¿Por qué leer los clásicos? (5 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Del Oriente («de algún antepasado de
Las mil y una noches»
, dice Wilkinson) le viene la romántica historia de Píramo y Tisbe (que una de las miniedes escoge de una lista de historias del mismo origen misterioso): el muro que deja paso a las palabras susurradas pero no a los besos, la noche blanca de luna bajo el cándido jazmín cuyos reflejos llegarán al verano isabelino.

Del Oriente, a través de la novela alejandrina, le llega a Ovidio la técnica de multiplicación del espacio interno de la obra mediante los relatos engarzados en otros relatos que multiplican la impresión de algo denso, atestado, intrincado. Como el bosque donde una cacería del jabalí compromete los destinos de héroes ilustres (libro VIII), no lejos de los remolinos del Aqueloo, que detienen a los que regresan de la cacería. Los acoge en su morada el dios fluvial, que se presenta como obstáculo y al mismo tiempo refugio, pausa en la acción, ocasión para narrar y reflexionar. Como entre los cazadores no sólo está Teseo, curioso por conocer el origen de todo lo que ve, sino también Perítoo, descreído e insolente
(«deorum / spretor erat mentisque ferox»)
, el río se anima a contar historias maravillosas de metamorfosis, imitando a los huéspedes. Así se van uniendo continuamente en
Las metamorfosis
nuevas acumulaciones de historias como conchas de las que puede nacer la perla: en este caso el humilde idilio de Filemón y Baucis, que contiene todo un mundo minucioso y un ritmo absolutamente diferente.

Es preciso decir que sólo ocasionalmente se sirve Ovidio de estas complicaciones estructurales: la pasión que domina su talento para la composición no es la sistematicidad sino la acumulación, unida a las variaciones de perspectiva, a los cambios de ritmo. Por eso cuando Mercurio, para hacer dormir a Argos cuyos cien párpados nunca se cierran al mismo tiempo, comienza a contar la metamorfosis de la ninfa Siringa en un manojo de cañas, su narración en parte se extiende, en parte se resume en una única frase, ya que la continuación del relato queda implícita en el enmudecimiento del dios, apenas ve que todos los ojos de Argos han cedido al sueño.

Las metamorfosis
son el poema de la rapidez: todo debe sucederse a ritmo apretado, imponerse a la imaginación, cada imagen debe superponerse a otra imagen, cobrar evidencia, disiparse. Es el principio del cinematógrafo: cada verso, como cada fotograma, debe estar lleno de estímulos visuales en movimiento. El
horror vacui
domina tanto el espacio como el tiempo. Durante páginas y páginas todos los verbos están en presente, todo sucede bajo nuestros ojos, los hechos se engarzan, las distancias son negadas. Y cuando Ovidio siente la necesidad de cambiar de ritmo, lo primero que hace no es cambiar el tiempo del verbo sino la persona, pasar de la tercera a la segunda, es decir introducir el personaje del que está a punto de hablar dirigiéndose directamente a él de tú:
«Tu quoque mutatum torvo, Neptune, invenco [...]»
. El presente no está sólo en el tiempo verbal, sino que es la presencia misma del personaje lo que se evoca. Aun cuando los verbos están en pasado, el vocativo opera un repentino acercamiento. Este procedimiento es utilizado a menudo cuando varios sujetos realizan acciones paralelas, para evitar la monotonía de la catalogación. Si de Ticio ha hablado en tercera persona, Tántalo y Sísifo son convocados de tú y en vocativo. >A la segunda persona también tienen derecho las plantas
(«Vos quoque, flexipedes hederae, venistis [...]»)
y no hay que asombrarse, sobre todo cuando son plantas que se mueven como personas y acuden al son de la lira del viudo Orfeo, agolpándose en un espeso vivero de flora mediterránea (libro IX).

Hay también momentos —y el que acaba de mencionarse es uno— en los que el relato debe aminorar la velocidad, pasar a una marcha más sosegada, hacer que el transcurso del tiempo parezca suspendido, una velada lejanía. En estos casos, ¿qué hace Ovidio? Para dejar claro que el relato no tiene prisa, se detiene a fijar los detalles más pequeños. Por ejemplo: Filemón y Baucis acogen en su humilde casa a visitantes desconocidos, los dioses:
«[...] Mensae sed erat pes tertius impar: / testa parem fecit; quae postquam subdita clivum / sustulit, aequatam mentae tersere virentes [...]»
. [«Pero una de las tres patas de la mesa es demasiado corta. [Baucis] desliza debajo una piedra para que no quede inclinada, y después la limpia con hojas de menta verde. Y pone encima aceitunas de dos colores, sagradas para la sencilla Minerva, y cerezas otoñales conservadas en líquida salsa, y endivias y rábanos y una especie de leche cuajada, y huevos delicadamente envueltos en cenizas no demasiado calientes: todo en cacharros de terracota [...]»] (libro VIII).

