Pisando los talones (55 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Partieron de allí en silencio. Wallander contemplaba el paisaje que discurría ante sus ojos. En lontananza, se adivinaba un banco de nubes que amenazaba tormenta y que, sin duda, alcanzaría Escania antes del atardecer.

Aquel sábado 17 de agosto, comenzó a llover después de las diez de la noche. Para entonces, Wallander estaba de regreso en el lugar del crimen. El encuentro con los familiares de la pareja, el irrumpir en medio de aquella nutrida y feliz concurrencia para difundir la muerte y la destrucción a su alrededor, había sido una experiencia mucho más dura de cuantas había vivido hasta ese momento. Y ello pese a que, a lo largo de su carrera policial, se había visto obligado a notificar bastantes defunciones. Lisa Holgersson parecía como paralizada, como si ya no le hubiesen quedado ánimos para repetir lo que había tenido que hacer una semana atrás. «Quién sabe, tal vez un policía no tenga capacidad en su vida más que para comunicar un número limitado de defunciones», reflexionó Wallander. «Si es así, me parece que yo ya he alcanzado ese límite. Es imposible rebasarlo».

En efecto, parecían haber participado en una representación de pesadilla. La decoración del todo irreal, el trío de acordeonistas, la sala de celebraciones del hostal adornada de guirnaldas, el olor a comida procedente de la cocina, los invitados expectantes…, hasta que llegó el coche de la policía y aparcó ante la puerta principal.

Sintió un alivio indecible cuando, por fin, pudo marcharse de nuevo a Nybrostrand. Lisa Holgersson, por su parte, volvió a Ystad. Entretanto, Wallander había hablado por teléfono con Hanson varias veces. No se habían producido novedades. Hanson le comunicó, no obstante, que el fotógrafo Rolf Haag vivía solo. Martinson había visitado la residencia de ancianos en la que pasaba sus días el padre de Haag, pero fue una enfermera quien le dio la noticia al anciano, tras asegurarle a Martinson que el hombre había olvidado que tenía un hijo fotógrafo llamado Rolf hacía ya mucho tiempo.

Nyberg advirtió que empezaría a llover y se apresuró a extender una cubierta de plástico sobre el lugar en que habían hallado los cuerpos y sobre aquel en que el bañista se había sentado sobre su toalla de rayas. Cuando Wallander volvió, numerosas personas se apretujaban aún ante los cordones policiales. Varios periodistas se separaron del grupo de curiosos para tratar de obtener alguna declaración o algún comentario, pero él se limitó a negar con un gesto y a acelerar el paso. Hanson lo puso brevemente al corriente de todo mientras Martinson y los agentes de Malmö interrogaban a los posibles testigos de la zona de acampada. Hasta entonces, nadie había logrado recordar haber visto un coche estacionado en el desvío. Nyberg había obtenido ya una copia de la única fotografía que Haag había tenido tiempo de tomar. Los recién casados lucían una franca sonrisa ante la cámara. Cuando Wallander observó la fotografía, recordó vagamente algo que Nyberg le había dicho durante el día.

—¿Qué fue lo que dijiste antes? —inquirió—. Cuando estábamos Junto al trípode y descubriste que había tomado una única fotografía.

—Ah, pero ¿dije algo?

—Sí, hiciste un comentario.

Nyberg reflexionó un instante.

—Bueno, creo que dije que a este chiflado no parecen gustarle las personas felices.

—¿A qué te referías, exactamente?

—Pues, la verdad, Svedberg no era una persona entusiasta ni caracterizada por su alegría de vivir, pero los jóvenes del parque… seguro que estaban contentos durante aquella fiesta.

Wallander intuía más que comprendía lo que estaba diciendo Nyberg, mientras volvía a contemplar la fotografía de los novios. Después, se la devolvió a Nyberg antes de hacerle una seña a Ann-Britt Höglund para que lo siguiese hasta uno de los coches de policía vacíos; se instalaron en los asientos delanteros.

—¿Dónde está Thurnberg? —quiso saber Wallander.

—Lo cierto es que se marchó muy pronto.

—¿Dijo algo de interés?

—Nada, que yo sepa.

La lluvia había arreciado, y se oía el persistente tamborileo de las gotas contra el techo del coche.

—He estado pensando en abandonar la dirección del caso —confesó de pronto—. Llevamos ya ocho muertos y no estamos ni por asomo más cerca de la solución de lo que nos hallábamos al principio.

—¿Crees que la marcha de la investigación mejoraría por el simple hecho de que tú cedieses el mando a otra persona? Además, ¿a quién podrías designar como sustituto?

—Bueno, tal vez sólo intentaba librarme de esa carga.

—Ya, pero has cambiado de idea, ¿verdad?

—Sí.

Wallander estaba a punto de pedirle que le hiciese saber el resultado de las reflexiones que le había solicitado que hiciese antes de partir hacia Köpingebro, cuando oyó unos toquecitos en una de las ventanillas del coche. Era Martinson, que, empapado por la lluvia, abrió la puerta y se acomodó en el asiento trasero.

