Politeísmos (46 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—Soy limpio y organizado desde que nací, Paula —respondió él.

—Álex; cuéntale eso a otra. Yo he estado en tu habitación, ¿recuerdas? Libros, tebeos y CDs por el suelo, la puñetera pared entera con el póster de escaleras arriba escaleras abajo de Escher, el Saturno devorando a sus hijos a la cabecera de la cama, los dibujos del test de Rorschach colgados del techo con todas las putas postales que encontrabas de lobos del National Geographic destrozándose unos a otros clavadas con chinchetas, el mapa este fluorescente de la luna en el cristal de la ventana, el póster de Royo con la tía atravesada con clavos y la ropa hecha un revoltijo en la silla. Y eso que tu padre tenía asistenta. Siempre pensé que cuando vivieras solo te comería la mierda.

—Pues ya ves que no. ¿Decepcionada?

—Sorprendida —se giró y vio el cristal estrellado del balcón—. ¿Qué le pasó a tu ventana?

Álex enarcó una ceja.

—Una sesión de espiritismo.

—Tú eres imbécil —replicó Paula—. ¿No tienes televisión? Lo de los sillones no va contigo, ¿verdad?

—Tiene sus ventajas; así directamente me llevo a las tías a la cama porque no hay más lugar donde sentarse. Si gustas... —se paró a la puerta del dormitorio—. Espérate un minuto —dijo, cerrando tras de sí.

La chica acarició la funda del sintetizador.

—¿Tienes grupo ahora? Me tienes que pasar lo nuevo que hayas grabado.

—No tengo más cosas.

Paula sonrió al escuchar el sonido de arrastre de metal contra tarima.

—Álex, dime que no te estás haciendo la cama a las siete de la tarde.

El lobo no respondió. Abrió la puerta.

—¿Cama o silla de ordenador?

La chica se sentó en el colchón.

—¿No tienes más maquetas? ¿Es que no tocas ya?

—No. Me hice mayor y consideré que ya estaba bien de hacer el gilipollas.

—No puedo creerlo... Si te encantaba, joder. Nos pasábamos las tardes en tu casa, rodeados de teclados sobre la cama, tú componiendo y cantando, llenando papeles de notas. Me gustaba tanto mirarte cuando cantabas...

Él la contempló con cierta tristeza.

—Sí. Era la polla. En pelotas después de follar, contigo a la espalda enlazándome con las piernas y los brazos, los sinte en el colchón y el Rhodes al lado. Componía de puta madre así. Podía tirarme horas y horas. Pocas cosas me han hecho más feliz en la vida.

—¿Por qué no tocas algo, Álex? La balada. La que estaba en alemán, ¿sabes cuál te digo?

—Joder, Paula. No. Me niego a conectar los teclados. Igual ni funcionan ya.

—Venga...

—¿No tienes la maqueta? Pues te la escuchas cuando te apetezca que va a sonar mejor. Ni siquiera sé si los presets seguirán en la memoria, y esa canción llevaba un huevo de gilipollez por debajo, y no precisamente ruidos de motores de coche y taladradoras, sino aullidos, chasquidos de dientes, silbidos de viento y chorradas, como las canciones mierdas de ambient de la New Age. Y aunque estuvieran. No. Paso. ¿Qué hago con la guitarra? ¿La imito con la boca?

—Álex —interrumpió ella con una sonrisa—. Esa canción era la única que no tenía nada más que teclado y voz.

—Joder —declaró él viéndose pillado—. Qué memoria.

—Oigo bastante tu maqueta, ¿sabes? Tócala, por favor.

—No. Y encima el poemita de Hesse. Ni de coña. Que yo no sé alemán, Paula. Que ni me acuerdo de ella. Para ir a trompicones pronunciando mal paso de cantar.

—Pongo el cuello a que te la sabes de memoria —dijo sonriendo.

Álex se pasó la mano por el pelo.

