social y probablemente más destinada a beneficiar al mundo que el cristianismo o cualquier otro sistema de creencias organizadas.

Vamos a considerar por un momento cómo han llegado a ser aceptadas las reglas morales. Las reglas morales son principalmente de dos clases: las hay que sólo tienen por base un credo religioso; y las hay con una base obvia de utilidad social. En la Iglesia Ortodoxa Griega, los padrinos del mismo niño no pueden casarse. Para esto, sólo hay una base teológica; y, si se considera importante la regla, se tendrá una completa razón para decir que la decadencia de la religión es de lamentar porque conducirá a la infracción de la regla. Pero no se trata de esta clase de regla moral. Las reglas morales en cuestión son las reglas para las cuales hay una justificación social, independiente de la teología.

Tomemos el robo, por ejemplo. Una comunidad en la cual todos roban es inconveniente para todos, y es evidente que la mayoría de la gente puede vivir mejor cuando vive en una comunidad donde el robo es raro. Pero en ausencia de leyes, moral y religión, surge una dificultad: para cada individuo, la comunidad ideal sería una comunidad en la cual todos fueran honrados y él solo ladrón. Por consiguiente, se necesita una institución social, si el interés del individuo ha de reconciliarse con el de la comunidad. Esto se efectúa, con más o menos éxito, mediante la ley criminal y la policía. Pero los criminales no son siempre detenidos, y la policía puede ser indebidamente benévola con los poderosos. Si se convence a la gente de que existe un Dios que castiga el robo, aun cuando la policía falle, probablemente esta creencia fomentará la honradez. Si la población cree ya en Dios, pronto creerá que Dios ha prohibido el robo. La utilidad de la religión a este respecto queda ilustrada por la historia de la viña de Nabot donde el ladrón es el rey, que está por encima de la justicia terrestre.

No negaré que entre las comunidades semicivilizadas del pasado tales consideraciones pueden haber contribuido a fomentar una conducta socialmente deseable. Pero, en la actualidad, el bien que puede hacerse imputando un origen teológico a la moral está inextricablemente unido con males tan graves que el bien parece insignificante en comparación. Al progresar la civilización, las sanciones terrenales se hacen más seguras y las sanciones divinas menos. La gente encuentra cada vez más razón para pensar que si roban los detendrán, y menos razón para pensar que, si no les pillan, Dios les castigará de todas maneras. Incluso la gente muy religiosa de hoy en día no espera ir al infierno por robar. Reflexionan que podrán arrepentirse a tiempo, y que de todos modos el Infierno no es tan caliente ni tan seguro como solía ser. La mayoría de la gente en los países civilizados no roba, y yo creo que el verdadero motivo es la probabilidad del castigo en la Tierra. Esto lo demuestra el hecho de que, en un campamento minero, durante la fiebre del oro, o en cualquier comunidad desordenada, roba casi todo el mundo.

Pero, se puede decir que, si bien la prohibición teológica del robo puede no ser ya muy necesaria, de todas maneras no causa daño, ya que todos queremos que la gente no robe. Lo malo es, sin embargo, que en cuanto los hombres comienzan a dudar de la teología recibida, ésta se ve apoyada por medios odiosos y dañinos. Si una teología se considera necesaria para la virtud, y si los investigadores sinceros no ven razón para considerar verdadera la teología, las autoridades se dedicarán a desanimar de la investigación sincera. En los siglos anteriores así lo hicieron llevando al fuego a los investigadores. En Rusia tienen métodos aun mejores; pero, en los países occidentales, las autoridades han perfeccionado formas más suaves de persuasión. De éstas, las escuelas son las más importantes quizás: hay que evitar que el joven oiga los argumentos en favor de las opiniones que desagradan a las autoridades, y los que, sin embargo, persisten en demostrar una disposición investigadora incurren en el desagrado social y, si es posible, se les hace sentir moralmente reprensibles. De este modo, cualquier sistema moral que tenga una base teológica se convierte en uno de los instrumentos con los cuales los poderosos conservan su autoridad y dañan el vigor intelectual de los jóvenes.

Encuentro entre mucha gente en la actualidad una indiferencia para la verdad que no puedo menos de juzgar extremadamente peligrosa. Cuando la gente arguye, por ejemplo, en defensa del cristianismo, no da, como Tomás de Aquino, razones para suponer que hay un Dios y que É1 ha expresado Su voluntad en las Escrituras. Arguyen, por el contrario, que si la gente piensa esto, procederá mejor que si no lo hace. Por lo tanto no debemos, como dice esa gente, permitirnos especular sobre si Dios existe. Si, en algún momento de descuido, la duda levanta la cabeza, debemos reprimirla vigorosamente. Si el pensamiento franco es causa de duda, debemos evitar el pensamiento franco. Si los exponentes oficiales de la ortodoxia dicen que es malo casarse con la hermana de la difunta esposa, hay que creerles para que la moral no se hunda. Si le dicen a uno que el control de la natalidad es pecado, hay que aceptar sus dictados, aunque resulte obvio que sin el control de la natalidad hay un desastre seguro. En cuanto se sostenga que una creencia, cualquiera que sea, es importante por alguna otra razón aparte de que sea cierta, surgirá toda una sucesión de males. Intentar evitar la investigación, de que antes hablé, es el primero, pero seguramente le seguirán otros. Las posiciones de autoridad quedarán abiertas a los ortodoxos. Las crónicas históricas se falsificarán si arrojan dudas acerca de las opiniones recibidas. Tarde o temprano la heterodoxia se considerará un crimen y se castigará con la hoguera, la depuración o el campo de concentración. Yo respeto a los hombres que arguyen que la religión es verdadera y que por lo tanto hay que creer en ella, pero sólo puedo sentir una profunda reprobación moral por los que dicen que hay que creer en la religión porque es útil, y que el preguntar si es cierta es una pérdida de tiempo.

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