—Pensé que te gustaría saber que un hombre ha presentado una denuncia contra ti.

Wallander lo miró atónito.

—¿Contra mí? ¿Y por qué?

—Por un presunto delito de agresión. —Martinson se rascó la frente con gesto preocupado—. ¿Recuerdas a Nils Hagroth, el corredor del parque?

—¡Ah! Pero si no tenía nada que hacer allí.

—Pues te ha denunciado de todos modos, por agresión. Thurnberg lo sabe y, por lo que parece, lo considera un incidente de extrema gravedad.

Wallander no sabía qué decir.

—Sólo quería que lo supieras —añadió Martinson antes de salir del coche.

La lluvia siguió repiqueteando.

En la distancia, los focos iluminaban el lugar en que, hacía unas horas, habían asesinado a la feliz pareja.

Eran las diez y media de la noche.

26

Hacia las doce de la noche, la lluvia cesó de pronto.

A lo lejos, por la zona de Bornholm, los rayos habían encendido el cielo, pero la tormenta no llegó a alcanzar la región de Escania. Cuando caían las últimas gotas, Wallander se apartó de la luz de los focos y bajó hasta la orilla, que estaba sumida en la oscuridad. Algunas personas seguían apostadas ante los cordones policiales pero, más allá, la playa estaba desierta. Una vez en la orilla, se dio la vuelta para observar los haces de luz de los focos. Ya habían retirado los cuerpos, pero Nyberg continuaba trabajando con sus hombres.

Wallander se había alejado para entregarse a aquello que más necesitaba: pensar, intentar forjarse una idea de lo que había ocurrido en realidad y decidir cómo proceder en lo sucesivo.

El aire rezumaba humedad y frescura tras la lluvia, y el olor a algas podridas se había disipado. El calor y la sequía habían persistido durante más de catorce días, y ahora, al cesar la lluvia, seguían imperando las altas temperaturas y el viento se había calmado. El oleaje era apenas perceptible. Mientras orinaba en el agua, se imaginó cómo los islotes de azúcar flotaban por sus venas como pequeños icebergs. Se notaba continuamente la boca seca y a veces le costaba fijar la vista en un objeto determinado, por lo que temía que sus niveles de glucosa hubiesen aumentado.

Sin embargo, en aquellos momentos, nada podía hacer él al respecto, y se prometió que, más adelante, cuando lograsen atrapar al asesino, solicitaría la baja por enfermedad hasta que hubiese recuperado el control sobre su salud.

A menos que antes sufriese un infarto, se desplomase y muriese. Recordó aquella noche, hacía ya cinco años, en que despertó aquejado de un dolor tan intenso en el pecho que creyó que sufría un ataque al corazón. Ya en el hospital, constataron que no era así, pero uno de los especialistas mencionó en su informe que se había tratado de un «aviso», que él había hecho lo posible por olvidar.

Contempló la inmensidad del mar y le pareció adivinar, a lo lejos, el pálido reflejo de las luces de una embarcación.

Después, se recordó a sí mismo su condición de policía.

Mientras avanzaba lentamente por la oscura playa, repasó cuanto había sucedido. Y avanzaba lento no sólo con sus pies, sino también con su mente, temeroso de olvidar algún detalle, de desviarse del invisible rumbo que marcaba aquella brújula que llevaba en su interior. Construía, para después echarlos abajo, diversos razonamientos, y a veces intentaba casar dos argumentos dispares. Tenía la sensación de estar adentrándose, aun de puntillas, en el camino del autor de los crímenes. Intentaba sentirlo cerca de sí. Rydberg nunca dudó de la existencia de lo que él calificaba de huellas invisibles que los asesinos siempre dejaban tras de sí, unas huellas dactilares que había que adivinar.

Y que tan a menudo resultaban decisivas.

Wallander estaba convencido de que el hombre que había surgido del mar, el de la toalla de rayas, era el que buscaban. No existía otro candidato posible. Ese hombre era el que, en el parque, se había agazapado tras el árbol que Wallander había descubierto. Después apareció en el apartamento de Svedberg y ahora emergía de las aguas. Había ocultado su arma en un pequeño hoyo cavado en la arena y había dejado preparado el coche en una carretera cercana.

Wallander ya había hablado de todo esto con sus colegas. Les había hecho reparar en lo importante que era que, al hablar con todas las personas de las que esperaban obtener alguna información, partiesen de ese presupuesto.

El hombre que surgió del mar había estado allí con anterioridad al menos en otra ocasión, si no en varias. Probablemente se había sentado en el mismo lugar y había cavado un hoyo. Cierto que cabía la posibilidad de que se hubiese acercado allí de noche. Pero también podía haberlo hecho de día. Necesitaban una descripción del individuo, su estatura, si se movía de un modo particular…, cualquier detalle era importante.

«Ese hombre se encuentra en algún lugar», se dijo. «La investigación externa ha de ir entretejiéndose con la interna. Si no nos lo topamos por la calle, acabaremos encontrándolo en nuestra investigación. Acabará saliendo a la luz en alguno de los documentos que no cesan de amontonarse sobre nuestras mesas.

