Paz interminable (14 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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—Sí, pero sólo mientras su unidad tenía control sobre su sistema circulatorio. Entonces estaba drogado, y ahora lo estará también.

Me golpeó con un sopapo suave. Me oyó inspirar.

—¿Listo?

—Adelante.

Desenrolló el cable y metió el conector en mi ranura con un chasquido metálico. No sucedió nada. Luego conectó un interruptor.

Amelia se volvió de pronto para mirarme y experimenté la familiar sensación de doble visión, viéndome a mí mismo mientras la miraba. Naturalmente, para ella no era familiar, y fui asaltado por el pánico y la confusión de segunda mano.
¡Es fácil querida, aguanta!
Traté de enseñarle a separar las dos imágenes, un quiebro metal no más difícil que desenfocar los ojos. Al cabo de un momento ella lo consiguió, se calmó, y trató de formar palabras.

No tienes que verbalizar, le transmití por medio de sensaciones. Sólo piensa lo que quieres decir.

Ella me pidió que me tocara la cara y pasara lentamente la mano por mi pecho, mí regazo, mis genitales.

—Noventa segundos —dijo el doctor—. Dese prisa.

Me regodeé en la maravilla del descubrimiento. No era exactamente como la diferencia entre ceguera y visión, sino como si toda tu vida hubieras llevado gruesas gafas ahumadas, cristales opacos, y de repente desaparecieran. Un mundo lleno de brillo, profundidad y color.

Me temo que te acostumbras a ello, sentí. Se convierte en sólo otra forma de ver. De ser, respondió ella.

En un estallido de gestalt le conté cuáles eran sus opciones, y el peligro que suponía estar conectados demasiado tiempo. Tras un silencio, ella respondió pronunciando las palabras de una en una. Transferí sus preguntas al doctor Spencer, hablando con robotica lentitud.

—Si me quitan el conector, y el daño cerebral es tal que no puedo trabajar, ¿conseguiré que me lo vuelvan a instalar?

—Si alguien paga por ello, sí. Aunque sus percepciones quedarán disminuidas.

—Yo pagaré.

—¿Cuál de ustedes habla?

—Julián.

La pausa pareció muy larga. Ella habló a través de mí.

—Lo haré, entonces. Pero con una condición. Primero haremos el amor de esta forma. Conectados.

—De ninguna manera. Cada segundo que pasan hablando aumenta el riesgo. Si hace eso, quizá nunca recupere la normalidad.

Vi que extendía la mano hacia el interruptor y le agarré la muñeca.

—Un segundo.

Me levanté y besé a Amelia, una mano sobre su pecho. Hubo una momentánea tormenta de alegría compartida y entonces ella desapareció cuando oí el chasquido del interruptor. Me encontré besando a un simulacro inerte, las lágrimas mezcladas. Me eché hacia atrás en mi asiento como un saco que cae. Él nos desenchufó y no dijo nada, pero me dirigió una grave mirada y sacudió la cabeza.

Parte de aquel arrebato de emoción había sido: «Sea cual fuere el riesgo, esto merece la pena.» Pero no podía decir si provenía de ella, o de mí, o de ambos.

Un hombre y una mujer vestidos de verde introdujeron en la habitación un carrito de equipo.

—Ahora ustedes dos tienen que irse. Vuelvan dentro de diez o doce horas.

—Me gustaría quedarme para limpiar y observar —dijo Marty.

—Muy bien.

En español, Spencer le pidió a la mujer que le buscara a Marty una bata y le mostrara el limpiador.

Bajé al vestíbulo y salí. El cielo era rojizo a causa de la contaminación. Usé lo que me quedaba de dinero mexicano para comprar una mascarilla en una máquina expendedora.

Supuse que podría caminar hasta encontrar un cambista y un mapa de la ciudad. Nunca había estado en Guadalajara y ni siquiera sabía en qué dirección se hallaba el centro. En una ciudad dos veces mayor que Nueva York probablemente no habría mucha diferencia. Caminé alejándome del sol.

La zona del hospital estaba repleta de mendigos que decían necesitar dinero para medicinas o tratamientos; te empujaban a sus hijos enfermos o te mostraban llagas o muñones. Algunos de los hombres eran agresivos. Repliqué en mal español y me alegré de haber sobornado al guardia de la frontera con diez dólares para que me dejara pasar la navaja.

Los niños tenían un aspecto apagado, sin esperanza. No sabía tanto de México como debería, viviendo justo al norte, pero estaba seguro de que tenían algún tipo de medicina socializada. No para todo el mundo, obviamente. Como el botín de las nanofraguas que graciosamente les concedíamos, supuse: la gente de primera línea no llegaba allí por gusto.

Algunos de los mendigos me ignoraron aposta o incluso susurraron insultos raciales en un idioma que creían que no comprendía. Las cosas habían cambiado muchísimo. Habíamos visitado México cuando yo estaba en el instituto, y a mi padre, que había crecido en el sur, le encantaba la poca importancia que aquí daban al color de la piel. Lo trataban como a cualquier otro gringo. Echamos la culpa a los Ngumi de los prejuicios mexicanos, pero en parte es culpa de América. Y un ejemplo.

