Read ¿Por qué leer los clásicos? Online
Authors: Italo Calvino
Podemos distinguir un Plinio poeta y filósofo, con su sentimiento del universo, su
pathos
del conocimiento y del misterio, y un Plinio coleccionista neurótico de datos, compilador obsesivo que sólo parece preocuparse de no desperdiciar ni una anotación de su mastodóntico fichero. (En la utilización de las fuentes escritas era omnívoro y ecléctico, pero no acrítico: estaba el dato que tomaba por bueno, el que registraba con beneficio de inventario y el que refutaba como patraña evidente, sólo que el método de su evaluación parece sumamente oscilante e imprevisible.) Pero una vez admitida la existencia de estos dos aspectos, hay que reconocer sin más que Plinio es siempre uno, así como uno es el mundo que quiere describir en la variedad de sus formas. Para lograr su intento, no teme agotar el interminable número de formas existentes, multiplicado por el interminable número de noticias existentes sobre todas estas formas, porque formas y noticias tienen para él el mismo derecho a formar parte de la historia natural y a ser interrogadas por quien busca en ellas esa señal de una razón superior que él está convencido de que encierran. El mundo es el cielo eterno e increado, cuya bóveda esférica y rotatoria cubre todas las cosas terrenas (II, 2), pero el mundo difícilmente puede distinguirse de Dios, que para Plinio y para la cultura estoica a la que Plinio pertenece es un Dios único, no identifícable con ninguna de sus partes o aspectos, ni con la multitud de personajes del Olimpo (aunque quizá sí con el Sol, ánima o mente o espíritu del cielo, II, 13). Sin embargo, al mismo tiempo, el cielo está hecho de estrellas eternas como él (las estrellas entretejen el cielo y al mismo tiempo están insertas en el tejido celeste:
«aeterna caelestibus est natura intexentibus mundum intextuque concretis»
, II, 30), pero es también el aire (encima y debajo de la Luna) que parece vacío y difunde aquí abajo el espíritu vital y engendra nubes, granizo, truenos, rayos, tempestades (II, 102).
Cuando hablamos de Plinio no sabemos nunca hasta qué punto podemos atribuirle las ideas que expresa; su escrúpulo reside en meter lo menos posible de su cosecha, y atenerse a lo que transmiten las fuentes; y esto con arreglo a una idea impersonal del saber, que excluye la originalidad individual. Para tratar de comprender cuál es realmente su sentido de la naturaleza, qué lugar ocupa en él la arcana majestad de los principios y cuál la materialidad de los elementos, debemos atenernos a lo que es sin duda suyo, es decir a la sustancia expresiva de su prosa. Véanse por ejemplo las páginas sobre la Luna, donde el acento de conmovida gratitud hacia ese «astro novísimo, el más familiar para cuantos viven sobre la Tierra, remedio de las tinieblas»
(«novissimum sidus, terris familiarisssimum et in tenebrarum remedium [...]
, II, 41) y hacia todo lo que él nos enseña con el movimiento de sus fases y de sus eclipses, se une a la funcionalidad ágil de las frases para describir ese mecanismo con cristalina nitidez. En las páginas astronómicas del libro II es donde Plinio demuestra que puede ser algo más que un compilador de gusto imaginativo como suele considerársele, y se revela como un escritor que posee lo que será el talento principal de la gran prosa científica: el de exponer con nítida evidencia el razonamiento más complejo extrayendo de él un sentimiento de armonía y de belleza.
Esto sin inclinarse jamás hacia la especulación abstracta. Plinio se atiene siempre a los hechos (a lo que él considera hechos o que alguien ha considerado tales): no acepta la infinitud de los mundos porque la naturaleza de este mundo es ya bastante difícil de conocer y la infinitud no simplificaría el problema (II, 4); no cree en el sonido de las esferas celestes, ni como fragor más allá de lo que se puede oír, ni como armonía indecible, porque «para nosotros, que estamos en su interior, el mundo se desliza día y noche en silencio» (II, 6).
Después de haber despojado a Dios de las características antropomorfas que la mitología atribuye a los inmortales del Olimpo, Plinio, en buena lógica, tiene que acercar a Dios a los hombres a causa de los límites impuestos por la necesidad a sus poderes (más aún, en un caso Dios es menos libre que los hombres, porque no podría darse muerte aunque lo quisiera): Dios no puede resucitar a los muertos, ni hacer que el que vive no haya vivido; no tiene ningún poder sobre el pasado, sobre la irreversibilidad del tiempo (II, 27). >Como el Dios de Kant, no puede ponerse en conflicto con la autonomía de la razón (no puede evitar que diez más diez sean veinte), pero definirlo en estos términos nos alejaría del inmanentismo pánico de su identificación con la fuerza de la naturaleza
(«per quae declaratur haut dubie naturae potentia idque esse quod deum vocemus»
, II, 27).
