—Estuvo usted mucho tiempo en Lyme, presumo.
Unos quince días. No podía irme hasta estar seguro de que Luisa se recobraría. El daño hecho me concernía demasiado para estar tranquilo. Había sido mi culpa, sólo mi culpa. Ella no se hubiera obstinado de no haber sido yo débil. El paisaje de Lyme es muy bonito. Caminé y cabalgué mucho, y cuanto más vi, más cosas encontré que admirar.
—Me gustaría mucho ver Lyme nuevamente —dijo Ana.
—¿De veras? No creía que hubiera encontrado usted nada en Lyme que pudiera inspirarle ese deseo. ¡El horror y la intranquilidad en que se vio envuelta, la agitación, la pesadumbre! Hubiera creído que sus últimas impresiones de Lyme habían sido ingratas.
—Las últimas horas fueron en verdad muy dolorosas —replicó Ana—, pero cuando el dolor ha pasado, muchas veces su recuerdo produce placer. Uno no ama menos un lugar por haber sufrido en él, a menos que todo allí no fuera más que sufrimiento, puro sufrimiento. Y no es precisamente el caso de Lyme. Solamente sufrimos intranquilidad y ansiedad en las últimas horas; antes nos habíamos divertido mucho. ¡Tanta novedad y tanta belleza! He viajado tan poco que cualquier sitio que veo me resulta en extremo interesante… Pero en Lyme hay verdadera belleza. En una palabra —sonrojándose levemente al recordar algo—, en conjunto, mis impresiones de Lyme son muy agradables.
Al terminar de hablar, se abrió la puerta del salón y entró el grupo que estaban esperando. «Lady Dalrymple, Lady Dalrymple», se oyó murmurar en todas partes, y con toda la premura que permitía la elegancia, Sir Walter y las dos señoras se levantaron para salir al encuentro de Lady Dalrymple, quien junto a miss Carteret y escoltada por Mr. Elliot y el coronel Wallis, que acababan de entrar en ese mismo instante, avanzó por el salón. Los otros se unieron a éstos y formaron un grupo en el que Ana se vio a la fuerza incluida. Se encontró separada del capitán Wentworth. Su interesante, quizá, demasiado interesante conversación, debía interrumpirse por un tiempo; pero el pesar que experimentó fue leve comparado con la dicha que tal conversación le había dado. Había sabido en los últimos diez minutos más acerca de sus sentimientos hacia Luisa, más acerca de todos sus sentimientos de lo que se hubiera atrevido a pensar. Se entregó a las atenciones de la reunión, a las cortesías del momento, con exquisitas y agitadas sensaciones. Estuvo de buen humor con todos. Había recibido ideas que la predisponían a ser cortés y buena con todo el mundo, a compadecer a todo el mundo, por ser menos dichosos que ella.
Las deliciosas emociones se apagaron un poco cuando, separándose del grupo para unirse nuevamente al capitán Wentworth, vio que éste había desaparecido. Tuvo tiempo solamente de verlo entrar al salón de conciertos. Se había ido… había desaparecido… sintió un momento de pesar. Pero volverían a encontrarse. El la buscaría…, la hallaría antes de que hubiera terminado la velada. Un momento de separación era lo mejor…, ella necesitaba una pausa para recomponerse.
Con la llegada de Lady Russell poco después, el grupo se completó, y ya sólo les quedaba dirigirse al salón de conciertos. Isabel, dando el brazo a miss Carteret y marchando detrás de la vizcondesa viuda de Dalrymple, no deseaba ver más allá de dicha dama y era perfectamente feliz en ello: también lo era Ana, pero sería un insulto comparar la felicidad de Ana con la de su hermana: una era vanidad satisfecha; la otra, cariño generoso.
