Plataforma (20 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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—¿Qué quieres decir?

—Historias inéditas del Club de los Cinco. Las escribía yo, con los mismos personajes.

Saqué los cuadernillos.
Los cinco en el espacio, Los cinco en Canadá
. De pronto vi a una niña imaginativa, más bien solitaria, a la que nunca conocería.

Durante los días siguientes apenas hicimos algo más que ir a la playa. Hacía buen tiempo, pero el agua estaba demasiado fría para bañarse mucho rato. Valérie se quedaba tumbada al sol horas enteras; se recuperaba poco a poco; los tres últimos meses habían sido los más duros de su vida profesional.

Una noche, tres días después de nuestra llegada, le hablé de eso. Acabábamos de pedir unos cócteles en el Oceanic Bar.

—Supongo que ahora que habéis lanzado la fórmula, tendrás menos trabajo.

—Al principio, sí —sonrió con cara de desengaño—. Pero tendremos que encontrar otra cosa enseguida.

—¿Por qué? ¿Por qué no podéis parar?

—Porque es la regla del juego. Si Jean-Yves estuviera aquí, te diría que es el principio del capitalismo: si no avanzas, estás muerto. A menos que hayas conseguido una ventaja decisiva sobre la competencia, en cuyo caso puedes descansar unos años; pero nosotros no hemos llegado ahí. El principio de los «Eldorador Explorador» es bueno, es una idea ingeniosa, astuta si quieres, pero no es realmente innovadora, sólo es la mezcla bien dosificada de dos conceptos ya existentes. Los competidores se darán cuenta de que funciona, y desembarcarán muy pronto en el mismo mercado. Eso no es muy complicado; lo difícil era ponerlo en marcha en tan poco tiempo. Pero estoy segura de que Nouvelles Frontiéres, por ejemplo, es capaz de hacer una oferta competitiva el próximo verano. Si queremos conservar nuestra ventaja, vamos a tener que innovar otra vez.

—¿Y eso no acabará nunca?

—No creo, Michel. Me pagan bien, estoy dentro de un sistema que conozco; he aceptado las reglas del juego.

Yo debía de tener un aire sombrío; ella me pasó una mano en torno al cuello.

—Vamos a comer… —dijo—. Mis padres nos estarán esperando.

Volvimos a París el domingo por la noche. El lunes por la mañana, Valérie y Jean-Yves tenían una reunión con Eric Leguen. El quería comunicarles la satisfacción del grupo con los primeros resultados de su campaña de recuperación. Por unanimidad, la directiva había decidido darles una prima en acciones; cosa excepcional para ejecutivos con menos de un año de antigüedad en la casa.

Esa noche cenamos los tres juntos en un restaurante marroquí de la rué des Ecoles. Jean-Yves iba mal afeitado, daba cabezadas y parecía un poco abotargado.

«Creo que ha empezado a beber», me había dicho Valérie en el taxi. «Ha pasado unas vacaciones espantosas con su mujer y sus hijos en la isla de Re. Eran quince días, pero volvió al cabo de una semana. Me ha dicho que ya no podía soportar a los amigos de su mujer.»

La verdad es que no parecía estar bien: no tocaba la comida y se servía vino sin parar.

—¡Ya está! — exclamó con tono sardónico—. ¡Ya está, ya vemos de cerca la pasta gansa! — Sacudió la cabeza y vació el vaso de vino—. Perdonadme… —dijo con voz lastimosa—. Perdonadme, no debería hablar así.

Colocó las manos sobre la mesa; le temblaban ligeramente. Esperó. El temblor se calmó poco a poco. Luego miró a Valérie a los ojos.

—¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Marylise?

—¿Marylise Le François? No, no la he visto. ¿Está enferma?

—No, enferma no. Ha estado tres días en el hospital con tranquilizantes, pero no está enferma. El miércoles pasado, cuando volvía a París desde el trabajo, la agredieron y la violaron en el tren.

Marylise regresó a la oficina el lunes siguiente. Estaba claro que había sufrido una conmoción nerviosa; sus gestos eran lentos, casi mecánicos. Contaba su historia con soltura, con demasiada soltura, no parecía natural: el tono era neutro, la cara inexpresiva y rígida, como si estuviera repitiendo maquinalmente su declaración. Al salir del trabajo, a las diez y cuarto de la noche, había decidido coger el tren de las diez y veintiuno, pensando que sería más rápido que esperar un taxi. El vagón estaba casi vacío. Cuatro tipos se acercaron y empezaron a insultarla. Según ella, parecían antillanos. Intentó discutir, bromear con ellos; a cambio recibió un par de bofetadas que casi la matan. Después se abalanzaron sobre ella, y entre dos la sujetaron contra el suelo. La penetraron violentamente, sin miramientos, por todas partes. Cada vez que intentaba emitir el menor sonido, le daban un puñetazo u otro par de bofetadas. Duró mucho tiempo, el tren paró varias veces; los demás viajeros bajaban y cambiaban prudentemente de vagón. Mientras se turnaban para violarla, los tipos seguían bromeando e insultándola, llamándola guarra y chupapollas. Al final le escupieron y le mearon encima, reunidos en círculo a su alrededor; después la empujaron a patadas debajo de una banqueta y se bajaron tranquilamente en la estación de Lyon.