El tono lírico o lírico-filosófico que domina en los primeros capítulos del libro II corresponde a una visión de armonía universal que no tarda en resquebrajarse; una parte considerable del libro está dedicada a los prodigios celestes. La ciencia de Plinio oscila entre la tentativa de reconocer un orden en la naturaleza y el registro de lo extraordinario y lo único, y el segundo aspecto termina siempre por ganar la partida. La naturaleza es eterna, sagrada y armoniosa, pero deja un amplio margen a la aparición de fenómenos prodigiosos inexplicables. ¿Qué conclusión general hemos de extraer? ¿Que se trata de un orden monstruoso, hecho enteramente de excepciones a la regla? ¿O de reglas tan complejas que escapan a nuestro entendimiento? En ambos casos, debe existir sin embargo una explicación, aunque sea por el momento desconocida: «Cosas todas de explicación incierta y oculta en la majestad de la naturaleza» (II, 101), y un poco más adelante:
«Adeo causa non deest»
(II, 115), no son causas las que faltan, siempre se puede encontrar una. El racionalismo de Plinio exalta la lógica de la causa y de los efectos, pero al mismo tiempo la minimiza: no porque encuentres la explicación de los hechos, éstos dejan de ser maravillosos.
La máxima que acabo de citar termina un capítulo sobre el origen misterioso de los vientos: pliegues montañosos; concavidades de valles que devuelven las ráfagas como los sonidos del eco; una gruta en Dalmacia donde basta arrojar algo, por ligero que sea, para desencadenar una tempestad marina; una roca en Cirenaica que basta tocar con una mano para levantar un torbellino de arena. Plinio da muchísimos catálogos de hechos extraños, no vinculados entre sí: de los efectos del rayo en el hombre, con sus llagas frías (de entre las plantas, el rayo sólo perdona al laurel, de entre los pájaros al águila, II, 146), de lluvias extraordinarias (de leche, de sangre, de hierro o de esponjas de hierro, de lana, de ladrillos cocidos, II, 147).
Y sin embargo Plinio limpia el terreno de muchas patrañas, como los presagios de los cometas (por ejemplo, refuta la creencia de que la aparición de un cometa entre las partes pudendas de una constelación —¡qué es lo que no veían en el cielo los hombres de la Antigüedad!— anuncia una época de relajamiento de las costumbres:
«obscenis autem moribus in verendis partibus signorum»
, II, 93), pero todo prodigio se le presenta como un problema de la naturaleza, en cuanto es la otra cara de la norma. Plinio se defiende de las supersticiones, aunque no siempre sabe reconocerlas, y esto es particularmente verdadero en el libro VII, donde habla de la naturaleza humana: aun sobre hechos fácilmente observables transmite las creencias más abstrusas. Es típico el capítulo sobre la menstruación (VII, 63-66), pero hay que señalar que las noticias de Plinio siguen siempre la tendencia de los tabúes religiosos más antiguos acerca de la sangre menstrual. Hay una red de analogías y de valores tradicionales que no se opone a la racionalidad de Plinio, como si ésta también asentara sus cimientos en el mismo terreno. Así se inclina a veces a construir explicaciones analógicas de tipo poético o psicológico: «Los cadáveres de los hombres flotan boca arriba, los de las mujeres boca abajo, como si la naturaleza quisiera respetar el pudor de las mujeres muertas» (VII, 77).
Plinio transmite rara vez hechos testimoniados por su propia experiencia directa: «he visto de noche, durante los turnos de los centinelas, delante de las trincheras, brillar luces en forma de estrella en las lanzas de los soldados» (II, 101); «durante su principado, Claudio hizo venir de Egipto a un centauro, que vimos conservado en miel» (VII, 35); «yo mismo vi en Africa a un ciudadano de Tisdro, transformado de mujer en hombre el día de su boda» (VII, 36).
Pero para un investigador como él, protomártir de la ciencia experimental, que había de morir asfixiado por las exhalaciones del Vesubio en erupción, las observaciones directas ocupan un lugar mínimo en su obra, y cuentan ni más ni menos que las noticias leídas en los libros, tanto más autorizadas cuanto más antiguas. A lo sumo se precave declarando: «No obstante, sobre la mayoría de estos hechos no empeñaría mi palabra, sino que prefiero atenerme a las fuentes a las que remito en todos los casos dudosos, sin cansarme nunca de seguir a los griegos, que son los más exactos en la observación, así como los más antiguos» (VII, 8).
