El Mercedes ML está parado, aparcado a un lado de la calle, debajo de un viejo farol amarillo, desgastado por el tiempo, como muchas de las cosas que lo rodean. Alessandro cruza a la otra acera. Un contenedor quemado se apoya, indeciso y tambaleante, en una de las dos ruedas que le quedan. Un gato beige claro, en un estado un poco miserable, hurga entre bolsas medio abiertas, como si hubiesen reventado de repente, llenas de basura dispersa, abandonadas de cualquier manera en el suelo. Algún vecino que se cree un buen pívot las debe de haber arrojado desde el balcón, intentando encestar en el contenedor. Sin puntería. Ha fallado. De todos modos, su partido ya estaba perdido.
Alessandro coge el ascensor. Tercer piso. El cristal esmerilado en el que pone «Tony Costa» no se ha cambiado. Sigue roto. Alessandro llama a la puerta.
—Adelante.
Abre lentamente la puerta, que chirría. Al igual que la primera vez, lo acoge un ambiente cálido pero un poco anticuado. Alfombras lisas, una planta amarillenta. Esta vez la secretaria está sentada a su mesa. Levanta los ojos un instante. Luego continúa limándose las uñas. Tony Costa le sale al encuentro.
—Buenas tardes, Belli. Le estaba esperando. Tome asiento. ¿Quiere un café?
—No, gracias. Acabo de tomar uno.
—También yo, pero me apetece otro. Adela, ¿lo traes tú?
La secretaria da un ligero resoplido. Luego deja caer la lima sobre la mesa. Se levanta, desaparece detrás de la puerta y se va a prepararlo. Alessandro mira a su alrededor. No ha cambiado nada. Es posible que sólo ese cuadro. Un óleo grande, de colores vivos. Azul celeste, y amarillo y naranja. Representa a una mujer en la playa. Sus ropas ondean al viento, mientras ella sostiene en sus manos un enorme sombrero blanco. Tanto colorido parece incluso fuera de lugar en un lugar tan grisáceo.
—¿Qué tal le va, Belli?
—Bien, todo bien.
Tony Costa se apoya en el respaldo.
—Me alegro. ¿Está listo?
—Por supuesto. —Alessandro sonríe. Luego se preocupa. Sin quererlo, está utilizando el «por supuesto» también con él. ¿Guardará alguna relación lógica? Prefiere no pensar en ello. Se saca el dinero del bolsillo—. Aquí tiene los mil quinientos euros que faltaban.
—No le preguntaba si estaba listo para pagar. Me refería a si está listo… si todavía piensa que quiere saber.
—Sí, la intención de mi amigo sigue siendo ésa.
Tony Costa sonríe. Apoya ambas manos en la mesa y se ayuda de este modo a levantarse del sillón.
—Muy bien. —Se vuelve y abre un archivador. Saca una carpeta de color azul celeste. Encima pone «Caso Belli». La deja delante de Alessandro. Vuelve a sentarse—. Aquí está.
La secretaria llega con el café.
—Gracias, Adela.
—De nada. —Y vuelve a su lima de uñas.
Tony Costa abre la carpeta.
—Veamos, mire, aquí, en este folio, están todas las salidas, los días de seguimiento, los trayectos… ¿ve?, por ejemplo, 27 de abril. Via dei Parioli. Supermercado. Hora: dieciséis treinta. Cuando tiene un punto azul al lado quiere decir que también hay una foto. Todas están marcadas con un número. Ésta, por ejemplo, es la número… —Tony Costa estira el cuello para leer mejor—, dieciséis. Y en este otro sobre está la foto correspondiente, que documenta esa calle, ese día y a esa hora.
Alessandro observa complacido la precisión de ese trabajo. Perfecto. Es imposible equivocarse. Uno no puede dejar de saber lo que quiere saber.
—Tenga, aquí está su dinero.
Tony Costa lo coge. Lo mira un momento y lo mete en un cajón.
—¿No va a contarlo?
