Authors: Leigh Brackett
No ocurrió nada. Los perros no le advirtieron.
La tormenta fue disminuyendo lentamente y se dirigió a la jungla. La lluvia amainó. Era ya muy tarde. Los pocos viandantes que se encontraban en las calles no vieron más que a dos marinos que volvían a su barco.
Stark encontró la yola donde la había dejado. Pedrallon se sentó en ella, con un perro delante y otro detrás. Stark remó hasta el barco. Les subieron a bordo. La yola volvió a ocupar su plaza en el puente. Los remeros saltaron a los bancos y cogieron los remos. El ancla fue izada pesadamente y el barco empezó a surcar las sedosas aguas dirigiéndose hacia mar abierto. Las nubes dejaron pasar un filo de plateada claridad.
Pedrallon, aturdido, se sentó totalmente agotado. Tuchvar le llevó vino. Se lo bebió. El vino pareció darle nuevas fuerzas. Miró a los perros y tembló. Miró a sus compañeros de viaje y, al reconocerle, hizo un gesto dirigido a Ashton. Se volvió hacia Stark.
—¿Realmente hay esperanza?
—Creo que sí. Si nos llevas a toda prisa al navío.
—En ese caso —indicó Pedrallon—, romperé el ayuno.
El Viejo Sol había salido poco antes, pero ya hacía calor. Junto a los confines de la jungla, Stark sintió que el sudor le corría por la espalda desnuda.
Permanecía al acecho bajo una bóveda de árboles. Una bóveda sonora, en la que innumerables criaturas desconocidas gritaban, piaban, combatían y empezaban un nuevo día.
Stark miraba el navío estelar.
Rescatado de la apatía de su desesperación, Pedrallon les guió con fortuna. La débil esperanza de que podrían vencer, quizá, a los Señores Protectores y liberar su planeta, había despertado en él algo de su antiguo ardor. El deseo feroz de vengarse de Penkawr-Che consiguió el resto.
Según sus indicaciones, el viento de los Fallarins les impulsó hacia el sur, hasta una cala. El barco penetró en ella sólo a fuerza de remos. Los Fallarins se quedaron a bordo para guardar el navío y recuperarse. Los Tarfs se mantuvieron junto a sus amos. Los enemigos de Pedrallon no aceptarían, casi con toda seguridad, su desaparición con filosofía. Cuando empezasen la persecución, los fugitivos tendrían que marchar a toda prisa para escapar.
En medio del sofocante calor del mediodía, Pedrallon condujo al resto del grupo hasta una aldea. Explicó que, a menudo, había cazado en aquellas junglas. El hombre que le sirviera de guía y batidor en tales ocasiones conocía todos los senderos de la región de Andapell y podría conducirles al navío sin perder tiempo.
—¿Lo necesitas ahora? —preguntó Halk.
Stark miró a los perros, pero Pedrallon hizo un gesto negativo.
—No hará falta eso.
Estuvo en lo cierto. Penetró en la aldea y volvió con un hombrecillo vigoroso llamado Larg, que declaró que Pedrallon era su señor y su amigo y que le obedecería en todo.
Durante el resto de la jornada y la noche siguieron a Larg hasta el lugar que Pedrallon le había señalado. No se detuvieron más que para descansar brevemente y alimentarse de modo somero. Durante todo el camino Stark apresuró a la tropa, temeroso de llegar tarde, de que el navío ya hubiera despegado para reunirse con Penkawr-Che en la landa y exigía, en vano, cuanta fuerza quedaba en sus cuerpos.
Decírselo a Ashton estaba de más. El temor se leía igualmente en su rostro lleno de ansiedad.
Cuando al fin llegaron a las lindes de la jungla, a una hora en que el Viejo Sol aún no estaba en el cielo, vieron brillar el inmenso cilindro bajo la débil luz de las estrellas y supieron que no era tarde.
El navío se encontraba sobre una llanura triangular de gravilla, un claro formado por el cruce de dos ríos, o por dos brazos de una misma corriente; las aguas, que se deslizaban por encima de una cresta rocosa, se convertían en dos cataratas y, un poco más adelante, volvían a reunirse. No era la estación de las grandes lluvias y el agua no llegaba más arriba de los tobillos. El agua corría sobre un lecho de piedras y rumoreaba alegremente. Pero Stark no pudo apreciarlo. El agua era un obstáculo. No muy importante, claro; pero se lo habría ahorrado de buen grado.
Según las normas interestelares, el navío era pequeño. Como el «Arkeshti», estaba destinado a llegar a puertos espaciales muy lejanos, donde éstos fueran provisionales o, incluso, inexistentes. A pesar del escaso tamaño de la nave, alzaba sobre la llanura una masa imponente, apoyado en enormes patines de aterrizaje. Sus flancos portaban las cicatrices de las atmósferas más extrañas y del polvo estelar.