Ana no vio nada, no pensó nada del lujo del salón; su felicidad era interior. Sus ojos refulgían y sus mejillas estaban animadas, pero ella no lo sabía. Pensaba solamente en la última media hora y mientras ocupaban sus asientos, en su pensamiento repasaba los detalles. La elección del tema de conversación, sus expresiones, y más aún sus gestos y su fisonomía eran algo que ella podía ver sólo de una manera. Su opinión acerca de la inferioridad de Luisa Musgrove, opinión que parecía haber dado con gusto, su asombro ante los sentimientos del capitán Benwick, los sentimientos de éste por su primer y fuerte amor —las frases dejadas sin terminar—, su mirada algo esquiva, y más de una rápida y furtiva mirada, todo aquello hablaba de que al fin volvía a ella; el enfado, el resentimiento, el deseo de evitar su compañía habían desaparecido. Y sus sentimientos no eran simplemente amistosos; tenían la ternura del pasado; sí, algo había en ellos de la antigua ternura. El cambio no podía significar otra cosa. Debía amarla.
Tales pensamientos y las visiones que acarreaban la ocupaban demasiado para que se pudiese percatar de lo que ocurría a su alrededor, y así pasó a lo largo del salón sin una mirada, sin siquiera tratar de verlo. Cuando encontraron sus asientos y se hubieron ubicado, ella miró alrededor para ver si lograba encontrarlo en aquella parte del salón, pero sus ojos no pudieron descubrirlo. Como el concierto comenzaba, debió contentarse con una felicidad más humilde.
El grupo fue dividido y ocuparon dos bancos contiguos. Ana estaba en el frente, y Mr. Elliot se las arregló tan bien —con la complicidad de su amigo el coronel Wallis— que quedó sentado cerca de ella. Miss Elliot, rodeada por sus primas y con las atenciones del coronel Wallis, se daba por satisfecha.
El espíritu de Ana estaba favorablemente dispuesto para disfrutar de la velada: era lo que necesitaba. Tenía sentimientos tiernos, espíritu alegre, atención para lo científico y paciencia para lo tedioso. Jamás le había agradado más un concierto, al menos durante la primera parte. Al terminar ésta, y mientras en el intermedio se tocaba una canción italiana, ella explicó a Mr. Elliot la letra de la canción. Entre ambos consultaban el programa de la velada.
—Este —decía ella— es más o menos el significado de las palabras, porque el sentido de una canción italiana de amor es algo que no debe pronunciarse; éste es el sentido que le doy porque no pretendo entender el idioma. He sido una mala alumna de italiano.
—Sí, ya me doy cuenta; veo que no sabe usted nada. No tiene más conocimiento que para traducir estas torcidas, traspuestas y vulgares líneas italianas en un inglés claro, comprensible, elegante. No necesita decir nada más acerca de su ignorancia. Me atengo a las pruebas.
—No diré nada a tanta cortesía, pero no me agradaría ser examinada por alguien fuerte en la materia…
—No he tenido el placer de visitar durante tanto tiempo Camdem Place —contestó él— sin haber aprendido algo de miss Ana Elliot; la considero demasiado modesta para que el mundo conozca la mitad de sus dones, y está tan bien dotada por la modestia, que lo que en ella es natural, sería exagerado en otra.
—¡Qué vergüenza, qué vergüenza… esto es pura adulación! No sé lo que tendremos después —añadió, volviendo al programa.
Quizá —dijo Mr. Elliot hablando bajo— conozco más su carácter de lo que usted supone.
—¿De verdad? ¿Cómo es eso? Me conoce apenas desde que vine a Bath, a menos que cuente lo que sobre mí oyó decir a mi familia.
—Oí hablar de usted mucho antes de que viniese usted a Bath. La he oído describir por personas que la conocen de cerca. Conozco su carácter desde hace largos años; su persona, su temperamento, sus maneras, todo me fue descrito, todo se me detalló.
Mr. Elliot no se vio defraudado en el interés que pensaba despertar. Nadie podía resistir el encanto de aquel misterio. Haber sido descrita desde largo tiempo atrás a un nuevo conocido, por gente desconocida, era irresistible. Y Ana estaba llena de curiosidad. Ella dudaba y lo interrogó con interés, pero todo fue en vano. A él lo deleitaba que le preguntaran, pero no pensaba decir nada.
