Pisando los talones (72 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Así pues, arrancó y encendió las luces. Pronto rayaría el alba. Y él necesitaba dormir. Necesitaba reposo para ejecutar su plan.

Volvió, pues, a la carretera y regresó a Ystad.

Cuando las agujas del reloj estaban a punto de marcar las cinco de la mañana, Wallander comenzó a atisbar cuál era el rasgo más sobresaliente de Ke Larstam. Se trataba de una persona cuya existencia —que se desarrollaba en medio de figuritas baratas y de mal gusto— resultaba imposible vislumbrar. Para entonces ya habían inspeccionado casi todo lo que había en el apartamento, sin hallar el más insignificante indicio que les hablara de la persona que lo habitaba. Así, no dieron con un solo documento personal, ni cartas ni nada parecido. Ni siquiera habían encontrado un simple papel en el que figurase escrito el nombre de Ke Larstam. Ni que decir tiene, tampoco había fotografías. Por otro lado, habían registrado tanto el sótano como el desván. El primero estaba totalmente vacío. Wallander tuvo ocasión de comprobar que no había ni una mota de polvo. En cuanto al desván, halló una arca muy antigua para guardar ropa pero, cuando logró forzar la cerradura, encontró, con gran desconcierto, que estaba llena de figuras de porcelana resquebrajadas o rotas. Después, y mientras los peritos, bajo la dirección de Nyberg, terminaban su trabajo en la sala de estar, convocó a sus colaboradores en la cocina.

—Bien, he de confesar que es la primera vez que me encuentro con algo semejante —comenzó Wallander—. Ke Larstam parece no existir. No hemos localizado ni un solo papel o documento que nos confirme su existencia. Y, aun así, sabemos perfectamente que es real.

—Puede que tenga otro apartamento —sugirió Martinson.

—Puede que tenga una decena —corrigió Wallander—. Puede tener casas y chalés. El problema es que no tenemos ningún dato que nos permita localizarlos.

—¿Y si, hace ya tiempo, al darse cuenta de que le pisábamos los talones, decidió poner tierra por medio? —aventuró Hanson.

—Este vacío no parece ser resultado de una limpieza —señaló Wallander—. Así es como vive. En una habitación insonorizada. Sin embargo, tu hipótesis me parece atinada. En realidad, yo casi agradecería que hubiese sido así. Pero sabes tan bien como yo qué dato desbarata esa hipótesis.

Allí, ante sus ojos, estaba la hoja de papel con aquellas once palabras escritas por el asesino.

—¿Y si hemos interpretado mal estas palabras? —inquirió Ann-Britt Höglund.

—No creo. Ahí no pone más que lo que pone. Por si fuera poco, y según Nyberg, es reciente. Asegura que puede deducirlo a partir de la consistencia del rastro de tinta. Pero no me preguntéis cómo lo hace.

—Es curioso, ¿por qué creéis que lo habrá escrito?

Fue Martinson quien había formulado la pregunta, que Wallander consideró de inmediato muy pertinente.

—Tienes razón —convino—. Creo que se trata de una observación muy acertada. Es lo único personal que hemos hallado en toda la vivienda. Y lo encontramos entre un montón de otros papeles de muy diversa índole. ¿Qué puede significar eso? Si damos por válida mi sospecha de que el hombre se encontraba aquí cuando Nyberg y yo entramos… La puerta trasera, que estaba abierta…, una huida rápida…

—Y hubo un papel que no tuvo tiempo de llevarse —añadió Martinson.

—Sí, ésa sería la explicación más probable. O, mejor dicho, la natural, la más lógica. La cuestión es si, además, es correcta.

—¿Qué otras opciones se te ocurren?

—Que lo ha dejado escrito para que lo encontremos.

Nadie comprendió lo que quería decir Wallander; de hecho, él mismo sabía que su idea era bastante inconsistente.

—Veamos. ¿Qué sabemos de Ke Larstam? Que tiene capacidad para agenciarse información. Que es capaz de averiguar un secreto. Con esto no quiero decir que esté al tanto de nuestra investigación. Pero sí sospecho que la información que recaba le permite prever por dónde irán las cosas. Supongamos que él ha contemplado la posibilidad de que lo encontremos. Que vamos pisándole los talones. Es algo que, siquiera una sola vez, debe de habérsele pasado por la cabeza desde el momento en que aparecí en el bar de Copenhague. ¿Y qué hace? Sencillamente, prepara su huida. Pero no sin antes dejarnos un pequeño saludo, que sabe que encontraremos en esta casa.

—Pero ¿para qué haría tal cosa? ¿Cuál es su objetivo? —volvió a preguntar Martinson.

—Está provocándonos. No es infrecuente que los psicópatas intenten humillar a la policía. Después de lo de Copenhague, debe de sentirse victorioso. Primero, se exhibe cuando acabamos de publicar la imagen de Louise en la prensa danesa y, después, se libra de mí.

—Sí, claro. Pero a mí sigue pareciéndome muy extraño que encontremos el papel el mismo día en que dice que atacará de nuevo.