Los primeros viajeros subieron dos minutos después y avisaron a la policía, que llegó casi enseguida. El comisario no estaba muy sorprendido; según él, había tenido una suerte relativa. A menudo, después de haber utilizado a la chica, los tipos la mataban metiéndole una barra con clavos en la vagina o en el ano. Aquella línea se consideraba peligrosa.

Una nota interna recordó a los empleados las medidas de prudencia habituales, insistiendo en el hecho de que si salían tarde del trabajo tenían taxis a su disposición, y que todos los gastos corrían por cuenta de la empresa. Se reforzó la patrulla de vigilantes de los locales y el aparcamiento del personal.

Aquella noche, Jean-Yves acompañó a Valérie, que tenía el coche en el taller. Antes de salir del despacho echó una ojeada al caótico paisaje de casas unifamiliares, centros comerciales, escalextrics y torres. A lo lejos, en el horizonte, la capa de polución teñía el atardecer de extraños tonos malvas y verdes.

—Es curioso… —dijo—. Estamos aquí, dentro de la empresa, como bestias de carga bien alimentadas. Y fuera están los depredadores, la vida salvaje. He estado una vez en Sao Paulo; allí la evolución ha tocado techo. Ya no es ni siquiera una ciudad, sino una especie de territorio urbano que se extiende hasta donde llega la vista, con favelas, gigantescos edificios de oficinas, residencias de lujo rodeadas de guardias armados hasta los dientes. Hay más de veinte millones de habitantes, muchos de los cuales nacen, viven y mueren sin haber salido ni una sola vez de los límites del territorio. Allí las calles son muy peligrosas, incluso yendo en coche te pueden rodear en un semáforo, o te puede perseguir una banda motorizada:

los mejor equipados llevan metralletas y lanzamisiles. Los ricos y los hombres de negocios se desplazan casi exclusivamente en helicóptero; hay pistas de aterrizaje por todas partes, en lo alto de los edificios bancarios o residenciales. A nivel del suelo, la calle pertenece a los pobres y a los delincuentes. Al coger la autopista del sur, añadió en voz baja—:

En este momento tengo dudas, cada vez más dudas sobre el interés del mundo que estamos construyendo.

Unos días después, cuando aparcó delante del edificio de la avenue de Choisy, Jean-Yves encendió un cigarrillo, se quedó callado unos segundos y después le dijo a Valérie:

—Estoy muy preocupado por Marylise… Los médicos dijeron que podía volver a trabajar, y en un sentido se la ve normal, no tiene crisis. Pero ya no toma ninguna iniciativa, está como paralizada. Cada vez que hay que tomar una decisión viene a consultarme; y si yo no estoy, es capaz de esperar horas y horas sin mover un dedo. En una responsable de comunicación, eso no es posible; no podemos seguir así.

—No irás a despedirla…

Jean-Yves aplastó la colilla y miró fijamente la avenida, apretando el volante entre las manos. Cada vez parecía más tenso, más perdido; Valérie se dio cuenta de que empezaba a llevar manchas en el traje.

—No sé —susurró él finalmente, con esfuerzo—. Nunca he tenido que hacer una cosa así. Echarla, no, sería asqueroso, pero va a haber que buscarle otro puesto donde no tenga que tomar tantas decisiones ni tenga que estar en contacto con tanta gente.

Además, después de lo que le ha pasado empieza a tener reacciones racistas. Es normal, se puede entender, pero en el turismo eso no se puede permitir. En la publicidad, en los catálogos, en todo lo que atañe a la comunicación, hay que presentar siempre a los autóctonos como gente cálida, acogedora y abierta. No hay otro modo: es una verdadera obligación profesional.

Al día siguiente, Jean-Yves habló con Leguen, que tuvo menos escrúpulos, y una semana más tarde destinaron a Marylise al departamento de administración, sustituyendo a una empleada que acababa de jubilarse. Había que encontrar otro responsable de comunicación para el proyecto Eldorador. Jean-Yves y Valérie, juntos, entrevistaron a los candidatos. Después de hablar con unos diez, comieron en el restaurante de la empresa para comentar el tema.

—Creo que deberíamos contratar a Noureddine —dijo Valérie—. Realmente tiene un talento increíble, y ya ha trabajado en muchos proyectos diferentes.

—Sí, es el mejor; pero tengo la impresión de que es casi demasiado bueno para el puesto. No lo veo muy bien en la comunicación de una empresa de viajes; le iría mejor en un puesto más prestigioso, más
arty
. Aquí se va a aburrir, terminará marchándose. Nuestro mercado está en el centro del espectro. Y además es hijo de emigrantes árabes, y eso puede traer problemas. Para atraer a la gente hay que usar muchos tópicos sobre los países árabes: la hospitalidad, el té con menta, las fantasías, los beduinos…, he visto que a éstos les cuesta tragar con ese tipo de cosas; de hecho, no soportan a países árabes en general.