—Vale, sí. Pero no voy a ponerme a cantar. Me da vergüenza, coño. No me apetece una mierda conectar todo y ponerme a hacer el gilipollas, Paula. A estas alturas sería hasta ridículo.

—Como quieras —concluyó ella, balanceando las piernas sobre la cama.

Él gruñó, bufó, le dio un golpe a la mesilla del ordenador y, maldiciendo, se salió a por la tabla de planchar, mientras la chica sonreía.

—No pienso poner el micro —soltó de forma tajante.

—No te hace falta —respondió ella con suavidad.

Sin cesar de soltar tacos, le quitó la funda a un sintetizador, enchufó el cable midi, probó los sampleos, estuvo a punto de darle una patada porque no seguían ahí, cambió de cable, comenzó a dar mil explicaciones técnicas de que no podía tocar más que la parte de teclado, se sentó en la silla, se cabreó porque la tabla no le venía a la altura, se quedó de pie.

—Si me miras así me entra la risa, joder —dijo, embarazado.

Paula meneó la cabeza.

—Vale. Miro al techo si quieres —se tumbó en la cama y se quedó con la vista en el infinito. Él suspiró. Acarició las teclas y empezó a pulsarlas, muy nervioso. Se confundió en una nota, soltó una imprecación, tomó aire y volvió a empezar. Al cabo de un rato, el contacto familiar, tranquilizador, de las teclas, le llevó a otro momento de su vida: uno menos amargo y descreído, más limpio, nuevo, joven, alegre y cándido. Los dedos le iban solos. Repitió otra vez toda la introducción instrumental. Podía tocarla con los ojos cerrados. Empezó a cantar despacio, con la voz profunda, subiendo escalas lentamente:
Ich Steppenwolf trabe und trabe, / Die Welt liegt voll Schnee, / Vom Birkenbaum flügelt der Rabe, / Aber nirgends ein Hase, nirgends ein Reh!
La chica cerró los ojos, dejándose llevar por el susurro que crecía en progresión hasta convertirse en un chorro de voz melódico fortísimo, que atravesaba las paredes y el techo como si estuviera amplificada por un altavoz. Iba recordando la torpe traducción castellana mentalmente: “Yo voy, lobo estepario, trotando / por el mundo de nieve cubierto; / del abedul sale un cuervo volando, / y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto”.
In die Rehe bin ich so verliebt, / Wenn ich doch eins fände! / Ich nähm's in die Zähne, in die Hände, / Das ist das Schönste, was es gibt
, cantaba Álex la letra alemana a plena potencia, ya desinhibido, haciendo virtuosismos con la garganta. “Me enamora una corza ligera, / en el mundo no hay nada tan bello y hermoso; / con mis dientes y zarpas de fiera / destrozara su cuerpo sabroso”.
Ich wäre der Holden so von Herzen gut, / Fräße mich tief in ihre zärtlichen Keulen, / Tränke mich satt an ihrem hellroten Blut, / Um nachher die ganze Nacht einsam zu heulen. / Sogar mit einem Hasen war ich zufrieden, / Süß schmeckt sein warmes Fleisch in der Nacht- / Ach, ist denn alles von mir geschieden, / Was das Leben ein bißchen fröhlicher macht?
“Y volviera mi afán a mi amada, / en sus muslos mordiendo la carne blanquísima, / saciando mi sed en la sangre por mí derramada, / para aullar luego solo en la noche tristísima. / Una liebre bastara también a mi anhelo; / dulce sabe su carne en la noche callada y oscura”.

Álex descendió el tono hasta convertirlo casi en un silbido. Se la quedó mirando mientras tecleaba sin pausa. La larga cabellera castaña estaba desparramada sobre la cama. Sintió unas ganas imparables de peinarla con los dedos, de hundir los dientes en la piel pálida de los brazos, de desnudarla entera sólo para verla, para sentir su cuerpo con los ojos, de besarle los párpados cerrados bajo los que bailaban los iris del color del ámbar, intensa, incómodamente parecidos a los del animal que llevaba en las entrañas. Se mordió el labio inferior. Estaba ferozmente excitado, pero le estaba doliendo hasta contemplarla. Tenía deseos de llorar de rabia, de caer a sus pies, de suplicarle que volviera con él. Se recreó en la sensación. No dejó de observarla de arriba abajo mientras repetía una y otra vez el final de la última estrofa. “Ay, ¿por qué me abandona en mortal desconsuelo / de la vida la parte más noble y más pura?”.
Ach, ist denn alles von mir geschieden, / Was das Leben ein bißchen fröhlicher macht...?

