Authors: Edgar Rice Burroughs
—Tu sacrificio no fue vano —observó Kamlot—, aunque hubieras perecido en el cumplimiento de tu deber.
—Lo triste es que resultó inútil. Ésa es la catástrofe.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kamlot con horror.
—Que se apoderaron de ella —repuso Honan, acongojado.
—¡Que captaron a Duare! —exclamó Kamlot con un acento indefinible—. ¡Por la vida del Jong! ¡Eso es imposible!
—¡Ojalá lo fuera!
—¿Y dónde se encuentra hora? —preguntó Kamlot—. ¿En este barco?
—No, se la llevaron al otro, al mayor.
Kamlot parecía anonadado y atribuí aquella consternación a la desesperada impresión del enamorado que ve perdido irremisiblemente el objeto de su amor. Nuestro trato no había llegado aún a ese grado de intimidad que justifica las confidencias, y por eso no me sorprendió no haberle oído hablar de aquella joven que se llamaba Duare. Naturalmente, en tales circunstancias no podía hacerle pregunta alguna sobre ella, y por lo tanto respeté su dolor y silencio y lo abandoné a sus propios pensamientos.
El día siguiente, poco después de amanecer, el barco se puso en marcha. me hubiera gustado estar en cubierta para presenciar los fascinadores paisajes que debía haber en aquel extraño mundo, y mi precaria situación no me entristecía tanto como pensar que yo, el primer habitante de la Tierra que consiguió navegar por los mares de Venus, hubiera de verme condenado a permanecer en aquel calabozo sin poder ver nada. Pero si había creído que nos iban a dejar en aquella prisión hasta el final del viaje, me equivoqué. Poco después de haberse puesto el barco en marcha nos hicieron subir a todos a cubierta para dedicarnos a diversos trabajos de limpieza.
Cuando salimos al aire libre, la nave estaba cruzando los dos brazos que formaban la entrada del puerto y pude obtener una excelente perspectiva del país adyacente, de la costa que abandonábamos y del ancho océano que se perdía en el horizonte.
Veíanse promontorios pétreos, cubiertos de una vegetación de matices delicados y con pocos árboles, mucho más pequeños que los existentes en el interior del país. Estos árboles ofrecían un aspecto pavoroso a la mirada de un hombre de la Tierra, con sus potentes troncos y su coloreada fronda que se elevaba a cinco mil pies, para perderse de vista entre las nubes. Pero no me permitieron admirar mucho tiempo una escena tan maravillosa. No se me había ordenado subir apara satisfacer mis aficiones estéticas.
A Kamlot y a mí nos hicieron limpiar y pulir cañones. A ambos lados de la nave, había un buen número de ellos, otro en la popa y dos más en el puente de la torrecilla. Me sentí sorprendido al examinarlos, ya que cuando llegamos a bordo no había descubierto rastro alguno de armamento. Pronto se explicó todo. Los cañones estaban montados sobre piezas movibles que desaparecían de la vista y cuando se bajaban, deslizábanse por unas escotillas que los ocultaban.
El diámetro de aquellas piezas tendría unas ocho pulgadas, mientras el orificio apenas era más grueso que mi dedo meñique. Los puntos de mira resultaban ingeniosos y complicados, pero no existía dispositivo de carga y descarga ni abertura alguna, a no ser que estuviera oculta debajo de un aro que recubría la recámara, fuertemente sujeto por medio de remaches. Lo único que descubrí que se asemejase a un dispositivo de descarga fue cierto mecanismo montado en la parte de atrás de la recámara y que parecía una biela de las que se emplean para la rotación en algunos tipos de cañones de la Tierra.
Aquellas armas eran de una largura aproximada de quince pies y tenían en toda su extensión el mismo diámetro. Cuando se ponían en funcionamiento debían destacarse de su posición un tercio de su largura, y de este modo alcanzarían un dominio horizontal más amplio y mayor espacio de maniobra, lo que debía ser de extraordinaria importancia en una nave como aquella de estrecha manga.
—¿Qué disparan estos cañones? —pregunté a Kamlot, que trabajaba a mi lado.
—Rayos-T —repuso.
—¿Difieren mucho esos rayos de los rayos-R que me describiste cuando estuvimos hablando de las pequeñas armas que usaban los thoristas?
—El rayo-R destruye todos los tejidos animales, y no hay materia alguna que resista a los rayos-T. Es muy peligroso funcionar con los rayos-T, porque ni el propio material de que están construidos estos cañones es invulnerable, y sólo pueden emplearse gracias a que su gran fuerza expansiva se extiende a lo largo de la línea de menor resistencia, que en este caso es, naturalmente, el cañón del arma. No obstante, eventualmente, puede destruir el propio cañón.
—¿Cómo se dispara? —inquirí.
Señaló la palanca situada en el extremo de la recámara.
—Dando una vuelta a esto se levanta un obturador que permite la irradiación del elemento 93, el cual ataca la carga consistente en elemento 97 y suelta de este modo el rayo mortífero T.
—¿Y por qué no damos media vuelta a este cañón y barremos la cubierta del barco? —sugerí—. Podríamos aniquilar a los thoristas y recobrar la libertad.
