Las señoritas Musgrove convinieron en ello; todos miraron el coche hasta que desapareció tras la colina, y luego volvieron a la mesa. El mozo entró en la habitación poco después.
—Haga usted el favor —dijo el capitán Wentworth—, ¿podría decirnos quién es el caballero que acaba de partir?
—Sí, señor, es un tal Mr. Elliot, un caballero de gran fortuna. Llegó ayer procedente de Sidmouth; posiblemente habrán ustedes oído el coche mientras se encontraban cenando. Iba ahora hacia Crewherne, camino de Bath y Londres.
—¡Elliot!— Se miraron unos a otros y todos repitieron el nombre, antes de que este relato terminara, pese a la rapidez del mozo.
¡Dios mío! —exclamó María—. ¡Este Mr. Elliot debe ser nuestro primo, no cabe duda! Carlos, Ana, ¿no les parece a ustedes así? De luto, tal como debe estar. ¡Es extraordinario! ¡En la misma posada que nosotros! Ana, ¿este mister Elliot no es el próximo heredero de mi padre? Haga usted el favor —dirigiéndose al mozo—, ¿no ha oído a su criado decir si pertenecía a la familia Kellynch?
No, señora; no ha mencionado ninguna familia determinada. Pero el criado dijo que su amo era un caballero muy rico y que sería barón algún día.
—¡Eso es! —exclamó María extasiada—. Tal como lo he dicho. ¡El heredero de Sir Walter Elliot! Ya sabía yo que llegaríamos a saberlo. Es en verdad una circunstancia que los criados se encargarán de difundir por todas partes. ¡Ana, imagina qué extraordinario! Me hubiera agradado mirarlo más detenidamente. Me hubiera agradado saber a tiempo de quién se trataba para poder ser presentados. ¡Es en verdad una lástima que no hayamos sido presentados! ¿Les parece a ustedes que tiene el aspecto de la familia Elliot? Me sorprende que sus brazos no me hayan llamado la atención. Pero la gran capa ocultaba sus brazos; si no, estoy cierta de que los hubiera observado. Y la librea también. Si el criado no hubiera estado de luto lo habríamos reconocido por la librea.
—Considerando todas estas circunstancias —dijo el capitán Wentworth—, debemos creer— que fue la mano de la naturaleza la que impidió que fuésemos presentados a su primo.
Cuando pudo llamar la atención de María, Ana serenamente trató de convencerla de que su padre y mister Elliot, por largos años, no habían estado en tan buenas relaciones como para hacer deseable una presentación.
Sentía al mismo tiempo la satisfacción de haber visto a su primo y de saber que el futuro dueño de Kellynch era sin discusión un caballero y daba la impresión de poseer buen sentido. Bajo ninguna circunstancia mencionaría que lo había encontrado por segunda vez. A Dios gracias, María no había intentado ninguna aproximación en su primer encuentro, pero era indiscutible que no estaría conforme con su segundo encuentro, en el cual Ana había huido casi del corredor, recibiendo sus excusas mientras que María no había tenido ocasión de estar cerca de él. Sí: aquella entrevista debía quedar secreta.
—Naturalmente —dijo María—, deberás mencionar nuestro encuentro con Mr. Elliot la próxima vez que escribas a Bath. Mi padre debe saberlo. Cuéntale todo.
Ana no respondió nada, porque se trataba de una circunstancia que creía no sólo innecesaria de ser comunicada, sino que no debía mencionarse para nada. Bien sabía la ofensa que varios años atrás había recibido su padre. Sospechaba la parte que Isabel había compartido en esto. Y, por otra Parte, la sola idea de mister Elliot siempre causaba desagrado a los dos. María jamás escribía a Bath; la tarea de mantener una insatisfactoria correspondencia con Isabel recaía sobre Ana.
Hacía ya largo rato que habían terminado de desayunar cuando se les reunieron el capitán Harville, su esposa y el capitán Benwick, con quienes habían convenido dar un último recorrido a Lyme. Pensaban partir para Uppercross alrededor de la una, y mientras la hora llegaba pasearían todos juntos al aire libre.
