Politeísmos (13 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—Ah, ¿no te gusta? Pues a mí me parece una herida digna de irse luciendo. Si yo fuera tú, llevaría coleta hasta que desapareciera.

—Serás cabrón... Y luego voy diciendo por ahí que me mordió un vampiro... No. Un licántropo. Eso te encantaría, ¿eh? Marcando territorio —se giró con una mueca—. Au. Esto duele un huevo. ¿Tienes yodo o agua oxigenada?

—No seas cínica, que te lo has pasado bomba.

—Y tú, no te jode.

—Pues sí, para qué mentirte. ¿Absenta?

—¿Para desinfectar? —preguntó irónicamente mientras seguía inspeccionándose la herida. Se sujetó el pelo para que no se le pegara a los pequeños coágulos que se estaban cuajando—. Me voy a dar una ducha, que me resbala la sangre hasta el culo.

—Sírvete. Y no me digas esas cosas si no quieres ponerme otra vez, princesa —la chica torció el labio y murmuró un taco. Abrió la llave. Él le gritaba desde el salón—. ¡Si quieres agua caliente, sé rápida, que se corta sola!

—¡Mójame un terrón de azúcar, Álex! —le pidió Verónica haciéndose oír bajo la cortina del agua—. ¡Como en Drácula de Coppola!

—Serás pija... —resopló, pero sacó la cuchara colador metálica destinada al efecto y le preparó sobre la copa un azucarillo empapado en alcohol.

La chica salió mojada del baño sin vestirse ni ponerse toalla, dejando charcos. Buscó en el bolso su estuche, sacó un lápiz largo y lo usó de alfiler del pelo para recogerlo. Cogió de la cuchara el prisma de azúcar teñido del verde de la absenta y lo succionó entre la lengua y el paladar, extrayendo el alcohol hasta que se le deshizo el caramelo terroso en la boca. Él se bebía la Mata Hari a palo seco, sin azúcar y con el hielo entero en cubos, que retiró en cuanto el vaso estuvo frío.

—Ahora te tomas la copita y te vas, que tengo curro y van a dar las siete.

—Hostia. ¿Ya? —empezó a vestirse, soltando maldiciones cada vez que se rozaba la herida. Se puso a buscar toda la pila de ropa del suelo. Se ajustó el corsé y lo giró para colocarlo. Encontró las bragas, se metió los pantalones, se puso los calcetines y se calzó las botas dando saltos contra el suelo para encajarlas. Subió las cremalleras hasta la rodilla y bajó las perneras, planchándoles las arrugas a palmadas. Se colocó toda la parafernalia. Volvió a engancharse las esposas al bolsito. Recorrió el cuarto con la mirada. Se ató a la cintura el jersey que llevaba antes debajo del corsé y se bebió los dos dedos del vaso de un trago, poniendo caras por lo fuerte que era. Le dio un beso azucarado de alcohol—. Tengo que irme, Álex, que he quedado con las chicas —sacó un espejito y se pintó con la barra de labios color cereza, jugosa y brillante como un chupachups—. ¿A la noche te veo?

—Pues gracias a ti, puede que no. Hale, pírate. A ver si acabo esto...

—¡Adiós! —le gritó desde la puerta. Oyó cómo golpeaba peldaño a peldaño los tres pisos de bajada. Se sentó en la silla del ordenador, sacó un cigarro y se bebió la absenta a sorbos, girando las ruedecillas de un lado para otro, tomándose su tiempo y pensando. Apretó el botón de la pantalla y el monitor se encendió temblando como un flan, con el ruido de un látigo.

V

—Por las necesidades de la iglesia y del estado, por la persona e intenciones del señor obispo de la diócesis y por las benditas ánimas del purgatorio,
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino...

—... No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, amén.


Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

—...
Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Mónica ya se estaba levantando para marcharse cuando la anciana volvió a iniciar la letanía, pero ahora rompiendo el tono monocorde y flemático con una rápida, agudísima voz de plañidera de pueblo. La chica volvió a dejarse caer con un suspiro.

—Ahora vamos a rezar una Salve por tu madre, para que la Santísima Virgen interceda por ella, por que Dios le perdone los pecados que cometió y le permita gozar de su presencia con los ángeles y los santos —encogió unos pucheros exagerados rehilando la voz, mientras que Mónica, rabiosa, sentía a su pesar cómo se le humedecían los ojos—.
Salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra, Dios te salve. A ti llamamos los desterrados, los hijos de Eva. A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...

A Mónica, sin poderlas contener, le rodaron dos por las mejillas. Respondió:

—Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar y gozar las promesas de nuestro Señor Jesucristo, amén.

Su abuela volvió a poner voz de flauta.

—Descanse en paz, amén.

—Amén —repitió Mónica resoplando.

La anciana se santiguó otra vez y guardó el rosario en su fundita.

—Dame un beso, Mari. ¿Me has preparado las pastillas?

—Sí, abuela —respondió—. Están en la mesa.