Señaló entonces un pequeño orificio irregular situado en el extremo de la palanca.
—Porque no tenemos la llave que facilita su funcionamiento —repuso.
—¿Y quién tiene esa llave?
—Los oficiales se encargan de custodiar las llaves de los cañones que están bajo su mando —contestó—. En el camarote del capitán hay llaves para todos los cañones y él conserva una llave maestra capaz de abrir cualquiera de ellos. Al menos, éste era el sistema que estaba en vigor en la antigua flota de Vepaja y seguramente es el que subsiste hoy entre los thoristas.
—Me gustaría apoderarme de esa llave maestra.
—Y a mí también —asintió—, pero es imposible conseguirlo.
—Nada es imposible.
No contestó, y yo no quise insistir en el asunto, pero me hizo cavilar bastante.
Mientras me dedicaba a mi trabajo, me di cuenta de lo silenciosa que era la propulsión de la nave y le pregunté a Kamlot cómo se movía. Me hizo una explicación prolija y técnica. Baste decir que el utilísimo elemento 93 (vik-ro) entra también en funciones en este caso, en forma de una sustancia denominada “lor” que contiene una considerable proporción del elemente yor-san (105). La acción del vik-ro sobre el yor-san da como consecuencia la absoluta descomposición del lor, liberando toda su energía. Si se piensa que hay dieciocho millones de veces más de energía en la desintegración de una tonelada de carbón que en su combustión, es fácil comprender las maravillosas posibilidades que ofrece tan extraordinario descubrimiento científico. El combustible para hacer funcionar un barco puede llevarse en una vasija de una pinta.
Me di cuenta en el transcurso de la jornada de que navegábamos paralelamente a la línea de la costa, después de haber atravesado una zona del océano en la que no se divisaba terrero alguno. Durante unos días observé que navegábamos viendo la costa. Esto me hizo colegir que en Venus el área de su suelo era proporcionalmente mucho mayor que la de sus mares, pero no tuve ocasión de comprobarlo, ni pude satisfacer mi curiosidad, y en consecuencia no tomé nota alguna en los mapas que me había descrito Danus.
No tardaron en separarme de Kamlot. A él lo destinaron al servicio de la cocina que se hallaba situada en la parte posterior de la cubierta principal, en una caseta de popa. Procuré trabar amistad con Honan, pero no trabajábamos juntos, y por la noche nos sentíamos los dos tan fatigados que conversábamos poco antes de caer dormidos sobre el pavimento de nuestra prisión. No obstante, una noche, recordé la tristeza de Kamlot al rememorar la figura de aquella joven, cuyo nombre ignoraba yo, y que conocí en el jardín. Entonces, le pregunté a Honan quién era Duare.
—Es la esperanza de Vepaja —repuso—, y tal vez la esperanza del mundo entero.
El trato constante produce cierta camaradería, incluso entre enemigos. Según transcurrían los días, el odio y el desprecio que los marinos parecían sentir hacia nosotros cuando llegamos a bordo, se convirtieron casi en una amistosa familiaridad, como si se hubieran dado cuenta de que después de todo no éramos tan malos compañeros. Por mi parte, la verdad es que en aquellas gentes sencillas e ignorantes comenzaba a hallar yo cosas agradables. Resultaba evidente que eran víctimas de unos jefes sin escrúpulos. Aquello era lo peor que podía decirse de ellos. Muchos eran afables y generosos, pero su propia ignorancia les hacía espontáneos en sus reacciones y era fácil exaltar sus emociones por medio de argumentos capciosos que no hubieran hecho mella en mentes cultivadas.
Naturalmente, mi relación se hizo más estrecha con mis compañeros de prisión que con mis guardianes, y pronto cundió entre nosotros la amistad. Estaban maravillados de mis cabellos rubios y de mis ojos azules, y constantemente me preguntaban sobre mi ascendencia. Yo les contestaba sinceramente y entonces crecía su interés y por la noche, después del cotidiano trabajo, me acosaban para que les relatara cosas de aquel mundo misterioso y lejano de donde procedía. A diferencia de las personas cultas de Vepaja, creían todo lo que yo les contaba y así me convertí pronto en un héroe a sus ojos. Hubiera pedido ser para ellos un dios, si en sus mentes cupiera la idea de la divinidad.
Por mi parte, yo les interrogaba también y comprobé, sin sorprenderme, que no se sentían felices con su suerte. Se habían dado cuenta de que habían cambiado su libertad y su condición proletaria por una nueva esclavitud, que no podía disfrazarse por una igualdad nominal.
Entre los prisioneros había tres hacia los que me sentí atraído por sus rasgos personales.
Uno de ellos era Gamfor, hombre tosco, corpulento, que había sido labrador en los tiempos de los jongs. Era extraordinariamente inteligente y si bien había tomado parte en la revolución, criticaba ahora amargamente a los thoristas, aunque me revelaba sus sentimientos en secreto y en voz baja.