—Ya, pero era imposible que él supiera que vendríamos aquí precisamente esta noche. —Wallander, consciente de lo endeble de su hipótesis, no insistió—. En cualquier caso, hemos de tomarnos la amenaza en serio —resolvió—. Hoy pretende atacar de nuevo.

—¿Tenemos algún punto de partida?

La pregunta les llegó desde la puerta. Y junto a la puerta se hallaba Thurnberg.

—No —reconoció Wallander—. No tenemos nada. Y lo mejor que podemos hacer es admitirlo.

Nadie hizo comentario alguno y Wallander comprendió que debía disipar el fantasma del desaliento, que se infiltraba y se extendía paulatinamente entre sus colaboradores.

—Tenemos que revisar de nuevo todo el material de investigación —los exhortó—. Sí, hay que volver a intentarlo, confiando en que así descubriremos algo que no hemos detectado con anterioridad, una pauta en sus movimientos que nos indique, además, quién puede ser esa novena víctima. Pese a todo, contamos con un punto de partida radicalmente distinto. Ahora sabemos quién es el asesino al que buscamos. Un ingeniero que cursó después estudios de cartero.

—En otras palabras, tú crees que tras los actos de ese individuo subyace una lógica, y que hasta el momento no la hemos detectado.

—Bien, en honor a la verdad, he de responder que no sé si existe tal lógica. Pero lo que, desde luego, no veo, es otra alternativa, salvo sentarnos a esperar que se produzca otra tragedia.

Eran ya las cinco y veinte minutos, y Wallander propuso que se reuniesen de nuevo a las ocho. La vigilancia en la calle debía continuar. Por otro lado, ya podrían empezar a despertar a cuantos vivían en el bloque, para averiguar qué sabían acerca de su vecino. Según les habían informado, el edificio era propiedad de una constructora, y Wallander consideró que merecía la pena preguntarles si le alquilaban a Larstam algún otro apartamento. Hanson aseguró que él se haría cargo del asunto.

Nyberg aguardó hasta que todos, salvo Wallander, se hubieron marchado.

—El apartamento está muy limpio, pero hemos localizado algunas huellas dactilares —le reveló el técnico.

—¿Algo más?

—Pues no.

—¿Algún arma?

—Te lo habría hecho saber de inmediato.

Wallander asintió a un Nyberg con el rostro devastado por el agotamiento.

—Creo que tienes razón. A este sujeto no le gusta la gente feliz.

—¿Tú crees que lo encontraremos?

—Claro, tarde o temprano lo atraparemos, pero me aterra lo que pueda ocurrir hoy.

—¿Y no podemos lanzar una especie de alerta general, no sé, a través de la radio?

—Pero ¿qué les decimos a los ciudadanos?, ¿qué se guarden mucho de reírse? Este tipo ha elegido ya a su víctima. Y probablemente se trate de alguien que no tiene la menor idea de que lo hayan elegido como objetivo.

—Quizá tengamos más posibilidades de adivinar dónde se esconde que de averiguar quién es la víctima.

—Sí, opino lo mismo. Aunque no sabemos de cuánto tiempo disponemos. A los jóvenes del parque los atacó durante la noche o por la madrugada. A los recién casados, por la tarde. A Svedberg es posible que lo matase por la mañana. De lo que se deduce que puede actuar en cualquier momento del día o de la noche.

—Quizá deberíamos hacernos otra pregunta. De hecho, cabe la posibilidad de que no disponga de ningún escondite, ningún otro apartamento, ningún familiar, ningún chalé… En ese caso, ¿dónde habrá ido a esconderse?

Wallander comprendió que Nyberg tenía razón; él ni había pensado en eso. Sin embargo, el cansancio empezaba a hacer mella en su capacidad de análisis.

—¿Cuál crees tú que puede ser la respuesta?

Nyberg se encogió de hombros.

—Sabemos que tiene coche. Uno siempre puede enroscarse a dormir en el asiento trasero. Piensa que aún hace buen tiempo. En el peor de los casos, puede dormir a la intemperie. ¿Quién sabe?, quizá se ha construido una choza en algún bosquecillo. También podría tener un barco. En fin. Hay una amplia gama de posibilidades.

—Muy amplia —remató Wallander—. Tan amplia como escaso es el tiempo que tenemos para buscas.

—No creas que no soy consciente del infierno por el que estás pasando —confesó Nyberg de pronto.

En general, era bastante insólito que Nyberg expresase ningún tipo de sentimiento. Wallander agradeció en silencio sus palabras de apoyo: en aquel momento, lo hicieron sentirse menos solo.