—No es necesario. En nuestro trabajo, la confianza de quien decide confiarnos sus secretos merece la nuestra. Bien, entonces, éstas son todas las fotos. Véalas…
Las abre y las desparrama por la mesa. Alessandro no da crédito a sus ojos. Parecen los naipes de una partida de cartas. Quién sabe, tal vez hubiese sido preferible no sentarse a esa mesa. Ésa es una de esas partidas que no se debieran jugar. Además, en esas cartas aparece una única figura. Camilla. Camilla caminando. Camilla de compras. Camilla en la peluquería. Camilla en coche. Camilla entrando en el portal de su casa.
—Como puede ver, Belli, el trabajo duró un mes. Y éstos son los primeros resultados.
Alessandro las mira todas. Camilla aparece siempre sola o, como mucho, con alguna amiga. Incluso con Enrico en dos o tres fotos. Pero no hay nada sospechoso, comprometedor o fuera de lo normal.
Suelta un suspiro profundo, de alivio.
—Bueno, si esto es todo, no hay ningún problema.
Tony Costa sonríe, recoge todas las fotos y vuelve a guardarlas en su sobre.
—Esto era para que viera que he trabajado de un modo serio. No le he robado el dinero que me dio. —Se pone en pie. Vuelve a abrir el archivador—. Después tenemos ésta de aquí. —Tony Costa deja otra carpeta en la mesa. Es roja. Alessandro la mira. Encima sólo pone «Belli». Tony Costa se sienta. Coloca la mano sobre la carpeta y levanta la vista.
—Aquí dentro hay otros folios, otros días, otros trayectos. Y es posible que haya otras fotos, esta vez con un punto rojo. —Se reclina en el respaldo del sillón—. O puede que no haya absolutamente nada. —Luego empuja lentamente la carpeta roja hacia Alessandro—. Llévesela, por favor, ya decidirá usted… o mejor dicho, su amigo… lo que quiere saber.
Alessandro coge las dos carpetas, se las mete bajo el brazo y se levanta.
—Gracias, señor Costa, ha sido muy amable.
—Por favor, permita que le acompañe. —Tony Costa lo precede. Le abre la puerta de la oficina y va hacia el ascensor. Pulsa el botón para llamarlo.
—Belli, disculpe si he tardado un poco más tiempo del previsto.
—No hay ningún problema. Habrá sido necesario, ¿no? —Y señala las carpetas.
—No, es que hemos tenido una pequeña crisis… —Y señala a Adela, que sigue limándose las uñas sentada a su escritorio. Tony Costa entorna la puerta de la oficina sin cerrarla, luego se acerca a Alessandro—. Dice que trabajo demasiado, que nunca nos permitimos nada. De modo que nos fuimos una semana a Brasil. Ya ve que estamos un poco morenos.
En realidad, no mucho, piensa Alessandro. Claro que irse a Brasil con la secretaria… No está nada mal, eso de ser investigador privado.
—¿Se ha fijado en el cuadro nuevo que tenemos en la oficina? ¡Lo compramos en Bahía del Sol!
—Es bonito… Es una mujer de allí, ¿verdad? Va vestida como ellas.
—Sí —Tony Costa sonríe—. Adela también se quiso vestir así. Nos divertimos mucho. En el fondo es como si hubiésemos tenido la luna de miel que no pudimos permitirnos hace veinte años.
Llega el ascensor y las puertas se abren. Tony Costa le da la mano a Alessandro.
—Llevamos mucho tiempo casados y ésta es nuestra primera crisis, pero la hemos superado.
—Qué bien. Me alegro.
Tony Costa le sonríe.
—¿Sabe, Belli? Llevo muchos años en la profesión y he visto cosas de todo tipo… Y al final he aprendido una sola cosa: cuando encuentras una mujer que vale la pena, no hay que perder más tiempo.
Lo mira a los ojos y le estrecha la mano con fuerza. Luego levanta la barbilla señalando las carpetas.
—Dígaselo a su amigo.
Paola está masticando un chicle. Senos grandes, pero suyos, naturales. Alta. Quizá un poco de maquillaje. Quizá. Pero a Mauro no parece importarle. Es muy guapa. Detiene el ciclomotor y se baja.
—¡Paola, qué sorpresa!
