Politeísmos (17 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Al cabo, Álex abría el manillar con cara de cansancio, estirando los brazos hacia la espalda cogiéndose las manos.

—Verónica, ¿qué pasa? ¿No te bastó con lo de la tarde y vienes a por más? ¿Has mirado la hora que es, joder?

Mónica se acercaba al templo rojo como el sol de verano. Tropezó y se dio de bruces en el estanque. Había entrado en el agua, pero no sentía que el agua la mojara. Chapoteó tontamente a cuatro patas. Estaba empapada hasta los codos y las ingles, pero por más que tocaba el agua no la notaba. Era como si la rodeara mercurio: el líquido lo sentía, pero estaba impermeabilizada. Se incorporó: el cuervo la estaba mirando. Se acicalaba las plumas remeras, negriazules, con el pico. Lo siguió. El agua se le acababa y empezaba el templo. Mónica encogió la columna vertebral; la camiseta recortada le estaba grande y se le marcaban los omóplatos huesudos y salientes como si fueran a brotarle dos alas de la espalda. Se mordió el labio. Le daba miedo pisar esa piedra incandescente. Subió el peldaño y gritó. Estaba caliente: quemaba. El pájaro hinchó el buche y graznó para incentivarla. Voló de pilono a pilono. Le estaba pidiendo que lo siguiera. Mónica dio un paso doloroso y pisó las brasas con muchísimo cuidado. Podía oler la carne quemada de sus plantas. Avanzó cautelosamente, sollozando de sufrimiento, hasta que se golpeó con un muro invisible y una luz la deslumbró. La puerta del templo rugió como un dragón que fuera a echar fuego. Aterrorizada, salió corriendo. Su sombra arrastraba unas alas inmensas, plegadas tras de sí, que azotaban el suelo como una capa de grandiosas y larguísimas plumas. El cuervo, ahora, la llamaba desde un árbol.

Parpadeó. Se le acababan de desenfocar las dos realidades y tuvo que ajustarse los ojos. Veía el parquecillo con bancos de madera, césped, algunos árboles y una escultura en medio, pero veía también un bosque de troncos colosales, tan semejantes que no le permitían orientarse. Mónica levantó el brazo derecho y sintió las uñas curvas clavándose en la carne rosada. El cuervo se debatió a aletazos, le graznó junto a la oreja y lo entendió perfectamente. La estaba advirtiendo de algo. En su sombra no se reflejaba el pájaro.

Extiende las alas
, decía.

Se le habían abierto los oídos de golpe. Oyó cómo hablaban los árboles entre ellos sobre la sal, la luz, el aire, los frutos carnosos, el calor, el agua fresca, la profundidad de la tierra y las hojas verdes, tiernas y brillantes, que agonizaban en azafrán crujiente y cobrizo; comprendió el lenguaje de las aves, de las bestias, del cielo, de la lluvia y las estrellas, supo lo que arrulla la luna por la noche y lo que dice el sol por la mañana cuando se despereza. A lo lejos ladró un perro, y adivinó su pensamiento. Le entraron ganas de bailar de alegría y empezó a caminar por el bosque a rítmicos y alegres saltos: ahora sobre una alfombra de agujas de pino secas, ahora una piedrecilla recubierta de musgo, después un helecho arborescente, por último un tronco caído como un gigante vencido. Se inclinó para contemplar una agrupación de champiñones y níscalos. Rompió con el pie un pedazo del más tierno y se abrieron las crudas hojuelas fungosas en el suelo como un cadáver descuartizado.