Y al seguir enriqueciendo el cuadro, Ovidio logra un resultado de enrarecimiento y de pausa. Porque el gesto de Ovidio es siempre el de añadir, nunca el de quitar; seguir aumentando los detalles, nunca desvanecerse en lo impreciso. Procedimiento que surte efectos diferentes según la entonación, aquí humilde y solidaria con las cosas pobres, allá excitada e impaciente por saturar lo maravilloso de la fábula con la observación objetiva de los fenómenos de la realidad natural. Como cuando Perseo lucha con el monstruo marino en cuyo lomo se incrustan las conchas, y apoya en un escollo, cara abajo, la cabeza erizada de serpientes de la Medusa, después de haber extendido —para que no sufra con el contacto de la áspera arena— una capa de algas y de ramitas acuáticas. Al ver que las hojas se vuelven de piedra en contacto con la Medusa, las ninfas se entretienen en someter otras ramitas a la misma transformación: así nace el coral que, blando bajo el agua, se petrifica en contacto con el aire; así Ovidio, con su gusto por las formas extrañas de la naturaleza, concluye la aventura fabulosa en clave de leyenda etiológica.

Una ley de máxima economía interna domina este poema aparentemente consagrado al gasto desenfrenado. Es la economía propia de las metamorfosis, que quiere que las nuevas formas recuperen en lo posible los materiales de las viejas. Después del diluvio, al transformarse las piedras en seres humanos (libro I) «sin embargo la parte de la piedra que estaba como impregnada de algún jugo, o era terrosa, se convirtió en cuerpo; lo que era sólido, imposible de doblar, se mudó en huesos; las que eran venas subsistieron, bajo el mismo nombre». Aquí la economía se extiende al nombre:
«quae, modo vena fuit, sub eodem nomine mansit»
. Dafne (libro I), de quien lo que más llama la atención son los cabellos desordenados (tanto que el primer pensamiento de Febo al verla es: «¡Imagínate, si se los peinara!».
«Spectat inornatos collo pendere capillos / et “Quid, si comantur?” ait [...]»)
, ya está predispuesta en las líneas flexibles de su fuga a la metamorfosis vegetal:
«[...] in frondem crines, in ramos bracchia crescunt; / pes modo tam velox pigris radicibus haeret [...]»
. Cíane (libro V) no hace sino llevar al extremo su deshacerse en lágrimas
(lacrimisque absumitur omnis)
hasta disolverse en el pequeño lago en que habitaba como ninfa. Y los campesinos de Licia (libro VI) que gritan injurias a la andariega Latona, empeñada en saciar la sed de sus gemelos recién nacidos, y enturbian el lago removiendo el fango, no eran muy diferentes de las ranas en que, en justo castigo, se convierten: basta que el cuello desaparezca, que los hombros se unan a la cabeza, que la espalda se vuelva verde y el vientre blanquecino.

Esta técnica de la metamorfosis ha sido estudiada por Sčeglov en un ensayo muy claro y convincente. «Todas estas transformaciones», dice Sčeglov, «tienen exactamente que ver con los hechos físico-espaciales que Ovidio suele aislar en los objetos aun fuera de la metamorfosis (“piedra dura”, “cuerpo largo”, “espinazo encorvado”). Gracias a su conocimiento de las propiedades de las cosas, el poeta encamina la transformación por la vía más breve, porque sabe por anticipado lo que tiene de común el hombre con el delfín, lo que le falta o tiene de más con respecto a él. El hecho esencial es que, gracias a la representación del mundo entero como un sistema de propiedades elementales, el proceso de la transformación —ese fenómeno inverosímil y fantástico— se reduce a una sucesión de procesos bastante simples. El acontecimiento ya no es presentado como una fábula, sino como una suma de hechos habituales y verosímiles (crecimiento, disminución, endurecimiento, ablandamiento, encorvamiento, enderezamiento, conjunción, rarefacción, etc.)»

La escritura de Ovidio, tal como Sčeglov la define, contendría en sí el modelo o por lo menos el programa del Robbe-Grillet más riguroso y más frío. Cae por su peso que tal definición no agota lo que podemos buscar en Ovidio. Pero lo importante es que este modo de designar objetivamente los objetos (animales e inanimados) «como diferentes combinaciones de un número relativamente pequeño de elementos fundamentales, simplísimos» corresponde a la única filosofía cierta de
Las metamorfosis
: «la de la unidad y parentesco de todo lo que existe en el mundo, cosas y seres vivientes».

Con el relato cosmogónico del libro I y la profesión de fe pitagórica del último, Ovidio ha querido hacer una sistematización teórica de esta filosofía natural, tal vez en competencia con el lejanísimo Lucrecio. Se ha discutido mucho el valor que ha de darse a estas enunciaciones, pero tal vez lo único que cuente para nosotros sea la coherencia poética con que Ovidio representa y narra su mundo: ese pulular y enredarse de aventuras a menudo semejantes y siempre diferentes, con que se celebra la continuidad y la movilidad del todo.

