Read ¿Por qué leer los clásicos? Online
Authors: Italo Calvino
Por eso la atención de Plinio se proyecta en las cosas del mundo, cuerpos celestes y territorios del globo, animales y plantas y piedras. El alma, a la que se niega toda supervivencia, si se repliega en sí misma, sólo puede gozar de estar viva en el presente.
«Etenim si dulce vivere est, cui potest esse vicisse? At quanto facilius certiusque sibi quemque credere, specimen securitas antegenitali sumere experimento!»
(VII, 190). «Modelar la propia tranquilidad sobre la experiencia de antes del nacimiento», es decir proyectarse en la propia ausencia, única realidad segura antes de que viniéramos al mundo y después de que hayamos muerto. De ahí la felicidad de reconocer la infinita variedad de lo otro con respecto a nosotros, que la
Historia natural
despliega ante nuestros ojos.
Si el hombre es definido por sus límites, ¿no tendría que serlo también por las cumbres que es capaz de alcanzar? Plinio se siente obligado a incluir en el libro VII la glorificación de las virtudes del hombre, la celebración de sus triunfos: se vuelve hacia la historia romana como catálogo de todas las virtudes e intenta hallar una conclusión pomposa condescendiendo a la alabanza imperial que le permitiría señalar la cumbre de la perfección humana en la figura del César Augusto. Pero yo diría que éstos no son los rasgos que caracterizan su tratamiento: la actitud titubeante, limitativa y amarga es la que mejor se aviene a su temperamento.
Podríamos reconocer las interrogaciones que acompañaron la constitución de la antropología como ciencia. ¿Debe una antropología tratar de salir de una perspectiva «humanista» para alcanzar la objetividad de una ciencia de la naturaleza? Los hombres del libro VII, ¿cuentan más en la medida en que son «otros», diferentes de nosotros, tal vez ya no o todavía no humanos? Pero, ¿es posible que el hombre salga de la propia subjetividad hasta el punto de tomarse a sí mismo como objeto de ciencia? La moral de la que Plinio se hace eco invita a la cautela y a la circunspección: no hay ciencia que pueda iluminarnos sobre la
felicitas
, sobre la
fortuna
, sobre la economía del bien y del mal, sobre los valores de la existencia; cada individuo muere y se lleva consigo su secreto.
Con esta nota desconsolada podría Plinio concluir su tratado, pero prefiere añadir una lista de descubrimientos e invenciones, tanto legendarios como históricos. Anticipándose a aquellos antropólogos modernos que sostienen que hay una continuidad entre la evolución biológica y la tecnológica, desde los utensilios paleolíticos hasta la electrotécnica, Plinio admite implícitamente que las aportaciones del hombre a la naturaleza pasan a formar parte también de la naturaleza humana. De aquí a establecer que la verdadera naturaleza del hombre es la cultura no hay más que un paso. Pero Plinio, que no conoce las generalizaciones, busca lo específicamente humano en invenciones y usanzas que puedan ser consideradas universales. Son tres, según Plinio (o según sus fuentes) los hechos culturales acerca de los cuales reina un acuerdo tácito entre los pueblos
(«gentium consensus tacitus»
, VII, 210): la adopción del alfabeto (griego y latino); el rasuramiento del rostro masculino ejecutado por el barbero; y el señalamiento de las horas del día en el reloj solar.
La tríada no podría ser más extraña, por la aproximación incongruente de los tres términos: alfabeto, barbero, reloj, ni más discutible. De hecho, no es cierto que todos los pueblos tengan sistemas de escritura afines, ni es cierto que todos se afeiten la barba, y en cuanto a las horas del día, el mismo Plinio se extiende en una breve historia de los diversos sistemas de subdivisión del tiempo. Pero no queremos subrayar aquí la perspectiva «eurocéntrica» que no es privativa de Plinio ni de su tiempo, sino la dirección en que se mueve: el intento de fijar los elementos que se repiten constantemente en las culturas más diferentes para definir lo que es específicamente humano se convertirá en un principio de método de la etnología moderna. Y establecido este punto del
«gentium consensus tacitus»
, Plinio puede cerrar su tratado sobre el género humano y pasar
«ad reliquia animalia»
, a los otros seres animales.
El libro VIII, que pasa revista a los animales terrestres, se inicia con el elefante, al que se dedica el capítulo más largo. ¿Por qué esta prioridad del elefante? Porque es el más grande de los animales, seguramente (y el tratado de Plinio avanza según un orden de importancia que coincide a menudo con el orden de la magnitud física); pero también y sobre todo porque, espiritualmente, ¡es el animal «más próximo al hombre»!
