Authors: Edgar Rice Burroughs
Las naves amtorianas emplean los medios más primitivos de intercomunicación. Existe un burdo y engorroso sistema de señales en el que se emplean banderas. Además, se utiliza un sistema general de sonidos de trompeta que sirve para cursar un número convencional de mensajes, pero el medio más satisfactorio y el que se usa más es la voz humana.
Desde que vimos desplegar en el barco perseguido el mencionado pabellón habíamos navegado con rumbo paralelo a él, a escasa distancia. En su cubierta se había congregado un grupo de hombres armados. Disponía de cuatro cañones que fueron colocados en posición de disparar. Aunque la nave estaba dispuesta para la liza, sus tripulantes no debían recelar de nuestros propósitos.
Di órdenes de aproximarnos y el Sofal se acercó más. A medida que decrecía la distancia que nos separaba, aumentaba la excitación entre los congregados en la cubierta de nuestra posible víctima.
—¿Qué hacéis ahí? —gritó un oficial desde la torrecilla—. ¡Apartaos! ¡Viene a bordo un ongyan!
Como no les contestamos nada y el Sofal seguía acercándose, su excitación aumentó. Se puso a gesticular mientras hablaba con un individuo gordo que estaba de pie, a su lado.
—¡Apartaos o alguno se va a arrepentir de lo que está haciendo! —volvió a gritar mientras el Sofal seguía aproximándose más y más—. ¡Apartaos o abrimos fuego!...
Por toda respuesta, hice que nuestros cañones de popa se pusieran en posición de disparar. Sabía que no se atreverían a empezar ellos, ya que una sola andanada del Sofal les hubiera echado a pique en menos de un minuto, contingencia que deseaba yo evitar.
—¿Qué queréis de nosotros? —preguntó.
—Deseamos subir a bordo —repuse—. Y a ser posible sin derramamiento de sangre.
—¡Pero eso es una medida revolucionaria! ¡Una traición! —gritó el individuo gordo que se hallaba junto al capitán—. Yo os exijo que paréis la marcha y nos dejéis tranquilos. Soy el ongyan Moosko.
Y, después, dirigiéndose a los soldados de la cubierta principal, vociferó:
—¡Rechazarlos! ¡Matad al que se atreva a poner un pie en el barco!
A la vez que el ongyan Moosko ordenaba a sus soldados que rechazaran el intento de abordaje, el capitán mandaba que se diese toda la marcha, haciendo funcionar el timón hacia estribor. El buque viró con un movimiento de huida y forzó la marcha desesperadamente. Desde luego, podríamos haberlo echado a pique, pero de nada nos hubiera servido verlo hundirse en el fondo del océano. Lo que hice fue dar orden al trompetero que estaba a mi lado de hacer sonar el toque indicativo de toda velocidad, que había de recibir el oficial situado en la torrecilla a fin de cazar al navío fugitivo.
El Yan, nombre que era perfectamente visible en la popa, era mucho más veloz de lo que me había hecho creer Kiron, pero el Sofal era excepcionalmente rápido, y pronto se dieron cuenta los perseguidos de que la huida era imposible. Fuimos recuperando lentamente la distancia que había logrado ganar en el primer impulso el Yan, y lenta, pero firmemente, nos fuimos acercando. Entonces, el capitán del Yan, hizo lo que yo hubiera hecho en su caso. Mantuvo al Sofal constantemente de popa y rompió el fuego contra nosotros con el cañón de la torrecilla posterior y con otro situado junto a la porta de popa. La maniobra fue irreprochable desde el punto de vista táctico, ya que con ella reducía grandemente el número de cañones que podíamos poner en juego sin cambiar de ruta, constituyendo lo único que cabía hacer para intentar la huida. Tenía algo de aterrador aquel sonido del pesado cañón amtoriano que escuchaba yo por primera vez. No vi nada, ni humo ni llama. Únicamente se oyó un estruendo que identificaba, más que ningún ruido pudiera hacerlo, el disparo de un cañón. Al principio no se notó efecto alguno. Después observé que un trozo de nuestra borda de estribor volaba. Dos de nuestros hombres se desplomaron sobre cubierta. Ya habían entrado en acción nuestros cañones. Seguíamos la estela de la nave, lo que hacía difícil disparar. Los dos barcos marchaban a toda velocidad. La proa del Sofal levantaba una masa de agua y espuma a ambos lados y el mar hervía al paso del Yan. En nuestras venas se había infiltrado el ardor de la caza y de la lucha y el terrible estallido de los cañones seguía sonando.
Corrí hacia la popa para dirigir desde allí el disparo de los cañones y unos instantes después tuvimos la satisfacción de ver como la dotación de uno de los cañones del Yan se abatía sobre la cubierta, hombre tras hombre, así que nuestro artillero los localizó disparando hacia allí.
El Sofal iba ganando espacio al Yan y nuestros cañones concentraban su puntería en el cañón de la torrecilla del enemigo. El ongyan hacía tiempo que había desaparecido de la cubierta superior. Si duda, se fue a buscar un sitio más seguro y menos expuesto. Sobre la torrecilla, en la que poco antes se hallaba el capitán, no había ya más que dos hombres con vida. Aquellos dos sujetos de la dotación nos estaban dando mucho trabajo.
