Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworth consultaban algo entre ellos: Uppercross, la necesidad de que alguien vaya a Uppercross… dar las noticias…, la sorpresa de los señores Musgrove a medida que el tiempo pasaba sin verlos llegar…, el haber tenido que partir hacía una hora…, la imposibilidad de estar allí a una hora razonable… Al principio no podían más que exclamar, pero después de un rato dijo el capitán Wentworth:
—Debemos decidirnos ahora mismo. Todo minuto es precioso. Alguien debe ir a Uppercross; Musgrove, usted o yo debemos ir.
Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir. Molestaría lo menos posible a los señores Harville, pero de ninguna manera deseaba o podía abandonar a su hermana en ese estado. Así lo había decidido; Enriqueta, por su parte, declaró lo mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizo cambiar de idea. ¡La inutilidad de su estadía!… ¡Ella, que no había sido capaz de permanecer en la habitación de Luisa, o mirarla, con aflicciones que la tornaban inútil para cualquier ayuda eficaz! Se la obligó a reconocer que no podía hacer nada bueno. Pese a ello no quería partir hasta que se le recordó a sus padres; consintió entonces, deseosa de volver a casa.
Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, volviendo en silencio del cuarto de Luisa, no pudo menos que oír lo que sigue, porque la puerta de la sala estaba abierta:
—Está, pues, arreglado, Musgrove —decía el capitán Wentworth—, usted se quedará aquí y yo acompañaré a su hermana a casa. La señora Musgrove, naturalmente, deseará volver junto a sus hijos. Para ayudar a la señora Harville no es necesario más que una persona, y si Ana quiere quedarse, nadie es más capaz que ella en estas circunstancias.
Ana se detuvo un momento para reponerse de la emoción de oírse nombrar. Los demás asintieron calurosamente las palabras del capitán, y entonces entró Ana.
—Usted se quedará, estoy seguro —exclamó él—, se quedará y la cuidará. —Se había vuelto a ella y le hablaba con una viveza y una gentileza tales que parecían pertenecer al pasado. Ana se sonrojó intensamente, y él, recobrándose, se alejó. Ella manifestó al punto su voluntad de quedarse. Era lo que había pensado. Una cama en el cuarto de Luisa, si la señora Harville deseaba tomarse la molestia, era cuanto se precisaba.
Un punto más y todo estaría arreglado. Lo más probable era que los señores Musgrove estuvieran alarmados ya por la tardanza, y como el tiempo que demorarían en llevarlos de vuelta los caballos de Uppercross sería demasiado largo, convinieron entre el capitán Wentworth y Carlos Musgrove que sería mejor que el primero tomase un coche en la posada y dejase el carruaje y los caballos del señor Musgrove hasta la mañana siguiente, cuando además se pudieran enviar nuevas noticias del estado de Luisa.
El capitán Wentworth se apresuraba por— su parte en arreglar todo, y las señoras pronto hicieron lo mismo. Sin embargo, cuando María supo del plan, la paz terminó. Se sentía terriblemente ultrajada ante la injusticia de querer enviarla de vuelta y dejar a Ana en el puesto que le correspondía a ella. Ana, que no era parienta de Luisa mientras que ella era su hermana, y le correspondía el derecho de permanecer allí en el lugar que debía ser de Enriqueta. ¿Por qué no había de ser ella tan útil como Ana? ¡Tener que volver a casa, y, para colmo, sin Carlos…, sin su esposo! ¡No, aquello era demasiado poco bondadoso! Al poco rato había dicho más de lo que su esposo podía soportar, y como desde el momento que él abandonaba el plan primitivo nadie podía insistir, el reemplazo de Ana por María se hizo inevitable.
Ana jamás se había sometido de más mala gana a los celos y malos juicios de María, pero así debía hacerse. El capitán Benwick, acompañándola a ella y Carlos a su hermana, partieron en dirección al pueblo. Recordó por un momento, mientras se alejaban, las escenas que los mismos parajes habían contemplado durante la mañana. Allí había oído ella los proyectos de Enriqueta para que el doctor Shirley dejase Uppercross; allí había visto la primera vez a Mr. Elliot; todo ahora desaparecía ante Luisa, para aquellos que se vieran envueltos en su accidente.
El capitán Benwick era muy atento con Ana y, unidos por las angustias pasadas durante el día, ella sentía inclinación hacia él y hasta cierta satisfacción ante el pensamiento de que ésta era quizás una ocasión de estrechar su conocimiento.
El capitán Wentworth los esperaba, y un coche para cuatro, estacionado para mayor comodidad en la parte baja de la calle, estaba también allí. Pero su sorpresa ante el cambio de una hermana por la otra, el cambio de su fisonomía, lo atónito de sus expresiones, mortificaron a Ana, o mejor dicho, la convencieron de que tenía valor solamente en aquello en que podía ser útil a Luisa.
Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin los sentimientos de una Ema por su Enrique, hubiera atendido a Luisa con un celo más allá de lo común, por afecto a él; esperaba que no fuera injusto al suponer que ella abandonaba tan rápidamente los deberes de amiga.