Otro era Kiron, el soldado, un tipo bello, de complexión atlética, que había servido en el ejército del Jong, pero se amotinó con los otros en tiempos de la revolución. Estaba castigado por indisciplinarse contra un oficial que antes había sido un modesto empleado del Gobierno.
El tercero había sido esclavo y se llamaba Zog. Lo que le faltaba de inteligencia le sobraba de fortaleza y buen carácter. Había matado a un oficial que le pegó y lo llevaban a Thora para someterlo a juicio y ejecutarlo. Zog mostrábase orgulloso de ser un hombre libre, aunque reconocía que el entusiasmo iba decreciendo, pues aunque teóricamente todos eran libres, se daba cuenta de que había gozado de más libertad cuando era esclavo que ahora que era hombre libre.
—Entonces —afirmaba— tenía un amo. Ahora tengo tantos amos como oficiales del ejército, espías y soldados hay en Thora. Ellos no se preocupan de mí, mientras mi antiguo amo se mostraba afable y se preocupaba de mi existencia.
—¿Te gustaría ser libre de veras? —le pregunté, movido por un plan que se había ido incubando poco a poco en mi mente. Pero con gran sorpresa mía me contestó:
—No, preferiría ser esclavo.
—Pero te agradaría escoger tú mismo tu amo, ¿verdad? —insistí.
—Desde luego —repuso—, si encontrara a alguien que se mostrara afable conmigo y me protegiera contra los thoristas.
—¿Y te agradaría escapar de ellos ahora?
—Naturalmente. ¿Pero por qué lo dices? No puedo huir.
—Sin ayuda, desde luego que no —asentí—, pero si se te unieran otros, ¿te decidirías a intentarlo?
—¿Por qué no? Me llevan a Thora para matarme. Mi suerte no ha de ser peor haga lo que haga. Pero ¿por qué me haces todas estas preguntas?
—Si consiguiéramos que se nos unieran bastantes, no sé por qué no íbamos a poder recobrar la libertad —le dije—. Cuando te veas libre, podrás mantenerte en libertad o escoger el amo que prefieras.
Lo miré detenidamente para ver cómo reaccionaba.
—¿Pretendes que estalle otra revolución? —me preguntó—. Fracasaría. Otros lo han intentado y fracasaron.
—No una revolución precisamente. Sólo un levantamiento para recobrar la libertad —aclaré. Zog se mostraba curioso.
—Pero ¿cómo?
—No sería difícil que unos cuantos hombres se apoderaran del barco —sugerí—. La disciplina está relajada y la guardia, de noche, es muy exigua. Si a los centinelas se les sorprendiera, no ofrecerían mucha resistencia.
Los ojos de Zog brillaron.
—Si triunfásemos, muchos de la tripulación se nos unirían —dijo—. Pocos son los que se sientes felices y la mayoría odia a la oficialidad. Estoy seguro de que los prisioneros se incorporarían a nosotros como un solo hombre. Pero debes tener cuidado con los espías porque andan por todas partes. Ése es el mayor peligro que corres. Estoy seguro de que entre los prisioneros hay por lo menos un espía.
—¿Qué opinas de Gamfor? —le pregunté—. ¿Te parece de confianza?
—Puedes confiar en Gamfor —aseguró Zog—. Aunque habla poco, leo en sus ojos que odia a los oficiales.
—¿Y Kiron?
—Excelente —exclamó—. Desprecia a esa gente y no se preocupa de que lo sepan. Por eso está en el calabozo. No es su único delito y corren rumores de que piensan ejecutarlo. Está acusado de alta traición.
—Yo creí que sólo había contestado mal a un oficial negándose a obedecerle —dije.
—Eso es alta traición, si quieren deshacerse de él... Puedes tener confianza en Kiron. ¿Quieres que le hable del asunto?
—No —le advertí—. Le hablaré yo, igual que a Gamfor. Así, si fracasamos antes de la rebelión, o algún espía averigua nuestro complot, tú no te verás complicado.
—Poco me importa eso —exclamó—. Sólo me pueden matar por un delito y lo mismo me da que sea por uno como por otro.
—No obstante, les hablaré y, si resuelven a unirse a nosotros, ya decidiremos juntos el medio de aumentar el número.
Zog y yo habíamos estado trabajando juntos en la limpieza de la cubierta, y hasta que llegó la noche no tuve ocasión de hablar con Gamfor y Kiron. Los dos se mostraron entusiasmados con el plan, pero ninguno tenía fe en su éxito. A pesar de ello, los dos me ofrecieron su ayuda. Entonces fuimos a buscar a Zog, y los cuatro cambiamos impresiones hasta media noche. Nos habíamos apartado a un rincón del calabozo y hablamos susurrando y con las cabezas juntas.
Destinamos los días siguientes a conquistar adeptos, labor delicada, ya que todos me aseguraban que entre nosotros había un espía. Cada candidato era objeto de hábiles sondeos, utilizando medios distintos, encargándose Gamfor y Kiron de tal misión. Yo fui eliminado de estas gestiones, pues ignoraba sus ambiciones, sus esperanzas y sus rencores, y, desde luego, su psicología. También Zog quedó al margen, por exigir esa misión mayor grado de inteligencia que la suya.