Casi gimió la siguiente parte:
An meinem Schwanz ist das Haar schon grau, / Auch kann ich nicht mehr ganz deutlich sehen, / Schon vor Jahren starb meine liebe Frau. / Und nun trab ich und träume von Rehen, / Trabe und träume von Hasen
, cantaba Álex con un desgarro, clavando las yemas con furia en las teclas de plástico. “Vetas grises adquiere mi rabo peludo; / voy perdiendo la vista y me atacan las fiebres; / hace tiempo que voy sin hogar y viudo / y que troto y que sueño con corzas y liebres / que mi triste destino me ahuyenta y espanta”.
Höre den Wind in der Winternacht blasen, / Tränke mit Schnee meine brennende Kehle, / Trage dem Teufel zu meine arme Seele
, siseó ascendiendo la última nota hasta rugirla largamente.

“Oigo el aire soplar en la noche de invierno, / hundo en nieve mi ardiente garganta, / y así voy llevando mi mísera alma al infierno”.
Höre den Wind in der Winternacht blasen, / Tränke mit Schnee meine brennende Kehle, / TRAGE DEM TEUFEL ZU MEINE ARME SEELE!

Entonces, echó la cabeza hacia atrás y aulló. Fue brutalmente realista, largo, ululante, soberbio, modulado, trágico. La chica se incorporó de golpe apretando los dientes y le acompañó, sosteniendo el sonido, cada vez más alto, cada vez más fuerte, gutural, placentero, absolutamente abandonado. No importaba lo más mínimo que estuvieran en un piso, que hubiera gente viviendo abajo. Enroscaron la nota, que brotaba desde lo más recóndito del estómago y crecía y crecía hasta que, con los ojos cerrados, pudieron ver el firmamento infinito, la luna indiferente y lejana, el bosque de pinos, la estepa y la montaña. A él casi se le caían las lágrimas. Apretó la mandíbula, los puños, los párpados, y dejó de pensar. Se lanzó sobre la chica con desesperación, acariciándole la cara, las mejillas, los labios, el pelo dorado. La besó como si le fuera la vida en ello. Paula le aferró la nuca con las dos manos y le respondió con fiereza, le rodeó con los muslos, se estrechó, retorciéndose, se mordieron la boca hasta hacerse auténtico daño. Casi se rompieron la ropa a tirones y dentelladas. Se lamieron como perros rabiosos. Rodaron desnudos sobre la cama. Cuando la penetró jadeando con un gruñido de deleite, ella chilló.

—¡Álex! ¡Sal, joder! ¿Qué coño haces?

—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó volviendo de golpe a la realidad tras un segundo en el que se había planteado, absurdamente, cómo era posible que le hubiera
hablado
.

—¡Coge un puto condón, imbécil!

Él pestañeó. Sacudió la cabeza. Como un autómata, se inclinó desde la cama y sacó la caja de debajo del colchón.

—¿No...? ¿No tomas la píldora? —pronunció con cierta dificultad, como si le costara formar palabras. Le latía todo el cuerpo. Había algo erróneo en él, en los brazos, las piernas, la garganta, en el lenguaje. Le faltaban
partes
; otras le sobraban. Lo único que deseaba era caer sobre sus cuatro malditas patas. Se sentía raramente desencajado en la realidad rasgando el envase del preservativo con dedos temblorosos y torpes, soplando para distinguir cuál era el derecho y el revés porque no era capaz de verlo, apretando la punta de la bolsita, deslizándose el redondel de látex hasta cubrirse por entero.