El bosque se cerraba sobre su cabeza. Había calma absoluta y mucho silencio. El cuervo canturreaba entrecortadamente, como la voz de su conciencia. Le decía que volara, que volara, que volara... Mónica dejó de bailotear. Caminaba al acecho, con cautela cobarde, apartando las ramas que rodeaban su cabeza. Los hongos y hepáticas tapizaban toda la madera en lóbregas hilachas. Un liquen colgante le rozó las mejillas como una garra leprosa. Los mullidos helechos no crujían, ahogaban el sonido de sus propios pasos. El bosque fantasmagórico era una galería de ramas altas, apretadas y entretejidas en el cielo. La luna se filtraba brumosa, sus rayos llegaban como a través de vidrieras opacas. Hacía frío. Mucho frío. La niebla baja se pegaba a su cuerpo, humedeciéndolo. Los troncos mostraban escaleras interminables de setas leñosas, castañas, de yesca. El viento murmuraba al introducirse en las hendiduras intrincadas. Los árboles oscilaban acompasadamente con el cántico del cuervo.
Vuela
..., le pedía.
Vuela
. No se oían animales. No había zarpa alguna sobre la tierra laberíntica: hongos en círculo, rebaños de raíces gruesas, espinos, zarzas, hojas muertas, semillas calientes, frutos podridos y musgo plateado se enredaban en madejas y ovillos solitarios, sin dar cobijo a roedores ni insectos. Había muchas y gigantescas telas de araña refulgentes, nebulosas, pero estaban deshabitadas. Se adherían a su cuerpo cuando las desgarraba.

Mónica avanzaba echando miradas recelosas en torno. El bosque era gélido y aguanoso y enmohecido, demasiado frío y húmedo y espectral, demasiada jungla helada musgosa para ser el parque del Oeste. Apretó los ojos y las chispas de luciérnaga de su retina bailotearon a su alrededor como mariposas feéricas. La selva umbría era hostil, silenciosa.
Quieta
. Parecía dormida, pero los bosques no duermen. No se escuchaban grillos ni zumbidos de insectos ni trinos de ruiseñor ni silbidos de autillo ni incisivos de ardilla ni patas de zorro ágil ni aullidos de lobo adulto ni uñas trepadoras de gato de monte ni sacudidas de rabo de rata entre los huecos. No se oía nada. Sólo el silbo del aire y los pasos de la chica. Mónica bajó la vista y comprobó, con un escalofrío, que ahora pisaba escarcha.

Sus pupilas se movían miedosas y rápidas, vigilantes. Escuchaba su propio hálito convulso y el sonido de sus suelas. Miraba dónde ponía los pies, por si las bobinas de arbustos retorcidos decidían envolverle las piernas y derribarla. El cuervo se había callado, y no era ningún alivio no escuchar otra cosa que viento, pasos y jadeos. Tenía las palmas bañadas en sudor. Las botas se introducían en fango y en cristales de hielo. El ruido era blando y crujiente al mismo tiempo. Su aliento era vapor y pegajosa neblina. La luz de la luna no llegaba al suelo. Mónica alzó la vista a los árboles y sintió vértigo; eran columnas que se perdían en el firmamento. No se vislumbraba un solo trozo de cielo; apenas se distinguían los contornos de la luna redonda: el satélite era una mancha blanquecina a través del encaje apretado de hojas. La bruma densísima se espesaba hasta parecer agua. El cuervo iluminaba el sendero con los reflejos azules de sus alas e iba abriendo el pasillo cerrado y estrecho.
Vuela
, le pedía.
Vuela
.

Los árboles se brizaban, todos juntos, rítmicamente. Según avanzaba, le dio la sensación de que algo se movía a su espalda. Se volvió y no vio nada más que los troncos añejos, llenos de anillos de corteza partida. Volvió a caminar y vio la sombra que se desplazaba detrás entre la niebla. Se giró, pero sólo la acompañaban los árboles. Dio un paso, y los chopos, tilos, abedules, olmos, también lo dieron.

Los árboles acababan de moverse. Desgarraban la tierra arrastrando las cepas, de forma tan imperceptible que no notaba más que los rumores de las hojas, las ramas y la brisa. Mónica avanzó más rápido y los árboles se levantaron y saltaron grácilmente sobre sus raíces. Echó a correr. Cuando se detuvo y se dio la vuelta, jadeando, cayeron como moles y se hundieron en la tierra como si jamás hubieran hecho otra cosa que comer barro y detritus, beber agua y enfriarse las hojas caldeadas por el sol con la luz de la luna. Caminó hacia atrás, mirando los árboles, y los árboles se desplazaron casi de forma burlesca, arañando el cielo con las ramas. Entonces supo que nunca podría salir del bosque, porque el bosque se movía con ella. Comprendió que no estaba en un bosque cualquiera. Había llegado, sin saber cómo, desde alguna bifurcación en el camino, a
otro
bosque. Mónica había entrado al bosque primigenio.