—Discriminación racial en la selección de candidatos…

—dijo Valérie, socarrona.

—¡Qué tontería! — Jean-Yves se acaloró un poco; decididamente, desde que había vuelto de vacaciones estaba demasiado tenso, empezaba a perder el sentido del humor—. ¡Todo el mundo hace eso! — siguió, hablando tan alto que la gente de la mesa de al lado se volvió para mirarle—. El origen de la gente forma parte de su personalidad, está claro que hay que tenerlo en cuenta. Por ejemplo, contrataría sin dudarlo a un inmigrante tunecino o marroquí, aunque llevara en Francia mucho menos tiempo que Noureddine, para las negociaciones con los proveedores locales. La doble pertenencia es una ventaja, siempre se puede pillar en falso al interlocutor. Además, llegan con la imagen de alguien que ha tenido éxito en Francia, todo el mundo los respeta de entrada, los proveedores tienen la impresión de que no hay quien les meta un gol.

Los mejores negociadores con los que he trabajado siempre tenían doble origen. Pero para este puesto creo que deberíamos contratar a Brigit.

—¿La danesa?

—Sí. Ella también es una grafista muy buena. Es muy antirracista, de hecho creo que vive con un jamaicano; un poco tonta, muy entusiasta a priori por todo lo exótico. De momento no quiere tener hijos. En resumen, creo que da el perfil.

Tal vez hubiera una razón más, pensó Valérie unos días después, al ver a Brigit poniéndole a Jean-Yves la mano en el hombro.

—Sí, es verdad… —le confirmó él mientras tomaban un café al lado de la máquina—. Ahora me dedico al acoso sexual…, bueno, ha pasado dos o tres veces, no irá más lejos, de todos modos ella vive con un tipo.

Valérie le echó una mirada rápida. Tendría que cortarse el pelo, se estaba descuidando de verdad.

—No te lo estoy reprochando… —dijo.

Su nivel intelectual no había bajado, seguía haciéndose una idea muy clara de las situaciones y de la gente, demostraba una intuición muy fina para los montajes financieros; pero empezaba a parecer un hombre desgraciado, a la deriva.

Empezaron a analizar los cuestionarios de aprobación; el índice de respuesta había sido alto, gracias a un sorteo en el que los cincuenta primeros podían ganar una semana de vacaciones. A primera vista, no parecía fácil discernir las causas de la disminución de la clientela de «Eldorador Fórmula Normal.» Los clientes estaban satisfechos con el alojamiento y el lugar elegido, con las comidas, las actividades y los deportes propuestos; sin embargo, cada vez se apuntaba menos gente.

Valérie dio por casualidad con un artículo en
Tourisme Hebdo
que analizaba los nuevos valores de los consumidores.

El autor apelaba al modelo de Holbrook y Hirschman, que se basa en la emoción que el consumidor puede sentir ante un producto o un servicio; pero sus conclusiones no tenían nada de especialmente novedoso. El artículo decía que los nuevos consumidores eran menos predecibles, más eclécticos, más lúdicos, más comprometidos con las causas humanitarias. Ya no consumían para «parecer», sino para «ser»: eran
más serenos
. Comían de forma equilibrada, prestaban atención a su salud; temían un poco a los demás y al futuro. Exigían el derecho a la infidelidad por curiosidad, por eclecticismo; daban más importancia a lo sólido, lo perdurable, lo auténtico. Manifestaban exigencias éticas: eran
más solidarios
, etc. Valérie había leído cien veces cosas como ésa, los sociólogos y los psicólogos del comportamiento repetían lo mismo de un artículo a otro, de un órgano de prensa a otro. Además, ellos habían tenido todo aquello en cuenta. Las residencias Eldorador estaban construidas con materiales tradicionales, siguiendo los principios arquitectónicos del país. Los menús de los autoservicios eran equilibrados, daban mucha importancia a las verduras, las frutas y la dieta mediterránea. Entre las actividades propuestas había yoga, sofrología, tai-chi-chuan. Aurore había firmado el acuerdo de turismo ético, y hacía donaciones regularmente al WWF. Pero nada de esto parecía bastar para frenar el declive.

—Creo que la gente miente, así de sencillo —dijo Jean— Yves después de leer por segunda vez el informe final sobre los cuestionarios de satisfacción—. Dicen que están satisfechos, marcan todas las casillas de «bien», pero en realidad han pasado unas vacaciones de mierda y se sienten demasiado culpables para confesarlo. Voy a terminar vendiendo todos los clubs que no se puedan adaptar a la fórmula «Explorador»

y poniendo el paquete en vacaciones activas añadiendo vehículos todoterreno, paseos en globo, barbacoas en el desierto, cruceros en catamarán, zambullida, rafting, todo…

—No estamos solos en el mercado.

—No… —convino él, desanimado.

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