Entre tanto ya estaba en el coche. Las había ayudado a subir y se había colocado entre ellas. De esta manera, en estas circunstancias, llena de sorpresa y de emoción, Ana dejó Lyme. Cómo transcurriría el largo viaje, en qué ánimo estarían, era algo que ella no podía prever. Sin embargo, todo pareció natural. El hablaba, siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ella para atenderla o animarla. En general, su voz y sus maneras parecían estudiadamente tranquilas. Evitar agitaciones a Enriqueta parecía lo principal. Sólo una vez, cuando comentaba ésta el desdichado paseo a Cobb, lamentando haber ido allí, pareció dejar libres sus sentimientos:
—No diga nada, no hable usted de ello —exclamó—. ¡Oh, Dios, no debí haberla dejado en el fatal momento seguir su impulso! ¡Debí cumplir con mi deber! ¡Pero estaba tan ansiosa y tan resuelta! ¡Querida, encantadora Luisa!
Ana se preguntó si no pensaría él que muchas veces vale más un carácter persuasivo que la firmeza de un carácter resuelto.
Viajaban a toda velocidad. Ana se sorprendió de encontrar tan pronto los mismos objetos y colinas que suponía más distantes. La rapidez de la marcha y el temor al final del viaje hacían parecer el camino mucho más corto que el día anterior. Estaba bastante oscuro, sin embargo, cuando llegaron a los alrededores de Uppercross; habían guardado silencio por cierto tiempo. Enriqueta se había recostado en el asiento con un chal sobre su rostro, llorando hasta quedarse dormida. Cuando ascendían por la última colina, el capitán Wentworth habló a Ana. Dijo con voz recelosa:
—He estado pensando lo que nos conviene hacer. Ella no debe aparecer en el primer momento. No podría soportarlo. Me parece que lo mejor es que se quede usted en el coche con ella, mientras yo veo a los señores Musgrove. ¿Le parece a usted una buena idea?
Ana asintió; él pareció satisfecho y no dijo más. Pero el recuerdo de que le hubiera dirigido la palabra la hacía feliz; era una prueba de amistad, una deferencia hacia su buen criterio, un gran placer. Y a pesar de ser casi una despedida, el valor de la consulta no se desvanecía.
Cuando las inquietantes nuevas fueron comunicadas en Uppercross y los padres estuvieron tan tranquilos como las circunstancias permitían, y la hija, satisfecha de encontrarse entre ellos, Wentworth anunció su decisión de volver a Lyme en el mismo coche. Cuando los caballos hubieron comido, partió.
El resto del tiempo que Ana había de pasar en Uppercross, nada más que dos días, los pasó en la Casa Grande, y la satisfizo sentirse útil allí, tanto como compañía inmediata, como ayudando a los preparativos para el futuro, que la intranquilidad de los señores Musgrove no les permitía atender.
A la siguiente mañana, temprano, recibieron noticias de Lyme; Luisa seguía igual. Ningún síntoma grave había aparecido. Horas más tarde, llegó Carlos para dar noticias más detalladas. Estaba de bastante buen ánimo. No podía esperarse una recuperación rápida, pero el caso marchaba tan bien como la gravedad del golpe lo permitía. Hablando de los Harville, le parecía increíble la bondad de esta gente, en especial los desvelos de la señora Harville como enfermera. En verdad, no dejó a María nada por hacer. Esta y él habían sido persuadidos de volverse a la posada a la mañana siguiente. María se había puesto histérica por la mañana. Cuando él salió, ella se disponía a salir de paseo con el capitán Benwick, lo que suponía le haría bien. Carlos casi se alegraba de qué no hubiese vuelto a casa el día anterior, pero la verdad era que la señora Harville no dejaba a nadie nada por hacer.
Carlos pensaba volver a Lyme en la misma tarde, y su padre tuvo un momento la intención de acompañarlo, pero las señoras no se lo permitieron. No haría sino aumentar las molestias de los otros, e intranquilizarse más; un plan mucho mejor fue propuesto y se siguió. Se envió un coche a Crewherne por una persona que sería mucho más útil; la antigua niñera de la familia, quien, habiendo educado a todos los niños hasta ver al mimado y delicado Harry en el colegio, vivía por entonces en la desierta habitación de los pequeños, remendando medias, componiendo todas las abolladuras y desperfectos que caían en sus manos y que, naturalmente, se sintió muy feliz de ir a ayudar y atender a la querida señorita Luisa. Vagos deseos de enviar allí a Sarah surgieron en la señora Musgrove y en Enriqueta, pero sin Ana aquello podía resolverse difícilmente.
Al día siguiente quedaron en deuda con Carlos Hayter. Tomó como cosa propia el ir a Lyme, y las noticias que trajo fueron aún más alentadoras. Los momentos en los que recuperaba el sentido parecían más frecuentes. Todas las noticias comunicaban que el capitán Wentworth continuaba inconmovible en Lyme.