¡Extiende las alas!
, avisó el cuervo agitándose locamente.
¡Vuela!

Los árboles se cernían sobre su cuerpo. El pájaro se elevó. Las ramas se abrieron para permitirle el paso y la chica pudo contemplar la luna sedante, tranquilizadora con su sola presencia.

¡Vuela!

Mónica se plisaba con la mano un ala nigérrima de la espalda e intentaba desplegarla. Se sintió imposibilitada; separaba el armazón de hueso, pero no podía mantenerlo extendido sin ayuda de sus dedos. Tenía plumas entretejidas en el pelo. Se acuclilló; apoyó las yemas en la tierra y curvó la espalda con todas sus fuerzas, como si quisiera rompérsela, apretando los dientes y gimiendo de dolor.

Entonces, abrió las alas con el ruido seco y crujiente de un abanico. Las plumas se irguieron. Eran inmensas, brillantes, como lunas de espejos. Sonrió con un éxtasis brutal. Era increíble saberse
alada
. Se quedó muy quieta y se carcajeó de los árboles. Se sentía hermosa, como un ángel oscuro. Sacudió la membrana y gozó del remolino de hojas que se levantaba a su alrededor. Peinó el suelo con el raquis y las barbas de cada pluma, dejando que se arrastraran. El cuervo bajaba en picado. Se posó enfrente, abrió el pico y le gritó de nuevo su advertencia:

¡Vuela!

Mónica se esforzó en agitar las alas, balanceando todo su cuerpo al compás, pero le pesaban demasiado. El cuervo daba cortos saltitos y graznaba sin parar. La chica bramó y se concentró en doblar hacia dentro y hacia fuera las extremidades. Empezaban a dolerle. Se puso en pie e intentó volar de otra forma, pero en esa postura le chocaban. Se estaba cansando y resoplaba fatigada. Los árboles ancianos reptaban velozmente. Los tocones y los tallos jóvenes caminaban sobre la punta de sus raíces livianas. La estaban rodeando; cada vez los tenía más cerca. Le enredaban las hojas entre el pelo y en las alas. Mónica lloraba de impotencia; por primera vez tenía algo asombrosamente bello y magnífico y era incapaz de usarlo. Una rama esquelética se entrelazó en su inútil plumaje. La estaba pinchando un palo afilado. Otro rebrote tierno jugueteaba a la altura del plumón del álula. Un roble descargó todo el peso de la cepa en su pie. El vástago de un haya se enroscó alrededor del hueso, en la paletilla saliente de su espalda. Los árboles la estaban cubriendo con sus raíces, con sus troncos, con sus anillos, con sus ramas y sus hojas. Se enrollaban las lianas, la estrechaban los retoños, serpenteaban palos, nervios, renuevos. Le trepaban los bulbos y muñones.

Cuando escuchó el chasquido casi ni le dolió.

Tenía las alas rotas. No era más que un pájaro muerto y los árboles la estaban triturando, desmenuzándola en nutrientes. Se apiñaban sobre su cuerpo quebrado los nudos, bultos, protuberancias y tocones de madera, chupando como vampiros el agua y las sales minerales de su organismo. Los árboles hacían ruidos desagradables de festín de carroñeros, mordían, succionaban, tragaban, deglutían, lamían y salivaban. Partían huesos con las muelas leñosas para extraer el tuétano.

Mon cerró los ojos y suspiró. Se rindió y dejó que la transformaran en abono.