«Maximus est elephas proximumque humanis sensibus»
, así se inicia el libro VIII. En realidad el elefante —se explica poco después— reconoce el lenguaje de la patria, obedece a las órdenes, memoriza lo aprendido, conoce la pasión amorosa y la ambición de la gloria, practica virtudes «raras aun entre los hombres» como la probidad, la prudencia, la equidad, y tributa una veneración religiosa a las estrellas, al sol y a la luna. Ni una palabra (fuera del superlativo
maximum)
dedica Plinio a la descripción de este animal (representado por lo demás con fidelidad en los mosaicos romanos de la época); sólo transmite las curiosidades legendarias que ha encontrado en los libros: habla de los ritos y costumbres de la sociedad elefantina como si fueran los de una población de cultura diferente de la nuestra pero digna sin embargo de respeto y comprensión.
En la
Historia natural
el hombre, perdido en medio del mundo multiforme, prisionero de su propia imperfección, tiene por una parte el alivio de saber que también Dios es limitado en sus poderes
(«Imperfectae vero in homine naturae praecipua solacia, ne deum quidem posse omnia»
, II, 27) y por otra tiene como próximo inmediato al elefante, que puede servirle de modelo en el plano espiritual. Apretado entre estas dos grandezas imponentes y benignas, el hombre aparece ciertamente empequeñecido, pero no aplastado.
De los elefantes, la revista de los animales terrestres pasa —como en una visita infantil al zoo— a los leones, las panteras, los tigres, los camellos, los rinocerontes, los cocodrilos. Siguiendo un orden decreciente de dimensiones, vienen las hienas, los camaleones, los erizos, los animales de madriguera, y también los caracoles y las luciérnagas; los animales domésticos se amontonan al final del libro.
La fuente principal es la
Historia animalium
de Aristóteles, pero Plinio recupera de autores más crédulos o más fantasiosos las leyendas que el Estagirita descartaba o transmitía sólo para refutarlas. Es lo que ocurre tanto con las noticias sobre los animales más conocidos como con la mención y descripción de animales fantásticos, cuyo catálogo se mezcla con el de los primeros: así, al hablar de los elefantes, una digresión nos informa sobre los dragones, sus enemigos naturales; y a propósito de los lobos, Plinio registra (aunque sea burlándose de la credulidad de los griegos) las leyendas de los licántropos. De esta zoología forman parte la anfisbena, el basilisco, el catoblepas, los crocotes, los corocotes, los leucotroctos, los leontofontes, las manticoras, que saliendo de estas páginas irán a poblar los bestiarios medievales.
La historia natural del hombre se prolonga en la de los animales durante todo el libro VIII, y esto no sólo porque las nociones transmitidas se refieren en gran medida a la cría de los animales domésticos y a la caza de los salvajes, así como a la utilidad práctica que el hombre saca de unos y de otros, sino porque es también un viaje por la fantasía humana en el que Plinio nos guía. El animal, sea verdadero o fantástico, ocupa un lugar privilegiado en la dimensión de lo imaginario: apenas nombrado se inviste de un poder fantasmal; se convierte en alegoría, símbolo, emblema.
Por eso recomiendo al lector errabundo que se detenga no sólo en los libros más «filosóficos», II y VII, sino también en el VIII, como el más representativo de una idea de la naturaleza que se expresa difusamente a lo largo de los 37 libros de la obra: la naturaleza como aquello que es exterior al hombre pero que no se distingue de lo que es más intrínseco a su mente, el alfabeto de los sueños, el código secreto de la imaginación, sin el cual no se dan ni razón ni pensamiento.
[1982]
Pertenecer a una civilización poligámica y no monogámica seguramente cambia muchas cosas. Por lo menos en la estructura narrativa (único campo en el que creo poder opinar) se abren muchas posibilidades que Occidente ignora.
Por ejemplo, un motivo muy difundido en los cuentos populares occidentales: el héroe que ve un retrato de la bella, e instantáneamente se enamora, lo encontramos también en Oriente, pero multiplicado. En un poema persa del siglo XII el rey Bahram ve siete retratos de siete princesas y se enamora de las siete a la vez. Cada una de ellas es hija de un soberano de uno de los siete continentes; Bahram les pide a uno por uno la mano de sus hijas. Después manda levantar siete pabellones, cada uno de un color diferente y «construidos según la naturaleza de los siete planetas». A cada una de las princesas de los siete continentes corresponderá un pabellón, un color, un planeta y un día de la semana; el rey hará una visita semanal a cada una de las esposas y escuchará el relato que le cuenten. Los vestidos del rey serán del color del planeta del día y las historias narradas por las esposas estarán igualmente a tono con el color y las virtudes del respectivo planeta.
Esos siete relatos son fábulas llenas de maravillas del tipo de
Las mil y una noches
, pero cada uno tiene una finalidad ética (aunque no siempre sea reconocible bajo su cubierta simbólica), con lo cual el ciclo semanal del rey esposo es un reconocimiento de las virtudes morales como correlato humano de las propiedades del cosmos. (Poligamia carnal y espiritual del único varón rey con sus muchas esposas servidoras; en la tradición el papel de los sexos es irreversible y en este sentido no hay que esperar ninguna sorpresa.) Los siete relatos comprenden a su vez aventuras amorosas que se presentan en forma multiplicada con respecto a los modelos occidentales.
