«Está bien, Niki, iré a conocer a tus padres.»
«¡Gracias! Qué feliz me haces. No por nada, pero de esa manera me dejarán salir contigo con más libertad.»
Bueno, yo creo que más bien se lo prohibirán del todo. Alessandro lee el apellido en el timbre. Cavalli. Socorro. Ayuda. Me vuelvo al coche. Sí, ¿y después qué? ¿Qué dirá Niki? «Ya estamos. Lo sabía. ¿Y tú te haces el maduro? Tú eres más niño que yo. Pero ¿qué pasa porque hables con mis padres? Yo hablaría con los tuyos ya mismo.» Bueno, siempre puedo decir que no había nadie. Alessandro está parado frente a los timbres cuando de repente sale un hombre del portal. Alto, musculoso, bien vestido. Lleva un maletín en la mano, una manzana en la boca y se diría que mucha prisa.
—¿Se la dejo abierta?
—Sí, gracias.
El señor aguanta un momento la puerta con el brazo para que pase. Alessandro entra en el vestíbulo. Silencio. Sube la escalera del primer piso. Y lee en una puerta: «Interior 2. Cavalli.» Es aquí. No tengo escapatoria. Tengo que hacerlo. Acerca la mano al timbre. Cierra los ojos… Y llama.
—¡Ya voy! —Una voz aguda llega desde detrás de la puerta—. Aquí estoy.
Una mujer muy bella, con una pinza en la boca y las manos en el pelo, abre la puerta. Sonríe.
—Disculpe… —Se saca la pinza de la boca, y con gran habilidad, se sujeta el pelo con ella—. ¡Ya está! ¡Disculpe de nuevo! Es que empieza a hacer calor, y es mejor tener el pelo recogido.
—Buenos días.
—Oh, disculpe, pase, por favor. Lo lamento, pero mi marido se ha tenido que ir. —Simona lo hace pasar y cierra la puerta a sus espaldas—. Se deben de haber cruzado en el portal. Salía a toda prisa.
—Ah, sí. —Alessandro piensa en el hombre con el que se acaba de cruzar en el portal. Un hombre atractivo, alto, elegante y, sobre todo, musculoso.
—Nos hemos visto, pero no he tenido ni tiempo de saludarlo.
—No hay problema. Ya me han avisado de todo. ¿Quiere un café? Está recién hecho. Por favor, tome asiento.
Alessandro mira un momento a su alrededor. Un piso bonito, pintado con colores cálidos. Algún cuadro de trazos esenciales, muebles claros, situados de manera que el espacio no resulte cargado. Se sienta en un sofá.
—Sí, gracias, con mucho gusto.
Ya me han avisado… ¿Avisado de qué? ¡Ésta Niki! Eso es que se lo ha dicho ya. Todo será más fácil. De alguna manera, ya me deben de haber aceptado. Sólo quieren saber quién soy, sí, vaya, saber «quién es ese adulto que sale con nuestra hija». Simona regresa con una bandeja en la que trae dos tacitas de café y el azucarero. Hay también dos pequeñas chocolatinas y una jarrita de leche. Lo deja todo en la mesita baja que queda frente a Alessandro.
—Parezco distraída, pero siempre me ha gustado estar al tanto de lo que ocurre en nuestra casa.
—Ya. —Alessandro coge su taza y bebe.
—¿Lo toma sin azúcar?
—Sí, para mí es el auténtico sabor.
—Mi marido también lo dice. Pero usted viene sin maletín.
—Sí, prácticamente me he escapado de la oficina. No dispongo de mucho tiempo. Pero tenía ganas de conocerles. Todavía no nos hemos presentado como es debido. —Se pone en pie—. Encantado. Alessandro Belli.
Simona esboza una sonrisa preciosa.
—Encantada. —Y le da la mano.
Es muy guapa. Como Niki. Dos mujeres hermosísimas de edades diferentes. Pero Alessandro no alberga duda alguna a propósito de a quién prefiere.
Simona se sienta frente a él.
—También yo estoy encantada de conocerle. Antes que nada me gustaría decirle algo. Podrían resultarle de utilidad. Tengo treinta y nueve años. Tuve a mi hija muy joven y me hace muy feliz que esté aquí. Yo quiero muchísimo a mi hija.