Ana encontró al capitán Benwick, aproximándosele tan pronto como estuvieron en la calle. Su conversación de la velada precedente lo predisponía a buscar la compañía de ella nuevamente. Y marcharon juntos por cierto tiempo, conversando como la vez anterior de Mr. Scott y Lord Byron, y como la vez anterior, al igual que muchos otros lectores, no se hallaron capaces de discernir exactamente los méritos de uno y otro, hasta que un cambio general en la partida de caminantes trajo a Ana al lado del capitán Harville.
—Miss Elliot —dijo éste hablando en voz más bien baja—, ha hecho usted un gran bien haciendo conversar tanto a este pobre muchacho. Desearía que pudiese disfrutar de su compañía más a menudo. Es muy malo para él estar siempre solo, pero ¿qué podemos hacer nosotros? No podemos, por otra parte, separamos de él.
—Lo comprendo —dijo Ana—. Pero con el tiempo… bien sabe usted qué gran influencia tiene el tiempo sobre cualquier aflicción… Y no debe olvidar, capitán Harville, que nuestro amigo hace poco tiempo que guarda luto… Creo que sucedió el último verano, ¿no es así?
—Así es; en junio… —dijo dando un profundo suspiro.
—Y es posible que haga menos tiempo aún que él lo supo… —Lo supo en la primera semana de agosto, cuando volvió del Cabo, en el
Grappler
. Yo estaba en Plymouth y temía encontrarlo. El envió cartas pero el
Grappler
debía ir a Portsmouth. Hasta allí debieron llegarle las noticias, ¿pero quién se hubiera atrevido a decírselo cara a cara? Yo no. Hubiera preferido ser colgado. Nadie hubiese podido hacerlo, con excepción de ese hombre —señaló al capitán Wentworth—. El
Laconia
había llegado a Plymouth la semana anterior, y no iba a ser mandado a la mar nuevamente. El había aprovechado la ocasión para descansar.
Escribió pidiendo licencia, pero sin esperar la respuesta, cabalgó día y noche hasta Portsmouth, se precipitó en el
Grappler y
no abandonó _ al desdichado joven desde aquel instante por espacio de una semana. ¡Ningún otro hubiera podido salvar al pobre James! Ya puede usted imaginar, miss Elliot, cuánto lo estimamos por esto.
Ana parecía un poco confusa, y respondió según se lo permitieron sus sentimientos, o mejor dicho, lo que él podía soportar, puesto que el asunto era para él tan doloroso que no pudo continuar con el mismo tema, y cuando volvió a hablar, lo hizo refiriéndose a otra cosa.
Mrs. Harville, juzgando que su esposo habría caminado bastante cuando llegaran a casa, dirigió al grupo en lo que había de ser su último paseo. Deberían acompañar al matrimonio hasta la puerta de su residencia, y luego regresar y preparar la partida. Según calcularon, tenía tiempo justo para todo eso; pero cuando llegaron cerca de Cobb sintieron un deseo unánime de caminar por allí una vez más. Estaban tan dispuestos, y Luisa mostró pronto tanta determinación, que juzgaron que un cuarto de hora más no haría gran diferencia. Así, pues, con todo el pesar e intercambio de promesas e invitaciones imaginables se separaron del capitán y de la señora Harville en su misma Puerta; y, acompañados por el capitán Benwick, que parecía querer estar con ellos hasta el final, se encaminaron a dar un verdadero adiós a Cobb.
Ana se encontró una vez más junto al capitán Benwick.
Los oscuros mares azules
de Lord Byron volvían con el panorama, y así Ana, de buena voluntad, prestó al joven cuanta atención le fue posible, porque pronto ésta fue forzosamente distraída en otro sentido.
