—Caray, sí que es difícil tu trabajo. Creía que era mucho más fácil.
Alessandro sonríe.
—De ser así, no tendría el coche que tú has decidido destrozarme.
Niki piensa un instante.
—No, pero tendrías mi ciclomotor, y sabrías hacer surf. Y, a lo mejor hubieses comido así de bien un montón de veces, aquí, donde Mastín.
—Ya.
Alessandro le sonríe de nuevo.
—Pero te he conocido.
—Sí, es cierto. Así que has hecho un buen trabajo. Eres afortunado de verdad.
Se miran un poco más rato de lo habitual.
—Escucha, Niki… —Justo en ese momento, suena su teléfono. Alessandro lo saca del bolsillo. Niki lo mira resoplando.
—Otra vez la oficina.
—No, un amigo mío. —Y responde.
—Dime, Enrico.
—Hola. Perdona, pero no podía más. ¿Y bien? ¿Cómo te ha ido con Tony Costa?
—De ninguna manera.
—¿Cómo que de ninguna manera? ¿Qué quieres decir? ¿Ha rechazado el encargo? ¿Era demasiado caro? ¿Qué ha pasado?
—Nada, que todavía no he ido.
—¿Cómo que no has ido? Alex, no lo entiendes, yo estoy mal, estoy fatal. Cada momento que pasa supone una tortura para mí.
Silencio.
—¿Dónde estás ahora, Alex?
—Reunido.
—¿Reunido? Pero no estás en tu despacho. Te llamé allí.
—La reunión es fuera. —Alessandro mira a Niki, que le sonríe—. La reunión es fuera y muy creativa.
Enrico suspira.
—Vale, lo entiendo. Disculpa, amigo mío. Perdona, tienes razón, pero eres la única persona con la que puedo contar. Te lo ruego, ayúdame.
Al oír su tono, Alessandro se pone serio.
—Tienes razón, Enrico, perdóname. Iré en seguida.
—Gracias, eres un amigo de verdad. Nos hablaremos más tarde.
Enrico cuelga. Alessandro se quita la servilleta de los muslos y la deja sobre la mesa.
—Nos tenemos que ir.
Intenta levantarse, pero Niki le apoya la mano en el brazo y lo detiene.
—Ok, en seguida nos vamos, pero antes estabas a punto de decirme algo.
—¿Antes cuándo?
Niki ladea la cabeza.
—Antes de que sonase el teléfono.
Alessandro sabe perfectamente de qué está hablando.
—¡Ah, antes…!
—Sí, antes.
—No era nada.
Niki le aprieta el brazo.
—No, no es verdad. Has dicho: «Escucha, Niki…»
—Ah, sí. Eh… Escucha, Niki. —Alessandro mira a su alrededor. Entonces la ve—. Bueno, te decía que… Escucha, Niki, estoy contento de haberte conocido, hemos pasado un día estupendo y tú me has regalado tiempo. Y sobre todo… ¡Es bonito darse cuenta de cosas como ésa! —Alessandro señala algo a sus espaldas.
Niki se da la vuelta y la ve.
—¿Ésa?
—Sí, ésa.
Una red de hierro como inflada, con papel azul dentro y una especie de palo de yeso que la atraviesa.
—¿Os gusta? —Mastín está allí al lado y sonríe—. Se llama
El mar y el arrecife
. Es bonita, ¿verdad? Es una escultura de un tal Giovanni Franceschini, un joven que, en mi opinión, hará carrera. Pagué un montón por ella. He invertido en él. Es decir, no es que haya pagado por ella… pero ¡hace más de un año que viene a comer de gorra gracias a esa escultura! Así que eso quiere decir que vale una pasta.
Alessandro sonríe.
—¿Lo ves? Sin ti nunca hubiese visto
El arrecife y el mar
.
Mastín lo corrige.
—
El mar y el arrecife
…, pero, ¡después de todo lo que llevo invertido, no se os ocurra pedírmela!