A Alessandro le encantaría poder decir «Yo también», pero comprende que ése no es el momento apropiado.
—Lo comprendo. —También él sonríe.
—Y como nunca se puede saber qué ocurrirá en esta vida, quisiera un poco de seguridad para mi hija.
—Claro, la entiendo.
—Niki está ya en el último año y no sabe muy bien qué hará después. Y eso que tiene las ideas clarísimas.
—Bueno, es típico de esa edad. A lo mejor son rebeldes, hacen las mil y una y después, de repente, se deciden sin dudar un instante.
Simona sonríe.
—¿Usted tiene hijos?
—No.
—Qué lástima.
Alessandro se queda boquiabierto. ¿Por qué «qué lástima»? Esta mujer es fantástica. Se acaba de enterar de que su hija sale con un hombre que es prácticamente de su misma edad y lamenta que no tenga hijos. ¡Increíble!
—¿Qué edad tiene usted?
Lo sabía. Me espera una buena. Sea como sea, es mejor decir la verdad, por si Niki se lo ha dicho ya. Esto es una especie de prueba.
—¿Yo? Voy a cumplir treinta y siete —Simona sonríe.
—Me parecía más joven.
Alessandro no se lo cree. Ha colado. ¡Y hasta me he ganado un piropo!
—Gracias.
—Es verdad… Pero resulta extraño que no tenga hijos, porque usted, Alessandro, parece conocer a la perfección a los jóvenes. De todos modos, en lo que a mí respecta, no tengo dudas. Estoy contenta de verdad de que la elección haya recaído sobre usted.
—¿De veras está contenta?
—Sí, mi marido me explicó toda la conversación telefónica que mantuvieron.
—¿Nuestra conversación telefónica?
—Sí, y en mi opinión su propuesta es justa. Lo hemos hablado y estamos de acuerdo. Queremos abrir ese fondo de pensiones para Niki.
—Ah.
—Sí. Lamento mucho que no haya traído con usted los formularios. Los hubiésemos podido rellenar y firmar ahora mismo. Nos gustaría hacerlo de cinco mil euros anuales.
—Ya entiendo…
Simona se da cuenta de la decepción de Alessandro.
—¿Qué ocurre? ¿Cinco mil le parece poco?
Alessandro se recupera en seguida.
—No, no, me parece muy bien.
—No, lo digo porque, ¿sabe?, mi hija Niki es muy niña por el momento. Va un poco a su aire, con sus amigas, no tiene grandes gastos, pero en cuanto tenga una historia seria e importante, cuando acabe la universidad, vaya, a lo mejor se vestirá mejor, tendrá más gastos. Y me parece una buena inversión, de modo que…
—Claro… Bien, comunicaré de inmediato en la oficina su decisión.
Alessandro se levanta y se dirige hacia la puerta.
—Entonces quedamos en que llamará a mi marido, ¿no?
—Claro.
Simona sonríe y le da la mano.
—Gracias, ha sido muy amable.
—No es nada, no tiene importancia.
Y Alessandro se va a toda prisa. Niega divertido con la cabeza. No es posible. No me lo puedo creer.
Simona está recogiendo la bandeja con las tazas del café, cuando su móvil empieza a sonar. Lo coge de la mesa. Es Roberto.
—Hola, cariño.
—Hola, Simona. Oye, te llamaba para decirte que ese hombre no vendrá hoy. Ha tenido un accidente.
—Ah. —Simona se ha quedado petrificada. ¿Quién era entonces ese simpático chico de casi treinta y siete años que se acaba de ir? Lo piensa un minuto. Repasa rápidamente todas las posibilidades. Y un instante después abre los ojos como platos. Lo comprende. Y menea la cabeza incrédula.
—¿Simona…?
—Sí, cariño, estoy aquí.
—Es que no te oía. ¿Qué pasa?
—Mi amor, también yo tengo que darte dos noticias. Una buena y una mala.
—Dime primero la mala.
—Bien… tu hija está saliendo con uno veinte años mayor que ella.
—Pero ¿qué dices? ¿Cómo demonios es eso posible? ¡Dios, no! —Roberto mira a su alrededor. Está rodeado de colegas y ha estado a punto de gritar sin darse cuenta. Se controla—. Esta noche me va a oír. ¿Y la buena…?
—Que el tipo no está mal.
Alessandro sube al coche.