Al principio, yo no acababa de comprender como los cañones de ambos barcos no conseguían resultados más eficaces. Sabía que el rayo-T tenía un poder destructor extraordinario y por eso no me explicaba como ninguno de los dos barcos había quedado desmantelado o hundido, pero era que entonces ignoraba que todas las partes de importancia vital de los barcos estaban protegidas por una delgada plancha del mismo metal del que estaban construidos los grandes cañones, la única sustancia capaz de resistir el rayo-T. De no haber sido así, haría tiempo que nuestros disparos hubieran inutilizado el Yan, pues los rayos-T, dirigidos contra la torrecilla, hubieran matado a su dotación y destruido los aparatos de control. Esto podría ocurrir, pero para ello era preciso destruir primero la plancha protectora de la torrecilla.
Por fin conseguimos acallar el cañón que quedaba en aquel lugar, pero si marchábamos cerca de la nave, nos exponíamos al fuego de los otros cañones situados en su cubierta principal y al otro lado de la torrecilla. Ya habíamos sufrido algunas pérdidas y cabía esperar otras muchas si nos poníamos el alcance de los restantes cañones, pero no existía otra alternativa que abandonar la caza y yo no estaba dispuesto a hacerlo.
Di orden de avanzar hasta ponernos completamente a la vera del Yan, hacia su lado de posta, y entonces mandé que iniciase el fuego nuestro cañón de popa para barrer uno tras otro sus cañones de babor, mientras avanzábamos y ordené asimismo que nuestros cañones de estribor abrieran fuego sucesivamente, a medida que fueran alcanzando la visión de los cañones del Yan. De este modo manteníamos una cortina de fuego constante sobre la desdichada nave, intentando situarnos paralelamente, a la vez que reducíamos la distancia entre las dos.
Habíamos sufrido algunas bajas, pero nuestras pérdidas no eran comparables a las sufridas por el Yan, cuyas cubiertas estaban ahora sembradas de muertos y moribundos. Toda defensa era inútil y su comandante debió de comprenderlo así, pues acabó por dar la orden de rendición y pararon las máquinas. Minutos más tarde estábamos junto a su casco y nuestro equipo de abordaje había saltado sobre las bordas.
Mientras Kamlot y yo presenciábamos cómo aquellos hombres que conducía Kiron pasaban a posesionarse del barco y trasladaban ciertos prisioneros a bordo, no pude por menos de preguntarme cuáles serían sus sentimientos respecto a mi caudillaje. Comprendía que su liberación de la constante amenaza de sus tiránicos amos era tan reciente que cabía esperar que cometieran excesos y yo temía sus consecuencias, puesto que estaba decidido a castigar de modo ejemplar a cualquiera que me desobedeciese, aunque me costara mi propia caída intentarlo. Presencié como la mayor parte de ellos se desperdigaban en la cubierta enemiga mandados por el corpulento Zog, mientras Kiron acaudillaba un grupo reducido dirigiéndose a la cubierta superior en busca del capitán y el ongyan.
Debieron de transcurrir unos cinco minutos antes de que viera salir a mi lugarteniente de la torrecilla del Yan con los dos prisioneros. Los condujo por la escalera de cámara y, cruzando la cubierta principal, vino hacia el Sofal mientras un centenar de hombres lo contemplaban en silencio sin que ni una mano se levantara contra ellos al pasar.
Kamlot dejó escapar un suspiro así que vio a los dos individuos traspasar la borda del Sofal.
—Tenía la impresión de que nuestras vidas y las de ellos pendían de un hilo —me dijo.
Yo coincidí con él, puesto que si mis hombres hubieran intentado matarlos a bordo del Yan, desafiando mis órdenes, me hubieran tenido que matar también a mí y a los que me fuesen leales para proteger sus vidas.
El ongyan se mostraba aún bravucón cuando lo trajeron a mi presencia, pero el capitán daba muestras de sentirse intimidado. Había en todo aquello algo que le desconcertaba y cuando estuvo lo bastante cerca y vio el color de mi cabello y de mis ojos, comprendí que estaba atónito.
—¡Esto es un ultraje! —vociferó Moosko, el ongyan—. ¡Voy a mandar que os maten a todos!
Temblaba de ira y había enrojecido intensamente.
—Adviértele que no debe hablar hasta que se le interrogue— instruí a Kiron.
Y luego, volviéndome hacia el capitán, le dije:
—Tan pronto como hayamos cogido de vuestro barco lo que necesitamos, quedaréis en libertad de continuar el viaje. Lamento que no hicierais caso de mis advertencias cuando os ordené parar la nave. Hubiéramos salvado muchas vidas humanas. La próxima vez que el Sofal te ordene parar has de hacerlo, y cuando vuelvas a tu país, advierte a los capitanes de la marina que el Sofal surca los mares y quiere ser obedecido.