—Tiene razón, disculpe. —Alessandro saca su cartera—. ¿Cuánto es?
Niki se levanta de inmediato y vuelve a guardarle la cartera.
—Mastín, apúntalo en mi cuenta…
Mastín sonríe y empieza a recoger la mesa.
—Descuida, Niki. Vuelve pronto.
Alessandro y Niki se dirigen a la salida. Ella se detiene frente a la escultura. Alessandro se le acerca.
—
El mar y el arrecife
… Bonita, ¿verdad?
Niki lo mira seria.
—Ten en cuenta que a mí no me gustan.
—¿Las esculturas?
—No, las mentiras.
El Mercedes circula veloz por la autopista que rodea Roma. Una tarde tranquila en la que alguien ha experimentado una nueva libertad: regalarse tiempo. Pero, a veces, uno es incapaz de aceptar un regalo, aunque se lo haya hecho él mismo.
—¿Te llevo hasta donde está el ciclomotor?
—Ni hablar. Esta tarde es nuestra. Y, además, estoy poniendo a punto nuevas ideas sobre tu caramelo.
Alessandro la mira. Niki tiene la ventanilla bajada y el viento le despeina suavemente el pelo, secándoselo por partes. Tiene un folio en las manos y un bolígrafo en la boca, que sostiene como si fuese un cigarrillo, mientras busca soñadora la idea de quién sabe qué gran anuncio.
—Ok.
Niki le sonríe, luego escribe algo en el folio. Alessandro intenta mirar de reojo.
—No mires. No te lo daré hasta que esté listo.
—Vale. El definitivo.
—¿Qué es eso?
—Al trabajo acabado se le llama así.
—Ok, entonces, cuando sea el momento, te daré el definitivo.
—Muy bien, ojalá encontrases de verdad una buena idea. ¡Me podría regalar un montón de tiempo!
—Ya verás cómo lo consigo. Seré la musa inspiradora de la publicidad de los caramelos.
—Eso espero. —Y mientras lo dice, pone el intermitente y se desvía hacia la Casilina.
—Eh, ¿adónde vamos?
—A un sitio.
—Ya lo veo… hemos salido de la autopista.
—Tengo que hacer un encargo para un amigo mío.
—¿El que te ha llamado antes?
—Sí.
—¿De qué se trata?
—Lo quieres saber todo. No te distraigas. Piensa en la publicidad.
—Tienes razón.
Niki vuelve a escribir algo en el folio, mientras Alessandro sigue las instrucciones de su navegador y se detiene poco después en una pequeña travesía de la Casilina. Al borde de la carretera hay algunos coches destartalados con la chapa corroída, otros tienen los cristales rotos, y otros las ruedas pinchadas. Hay contenedores destrozados, cajas de cartón abandonadas y bolsas de plástico abiertas y arañadas por algún gato famélico que busca remedio a esa dieta que ya dura demasiado.
—Ya está, hemos llegado.
—¡Pero ¿tú qué amigos tienes?! ¿Qué tienen que ver con un lugar así?
—Es un encargo especial.
Niki lo mira con desconfianza.
—Mira que si nos volvemos a encontrar a tus amigos policías y nos arrestan por drogas, después te tocará a ti explicarles a mis padres que yo sólo te estaba acompañando…
—¡Qué drogas ni qué…! ¿Qué te crees? Esto no tiene nada que ver con drogas. Quédate en el coche y aprieta ese botón cuando me haya bajado, así te cierras dentro.