—Ufff. —Suelta un largo suspiro.
Niki, muy excitada, le salta encima.
—¿Y bien? ¿Cómo te ha ido? ¿Qué ha dicho mi madre? ¡Venga, cuéntamelo! ¡Dado que has regresado, quiere decir que te ha ido bien!
Alessandro la mira a la cara. Luego sonríe.
—Sólo estaba tu madre, y quería invertir en ti… conmigo.
—¡Bueno, eso está bien! ¡Ha visto tu potencialidad!
—Más que nada, ha visto en mí a un agente de seguros.
—¡No me lo creo! ¿A qué te refieres?
—Por lo que se ve, estaban esperando a alguien para invertir un dinero, y, cuando he llamado, ha creído que yo era ese alguien.
—¡Qué fuerte! ¿Has conseguido que te diesen también algo de dinero? ¡Poco a poco te estás recuperando del accidente que tuviste con el coche! Un poco por aquí un poco por allí… y tu Mercedes se pagará solo.
—Ja, ja…
—No, venga, bromas aparte. Le podrías haber dicho que estabas allí por mí, pero como agente sentimental.
—No he podido. La he visto tan confiada hablando de ese fondo de pensiones que quieren abrir… Se hubiese desilusionado demasiado.
—O sea, ¿me estás diciendo que mi madre no se ha dado cuenta de nada? Demonios, y te ha dejado entrar sin más. Podrías haber ido a robar.
—¿Y yo qué te puedo decir? Me ha abierto la puerta, me ha hecho entrar, no había tenido tiempo de presentarme y ya me estaba hablando de ti, de la inversión, de todas las cosas que a lo mejor querrás hacer un día. Me ha parecido más educado escucharla que interrumpirla.
—Claro, cualquier excusa es buena. Vale, está bien. De todos modos, tarde o temprano, se lo diré yo. Ella siempre dice que nos lo tenemos que contar todo, sin problema.
—¿Eso dice? Me gusta tu madre.
—Ni te atrevas siquiera.
—Eh, venga. Parece que te quiere de verdad. Cuando hablaba de ti, de tus cosas, de tu manera de vivir, de tus amigas, se le iluminaban los ojos.
—Ya, claro. Me gustará ver si se le siguen iluminando cuando le hable de ti. ¡A saber la cara que pondrá! ¡Llévame a casa de Erica,
please
! Hoy empezamos a repasar el temario de italiano para la Selectividad.
—Vale. —Alessandro arranca y se van.
Corso Italia, cine Europa. Salaria. Entonces Niki se echa a reír.
—¡Y sobre todo, me gustará ver cómo se le iluminan los ojos a mi padre cuando se entere!
Alessandro se acuerda de aquel hombre elegante, alto, apresurado y, sobre todo, musculoso. Y por un momento le gustaría tener una relación diferente con aquella familia. Haber tenido a lo mejor otro tipo de accidente. Es decir, del mismo tipo, pero no con Niki. En resumen, si tuviese que atravesar de nuevo aquella puerta, le gustaría ser en serio ese agente de seguros.
—¡Ya, para aquí! ¿Nos llamamos después?
—¡Por supuesto!
—¿Pensarás en mí mientras trabajas?
—Por supuesto.
—Jo, siempre respondes que por supuesto. ¡Vas con el piloto automático puesto! Creo que ni siquiera me escuchas. ¡Y no me respondas que por supuesto!
—Por supuesto… que no te voy a responder por supuesto. ¡Va, Niki, es broma! Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
Ella se le acerca y lo besa suavemente en los labios. Luego le pone las manos en las sienes como para impedirle mirar a su alrededor.
—¿Habrá un día en que me antepongas a los japoneses y a todo lo demás?
Alessandro le sonríe.
—¡Por supuestísimo!
—Ok. Entonces, confiada en esa vaga esperanza, te dejo partir.
Alessandro sonríe, arranca y la saluda sacando la mano por la ventanilla antes de tomar una curva y alejarse. Ve cómo se va haciendo más pequeña en el retrovisor. Mira su reloj. Son casi las tres y media. El tiempo justo para llegar puntual a la cita. Y saber al fin. Siempre que de verdad haya algo que saber.