No, no…, tal vez en otra ocasión, pero no en ese momento; no diría ningún nombre. Pero eso había sido en realidad cierto. Varios años antes había oído tal descripción de miss Ana Elliot, que desde entonces concibió la más alta idea acerca de sus méritos y tuvo el más ardiente deseo de conocerla.
Ana no podía pensar en nadie más que hablase con tanta parcialidad de ella, como no fuese Mr. Wentworth, el de Monkford, el hermano del capitán Wentworth. Elliot debía haber estado alguna vez en compañía de Wentworth, pero Ana no se atrevió a preguntar.
—El nombre de Ana Elliot —prosiguió él— tenía para mí desde largo tiempo atrás el más poderoso atractivo. Por largo tiempo fue un extraordinario acicate para mi fantasía, y si me atreviera, expresaría el deseo de que este nombre encantador nunca cambiase.
Tales fueron, según le parecieron a ella, sus palabras; pero apenas las oyó cuando escuchó tras de sí otras palabras que hicieron que todo lo demás pareciese no importar. Su padre y Lady Dalrymple estaban hablando.
—Un hombre muy buen mozo —decía Sir Walter—, muy buen mozo.
—Un hermoso hombre en verdad —decía Lady Dalrymple—. Más porte que la mayoría de las personas que encuentra uno en Bath. ¿Es acaso irlandés?
—No, conozco su nombre. Es apenas un conocido. Wentworth, el capitán Wentworth de la Marina. Su hermana está casada con mi arrendatario de Somersetshire, Croft, que alquila Kellynch.
Antes de que su padre hubiera terminado de hablar, Ana había seguido su mirada y distinguía al— capitán Wentworth en un grupo de caballeros a cierta distancia. Cuando ella lo miró, los ojos de él parecieron atraídos por otra causa. Tal parecía. Ella había mirado un segundo más tarde de lo que debió, y mientras ella permaneció con la vista fija, él no volvió a mirar. Pero la interpretación comenzaba nuevamente y se vio obligada a prestar su atención a la orquesta y a mirar al frente.
Cuando miró de nuevo, ya se había retirado. El no hubiera podido aproximársele aunque lo hubiera deseado —ella estaba rodeada de demasiada gente—, pero hubiera podido cambiar miradas con él en caso de haberlo querido.
El discurso de Mr. Elliot también la inquietaba.
No deseaba ya hablar con él. Hubiera deseado que no estuviese tan cerca de ella.
La primera parte había terminado y ella esperaba algún cambio grato. Después de un momento de silencio en el grupo, alguien decidió ir a pedir té. Ana fue una de las pocas que prefirió no moverse. Permaneció en su asiento y lo mismo hizo Lady Russell. Pero tuvo la suerte de verse libre de Mr. Elliot. En modo alguno pensaba evitar a causa de Lady Russell la conversación con el capitán Wentworth, si es que éste venía a hablarle. Por el gesto de Lady Russell comprendió que ésta lo había visto.
Pero él no se acercó. En algunos momentos le pareció a Ana verlo a distancia, pero él no se aproximó. El ansiado intervalo pasó sin que ocurriera nada nuevo. Los demás volvieron, el salón se llenó nuevamente, los asientos fueron reclamados y entregados, y otra hora de placer o de disconformidad comenzaba; una hora de música que daría placer o aburrimiento según la afición a la música fuese sincera o fingida. Para Ana, sería una hora de agitación. No podría alejarse de allí tranquila sin haber visto al capitán Wentworth una vez más, sin haber cambiado con él una mirada amistosa.
Al acomodarse nuevamente hubo algunos cambios en los lugares, y eso la favoreció. El coronel Wallis rehusó sentarse de nuevo y Mr. Elliot fue invitado por Isabel y miss Carteret a ocupar su puesto de una manera que no dejaba lugar a negarse; y, por otra serie de cambios y un poco de diligencia de su parte, Ana se encontró mucho más cerca del final del banco de lo que había estado antes, mucho más cerca de los que pasaban. No pudo hacer esto sin compararse a sí misma con miss Larolles —la inimitable miss Larolles, pese a lo cual lo hizo, pero los resultados no fueron felices. Con todo, haciendo lo que parecía cortesía para sus compañeros, se encontró al borde del banco antes de que el concierto terminase.