—Tengo que hablar contigo.
Ya no queda ni rastro de su sonrisa. Se ha escapado como uno de esos cuervos molestos y pesados, casi aturdidos por haber comido a saber qué. Esos cuervos que emprenden el vuelo de repente, que salen de la rama de un árbol sin ni siquiera un porqué.
Mauro la mira. Paola baja la mirada. No es preciso decir más. Esa mirada baja lo dice todo. Más que mil palabras. Y el silencio, además. Es como un grito. Mauro le pone una mano bajo la barbilla, se la levanta un poco.
—¿Qué ocurre, Paola? Dime.
Ella se queda callada. Gira la cabeza. Se escapa de esa mano. No puede. No tiene valor para mirar de nuevo aquellos ojos. Entonces decide sacarse ese peso de encima. Levanta la mirada de nuevo. Encuentra la de Mauro y esta vez se la aguanta. Hasta el fondo.
—Quería decirte…
Mauro entrecierra los ojos. Está como ido. Intenta ver más lejos, más allá, en el fondo de los de Paola, más profundo aún, en esos ojos que han sido su salvación. Ojos de amor, de risa, de pasión. Cuando los tenía cerrados, la primera vez que la poseyó, cuando los volvía a abrir después de cada uno de los primeros y frescos besos. Esos ojos son ahora tan diferentes. Apagados. ¿Qué hay detrás de ellos? ¿Qué esconden?
—¿Qué querías decirme?
—Ahora te lo digo… —Paola suelta un suspiro largo, demasiado largo. Mauro se pone tenso de repente, como un gato nervioso que presiente una amenaza. Peligro. Paola se da cuenta de ello. Esboza una leve sonrisa. A lo mejor para hacer más llevadero lo que le va a decir. Como si no fuese algo muy importante sino sólo algo pasajero, que se arreglará.
—Creo que es mejor que dejemos de vernos por un tiempo.
Mauro se lleva la mano a la cara, como una sombrilla.
—¿Qué quiere decir eso?
Paola se aparta, está asustada. Y Mauro se da cuenta.
—¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo? ¿Es que tienes miedo de mí? —Y empieza a hablar más despacio—. Si tienes miedo de que te ponga la mano encima, eso quiere decir que hay un motivo para que eso pueda ocurrir…
Paola baja la mirada. Ya no puede más. ¿Cuántas veces ha imaginado y ensayado esta escena? Prácticamente cada tarde desde hace ya por lo menos un mes. Desde aquel día. Desde aquella prueba. Desde que lo conoció. Ha ensayado esta escena más que cualquier guión que haya estudiado antes. Pero esta vez no le está saliendo bien. No ha sabido llegar al fondo. No como le hubiese gustado. Como lo tenía decidido. Paola se desmorona. Más vale que Mauro lo sepa y que sea lo que Dios quiera.
—No, Mau… es que he conocido a alguien… y… —levanta la cara, lo mira, intenta sonreír— bueno, todavía no ha pasado nada, ¿eh?
Mauro no se lo puede creer, no se puede creer lo que está oyendo.
—¿Todavía? ¿Qué quieres decir con que todavía no ha pasado nada?
—Sí, te lo juro, es verdad. No he hecho nada.
—Ya lo pillo, pero ¿qué quiere decir ese «todavía»? ¿Qué va a pasar? ¿Qué acabará pasando? —Mauro cambia de expresión. Su semblante se pone tenso. Se vuelve casi de piedra—. Ya veo. Se trata del director aquel que te dio la nota la vez que yo también estaba, ¿no es cierto?
Paola sonríe.
—Qué va, ése es gay. —Luego se pone seria, hace una pausa—. No, es su director de fotografía, Antonio. —Y Paola sonríe, feliz, franca, satisfecha de su sinceridad.
—Por supuesto… Antonio. —Mauro dibuja una extraña sonrisa por toda respuesta. Luego le da un bofetón con la mano abierta, grande, decidida, de izquierda a derecha. Toma. Una hostia en plena cara que hace que pierda el equilibrio. La empuja, la sacude, la aturde, le cambia el peinado de un lado a otro.