Había demasiado viento para que la parte alta de Cobb resultase agradable a las señoras, y convinieron en descender a la parte baja, y todos estuvieron contentos de pasar rápida y quietamente bajo el escarpado risco, todos menos Luisa. Debió ser ayudada a saltar allí por el capitán Wentworth. En todos los paseos que habían hecho, él debió ayudarla a saltar los peldaños y la sensación era deliciosa para ella. La dureza del pavimento amenazaba esta vez lastimar los pies de la joven, y el capitán temía esto vagamente. Sin embargo, la esperó mientras saltaba y todo sucedió a la perfección, tanto que, para mostrar su contento, ella trepó otra vez de inmediato para saltar otra vez. El la previno, temiendo que la sacudida resultase muy violenta, pero razonó y habló en vano; ella sonrió y dijo: «Quiero y lo haré». El tendió pues los brazos para recibirla, pero Luisa se apresuró la fracción de un segundo y cayó como muerta sobre el pavimento de la baja Cobb.
No había herida ni sangre visibles, pero sus ojos estaban cerrados, no se escuchaba su respiración, y su semblante parecía el de un muerto. ¡Con qué horror la contemplaron todos!
El capitán Wentworth, que la había levantado, se arrodilló con ella en sus brazos, mirándola con un rostro tan pálido como el de ella, en su agonía silenciosa.
—¡Está muerta!, ¡está muerta! —gritó María abrazando a su esposo y contribuyendo con su propio horror a mantenerlo inmóvil de espanto. Enriqueta, desmayándose ante la idea de su hermana muerta, hubiera caído también al pavimento de no impedirlo Ana y el capitán Benwick, que la sostuvieron a tiempo.
—¿No hay quién pueda ayudarme? —fueron las primeras palabras del capitán Wentworth, en tono desesperado y como si hubiera perdido toda su fuerza.
—¡Acudan a él! —gritó Ana—. ¡Por el amor de Dios, acudan a él! —Dirigiéndose a Benwick: Yo puedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenle las manos, los miembros; aquí hay sales, tómelas usted, tómelas.
El capitán Benwick obedeció y Carlos, librándose de su esposa, acudió al mismo tiempo. Luisa fue levantada entre todos, y todo lo que Ana indicó se hizo, pero en vano. El capitán Wentworth, apoyándose contra el muro, exclamaba en la más amarga consternación:
—¡Oh, Dios! ¡Su padre y su madre!
—¡Un cirujano! — dijo Ana.
El escuchó la palabra y su ánimo pareció renacer de pronto, diciendo solamente:
—¡Un cirujano, eso es, un cirujano!
Se dispuso a partir, cuando Ana sugirió:
—¿No será mejor que vaya el capitán Benwick? El sabe dónde encontrar un cirujano.
Cualquiera capaz de pensar en aquellos momentos había comprendido la ventaja de la idea, y al instante (todo esto pasaba vertiginosamente) el capitán Benwick había soltado en brazos del hermano la pobre figura desmayada y partía a la ciudad a toda prisa.
En cuanto a los que quedaron, con dificultad podría decirse de los que conservaban sus sentidos, quién sufría más, si el capitán Wentworth, Ana o Carlos, quien siendo en verdad un hermano cariñoso, sollozaba amargamente y no podía apartar los ojos de sus dos hermanas más que para encontrar la desesperación histérica de su esposa, quien reclamaba de él consuelo que no podía prestarle.
—Ana, atendiendo con toda su fuerza, celo e instintos a Enriqueta, trataba aún a intervalos, de animar a los otros, tranquilizando a María, animando a Carlos, confortando al capitán Wentworth. Ambos parecían contar con ella para cualquier decisión.
—¡Ana!, ¡Ana! —clamaba Carlos—, ¿qué debemos hacer después? Por Dios, ¿qué debemos hacer?
Los ojos del capitán Wentworth estaban también vueltos a ella.
—¿No es mejor llevarla a la posada? Sí, llevémosla suavemente hasta la posada.
—Sí, sí, a la posada —repitió el capitán Wentworth, algo aliviado, y deseoso de hacer algo—. Yo la llevaré, Musgrove, encárguese usted de los demás.