Ana debía dejarlos al día siguiente y todos temían este acontecimiento. ¿Qué harían sin ella? Muy mal podían consolarse entre sí. Y tanto dijeron en este sentido que Ana no tuvo más recurso que comunicar a todos su deseo secreto: que fueran a Lyme en seguida. Poco le costó persuadirlos; decidieron irse a la mañana siguiente, alojarse en alguna posada y aguardar allí hasta que Luisa pudiese ser trasladada. Debían evitar toda molestia a las buenas gentes que la cuidaban: debían al menos aliviar a la señora Harville del cuidado de sus hijos; y, en general, estuvieron tan contentos de la decisión, que Ana se alegró de lo que había hecho, y pensó que la mejor manera de pasar su última mañana en Uppercross era ayudando a los preparativos de ellos y enviándolos allá a temprana hora, aunque el quedar sola en la desierta casa fuese la consecuencia inmediata.
¡Ella era la última, con excepción de los niños en la quinta, la última de todo el grupo que había animado y llenado ambas casas, dando a Uppercross su carácter alegre! ¡Gran cambio, en verdad, en tan pocos días!
Si Luisa sanaba, todo estaría nuevamente bien. Habría aún más felicidad que antes. No cabía duda, al menos para ella, de lo que seguiría a la recuperación. Unos pocos meses, y el cuarto, ahora desierto, habitado sólo por su silencio, sería nuevamente ocupado por la alegría, la felicidad y el brillo del amor, por todo aquello que menos en común tenía con Ana Elliot.
Una hora sumida en estas reflexiones, en un sombrío día de noviembre, con una llovizna empañando los objetos que podían verse desde la ventana, fue suficiente para hacer más que bienvenido el sonido del coche de Lady Russell y, pese al deseo de irse, no pudo abandonar la Casa Grande, o decir adiós desde lejos a la quinta, con su oscura y poco atractiva terraza, o mirar a través de los empañados cristales las humildes casas de la villa, sin sentir pesadumbre en su corazón. Las escenas pasadas en Uppercross lo volvían precioso. Tenía el recuerdo de muchos dolores, intensos una vez, pero acallados en ese momento y también algunos momentos de sentimientos más dulces, atisbos de amistad y de reconciliación, que nunca más volverían y que nunca dejarían de ser un precioso recuerdo. Todo esto dejaba tras de sí… todo, menos el recuerdo.
Ana no había regresado a Kellynch desde su partida de casa de Lady Russell en septiembre. No había sido necesario, y las ocasiones que se le presentaron las había evitado. Ahora iba a ocupar su puesto en los modernos y elegantes apartamentos, bajo los ojos de su señora.
Alguna ansiedad se mezclaba a la alegría de Lady Russell al volver a verla. Sabía quién había frecuentado Uppercross. Pero felizmente Ana había mejorado de aspecto y apariencia o así lo imaginó la dama. Al recibir el testimonio de su admiración, Ana secretamente la comparó con la de su primo y esperó ser bendecida con el milagro de una segunda primavera de juventud y belleza.
Durante la conversación comprendió que había también un cambio en su espíritu. Los asuntos que habían llenado su corazón cuando dejó Kellynch, y que tanto había sentido, parecían haberse calmado entre los Musgrove, y eran a la sazón de interés secundario. Hasta había descuidado a su padre y hermana y a Bath. Lo más relevante parecía ser lo de Uppercross, y cuando Lady Russell volvió a sus antiguas esperanzas y temores y habló de su satisfacción de la casa de Camden Place, que había alquilado, y su satisfacción de que Mrs. Clay estuviese aún con ellos, Ana se avergonzó de cuánta más importancia tenían para ella Lyme y Luisa Musgrove, y todas las personas que conociera allí; cuánto más interesante era para ella la amistad de los Harville y del capitán Benwick, que la propia casa paterna en Camden Place, o la intimidad de su hermana con la señora Clay. Tenía que esforzarse para aparentar ante Lady Russell una atención similar en asuntos que, era obvio, debían interesarle más.
Hubo cierta dificultad, al principio, al tratar otro asunto. Hablaban del accidente de Lyme. No hacía cinco minutos de la llegada de Lady Russell, el día anterior, cuando fue informada en detalle de todo lo ocurrido, pero ella deseaba averiguar más, conocer las particularidades, lamentar la imprudencia y el fatal resultado, y naturalmente el nombre del capitán Wentworth debía ser mencionado por las dos. Ana tuvo conciencia de que no tenía ella la presencia de ánimo de Lady Russell. No podía pronunciar el nombre y mirar a la cara a Lady Russell hasta no haberle informado brevemente a ésta de lo que ella creía existía entre el capitán y Luisa. Cuando lo dijo, pudo hablar con más tranquilidad.
Lady Russell no podía hacer más que escuchar y desear felicidad a ambos. Pero en su corazón sentía un placer rencoroso y despectivo al pensar que el hombre que a los veintitrés años parecía entender algo de lo que valía Ana Elliot, estuviera entonces, ocho años más tarde, encantado por una Luisa Musgrove.