Una vez en la calle, Wallander permaneció indeciso un buen rato. En efecto, le convenía marcharse a casa, darse una ducha y dormir al menos media hora. Pero el desasosiego lo impelía a continuar. Así, un coche patrulla lo condujo hasta la comisaría. Se sentía mareado y pensó que debería comer algo, pero lo único que hizo fue tomarse un café y las pastillas para la tensión y la glucemia. Acto seguido, se sentó ante el escritorio y se puso a revisar el material de la investigación. Una vez más, se vio a sí mismo en el vestíbulo de Svedberg, con Martinson pegado a sus talones. Ke Larstam había estado allí. Y había disparado a Svedberg. Seguían sin poder determinar qué tipo de relación habían mantenido el policía y su asesino. No obstante, fuera cual fuese esa relación, Svedberg había ocultado una fotografía de Larstam disfrazado de mujer. Por otro lado, a aquellas alturas Wallander comprendía por qué parecía que habían robado en el apartamento. Dado que Larstam tenía un miedo enfermizo a dejar huellas de su persona, era de suponer que, después de disparar a Svedberg, había estado buscando la fotografía.

En otras palabras, el colega asesinado también le había ocultado algo a Larstam.

Wallander continuó repasando el material; tal vez lo que sabía acerca de los crímenes cometidos en el parque lo condujese a adivinar dónde se ocultaba Larstam en aquellos momentos. Por más que buscó, sin embargo, no halló pista alguna, y tampoco lo sucedido en Nybrostrand le ayudó. Presa de una gran inquietud, y mirando el reloj cada minuto, se preguntaba quién sería la novena víctima. Tras darle vueltas y más vueltas, no llegó a ninguna conclusión.

A las ocho de la mañana estaban ya todos en la sala de reuniones. Cuando Wallander contempló aquellos rostros marcados por el agotamiento y la preocupación, lo acució de nuevo la sensación de haber fracasado. Tal vez no se pudiese afirmar que los hubiese guiado de forma errónea, pero tampoco los había conducido por el camino adecuado. O, al menos, no hasta el final. De hecho, seguían dando traspiés en aquella tierra de nadie, sin tener la menor certeza de en qué dirección avanzar.

Una única idea emergía con claridad en la conciencia de Wallander. A partir de aquel momento, debían trabajar juntos. Nadie abandonaría el cuartel general a menos que fuese absolutamente necesario. Las pesquisas se llevarían a cabo en sus mentes, no en la calle, y a partir del material de investigación de que disponían. No enviarían ninguna patrulla hasta que no tuviesen una teoría consistente acerca del posible escondite o de la víctima probable de Larstam. De modo que Wallander les pidió que fuesen a buscar sus dossieres y que acudiesen con ellos a la sala de reuniones.

—Desde este momento, estamos reunidos —anunció—. La investigación se desarrollará exclusivamente en esta sala.

Todos se marcharon a buscar la documentación necesaria, salvo Martinson, que quedó rezagado.

—Oye, ¿tú has dormido algo?

Wallander meneó la cabeza.

—Pues deberías —afirmó Martinson tajante—. No lo lograremos si tú te vienes abajo.

—Aún puedo aguantar un poco más.

—Pues yo creo que ya has sobrepasado el límite. ¿Sabes?, yo conseguí dormir una hora, y me siento mucho mejor.

—Bueno, iré a casa dando un paseo y me cambiaré de camisa —comentó Wallander—. Dentro de un rato.

Martinson hizo amago de añadir algún comentario, pero Wallander lo detuvo con un gesto de la mano. No tenía fuerzas para seguir escuchando. Así, tomó asiento ante uno de los extremos de la mesa, mientras se preguntaba si sería capaz de volver a levantarse de aquella silla. Cuando todos regresaron a la sala, cerraron la puerta. Thurnberg, cuyo rostro también comenzaba a reflejar el cansancio, se había aflojado el nudo de la corbata. Lisa Holgersson les comunicó que se encontraba en su despacho, lidiando con los periodistas.

Todas las miradas se posaron en Wallander.

—Hemos de procurar comprender cómo piensa —comenzó—. ¿En qué documentos de todo este material podremos hallar la respuesta a esa pregunta? Sin embargo, no sólo debemos revisar este material; algunos de nosotros hemos de empezar a indagar en su pasado para averiguar si es cierto que carece de familiares o si, por el contrario, sus padres o sus hermanos viven, si existe algún compañero de Chalmers o de su anterior puesto de trabajo que lo recuerde. También puede ser fructífero investigar dónde se preparó para ser cartero. Nuestro principal escollo es la sensación de que, en realidad, no tenemos tiempo, lo cual es cierto. No debemos olvidar que la nota que hallamos en el cajón de la cocina contiene un mensaje muy claro, dirigido bien a nosotros, bien a sí mismo. La cuestión es, por tanto, por qué punto de su pasado comenzar.

—Yo creo que está claro: debemos averiguar si sus padres están vivos —intervino Ann-Britt Höglund—. En especial, su madre, si aún vive y tiene la mente algo despejada, pues, como ya sabemos, son las madres quienes mejor conocen a sus hijos.

—Bien, en tal caso, tú te encargarás de ello —ordenó Wallander.

—Espera, aún no he terminado —advirtió ella—. La verdad, yo creo que es muy curioso el hecho de que un ingeniero estudie para cartero.

—Bueno, son cosas que pasan —apuntó Hanson—. Recordad el caso reciente del obispo que se convirtió en taxista.

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