—Gracias, hija. Guárdame el rosario. Hay pescadilla cocida para cenar. Te tienes que echar tú la sal en tu plato.

—Ya, ya lo sé, abuela. Pero me voy a ir antes.

—¿No cenas? Está muy rica, tiene su ajito y su cebollita. ¿Vas a salir, Mari?

—Sí, abuela. Es viernes.

—Viernes. Tu madre tuvo el accidente un viernes.

Mónica frunció el ceño molesta. Cada vez que la anciana repetía aquello con ese tono de voz tan especial, le daba por pensar, sin poder evitarlo, que no se refería a cuando se mató con el coche, sino tal vez al otro accidente, el que le incumbía a ella.

—A pasarlo bien y a disfrutar, hija. Con las niñas de tu edad, con tus amigas. Ten mucho cuidado con quién conoces, Mari, que por la noche todos los gatos son pardos.

—Lo sé, abuela.

—Déjame echadas dos cucharadas de aceite crudo por encima de la pescadilla, que a mí ya me tiembla el pulso.

—Sí, abuela.

Se fue a la cocina a aliñar el plato. La anciana le hablaba desde el cuarto de estar.

—¿Y adónde vas esta noche? ¿Te vas de paseo con Verónica?

—No salimos, abuela, tranquila —respondió a voces. Entró de nuevo a la sala—. Nos veremos una película en casa de Vero. Ya me quedo a dormir ahí, que sé que te da miedo que venga en metro después de las once. Ya sabes, si te preocupas, llama al número que te di.

—Muy bien. Me gusta mucho tu amiga, Mari. Es tan guapa, y tan educada... Las dos juntitas en su casa estaréis estupendamente. No me gusta cuando os vais a bailar: aunque hayan cambiado los tiempos, hay cosas que nunca cambian —se le torció toda la cara como si fuera una bayeta que estuvieran escurriendo—. Tienes que tener mucho cuidado, Mari, ya sabes con qué. Piensa en tu madre.

Mónica se mordió el labio para no replicar. Dócilmente asintió.

—Sí, abuela. No te preocupes.

Depositó un beso fugaz en la mejilla seca, flácida y arrugada al tiempo, pintada con el color de la tristura y la ancianidad; la piel grisácea tenía carreteras verdosas de las venas. La anciana le apretó la mano y Mónica la dejó muerta como un pescado; era como si se le enroscara un sarmiento entre los dedos.

—¿Qué es esto, Mari? —le preguntó al mirarle las uñas.

—Nada, abuela. Me voy, que no llego —la chica se desprendió de los garfios y salió de la casa lo más rápido que pudo. Cuando cerró la puerta, tuvo la sensación enfermiza de que seguía escuchando el reloj de péndulo, el murmullo de letanías y el rasgueo de las cuentas del rosario, como si se le hubieran pegado a los oídos igual que el rumor del mar a una caracola. Miró a ambos lados por si aparecían vecinos y, en lugar de bajar las escaleras, subió de cuatro en cuatro hasta el último piso, y un tramo más que llevaba a la terraza cerrada del ático. Se quitó la mochila y se cambió de ropa a toda velocidad. Guardó el jersey rosa y los vaqueros en la bolsa. Debajo llevaba una camiseta negra, con el escudo de Sisters of Mercy y el cuello y las mangas recortadas. Era un regalo de Rebeca. Rebeca siempre les regalaba cosas, a ella y a Verónica. Rebeca era su mejor amiga, aunque ahora ya apenas quedaban sin Vero. Vero también era su amiga, pero menos. La había separado muchísimo de Rebeca. Estaba convencida de que a veces las dos le daban esquinazo y se iban solas por ahí.

Mientras se vestía, recordó cuando había conocido a Rebeca. Le imponía un poco, siempre entera de negro, con esa fácil elasticidad en el cuerpo. En los cambiadores de la clase de educación física había visto que llevaba tanga y top del mismo color, y la envidió irracionalmente porque ella sólo tenía bragas blancas de algodón y sujetadores color carne con cazuelas. Le parecía fascinante, ambigua y misteriosa. Había repetido dos veces, y todos sus amigos estaban ya fuera del instituto. La veía muy sola, pero no sabía cómo hablar con ella. Mientras se calzaba unas botas andróginas, se ponía una camiseta de Ghost in the Shell y unos guantes, Mónica no dejaba de mirarla. Rebeca se mojaba el pelo corto en el grifo del baño. Casi no quedaban chicas en el probador. Se sacó un cigarro.

—¿Fumas?

—Pues... aquí no se puede, ¿no?

—Vente para acá.

Se metieron en uno de los váteres y cerraron la puerta. Rebeca se encaramó en la cisterna, bajó la tapa y puso las botas sobre el retrete.

—Me llamo Rebeca.

—Ya lo sé.

—¿Ah, sí? Tú eres Mónica, ¿no?

—Sí.

—Toma.

Procurando no toser, Mónica dio una calada suave.