Casas, casuchas, construcciones en ruinas, un trozo de acueducto caído y una gran extensión de verde. Una gruta en lo alto de aquellos árboles de la colina. Y más paredes, algún cartel arrancado, una pintada medio borrada. Y más verde, verde, verde. Y un coche hecho polvo, alguna basura y nada más. Nada más. Mauro acelera como puede con su ciclomotor y sigue corriendo sin gafas. Sin casco. Sin nada. Pequeñas lágrimas provocadas por el viento y ojos enrojecidos. Gas a fondo, tratando de dejar atrás ese día. ¿Cuántos chicos había en esa prueba? ¿Mil, dos mil? Bah. Aquello no se acababa nunca. No se acababa nunca. El día entero, de la mañana a la noche, hasta las nueve. Mauro mira el reloj. No, hasta las nueve y cuarto. Sólo un botellín de agua y un sándwich envasado de jamón dulce y alcachofas, de los de máquina expendedora. Por otro lado, no tenía mucha elección: o eso o uno de esos dulces que te dan aún más sed. Y después quietos. Todos quietos en aquellos bancos tan duros, esperando un número. Un número. Sólo somos un número. El gran Vasco decía «Somos sólo nosotros». ¿Nosotros, quiénes? En la sala había un tipo que daba vueltas con una cámara digital y grababa. Me han hecho pasar, una pregunta y adiós. Pero ¿qué te puede decir una sola pregunta? «Gracias, está bien, ya le diremos algo. Nosotros le llamaremos.» Ellos me llamarán. ¿Y ahora? Ahora nada, a casa, con el móvil cerca para mirarlo continuamente. Les he dado mis dos números. Así, si el de casa les da ocupado pueden llamarme al móvil. La semana pasada estuve esperando un día entero en casa y para qué. Para nada. ¿Será así toda mi vida? Me puedo hacer famoso. Es un derecho de todos. Hasta lo dijeron el otro día en la tele, en el programa aquel. Pusieron un trozo de una vieja película. «Cada uno de nosotros tiene derecho a su cuarto de hora de celebridad…» Lo dijo aquel tipo rubio tan raro, bajito, americano, ese que pintaba todas las caras iguales, como con Marilyn. Cómo se llamaba, Andy algo… El tipo ese, vaya. ¿Y yo? Me he presentado a las pruebas para «Gran Hermano» y para todos los
reality
que están a punto de empezar. Uno me pidió ciento cincuenta euros para hacerme un
showreel
, algo así como una animación, un vídeo en el que se podrían apreciar todas mis cualidades. Así él lo hace circular y yo me ahorro un montón de vueltas. Sí, sí. Vale. Y voy yo y me lo creo.
Mauro toma una curva cerrada y enfila la calle que lleva hacia su casa. Se inclina demasiado. El ciclomotor da un bandazo, pero rápidamente él echa todo el peso hacia el otro lado y levanta el pie izquierdo, listo para apoyarlo en el suelo si se fuese a caer. Pero la motocicleta vuelve a estabilizarse y él sale disparado. Hacia su casa. Tranquilo. Sube la cuesta. Algún que otro contenedor abierto. Un poco de basura por el suelo. Un calentador viejo destaca en aquella calle solitaria. Mauro mira hacia la derecha. Esa pequeña vía de escape lateral, ese campo abandonado. Sonríe. La de veces que jugamos con los amigos del barrio en ese descampado. Alguna vez he estado allí con el coche de papá, una parada técnica, antes de llevar a Paola a casa. Paola. Recuerda algunos momentos pasados en aquel coche. La música del radiocasete. El calor de la noche. Los asientos incómodos que siempre chirrían. Los pies en el salpicadero. Los vidrios empañados. El sabor del sexo. Único. Espléndido. Irrepetible. Más tarde, esas mismas ventanillas bajadas para coger un poco de aire. Un hilo de humo que sale. Sonrisas en la penumbra. Y el perfume de ella, de toda ella, encima. Paola. Hoy no me ha llamado. Y cuando he probado a llamarla yo, tenía el móvil desconectado. A lo mejor no tenía cobertura. Levanta las cejas al no encontrar respuesta. Toma la última curva. Ya ha llegado. Y al verla sonríe. Ahí está Paola. También ella lo ve. Levanta la barbilla desde lejos. Mauro la mira mientras se acerca. Busca la sonrisa. Pero no está. Ya no está.