Al alzarse el Viejo Sol, Stark distinguió más detalles, pero poco tranquilizadores. Junto al navío, en fila, se divisaban tres cazas, situados en el interior de un perímetro protegido por tres cañones láser montados sobre trípodes móviles. Los cañones contaban con sus propias células energéticas; y estaban colocados de tal modo que podían cubrir la totalidad del entorno sin que cupiera la posibilidad de que alcanzasen al navío. Había dos hombres en cada cañón. Iban de un lado a otro, o se sentaban en las tiendas de tela que protegían cada emplazamiento.
Ashton permanecía tumbado junto a Stark.
—El que mande el navío lo hace bien —dijo—. Sin los perros, no podríamos hacer frente a esos cañones.
—Mi hermano tampoco lo intentará —explicó Pedrallon. Se encontraba a la derecha de Stark—. Los Heraldos lo persuadieron de que cualquier ataque sería inútil y le alegró aceptarlo sin preguntar más. Los Heraldos se sienten bastante contentos de su política de pillajes por el odio que así suscitan los extranjeros. Quieren que continúen los saqueos. —Miró al navío con avidez—. Debemos hacernos con él, Stark. Y, si es posible, destruirlo.
Seis hombres salieron del navío. Intercambiaron algunas palabras con los cañoneros. Éstos subieron por la rampa y desaparecieron. Stark imaginó que irían a desayunar y luego a dormir un poco. Los recién llegados les reemplazaron en los cañones.
Se acercó Halk, procedente del lugar, no muy lejano, en que descansaba el grupo, sabiendo que era obligatorio el más absoluto silencio. Se tendió, contemplando los cazas ferozmente.
—¿Esos malditos pájaros no volverán a volar?
—Todavía es pronto.
—Yo creo que están a punto de terminar con los pillajes —dijo Pedrallon—. Mi hermano me fue transmitiendo cuidadosamente los informes diarios de los templos y las ciudades que han sido saqueadas. Incluso aunque alguno resultara una exageración suya, Andapell debe estar prácticamente en la ruina, así como los principados vecinos.
—Esperemos que los cazas tengan para un día más —rogó Stark—. Si abren la cala para embarcar los cazas, tendremos que atacar entonces, mientras la tripulación está al completo. Y eso no nos conviene.
—Pero los Perros del Norte son invencibles —susurró Halk.
—Los Perros del Norte no son inmortales y tú mismo puedes comprobar lo poderosas que son sus armas. La tripulación de un navío mercante, como ese que tenemos delante, es reclutada en todos los mundos de la galaxia. Entre ellos, puede haber hombres como los Tarfs, a los que los perros no pueden siquiera tocar. Si hubiera muchos inhumanos, o aunque haya uno solo pero encargado del cañón láser, nuestra tarea no será fácil.
—Mirad —pidió Pedrallon.
Emergieron nuevos hombres del navío. Se dirigieron a los cazas y los inspeccionaron.
Ashton suspiró aliviado.
—Van a despegar —dijo.
Los hombres acabaron la inspección. Cuatro de ellos subieron a cada uno de los cazas. Los otros volvieron a la nave. Los motores zumbaron. Uno por uno, los cazas ascendieron a los aires.
—Bien —dijo Stark. Ahora tendremos que esperar.
—¿Esperar? —preguntó Halk—. ¿Esperar qué?
—A que los cazas estén lo bastante lejos. Así no podrán volver en cinco minutos si les avisan por radio.
—¡Radio! —gruñó Halk—. Esos juguetes de otro mundo son una verdadera maldición.
—Sin duda —recalcó Stark—. Pero piensa un poco en todas las veces que habrías dado hasta lo que no tenías, durante nuestro viaje al norte y el regreso, por saber lo que pasaba en Irnan.
Stark se dispuso a esperar, tumbándose a dormitar como un gato al sol.
Pedrallon y Simon Ashton discutieron acerca del mensaje radiado que enviarían al Centro Galáctico si conseguían su objetivo. La discusión no fue totalmente amistosa.
Por fin, la voz y la mirada de Ashton adquirieron una severidad oficial.
—El mensaje debe ser —observó— claro y fácil de entender. No puedo contar la historia de Skaith en diez palabras. Nada garantiza que el mensaje llegue a Pax a tiempo de sernos útil; pero puedo asegurar que si reciben una petición de intervención de la flota estelar en una guerra civil en un planeta que no forma parte de la Unión Galáctica, pretenderán no haber recibido el mensaje. Me identificaré y pediré un navío de apoyo. Diré también que Penkawr-Che y otros dos capitanes están cometiendo numerosos desmanes por aquí. Cuando se enteren, harán lo que quieran. A nosotros, nos basta con un solo navío... y es cuanto podemos esperar. Siempre podemos ir a defender nuestra causa a Pax.
Pedrallon, a disgusto, aceptó.
—Si llega el navío, ¿dónde será la cita?
Ashton frunció el ceño. Incluso aquél era un problema de vital importancia, tanto para él como para Stark. No podían garantizar que se encontrarían en ningún lugar en concreto en un momento determinado. Ni siquiera podían garantizar que seguirían con vida.
—Debe haber un transmisor portátil en el navío —respondió Ashton.
—¿Y si no es así?
—Convendremos una segunda cita.