—No te tragas el humo, ¿no?

—Bueno...

—Mira —cogió una bocanada y, manteniéndola, dijo—. El buen fumador echa el humo después de hablar —le sonrió entre volutas—. Inténtalo.

Mónica cogió el cigarro. En el adjetivo estalló en toses.

Rebeca se reía, pero sin mala intención. Mónica se animó a sonreír. De pronto, se sintió muy bien, fumando a escondidas con una chica mayor que ella en un baño de los vestuarios del instituto.

—Oye... ¿Te puedo hacer una pregunta? —empezó con poca decisión, pero se animó al ver que Rebeca estiraba los labios, asintiendo—. ¿Por qué vas siempre de negro? ¿Se te ha muerto alguien?

Rebeca rió.

—No, qué va. Me gusta ir así. Soy siniestra. Ya sabes. Aunque entre semana prefiero ir en plan tranquilo, pantalón y camiseta.

Mónica sonrió con timidez.

—Te queda muy bien el negro.

—Gracias.

—Cuando murió mi madre, mi abuela me tuvo un año entero de luto —suspiró Mon—. Nunca olvidaré la bañera con los polvos Iberia, sumergiendo mis falditas y camisetas rosas en esa agua sucia como la tinta, y sacando las manos arrugadas chorreando alquitrán. Era terrible verme, una niña, y toda de luto.

Enseguida se había arrepentido de decir eso. La gente, después de escucharlo, solía contemplarla conmiserativamente. Le tenían lástima, no sabían qué decir y dejaban de hablar con ella. Sin embargo, cuando miró a Rebeca, se quedó asombrada. La chica sonreía brutalmente y le brillaban los ojos. Parecía envidiarla.

—No jodas. ¿Ibas de negro de pequeña? —preguntó interesadísima, dando una calada.

—Con cinco años...

—Es la polla, Mónica. ¿Tienes fotos de negro con cinco años?

—Alguna habrá, supongo.

—Joder, tía. Es la leche.

—¿Lo crees así?

—Te lo juro.

Mónica sonrió con mucha mayor confianza.

—Buscaré una foto para enseñártela.

Desde ese día, había empezado su transformación. Empezó a irse con ella a la salida del instituto, todas las tardes —la madre de Rebeca se acababa de divorciar y, como comentaba su amiga con mala intención y gracia, tenía “las hormonas disparadas”, así que prácticamente no se pasaba por casa y, cuando lo hacía, llamaba antes a su hija para que se marchase, porque siempre aparecía acompañada—. Cuando le presentó a Verónica la situación fue un tanto violenta, porque Mon y ella llevaban en la misma clase tres años y Vero jamás se había molestado en dirigirle la palabra. Sin embargo, pronto eran un grupo de amigas íntimas. Las tres se dedicaban a hablar tardes enteras de absolutamente todo, a teñirse el pelo, a comprar, intercambiar y modificar ropa, a oír música, a bailar, a salir por las noches y a ligar con tíos, a ligar mucho. Se había enrollado ese último año casi con un chico por fin de semana, para librarlas siempre del tercero de los amigos, normalmente el feo. No le importaba, pero aún no se había acostado con nadie, lo que la convertía en el blanco de burlas crueles por parte de Verónica. Mon suspiró algo enfadada. Se sacó haciendo equilibrios las botas militares, se puso los pantalones de vinilo, pendientes, pulseras, cinturón de placas, guantes de brazo. Volvió a calzarse, enrollando los cordones en los tobillos en lugar de pasarlos por los ojales. Sacó el maquillaje y se pinceló unos rabos en los ojos. Se untó la boca con la barra de labios y se pasó la lengua por los dientes por si se le habían manchado de negro. Lo guardó todo en la mochila, excepto las llaves, y la escondió en el hueco de la escalera.

—Has tardado un huevo, Mon —gruñó Verónica cuando la vio bajar a saltos y abrir el portal—. Y yo he salido escopetada de casa de Álex para llegar a tiempo.

—Lo siento —miró hacia los visillos del primer piso—. Vámonos deprisa que es capaz de estar espiándome por la ventana.

Las tres chicas se cogieron de la mano y corrieron hasta doblar la esquina.

—Beca, ¿llevas el móvil de tu madre? —preguntó Mon tomando aliento contra la pared—. Que me da a mí que mi abuela no se fía y me llama esta noche.

—Lo llevo. Tú tranquila que yo lo cojo y me encargo de decir que “las niñas ya están dormidas”. O que estáis cenando y os lo paso a las dos, más convincente.

—No sé cómo pica tu abuela, ¿eh? —comentó Verónica—. Lo digo en serio.

—Está algo escamada, la verdad. Pero no por la voz; Rebeca la tiene superadulta. Es que creo que la última vez se oyó un coche de fondo. Espero que no se le ocurra llamar cualquier día y vaya y lo coja tu madre, Beca.

—No te preocupes por eso, que ella se acaba de comprar otro teléfono. Éste ya es mío.

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