Verónica estaba en la puerta de Álex, algo encogida como una pelota, con una risa de aristas en la cara. Desplegó los músculos y se lanzó contra él. Le derribó contra el suelo; no se lo esperaba. Dio con la espalda en la tarima, con la chica enmarañada entre sus brazos. Se sentó y la sujetó por los hombros.

—¡Hostia, Verónica, que estoy matado!

—Lobo... —canturreó con una voz extrañísima. Le lamió la boca, con la lengua puesta de punta. Se rascó el lomo contra su pecho. Le envolvió con la cola.

—¿Qué coño te pasa? ¡Estate quieta un rato, joder!

—Álex... —le gañó estranguladamente—. Ven conmigo. Quítate esa piel y acompáñame.

—¿Qué?

Verónica le estaba viendo al lobo
dentro
. Una maleza de pelaje gris, áspero y frondoso, palpitaba bajo la carne humana. Se le doraban los ojos castaños con la luz eléctrica. Detrás de sus dientes chascaban intermitentemente otros aún más afilados. Escuchaba en su estómago el gruñido enérgico del animal que avisa antes de soltar la dentellada.

—Es precioso, Álex —siseó Verónica—. Ahora lo veo y lo entiendo. Lo llevas en las entrañas. Está hecho una rosca como un gato junto al fuego. Tiene los ojos cerrados, las orejas aplastadas y hunde el hocico gris bajo el rabo. Es tan grande y tan dulce..., tan blando y tan cálido... Se le eriza el collarín de piel cada vez que toma aire y lo suelta. Dan ganas de acariciarte por dentro, Álex. De abrirte con un cuchillo para abrigarse en tu pelo...

—Verónica. ¿Estás drogada?

La chica se rió.

—Álex —gimió—, quítate la piel. Desabróchatela; saca el ombligo del ojal y abre esa camisa humana que llevas puesta —burbujeó un ronroneo complaciente—. Dobla el pellejo y déjalo plegado al pie de la cama; ya te pondrás el pijama de hombre para dormir por la mañana. Cacemos juntos, lobo.
Matemos
. En eso nos parecemos. Tú en el aprisco y yo en el gallinero —la chica gruñó con fiereza sexual y se relamió corriéndose todo el lápiz de labios por la cara. Soltó una risa roja, como si en lugar de pintura tuviera sangre a borbollones en la boca—. Cuando la presa es fácil, está encerrada y no opone resistencia, cuando el botín es abundante, estúpido y manso, no podemos evitar acabar con el rebaño entero. Pero tú enloqueces de rabia; yo sólo me divierto.

—Estás drogada.

La zorra levantó la cola, hizo una mueca y aspiró el olor maravilloso de unas gallinas ficticias, suaves y gordas, acostaditas en sus cálidas camas de heno. Las imaginó empollando huevos frágiles, de los que se rompen fácilmente entre los colmillos afiladísimos y derraman la yema dorada, cruda y tibia, por toda la lengua, mientras los trozos de la cáscara caen por los bordes entre los churretes traslúcidos de la clara. La boca se le hizo agua al pensar en la carne rosa de las rechonchas aves, y casi sentía cosquillas en el hocico de las plumas imaginarias.

Él la cogió para que dejara de sacudirse y de hacer gestos con la cara.

—Joder, Verónica. ¿Qué coño te has metido?

—Álex —Verónica se quedó rígida—. Se está moviendo.

Él se agitó incómodo. La chica tenía los ojos vidriosos clavados en su pecho: veía con claridad cómo el gran lobo gris se desperezaba, soltaba una lengua larga y plana y recogía la grupa preparándose para saltar desde el estómago hasta la garganta. Brincó, rascando con las zarpas en el esternón para conseguir salir del cuerpo. Hubo un remolino de garras, colmillos, hilos de saliva, ojos y pelo retorciéndose en la guarida de carne humana. En el forcejeo, el hocico se abrió camino por la faringe y se asomó entre los dientes de Álex, olfateando y chascando la lengua rosa contra la nariz negra y dilatada. Verónica le lamió la boca con timidez sumisa. Se restregó en su regazo.

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