Por entonces, el rumor del accidente había corrido entre los pescadores y boteros de Cobb,, y muchos se habían acercado a ofrecer sus servicios, o a disfrutar de la vista de una joven muerta, mejor dicho, de dos jóvenes muertas, que eso parecían, lo que por cierto era una cosa poco usual, digna de ser vista y repetida. A los que tenían mejor aspecto les fue confiada Enriqueta, quien, a pesar de haber vuelto algo en sí, no era aún capaz de caminar sin apoyo. Así, con Ana a su lado y Carlos atendiendo a su esposa, se pusieron en marcha con sentimientos inenarrables, sobre el mismo camino por el que hacía tan poco, ¡tan poco!, habían pasado con el corazón rebosante.
No habían salido de Cobb, cuando los Harville se les reunieron. Habían visto pasar a toda prisa al capitán Benwick con un rostro descompuesto, y habían sido informados de todo mientras se encaminaban al lugar. No obstante la conmoción, el capitán Harville conservaba sus nervios y su sentido común, que desde luego se volvían inapreciables en el momento. Una mirada cambiada entre él y su esposa resolvió lo que debía hacerse. La llevarían a casa de ellos —todos debían ir a su casa— y esperar allí la llegada del doctor. No querían oír ninguna excusa; fueron obedecidos. Luisa fue llevada arriba siguiendo las indicaciones de la señora Harville, quien le proporcionó su propio lecho, su asistencia, medicinas y sales, mientras su esposo proporcionaba calmantes a los demás.
Luisa había abierto una vez los ojos, pero volvió a cerrarlos; parecía del todo inconsciente. Esta prueba de vida había sido, sin embargo, útil a su hermana. Enriqueta, absolutamente incapaz de permanecer en el mismo cuarto con Luisa, entre el miedo y la esperanza, no podía recobrar sus sentidos. María, por su parte, parecía calmarse poco a poco.
El médico llegó antes de lo que parecía posible. Todos sufrieron horrores mientras duró el examen, pero el cirujano no perdió la esperanza. La cabeza había recibido una seria contusión, pero había visto contusiones más graves que no habían resultado fatales; en modo alguno parecía descorazonado: hablaba confiadamente.
Nadie se había atrevido a concebir un desenlace que no fuese desgraciado. De allí la dicha profunda y silenciosa experimentada por todos, después de dar gracias al cielo.
El tono y la mirada con que el capitán Wentworth dijo: «¡A Dios gracias!», fueron algo que Ana jamás olvidaría. Tampoco habría de olvidar cuando, más tarde, con los brazos cruzados sobre la mesa, como vencido por sus emociones, parecía querer calmarse por medio de la oración y la reflexión.
Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólo la cabeza había sido dañada. Era el momento, entonces, de pensar qué convenía hacer para resolver la situación general planteada. Podían ahora hablar y consultarse. Que Luisa debía quedarse allí, a pesar de la molestia que experimentaban todos de abusar de los Harville, era algo que no admitía dudas. Llevársela era imposible. Los Harville silenciaron todo escrúpulo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud. Habían preparado y arreglado todo antes que los demás tuvieran tiempo de pensar. El capitán Benwick les dejaría su habitación y conseguiría una cama en cualquier parte; todo estaba arreglado. El único problema era que la casa no podía albergar a más gente. Sin embargo, «poniendo a los niños en la habitación de la criada» o «colgando una cortina de alguna parte», podían albergarse dos a tres personas si es que deseaban quedarse. En cuanto a la asistencia de la señorita Musgrove, no debía haber ningún reparo en dejarla enteramente bajo el cuidado de la señora Harville, quien era una enfermera experimentada, y también lo era su criada, quien la había acompañado a muchos sitios y estaba a su servicio desde hacía tiempo. Entre las dos la atenderían día y noche. Todo esto fue dicho con verdad y sinceridad irresistibles.