Llegué a una avenida dividida en ocho carriles, de tráfico denso y lento, y giré a la derecha. Ni un solo mendigo por manzana. Tras un kilómetro o así de casas polvorientas y ruidosas, llegué a un aparcamiento de buen tamaño sobre un centro comercial subterráneo. Pasé un control de seguridad, que me costó otros cinco dólares por la navaja, y cogí la acera deslizante hasta el nivel principal.

Había tres cabinas de cambio, que ofrecían tarifas ligeramente distintas, todas con comisiones diferentes. Hice cuentas mentalmente y no me extrañó descubrir que, para los gastos de todos los días, el que tenía las tarifas menos favorables era el que ofrecía un mejor trato.

Hambriento, encontré un puesto de ceviche y tomé un cuenco de pulpitos, un par de tortitas y té. Luego me fui en busca de diversión.

Había media docena de tiendas de conexión en fila que ofrecían aventuras ligeramente distintas de sus homologas americanas. Ser embestido por un toro; no, gracias. Ejecutar o recibir una operación de cambio de sexo, a elegir. Morir en el parto. Revivir la agonía de Cristo. Había una frase en ésa: «Debió ser un día de fiesta.» Tal vez todos los días lo son.

Había también las habituales atracciones chico-chica, y con ellas una que ofrecía un paseo acelerado por «tu propio» tracto digestivo. Increíble.

Una confusa variedad de tiendas y puestos de mercado, como Portobello multiplicado cien veces. Aquí había que comprar las cosas cotidianas que un americano recibía automáticamente… y no por un precio fijo.

Esta parte me resultaba familiar debido a mis paseos por Portobello. Amas de casa, unos cuantos hombres, acudían al mercado a diario para pelearse por los artículos del día. Todavía había bastantes a las dos de la tarde. Para un extranjero, parece como si la mitad de los puestos fueran escenas de violentas discusiones, voces, manos agitándose. Pero en realidad es sólo parte de la rutina social, para vendedor y cliente por igual.

—Qué pretendes, ¿diez pesos por esos fríjoles sin valor? ¡La semana pasada valían cinco pesos y su calidad era excelente!

—Te falla la memoria, vieja. ¡La semana pasada valían ocho pesos y eran tan pequeños que no podía ni regalarlos! ¡Estos sí que son fríjoles!

—Podría darte seis pesos. Necesito fríjoles para la cena, y mi madre sabe cómo ablandarlos con bicarbonato.

—¿Tu madre? Envíame aquí a tu madre y que ella me pague nueve pesos.

Y así siempre. Era una forma de pasar el tiempo; la verdadera batalla sería entre siete y ocho pesos.

El mercado del pescado era diferente. Había mucha más variedad que en las tiendas de Texas: bacalao grande y salmón en principio oriundos del frío Atlántico norte y el Pacífico, exóticos peces de coral, anguilas vivas y tanques de grandes langostinos japoneses… todos ellos producidos en la ciudades, clonados y forzados a crecer en tinas. Las pocas variedades aborígenes frescas (boquerones del lago Chápala, principalmente) costaban diez veces más que las más exóticas.

Compré un platito de arenques, secados al sol y adobados, servidos con lima y chile caliente, cosa que me habría marcado como turista aunque no hubiera sido negro ni vestido como un americano.

Conté mis pesos y empecé a buscar un regalo para Amelia. Ya le había regalado joyas, que ayudaron a meternos en aquel lío, y ella no se pondría ropa étnica.

Un horrible susurro práctico me dijo que esperara hasta después de la operación. Pero decidí que comprar el regalo era más por mí que por ella. Una especie de sustituto comercial de una oración.

Había un gran puesto de libros viejos, de los de papel y también de las primeras versiones de los visiolibros; la mayoría de ellos, con formatos y tomas de energía pasados de moda desde hacía décadas, eran para coleccionistas de curiosidades electrónicas, no para lectores.

Tenían dos estanterías de libros en inglés, casi todos novelas. Probablemente a ella le gustaría una, pero eso me planteaba un problema: si un libro me resultaba lo suficientemente conocido para identificar el título, entonces probablemente ella lo tenía ya, o al menos lo habría leído. Maté cosa de una hora decidiéndome, leyendo las primeras páginas de cada libro del que no había oído hablar. Finalmente me decidí por El largo adiós, de Raymond Chandler, que era buena lectura y además estaba encuadernado en cuero, en la colección «Club del Misterio».

Me senté junto a una fuente y leí un rato. Un libro absorbente, un viaje en el tiempo no sólo por su temática y la forma en que estaba escrito, sino también por su existencia física, por el papel amarillento, el tacto y el olor mustio del cuero. La piel de un animal muerto hacía más de un siglo, si era cuero real.