Alessandro se baja del coche y, mientras camina hacia el portal, oye el sonido de la cerradura al cerrarse. Sonríe. Luego, mientras busca el nombre en el portero automático, piensa en sus «amigos» policías y en el hecho de que casi lo arrestan de verdad por drogas… Todo por culpa del tal Soldini y su deseo de no ser olvidado. ¿Y quién se acuerda ya de aquella noche? A saber lo que estarán haciendo en la oficina. Esperemos que se les ocurra alguna idea buena. ¡Bah, qué idiota! No tengo por qué preocuparme… para eso está Niki. Después sonríe preocupado. Esperemos. Finalmente encuentra lo que busca. Tony Costa. Tercer piso. La puerta del portal está abierta. Alessandro entra y coge el ascensor. Al salir ve una puerta con un cristal en el que pone «Tony Costa. Investigador privado». Como en las viejas películas americanas. En esas películas, lo normal es que, cuando uno llama a la puerta, o bien le disparen o bien le salten directamente encima. Pero al final nadie se hace daño. Así pues, un poco más tranquilo, llama al timbre. Un sonido antiguo, en sintonía con la podredumbre y los olores de la escalera, con el ascensor destartalado y también con los felpudos desgastados por sabe dios cuántos pies que se han limpiado antes de entrar. Alessandro aguarda frente a la puerta. Nada. No se oye nada. Llama otra vez. Por fin percibe un ruido detrás de la puerta. Una agitación extraña. Luego una voz profunda, cálida, idéntica a la de los dobladores de
Adiós, muñeca
con Robert Mitchum o
El último Boy Scout
, con Bruce Willis.
—Un momento, en seguida abro. —La puerta se abre, pero quien aparece no se asemeja en absoluto a estos dos actores. Como mucho, a James Gandolfini, el de
Los Soprano
. También eso le preocupa. Es sólo un poco más bajo, pero de todos modos alto. El tipo lo mira con el cejo fruncido.
—¿Y bien? ¿Qué quiere?
—Busco a Tony Costa.
—¿Para qué lo busca?
—¿Es usted?
—Depende.
Alessandro opta por ceder.
—Necesito su ayuda. Bueno, quería encargarle un caso.
—Ah, sí, entonces soy yo. Pase.
Tony Costa le hace pasar. Después cierra la puerta. Se coloca bien los pantalones, se mete incluso la camisa por dentro, mientras se dirige hacia su mesa.
—Ella es Adela, mi ayudante. —Tony Costa señala sin volverse a una muchacha que llega de la habitación contigua, tratando también de componerse un poco.
—Hola.
—Buenas tardes.
Adela se dirige hacia la otra mesa que hay allí al lado, pero al salir de la habitación cierra la puerta. Aunque no tan rápido como para impedir que Alessandro vea que aquello es un dormitorio. Tony Costa se sienta ante su mesa y le señala una silla.
—Siéntese, por favor.
Alessandro toma asiento frente a él, mientras Adela pasa por detrás y se sienta en la mesa de la derecha. Alessandro se da cuenta de que Tony Costa lleva un enorme anillo de matrimonio en el dedo, grueso, grande. Brilla desgastado por el tiempo entre sus gordos dedos. En cambio Adela, que está ordenando algunos folios, sólo lleva un pequeño anillo en la mano derecha. Quién sabe. A lo mejor ha interrumpido algo entre el jefe y la secretaria. Pero una cosa está clara: a un forzudo como Tony Costa nadie se le enfrenta, y, en el fondo, a él no le interesa lo que estaba ocurriendo en esa oficina. Lo mira.
—¿Quiere beber algo? ¿Un poco de esto? —Levanta una botella de Nestea que hay sobre la mesa, de la que ya se han bebido la mitad—. Está caliente, eh, se ha roto el frigorífico.
—No, gracias.
—Como quiera.
Tony Costa se sirve un poco.
—Adela, anote, por favor: arreglar el frigorífico. —Después sonríe a Alessandro—. ¿Lo ve? Ya me ha servido de algo, me ha recordado los asuntos pendientes.
Después da un largo trago al vaso de té y se lo bebe entero.
—Ahhh. Aunque esté caliente es siempre una delicia. Bien, ¿que podemos hacer por usted, señor …?