Con mucho optimismo, pensó Ashton recordando la inhóspita inmensidad que era Skaith.
El Viejo Sol ascendía cada vez más. El calor se convirtió en un peso físico, que oprimía las ramas lánguidas de los árboles y los cuerpos de los hombres, aunque respirar era un esfuerzo consciente que valía la pena realizar. La llanura pedregosa brillaba al sol. El navío estelar parecía flotar sobre ella. Los cañoneros dormitaban bajo los refugios de tela.
Salvo un hombre.
Era rechoncho, bajo, y su piel tenía un color verde grisáceo, parecido al de los lagartos. En medio de la cabeza, larga y sin cabellos, mostraba una cara ridículamente pequeña. Su mundo natal giraba alrededor de una vigorosa y joven primaria. Estaba acostumbrado al calor y ni siquiera se había desabotonado el cuello de la guerrera. Avanzó hasta el arroyo, pensando en su hogar, en sus amigos, calculando el total de su parte del botín.
Al otro lado del arroyo se levantaba la muralla verde de la jungla. Todo parecía en calma. El calor del mediodía había terminado con la barahúnda matinal. El hombre lagarto tomó una piedra plana y la arrojó a las aguas poco profundas.
En el interior del navío hacía más fresco. Los ventiladores zumbaban. Los dos hombres sentados en la esclusa abierta disfrutaban de la brisa. Estaban relajados, somnolientos, con los párpados medio cerrados, protegiéndose de la luz exterior. Sólo oían los ventiladores; no esperaban otra cosa. No habían oído nada más en todos los días que llevaban de guardia. De todos modos, no temían nada. Los pueblos de Skaith carecían de armas que pudieran emplear contra ellos.
Cada uno de los dos hombres tenía a su lado una pesada arma automática. El mando de la esclusa se encontraba en la pared, junto al abierto panel. Su tarea consistía en defender el panel, cerrando la esclusa si llegaba el caso. Sin embargo, no pensaban que se presentase un caso como aquél. Juzgaban que su tarea era innecesaria; pero no lo decían. Estaban muy conformes con ella. Veían los emplazamientos exteriores, se ponían morenos y se congratulaban por no verse afectados por el trabajo.
Vieron que uno de los hombres había bajado hasta el arroyo, para divertirse tirando piedras. Pensaron que estaba loco. Pero se quedaron perplejos cuando empezó a aullar.
Le vieron caer al agua y retorcerse. Enormes mastines se lanzaron a él desde la jungla y cruzaron el arroyuelo. Las gotas de agua brillaban bajo sus patas.
Tras ellos corriendo, venían unos hombres.
El agua pareció helada cuando alcanzó la mano de Stark, caldeada por el sol. Los guijarros bajo los pies resultaban cálidos y resbaladizos. A través de los chapoteos, miró los cañones, esperando el rayo que haría de todos ellos pedazos de carne calcinada, como los sacerdotes del templo cercano al bosquecillo.
«¡Matad!» Les aulló a los perros. «¡Matad!»
Ya lo hacían. Los cañoneros murieron en sus puestos casi en el acto, sin alcanzar los detonadores.
Los perros galopaban hacia el abierto panel.
En la esclusa, uno de los hombres cayó sobre la rampa. Se quedó tendido, acuclillado en posición fetal, con los brazos unidos por encima de la cabeza.
«Otro hombre, N´Chaka. Pensar mal».
«¡Matad!»
«No es tan fácil como los otros...»
Stark corrió sobre piedras secas y calientes. Olvidó los cañones. Su mirada se clavaba en el abierto panel. Si se cerraba, los asaltantes tendrían que intentar abrirlo con el cañón; aunque les fuera posible, llevaría mucho tiempo. Si el hombre que quedaba en la esclusa era insensible a los cerebros de los perros...
«¡Matad!»
Los gritos de un hombre se mezclaron con los disparos procedentes del casco. Dos de los perros saltaron peligrosamente y no se volvieron a levantar.
El panel seguía abierto. Y silencioso.
Once perros subieron al galope por la rampa, apartando al muerto con sus patas de terribles uñas.
«¡Matad!»
Once cerebros de perros telépatas rebuscaron a través de los blindajes de acero, a través de distancias inesperadas llenas de olores desconocidos de aceite y metal. Buscaban cerebros humanos. Enviaban Miedo.
Stark continuaba corriendo. Jadeaba roncamente. El sol era implacable. Dos mastines blancos, ensangrentados, yacían en el suelo. Detrás de Stark, Halk, los guerreros del desierto y los irnanianos se ocupaban de los cañones. Gerrith, Pedrallon y Simon Ashton seguían a Stark. Tuchvar se detuvo junto a los perros muertos.
Stark subió a la carrera por la rampa.
En el interior del casco, no oyó más que los ladridos de los perros. El segundo hombre, que había ofrecido mayor resistencia que los anteriores, se recogía finalmente para morir. Era un extranjero de piel amarilla, pálido, con un cráneo enorme. Conservaba todavía en las manos el arma; las manos eran de dedos cortos, casi como patas. Stark le arrebató el fusil.