»Sí, en algún lugar ha de estar».

Wallander intentó seguir las reglas de la lógica más básica. Sabían que un mismo hombre había cometido todos los asesinatos, pues nada indicaba que se tratase de varios asesinos. Y también sabían que tenía información exhaustiva y fidedigna sobre sus víctimas, sobre sus vidas, sus costumbres e incluso sobre sus secretos. Ya había dado órdenes de que la policía de Malmö registrase a fondo el estudio de fotografía de Rolf Haag. ¿Cómo se habían puesto en contacto con él los novios? ¿Cómo acordaron el lugar de las tomas? En algún lugar debía de hallarse aquel punto clave que les abriría de par en par las puertas de la investigación. Tenían que buscar allí donde las paredes eran más débiles, para poder horadarlas y cruzar al otro lado.

Sabían, en efecto, que el asesino conocía los detalles más nimios, pero ignoraban de dónde obtenía toda aquella información o cuál podría ser su móvil. Asimismo, eran conscientes de que los jóvenes del parque y la pareja de la playa compartían una característica muy especial: todos estaban disfrazados. Pero ¿habría más puntos de contacto que hubiesen escapado a su atención? Aquello era lo más importante. ¿Había alguna conexión entre Torbjörn Werner o Malin Skander y, por ejemplo, Astrid Hillström? Aún desconocían esas conexiones, pero acabarían por averiguarlas muy pronto.

Sentía que se hallaba en los aledaños de la incógnita, muy cerca del gran secreto y, sin embargo, no lograba darle alcance; al menos, no todavía. «La explicación será, sin duda, muy sencilla», se decía. «Tanto, que soy incapaz de verla. Algo así como cuando uno va buscando las gafas y resulta que las lleva puestas».

Emprendió el regreso muy despacio. Se distinguía a lo lejos el resplandor de los focos. Mientras volvía sobre sus pasos, intentó seguir los de Svedberg. ¿A quién habría dejado entrar en su apartamento? ¿Quién sería Louise? ¿Quién se dedicó a escribir y enviar postales desde diversos países europeos? «¿Qué era aquello que tú, Svedberg, sabías? ¿Y por qué no quisiste contármelo a mí, que, según Ylva Brink, era tu mejor amigo?».

En este punto, hizo un nuevo alto en el camino. En efecto, esa última pregunta se le antojó, de repente, mucho más importante de lo que él la había supuesto hasta entonces. ¿Por qué motivo había decidido Svedberg no revelar nada a nadie? Sólo dio con una explicación plausible: que su colega confiaba en estar equivocado; y que fue su temor a que una terrible verdad saliese a la luz lo que lo movió a guardar silencio.

No podía ser de otro modo.

Svedberg tenía razón.

Su temor estaba más que justificado.

Por eso lo asesinaron.

De nuevo se encontraba ante los cordones policiales, junto a los cuales se rezagaban aún algunas personas que se resistían a perderse el epílogo de aquel macabro espectáculo del que, en realidad, nada habían podido presenciar.

Cuando ganó las dunas, vio que Nyberg tomaba algunas notas en su bloc.

—Tenemos huellas de pisadas. O, más bien, huellas de pies —precisó—. Pues quien disparó iba descalzo.

—¿Cuál es tu impresión?

Nyberg se guardó el bloc de notas en el bolsillo.

—El fotógrafo fue el primero en caer —explicó—, de eso no cabe la menor duda. El proyectil le entró por la nuca, lo que significa que estaba parcialmente de espaldas al asesino. Si éste hubiera dirigido el primer disparo hacia alguno de los novios, el fotógrafo se habría dado la vuelta y el disparo le habría alcanzado de frente.

—¿Y después?

—Eso es difícil de decir. Supongo que el novio fue el siguiente, pues, al ser hombre, podía entrañar un mayor peligro por su fuerza física. Y, por último, la chica.

—¿Algo más?

—Nada que no supiéramos ya: que quien efectúa los disparos domina su arma a la perfección.

—Vamos, que no le tiembla la mano, ¿no es así?

—Lo más mínimo.

—Es decir, que el autor de estos crímenes es un hombre imperturbable y decidido.

Nyberg observó a Wallander con expresión amarga y sentenció:

—En todo eso sólo veo la frialdad y la crueldad de un loco.

Nyberg no disponía de más información relevante que comunicarle, de modo que Wallander se dirigió a uno de los coches patrulla y le pidió a la pareja de agentes que lo condujesen a Ystad, pues no había motivos para permanecer en la playa por más tiempo.

Cuando llegó a la comisaría, oyó que los teléfonos de la central de alarmas no cesaban de sonar. Uno de los policías que estaba al cargo de las llamadas le hizo señas de que se acercase. Wallander aguardó mientras el policía terminaba la conversación telefónica. Habían descubierto a un sujeto sospechoso de conducir bajo los efectos del alcohol en los alrededores de Svarte. El agente había prometido que enviarían un coche patrulla lo antes posible, pero Wallander sabía que ese coche patrulla no llegaría a Svarte en las próximas veinticuatro horas.

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