El ongyan pareció sorprenderse.
—¿Quieres decirme quién eres y bajo qué pabellón navegas? —preguntó.
—Por el momento soy un vepajano —repuse—, pero navegamos bajo nuestro pabellón particular. A ningún país debe inculparse de lo que hacemos ni a nadie tenemos que dar cuenta de nuestras acciones.
Kamlot, Kiron, Gamfor y Zog pusieron en movimiento a la tripulación del Yan y todas sus armas, las provisiones que nos parecieron convenientes y lo más valioso y de menor volumen de su cargamento fue trasladado al Sofal antes de anochecer.
Después de arrojar sus cañones al mar permitimos a la nave seguir su ruta.
A Moosko lo retuve en rehenes, por si tuviera necesidad de alguno. Quedó bajo custodia en la cubierta principal hasta que yo determinase lo que había de hacerse. Las mujeres vepajanas que habíamos rescatado del Sovong y nuestros propios oficiales, que estaban acomodados en la segunda cubierta, no habían dejado vacante ningún camarote que pudiera destinarse a Moosko, y no quería confinarle en la parte inferior de la nave, destinada a los prisioneros.
Por casualidad hablaba de ello con Kamlot delante de Vilor, y éste inmediatamente ofrecióse a compartir con el ongyan su camarote, encargándose de su custodia. Como era una solución, ordené que confiaran Moosko a Vilor quien se lo llevó en seguida a su camarote.
La persecución del Yan nos había desviado de nuestra ruta y ahora volvimos a hacer rumbo hacia Vepaja. A estribor se divisaba una oscura masa de tierra. Me preguntaba qué misterios se ocultarían tras aquella sombría línea de costa, qué clase de hombres y de extrañas bestias habitarían aquella tierra incógnita, que se extendía hasta Strabol y las inexploradas regiones ecuatoriales de Venus. A fin de satisfacer parcialmente mi curiosidad, me dirigí al cuarto de derrota y después de fijar nuestra posición lo más aproximada posible con los elementos de que disponía, descubrí que nos hallábamos ante la costa de Noobol. Recordé que había oído a Danus mencionar aquel país, pero no lo que había dicho de él.
Sugestionado por mi fantasía, subí a la torrecilla y permanecí allí solo, contemplando las nocturnas aguas, suavemente iluminadas, mirando hacia el misterioso Noobol. Se había levantado un viento que casi parecía una galerna, la primera con la que tenía que enfrentarme desde mi arribada a la Estrella del Pastor.
La mar comenzaba a ponerse gruesa, pero tenía confianza plena en el barco y la pericia de mi oficialidad para navegar en tales circunstancias. Por eso no me inquietó la creciente violencia de la tormenta. No obstante, recordé que las mujeres de a bordo podrían sentirse aterradas y mi pensamiento, que raras veces estaba ausente de ella, volvió a Duare. Tal vez sintiera miedo. No hay ninguna excusa que resulte razonable para el hombre que desea contemplar el objeto de sus amores, pero en aquella ocasión me alegraba de tener una razón que justificase verla y que ella había de agradecer, pues demostraba mis desvelos por su tranquilidad. En consecuencia, bajé por la escalera, dirigiéndome a la segunda cubierta con la intención de silbar ante la puerta de Duare, pero como había de cruzar antes por el camarote de Vilor, pensé que podría ir a ver al prisionero.
Después de silbar, a modo de llamada, siguió un breve silencio y luego Vilor me invitó a entrar. Al hacerlo, quedé sorprendido al ver a un angan sentado dentro, en compañía de Moosko y Vilor. La confusión de Vilor fue manifiesta. Moosko se mostró también algo desconcertado y el hombre pájaro dio muestras de miedo. No me sorprendió su desconcierto, pues no era corriente que un individuo de raza superior confraternizara con los klangan. La situación de los vepajanos era delicada a bordo del Sofal. Éramos pocos en número y nuestro prestigio dependía del respeto que consiguiésemos inspirar y mantener en medio de los thoristas, que constituían mayoría y que consideraban a los vepajanos como superiores, a pesar de los esfuerzos de sus caudillos para convencerles de que todos los hombres eran iguales.
—Tu camarote no es éste —dije al angan—. ¿Qué haces aquí?
—No tiene él la culpa —intervino Vilor mientras el hombre-pájaro se levantaba para marcharse—. Aunque parezca extraño, Moosko no había visto nunca un angan y traje a éste sólo para satisfacer su curiosidad. Sentiría haberle disgustado.
—Claro está que tu explicación cambia un poco el aspecto del asunto —dije—, pero hubiera sido preferible que el prisionero examinara a los klangan en cubierta, que es donde deben estar. Tiene mi permiso para hacerlo mañana, si quiere.
Se fue el angan y yo cambié algunas palabras más con Vilor, dejándolo por último con el prisionero, dirigiéndome al camarote en que se encontraba Duare.
El incidente que acababa de ocurrir se borró de mi memoria casi en el acto siendo sustituido por otros pensamientos mucho más gratos.