Los escalones de mármol no eran nada cómodos (las piernas se me quedaron dormidas desde el culo hasta las rodillas), así que vagabundeé un poco más. Había tiendas más caras en la segunda planta sótano, pero incluían un conjunto de cabinas de conexión que casi no costaban nada, promovidas por agencias de viajes y diversos países. Por veinte pesos, pasé treinta minutos en Francia.

Fue una experiencia extraña. Las indicaciones habladas eran todas en rápido español mexicano, que me resultaba difícil seguir, pero desde luego las silenciosas eran como de costumbre. Paseé un rato por Montmartre, luego remonté en una lenta barcaza la región de Burdeos y finalmente me senté en una taberna de Borgoña, donde me harté de quesos deliciosos y complejos vinos elaborados. Cuando se terminó, volvía a tener hambre.

Naturalmente, había un restaurante francés justo enfrente de la cabina, pero no tuve que mirar siquiera el menú para saber que estaba fuera de mi alcance. Me retiré a la zona de arriba y encontré un sitio con montones de mesitas y música no demasiado alta; devoré un plato de taquitos variados. Luego me refresqué y acabé de leer el libro allí, con una cerveza y una taza de café.

Cuando terminé la lectura eran sólo las ocho. Aún me quedaban dos horas antes de poder comprobar cómo estaba Amelia. No quería dar vueltas por la clínica, pero el centro comercial se estaba volviendo opresivamente ruidoso mientras pasaba al ambiente nocturno. Media docena de orquestas de mariachis competían por llamar la atención junto con el tronar y el rugir de la música moderna de los clubes nocturnos. Vi algunas mujeres muy atractivas sentadas en los escaparates de un servicio de escolta, tres de ellas con botones PM, lo que significaba que estaban conectadas. Aquello habría sido una forma magnífica de pasar las siguientes dos horas: conesexo y culpa.

Acabé deambulando por el barrio residencial, razonablemente confiado gracias a la navaja, aunque la zona estaba derruida y era un poco amenazante.

Compré un ramo de flores en la tienda del hospital, a mitad de precio porque iban a cerrar ya, y subí a la sala de espera. Marty estaba allí, conectado a un terminal de trabajo portátil. Levantó la cabeza cuando entré, subvocalizó algo a un micro de garganta y desconectó.

—La cosa parece que va bien —dijo—, mejor de lo que esperaba. Naturalmente, no sabremos nada con seguridad hasta que despierte, pero su EEG multifásico parece bueno, normal en ella.

Su tono era ansioso. Dejé las flores y el libro en una mesita de plástico cubierta de revistas de papel.

—¿Cuánto falta para que salga?

Él miró su reloj.

—Media hora. Doce.

—¿Está el doctor por aquí?

—¿Spencer? No, se ha ido a casa justo después de la operación. Tengo su número por… por si acaso.

Me senté demasiado cerca.

—Marty. ¿Qué es lo que no me estás diciendo?

—¿Qué quieres saber? —Su mirada era firme pero seguía notando algo en su voz—. ¿Quieres ver una cinta de la desconexión? Puedo prometerte que vomitarás.

—Sólo quiero saber qué es lo que no me estás diciendo.

Él se encogió de hombros y apartó la mirada.

—No estoy seguro de cuánto sabes. Empezando por lo más básico… ella no morirá. Caminará y hablará. ¿Será la mujer que amas? No lo sé. Los EEG no nos dicen si podrá dedicarse a la aritmética, mucho menos al álgebra, al cálculo, a lo que sea que hagáis.

—Jesús.

—Pero mira. Ayer a esta hora estaba al borde de la muerte. Si hubiera estado en peor forma, la llamada de teléfono que recibiste habría sido para saber si desconectar o no el respirador.

Asentí. Una enfermera de recepción había utilizado las mismas palabras.

—Puede que ni siquiera sepa quién soy.

—Y puede que sea exactamente la misma mujer.

—Con un agujero en la cabeza por mi culpa.

—Bueno, con un conector inútil, no con un agujero. Se lo volvimos a colocar después de la desconexión, para minimizar el estrés mecánico en el tejido cerebral circundante.

—Pero no está conectado. No podríamos…

—Lo siento.

Llegó un enfermero sin afeitar, hundido por el cansancio.

—¿Señor Class?

Levanté una mano.

—La paciente de la 201 quiere verle.

Me encaminé pasillo abajo.

—No se quede mucho rato. Necesita dormir.

—Muy bien.

La puerta estaba abierta. Había otras dos camas en la habitación, pero estaban vacías. Ella llevaba un gorrito de vendas y tenía los ojos cerrados, la sábana hasta los hombros. No había tubos ni cables, cosa que me sorprendió. Un monitor sobre su cabeza mostraba las entrecortadas estalactitas de su latido cardíaco.

Abrió los ojos.

—Julián.

Sacó una mano de debajo de las sábanas y agarró la mía. Nos besamos suavemente.

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