Todavía no ha terminado el capítulo de los orígenes del mundo y de las catástrofes primordiales y Ovidio ataca ya la serie de los amores de los dioses por las ninfas o las muchachas mortales. Las historias amorosas (que ocupan preponderantemente la parte más viva del poema, los primeros doce libros) presentan varias constantes: como muestra Bernardini, se trata de enamoramientos a primera vista, de una atracción apremiante, sin complicaciones psicológicas, que exige una satisfacción inmediata. Y como la criatura deseada por lo general rehúsa y huye, el motivo de la persecución por los bosques es recurrente; la metamorfosis puede producirse en momentos diferentes, como disfraz del seductor o como escape de la asediada o castigo de la seducida por parte de otra divinidad celosa.

Frente al continuo acoso de los deseos masculinos, los casos de iniciativa amorosa femenina son más raros, pero en cambio se trata de amores más complejos, no de caprichos extemporáneos sino de pasiones que comportan una riqueza psicológica mayor (Venus enamorada de Adonis), implican a menudo una componente erótica más morbosa (la ninfa Salmacis que en el abrazo con Hermafrodito se funde en una criatura bisexual), y en algunos casos se trata de pasiones ilícitas, incestuosas (como los trágicos personajes de Mirra, de Biblis; la forma en que a esta última se le revela la pasión por su hermano, el sueño, la turbación, son una de las páginas más bellas del Ovidio psicólogo), o bien homosexuales (como Ifis), o de celos criminales (como Medea). Las historias de Jasón y Medea abren en el corazón del poema (libro VII) el espacio de una verdadera y auténtica novela en la que se entretejen aventuras y tenebrosidad pasional y el «negro» grotesco de la receta de los filtros de bruja que pasará sin cambios a Macbeth.

El paso sin intervalos de una historia a otra queda subrayado por el hecho de que —como observa Wilkinson— «el final de una historia coincide rara vez con el final de uno de los libros en que se divide el poema. Ovidio puede empezar una historia nueva cuando le faltan pocos versos al final de un libro, y éste es en parte el viejo expediente del novelista por entregas que aguza el apetito del lector por el episodio siguiente, pero es también una señal de la continuidad de la obra, que no se habría dividido en libros si por su longitud no hubiera necesitado cierto número de rollos. Así se nos comunica la impresión de un mundo real y coherente en el que se cumple una interacción entre sucesos que por lo común se consideran aisladamente».

Las historias pueden parecerse, nunca repetirse. No por nada la más desgarradora es la del desventurado amor de la ninfa Eco (libro II), condenada a la repetición de los sonidos, por el joven Narciso, condenado a la contemplación de la propia imagen repetida en el líquido espejo. Ovidio atraviesa corriendo ese bosque de historias amorosas, todas análogas y todas diferentes, seguido por la voz de Eco que repercute entre las rocas:
«Coëamus! Coëamus! Coëamus!»
.

[1979]

El cielo, el hombre, el elefante

Por el placer de la lectura, en la
Historia natural
de Plinio el Viejo aconsejaría atender sobre todo a tres libros: los dos que contienen los elementos de su filosofía, es decir, el II (sobre cosmografía) y el VII (sobre el hombre) y, como ejemplo de sus recorridos entre erudición y fantasía, el VIII (sobre animales terrestres). Naturalmente se pueden descubrir páginas extraordinarias en cualquier parte: en los libros de geografía (III-VI), de zoología acuática, entomología y anatomía comparada (IX-XI), de botánica, agronomía y farmacología (XII-XXXII), o sobre los metales, las piedras preciosas y las bellas artes (XXXIII-XXXVII).

El uso que siempre se ha hecho de Plinio, creo, es el de consulta, ya para saber qué sabían o creían saber los antiguos sobre una cuestión determinada, ya para escudriñar curiosidades y rarezas. (Bajo este último aspecto no se puede descuidar el libro I, es decir el sumario de la obra, cuyas sugestiones vienen de aproximaciones imprevistas: «Peces que tienen un guijarro en la cabeza; Peces que se esconden en invierno; Peces que sienten la influencia de los astros; Precios extraordinarios pagados por ciertos peces», o bien «Sobre la rosa: 12 variedades, 32 medicamentos; 3 variedades de lirios, 21 medicamentos; Planta que nace de una lágrima propia; 3 variedades de narcisos; 16 medicamentos; Planta cuya semilla se tiñe para que nazcan flores de colores; El azafrán: 20 medicamentos; Dónde da las mejores flores; Qué flores eran conocidas en tiempos de la guerra de Troya; Vestiduras que rivalizaban con las flores», y aún: «Naturaleza de los metales; Sobre el oro; Sobre la cantidad de oro que poseían los antiguos; Sobre el orden ecuestre y el derecho a llevar anillos de oro; ¿Cuántas veces cambió de nombre el orden ecuestre?».) Pero Plinio es también un autor que merece una lectura continuada, siguiendo el calmo movimiento de su prosa, animada por la admiración de todo lo que existe y por el respeto hacia la infinita diversidad de los fenómenos.

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