Después de este preámbulo, Plinio se siente autorizado a lanzarse a su famosa reseña de las características «prodigiosas e increíbles» de ciertos pueblos de ultramar, que tanta fortuna conocerá en la Edad Media y aún después, y que transformará la geografía en una feria de fenómenos vivientes. (Los ecos se prolongarán aún en los relatos de los viajes
verdaderos
, como los de Marco Polo.) Que en las landas desconocidas en las fronteras de la Tierra vivan seres en el límite de lo humano no ha de maravillar: los arimaspis, con un solo ojo en medio de la frente, que disputan las minas de oro a los grifos; los habitantes de los bosques de Abarimón, que corren a toda velocidad con los pies al revés; los andróginos de Nasamona, que alternan uno u otro sexo cuando se acoplan; los tibíos, que tienen en un ojo dos pupilas y en el otro la figura de un caballo. Pero el gran Barnum presenta sus números más espectaculares en la India, donde se puede ver una población montañesa de cazadores con cabeza de perro; y otra de saltadores con una sola pierna, que para descansar a la sombra se tienden alzando el único pie como un quitasol; y los astomios sin boca, que viven oliendo perfumes. En el medio, noticias que ahora sabemos verdaderas, como la descripción de los faquires indios (llamados filósofos gimnosofistas) o que siguen alimentando las crónicas misteriosas que leemos en nuestros periódicos (donde se habla de pies inmensos, podría tratarse del Yeti del Himalaya), o leyendas cuya tradición se prolongará durante siglos, como la de los poderes taumatúrgicos del rey (el rey Pirro, que curaba las enfermedades del bazo con la imposición del pulgar del pie).
De todo esto surge una idea dramática de la naturaleza humana como algo precario, inseguro: la forma y el destino del hombre penden de un hilo. Dedica varias páginas a lo imprevisible del parto, citando los casos excepcionales y las dificultades y los peligros. También ésta es una zona de límites: el que existe podría no existir o ser diferente, y todo lo que ha sido decidido está ahí.
«En las mujeres embarazadas todo, por ejemplo la manera de caminar, influye en el parto: si toman alimentos demasiado salados echan al mundo un niño sin uñas; si no saben contener la respiración, tienen más dificultades para parir; hasta un bostezo, durante el parto, puede ser mortal, así como un estornudo durante el coito puede provocar el aborto. Compasión y vergüenza asaltan a quien considera cuán precario es el origen del más soberbio de los seres vivientes: muchas veces basta el olor de una lámpara apenas apagada para abortar. ¡Y decir que de un comienzo tan frágil puede nacer un tirano o un verdugo! ¡Tú que confías en tu fuerza física, que estrechas entre tus brazos los dones de la fortuna y te consideras no pupilo sino hijo de ella, piensa qué poco hubiera bastado para destruirte!» (VII, 42-44).
Se comprende que Plinio haya gozado de favor en la Edad Media cristiana: «Para pesar la vida en una justa balanza, hay que acordarse siempre de la fragilidad humana».
El género humano es una zona de lo viviente que se define circunscribiendo sus fronteras: por eso Plinio señala siempre los extremos límites que el hombre alcanza en todos los campos, y el libro VII no resulta demasiado diferente de lo que es hoy el
Guinness Book of Records
. Sobre todo campeones cuantitativos: de fuerza para sostener pesos, de velocidad en la carrera, de agudeza del oído, así como de memoria y también de extensión de los territorios conquistados; pero también campeones puramente morales, de virtud, de generosidad, de bondad. No faltan los récords más curiosos: Antonia, mujer de Druso, que no escupía nunca; el poeta Pomponio que nunca eructaba (VII, 80); o el precio más alto pagado por un esclavo (el gramático Dafni costó 700.000 sestercios, VII, 128).
Hay un solo aspecto de la vida humana en que a Plinio no le interesa señalar campeones o intentar mediciones y comparaciones: la felicidad. No se puede decir quién es feliz y quién es infeliz, porque depende de criterios subjetivos y opinables.
(«Felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudicii, cum prosperitatem ipsam alius alio modo et suopte ingenio quisque determinet»
, VII, 130.) Si se quiere mirar a la cara la verdad sin ilusiones, no hay hombre que pueda llamarse feliz: y aquí la casuística de Plinio enumera ejemplos de destinos ilustres (extraídos sobre todo de la historia romana), para demostrar cómo los hombres más favorecidos por la fortuna tuvieron que soportar la infelicidad y la desventura.
En la historia natural del hombre es imposible hacer entrar esa variable que es el destino: éste es el sentido de las páginas que Plinio dedica a las vicisitudes de la fortuna, a lo imprevisible de la duración de la vida de cada uno, a la vanidad de la astrología, a las enfermedades, a la muerte. Podemos decir que la separación entre las dos formas del saber que la astrología mantenía unidas —la objetividad de los fenómenos calculables y previsibles y el sentimiento de la existencia individual de futuro incierto—, esa separación que sirve de presupuesto a la ciencia moderna, ya se presenta en estas páginas, pero como una cuestión aún no definitivamente decidida, con respecto a la cual habría que reunir una documentación exhaustiva. Al presentar estos ejemplos, Plinio parece vacilar un poco: cada hecho sucedido, cada biografía, cada anécdota pueden servir para probar que la vida, si se la considera desde el punto de vista de quien la vive, no soporta cuantificaciones ni calificaciones, no admite ser medida o comparada con otras vidas. Su valor es interno, reside en ella misma, tanto más cuanto que las esperanzas y los temores de un más allá son ilusorios: Plinio comparte la opinión de que después de la muerte empieza una no existencia equivalente a la que precede al nacimiento y simétrica respecto a ella.