Por ejemplo, el esquema típico del relato de iniciación quiere que el héroe pase por varias pruebas para merecer la mano de la doncella amada y un trono real. En Occidente este esquema exige que las bodas se reserven para el final, o bien, si ocurren durante el relato, que precedan nuevas vicisitudes, persecuciones o encantamientos, en los cuales la prometida (o el prometido) se pierde primero y después se encuentra. En cambio aquí leemos una historia en la que el héroe en cada prueba que supera gana una nueva esposa, más importante que la precedente; y esas sucesivas esposas no se excluyen mutuamente sino que se suman como los tesoros de experiencia y sabiduría acumulados durante la vida.
Me estoy refiriendo a un clásico de la literatura persa medieval: Nezāmi,
Las siete princesas
. Acercarse a las obras maestras de la literatura oriental las más de las veces sigue siendo para nosotros, los profanos, una experiencia aproximativa, porque ya es mucho que a través de las traducciones y las adaptaciones nos llegue un lejano perfume, y siempre resulta arduo situar una obra en un contexto que no conocemos; este poema en particular es sin duda un texto por lo menos complejo por su factura estilística y sus implicaciones espirituales. Pero la traducción italiana de Bausani (que parece meticulosamente adherida al espeso tejido de metáforas y no retrocede ni siquiera ante los juegos de palabras, poniendo entre paréntesis los vocablos persas), las copiosas notas, la introducción (y también el conjunto esencial de ilustraciones) nos dan, creo, algo más que la ilusión de entender qué es este libro y nos permite saborear los encantos poéticos, al menos la parte que una traducción en prosa puede transmitir.
Tenemos pues la rara fortuna de agregar a nuestro anaquel de obras maestras de la literatura mundial una obra muy deleitable y sustanciosa. Digo rara fortuna porque esta ocasión es un privilegio de nosotros los italianos entre todos los lectores occidentales, si es cierto lo que dice la bibliografía del volumen: que la única traducción inglesa completa de 1924 es incorrecta, la alemana un arreglo parcial y libre, y la francesa no existe.
Nezāmi (1141-1204), nacido y muerto en Ganjè (en el Azerbaiyán ahora soviético, que vivió pues en un territorio donde se funden las estirpes irania, curda y turca), musulmán sunní (en aquella época los chiítas aún no prevalecían en Irán), cuenta en
Las siete princesas (Haft Peikar
, literalmente
Las siete efigies
, fechable en torno al 1200, uno de los cinco poemas que escribió) la historia de un soberano del siglo V, Bahram V, de la dinastía sasánida. Nezāmi evoca en clave de mística islámica el pasado de la Persia zoroastriana: su poema celebra al mismo tiempo la voluntad divina a la que el hombre debe remitirse enteramente y las diversas potencialidades del mundo terrenal, con resonancias paganas y gnósticas (y también cristianas: se recuerda al gran taumaturgo Isu, o sea Jesús).
Antes y después de los siete cuentos narrados en los siete pabellones, el poema ilustra la vida del príncipe, su educación, sus cacerías (del león, del onagro, del dragón), sus guerras contra los chinos del Gran Kan, la construcción del castillo, sus fiestas y borracheras, sus amores, incluso los ancilares. El poema es ante todo el retrato del soberano ideal en el que se funden, como dice Bausani, la antigua tradición irania del «rey sagrado» y la islámica del piadoso sultán, sometido a la ley divina.
Un soberano ideal —pensamos nosotros— debería tener un reino próspero y subditos felices. ¡Ni en sueños! Estos son prejuicios de nuestra mentalidad pedestre. Que un rey sea un prodigio de todas las perfecciones no excluye que su reino sufra las más crueles injusticias en manos de ministros pérfidos y ávidos. Pero como el rey goza de la gracia celestial, llegará el momento en que la triste realidad de su reinado se revele a sus ojos. Entonces castigará al visir infame y dará satisfacción a quienquiera que vaya a contarle las injusticias sufridas: estas son pues las «historias de los ofendidos», también siete, pero sin duda menos atrayentes que las otras.
Restablecida la justicia en el reino, Bahram puede reorganizar el ejército y derrotar al Gran Kan de la China. Cumplido así su destino, no le queda sino desaparecer: en realidad desaparece literalmente en una caverna donde se había metido a caballo siguiendo a un onagro para cazarlo. El rey es en suma, dice Bausani, «el Hombre por excelencia»: lo que cuenta es la armonía cósmica que en él se encarna, armonía que en cierta medida se reflejará también en su reino y en sus súbditos, pero que reside sobre todo en su persona. (También hoy, por lo demás, hay regímenes que pretenden ser loables en sí y por sí, independientemente del hecho de que la gente viva muy mal.)