—No, hace tiempo que dejé de tomar la píldora... —murmuró Paula con una voz extraña, distante, sumida en otros pensamientos. De pronto estaba tensa, rígida; le costó volver a entrar.

La chica clavó la mirada en el techo. Mientras él se movía, ella permanecía muy quieta. Paula gimió, pero no precisamente de placer. Le rondaba la cabeza una idea fija, constante, molesta, desagradable. Apretó los ojos y empezaron a rodarle las lágrimas.

—Dios... ¿Qué estoy haciendo?

A Álex se le cayó el mundo. Le apartó los largos mechones enredados de la cara.

—Sssh... No, por favor, no. No, no me llores. Por favor —le lamió las mejillas—. Por favor. Te quiero. Te quiero, joder. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero...

—Álex. Quítate —ordenó con frialdad.

—Paula, por favor...

—Quítate, Álex. No quiero seguir. No quiero.

—Paula...

—Álex. Quiero que te quites ahora. Yo estoy con Fran. Tú sólo eres un recuerdo.

—Paula, no me hagas esto...

—¡Joder!

Le empujó con las rodillas y se lo sacó de encima. Se levantó, se vistió a toda velocidad y se marchó, dejándolo ahí tirado. Él se dejó caer contra la pared. Hundió los hombros. Se mordió los nudillos del puño y contuvo sin éxito las ganas de llorar que le sacudían el cuerpo.

—Joder... Joder... Joder...

Se encogió hasta hacerse una pelota. Aferró el colmillo del cuello con las dos manos, en principio, recordando. Después no. Después empezó a hacer algo que no hacía desde los veinte años: rezó. Se puso a rogar febrilmente, enloquecido, dándose golpes con la cabeza.

—Dame a la loba. Devuélvemela. Joder. Devuélvemela. Devuélvemela. Dámela. Devuélvemela. Maldita sea. Devuélvemela —su plegaria se convirtió en súplica angustiada—. Devuélvemela.
Es mía
. Dámela. Por favor. Sólo reclamo lo que me pertenece. Devuélvemela.

La conciencia le gruñía sin palabras. Conocía la respuesta. Él mismo se la estaba diciendo:

Lucha por ella
.

V

Ángeles canturreaba mientras abría un aparato blanco parecido a una cafetera o a un termo. Desenroscó la pieza superior, llenó de agua la cubeta, cerró herméticamente y puso una garrafa con un embudo bajo la espita. A pesar de las dimensiones del cuartucho, la mujer se movía con soltura, como un pájaro, mientras Lázaro tecleaba en el ordenador, realizaba pedidos, conversaba en el IRC y hacía operaciones matemáticas de precios.

—Mi amor —le preguntó ella—, ¿cuánta agua vamos a necesitar? Ésta es la tercera garrafa. Ya destilé diez litros.

—Prepará el doble; para seis tazas, Ángeles. Si sobra se guarda en la heladera.

—¿Seis? ¿Vos vas a tomar una entera?

—No, querida. La sexta es para Cristina.

Ángeles arrugó la frente.

—¿Estás seguro de eso, Lázaro?

—Yo la saqué, Ángeles. Sé lo que digo. Ahora está más preparada para volar que la bandada entera.

—Vas a estar ocupado con Sarita mañana. No podés guiar a dos, Lázaro.

—En realidad espero que ella pueda volar sola, pero Corvuscorax, Nevermore, Lilith y vos misma pueden ayudarme. Necesitamos a Cristina, Ángeles, sabés bien por qué. Mañana no van a tener un viaje introspectivo para limpiarse y estirar las alas: vamos a buscar a Mónica. Seis cuervos ven más que uno —apartó la vista de la pantalla—. La vamos a encontrar, Ángeles. Esté donde esté.

La mujer sacó de una bolsa de plástico unos troncos pequeños de madera castaña clara. Escogió varios y los envolvió en un trapo de cocina.

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