Paola se levanta, emerge de nuevo, aturdida, entre sus cabellos. Se los arregla como puede con las dos manos. Se los recoge para encontrar de nuevo la luz. Para entender. Y allí está él ante sus ojos estupefactos, sorprendidos, asustados. Y de repente vuelve a cubrirse con las manos, porque se da cuenta de que sobre ella está a punto de abatirse… el huracán Mauro.
—Maldita seas, desgraciada, miserable, bestia en celo. Por eso hoy tenías desconectado el móvil. —Y la golpea. Y sus manos son como las aspas enloquecidas de un molino de viento. Bajan, y suben y golpean. Y celos y dolor. Como un tractor sin conductor, que avanza a lo loco en zigzag. Pero que no está segando trigo. Siega las rubias mieses de la pobre Paola. Y patadas, y puñetazos, y bofetones, y dale, y más. Paola resbala y Mauro coge carrerilla para darle una patada en mitad del estómago, cuando de repente alguien lo agarra. Desaparece de pronto de delante de Paola, disparado contra una pared que hay cerca de la valla.
—Basta. Quieto, Mau…
Paola vuelve a abrir los ojos, hinchados ya. Se recupera. Se levanta de nuevo despacio, dolorida, descompuesta, aturdida por todos esos golpes.
—¡La voy a matar, a esa imbécil, déjame! —Mauro intenta soltarse, patalea, salta, se echa hacia atrás.
Pero su padre lo mantiene sujeto. Lo agarra como una cadena. Lo atenaza con sus fuertes brazos de picador de cantera, con la misma facilidad con que lo hacía cuando era pequeño.
—Quieto, te digo que te estés quieto.
Y Paola sale corriendo, a trompicones casi, resbalando, mira un momento, y después desaparece por la esquina. Se cierra una puerta. Un coche arranca. Y un Volvo oscuro pasa derrapando frente a ellos. Se lleva a Paola. Se lleva una historia y unas ilusiones que hubiesen podido durar para siempre. Padre e hijo se quedan así, solos, en una pequeña plazoleta desolada de cualquier periferia.
Renato lo suelta, alarga los brazos y lo libera de ese cepo humano.
—Vamos, va, Mau, subamos, que la cena está lista. —Se saca las llaves del bolsillo y abre la valla. Se detiene un momento en el portal. Se vuelve hacia el hijo—. ¿Vas a subir o no? Tu madre nos está esperando para poner a cocer la pasta.
Mauro lo mira con lágrimas en los ojos. Pone en marcha el ciclomotor, se sube de un brinco. Y se va a todo gas, patinando casi sobre los guijarros, con la rueda trasera demasiado fina para el estado de esas calles.
—Pero ¿adónde vas, Mau? ¡Mau! ¡No te metas en líos! ¡A ésa no le importas una mierda! —le grita el padre, intentando a su manera ser un buen padre. Renato grita y corre detrás de ese ciclomotor que se pierde en los últimos rayos de la puesta de sol. En pos de una inútil persecución de la felicidad.
Hay momentos en la vida para los que la banda sonora está aún por inventar. Pese a ello, mientras conduce, Alessandro busca entre los CD que tiene en el cargador el que le parece más adecuado. Elige uno.
Big Fish
. La banda sonora de la película. Edward Bloom y su hijo William. Porque a veces, lo que pudiera parecer una rareza, algo impuro, no es sino una belleza diferente, que no sabemos aceptar. Al menos no por el momento. Entonces lo ve. Está bajando de su Golf negro y mira a su alrededor. Lo está buscando. Se han dado cita en viale del Vignola. Donde quedaban para saltarse las clases cuando estudiaban, para copiar las tareas antes de entrar, para abrazarse felices justo después de que salieran las notas de Selectividad. Aprobados. Me ha parecido el único lugar seguro que nos pudiese sugerir algún recuerdo, un poco de arraigo… Sienta bien pensar en el pasado cuando el futuro da miedo, pensar que no todo puede ser destruido sólo por un simple y temporal imprevisto. Alessandro lo mira caminar. Enrico se dirige hacia el Mercedes con los hombros encogidos.