Allí se encontraba ella, con un gran espacio vacío delante, cuando volvió a ver al capitán Wentworth. No se encontraba lejos. El también la vio, pero su aire era ceñudo, irresoluto y sólo poco a poco llegó a acercarse hasta poder hablar con ella. Ana comprendió que algo ocurría. El cambio operado en él era indudable. La diferencia entre sus maneras en ese momento y las del Cuarto Octogonal era evidente. ¿Qué había pasado?… Pensó en su padre, en Lady Russell. ¿Sería posible que hubieran cambiado algunas miradas de desagrado? Comenzó a hablar gravemente del concierto; no parecía el capitán Wentworth de Uppercross. Había sido defraudado en la representación; esperaba mejores voces en los cantantes. En una palabra, confesaba que no le molestaba que ya todo hubiese terminado. Ana respondió y defendió la representación tan bien y tan gentilmente, que el rostro de él se alegró y respondió con una semisonrisa. Hablaron unos minutos más durante los cuales sus relaciones mejoraron un poco. El miraba al banco buscando un sitio donde sentarse, cuando un golpecito en el hombro hizo volverse a Ana. Era Mr. Elliot. Pidió disculpas, pero necesitaba de ella para otra traducción del italiano. Miss Carteret estaba ansiosa por tener una idea general de lo que se cantaría. Ana no podía rehusar, pero jamás hizo de tan mala gana un sacrificio en beneficio de la buena educación.
Unos pocos minutos, pese a hacerlos lo más rápidos posible, se perdieron. Cuando pudo volver a lo que quería encontró delante de ella al capitán Wentworth listo para despedirse, como si tuviera mucha prisa. Debía despedirse; tenía que irse, llegar a casa cuanto antes.
—¿No se quedará usted para escuchar la próxima canción? —preguntó Ana, repentinamente asaltada por una idea que le daba valor para insistir.
—No —respondió él enfáticamente—, no hay nada por lo que valga la pena quedarse —y se retiró sin más.
¡Estaba celoso de Mr. Elliot! Era la única razón posible. ¡El capitán Wentworth celoso de ella! ¿Podía haberlo ella imaginado tres semanas antes… tres horas antes? Por un instante sus sentimientos fueron deliciosos. Pero ¡ay, pensamientos bien distintos brotaron después! ¿Cómo haría para borrar aquellos celos? ¿Cómo hacerle saber la verdad? ¿Cómo, en medio de todas las desventajas de sus respectivas situaciones, podría él llegar a saber jamás sus verdaderos sentimientos? Era doloroso pensar en las atenciones de Mr. Elliot. El mal que habían causado era incalculable.
Ana recordó complacida al día siguiente su promesa de visitar a Mrs. Smith. Esto la tendría fuera de casa cuando fuese Mr. Elliot; evitar a Mr. Elliot era entonces lo más importante.
Ella sentía muy buena disposición hacia él. A pesar del daño causado por sus atenciones, le debía ella cierta gratitud, y quizá también algo de compasión. No podía evitar pensar en las circunstancias poco corrientes en que se habían encontrado por primera vez; en el derecho que tenía él de aspirar a su afecto por todas las circunstancias, y por sus propios sentimientos. Todo eso era singular… era halagador, pero doloroso. Había mucho que lamentar. Cuáles hubieran sido sus sentimientos en caso de no haber existido un capitán Wentworth, no valía la pena pensarlo. Pero existía un capitán Wentworth, y con él la certeza de que cualquiera fuese el resultado de todo el asunto, el afecto de Ana sería de él para siempre. El unirse a él, creía ella, no la alejaría más de todos los hombres que el separarse de él.