—Alex, ejem, Alessandro Belli. No es para mí, es para un amigo mío.
—Claro, claro, un amigo suyo. —Tony Costa mira a Adela y sonríe—. El mundo está hecho de amigos que siempre hacen favores a otros amigos… Bien, ¿de qué se trata? Documentos legales, talones sin fondo, engaños…
—Una sospecha de engaño.
—Por parte de la mujer de su amigo, ¿no es eso?
—Exacto. Aunque yo no creo que ella le engañe.
—Entonces, disculpe, ¿qué es lo que ha venido a hacer, a tirar su dinero?
—El dinero de mi amigo, si acaso.
—Oiga, yo no le contaré a nadie que usted ha venido a verme. Será un secreto. Va en contra de mis intereses, porque si quiere que yo siga a esa mujer, sería un detective verdaderamente incapaz si no acabase descubriendo que ella y el marido… ¿no es eso?
—Es eso. Pero yo no soy el marido. El marido es mi amigo. Yo soy amigo suyo y de su mujer.
—Ah, usted es el amigo de la mujer.
—Sí, pero no en ese sentido, soy amigo, amigo. Por eso estoy seguro de que no hay otro, pero mi amigo está obsesionado, tiene esa paranoia.
—Los celos conservan el amor, del mismo modo que las cenizas guardan el fuego, como decía Ninon de Lenclos.
Alessandro no puede creer lo que acaba de oír. Maldita sea. Esa frase también la dijo Enrico.
—Sí, puede que sea así, pero de todas maneras ya estoy aquí y debo seguir adelante…
—Como desee. De todos modos, ahora las cosas están más claras. Adela, ¿está tomando notas?
Adela levanta el folio.
—Por el momento, sólo he escrito que Alessandro Belli es amigo de los dos.
—Ya… —dice Tony Costa y luego se sirve otro poco de Nestea—. Bien, necesito la dirección de la señora a quien debo seguir. ¿Tiene hijos?
—No.
—Bien, mejor…
—¿Por qué?
—Nunca me ha gustado echar a rodar un matrimonio cuando hay hijos de por medio.
—A lo mejor no tiene por qué echarlo a rodar.
—Ah, claro, claro. Estaremos en contacto. —Tony Costa coge un folio y lo gira hacia Alessandro—. Por el momento, escríbame nombre apellido y dirección de la persona a seguir.
Alessandro coge el folio, después ve un bolígrafo en un portabolis.
—¿Puedo?
—Sí, por favor.
Alessandro escribe rápidamente algo en el folio.
—Mire, éste es el nombre de la señora, éste el del marido y la dirección donde viven.
Tony Costa controla la caligrafía.
—Perfecto. Es legible. Ahora también quisiera mil quinientos euros para ponerme a trabajar de inmediato.
—De acuerdo, aquí tiene. —Alessandro abre su cartera, saca tres billetes de quinientos euros y los pone sobre la mesa.
—La otra mitad me la dará cuando le entregue las pruebas de lo que sospecha el marido.
—Por supuesto… pero quizá no puede entregarme nada.
—Claro, pero en ese caso igualmente tendrá que pagarme. La verdad es la verdad, y cuando se encuentra se paga.
—Muy bien.
Alessandro saca una tarjeta de visita de su cartera y se la da. Señala un punto con el índice.
—Mire, quisiera que me llamase a este número.
—Por supuesto. Como desee.
Tony Costa coge el bolígrafo y traza un círculo en torno al número de teléfono que Alessandro le ha indicado. El de su teléfono móvil. Alessandro se dirige a la salida.
—¿Cuándo me dirá algo?
—Le llamaré en cuanto tenga algo que decirle.
—Ya, pero más o menos. Para decírselo a mi amigo, ¿sabe?
—Bueno, yo creo que en el transcurso de un par de semanas aproximadamente todo debería estar más claro… La verdad es la verdad, no se necesita mucho.