Paz interminable (12 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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Había dos personas desplomadas sobre la mesa de la cocina. Una caja de circuitos en la pared; la aplasté y todo quedó a oscuras, aunque Candi y yo veíamos brillantes figuras rojas en una cocina rojo oscuro.

Cogí a Madero y su compañero y me encaminé al pasillo. Pero junto con los sonidos de jadeos y arcadas oí el engrasado y metálico
snick-chk
de un arma al montarse, y el chasquido de un seguro. Lancé una imagen a Candi y ella asomó un brazo por la ventana y barrió la mitad de la pared. El techo se hundió con un estrépito y luego un chasquido, pero para entonces yo estaba en el patio trasero con mis dos invitados. Solté al hombre y acuné a Madero como a un bebé.

—Esperemos a los otros —vocalicé, innecesariamente. Podíamos oír a la gente del pueblo correr por el camino de grava hacia la casa, pero los nuestros se movían más rápido.

Diez gigantes negros surgieron del bosque detrás de nosotros.
Humo allí allí allí
, pensé;
luces encendidas
. Un humo blanco brotó en semicírculo a nuestro alrededor y se convirtió en una opaca pared cegadora con nuestros propios soles. Le di la espalda, protegiendo a Madero del tableteo de las armas y las pulsaciones del láser.
¡Todo el mundo AV y a correr!
Once contenedores de agente vomitivo saltaron; yo me encontraba ya en el bosque, corriendo. Las balas zumbaban y gemían inofensivamente en lo alto. Mientras corría, comprobé el pulso y la respiración de la mujer, y la mancha oscura de su nuca. El dardo se había caído y ya había dejado de sangrar.

¿Dejaste la nota?
, pensó Candi.
Sí, en la mesa, ahora estará bajo el tejado
. Teníamos una supuesta orden legal para la detención de la señora Madero. Con eso y cien pesos podrías comprarte una taza de café, si es que quedaba alguno después de nuestra excursión.

Tras salir del bosque, pude correr más rápido. Era excitante saltar sobre las filas de cafetales, aunque en algún rincón de mi mente siempre sabía que yo yacía inerte a más de cien kilómetros de distancia, dentro de una concha de plástico blindada. Podía oír a los otros corriendo detrás de mí mientras subía la colina para ser recogido, el débil siseo y el chasquido del helicóptero y los aviadores que se acercaban.

Cuando sólo se trata de nosotros, los soldaditos, nos recogen a toda velocidad: extendemos los brazos y agarramos la barra cuando pasa. Pero para una recolección de un cuerpo caliente, el helicóptero tiene que aterrizar de verdad, y por eso había dos aviadores como escolta.

Llegué a la cima de la colina y emití una señal, que el helicóptero devolvió. El resto de pelotón llegó en grupos de dos y tres. Se me ocurrió que tendría que haber pedido dos helicópteros; hacer una recogida regular con los otros once. Era peligroso para todos nosotros estar al descubierto, con el ruido del helicóptero llamando la atención.

Como en respuesta a mi preocupación, una ronda de mortero estalló a cincuenta metros a mi izquierda; un destello anaranjado y una detonación apagada. Enlacé con el aviador del helicóptero y oí su breve discusión con el mando. Alguien quería que soltáramos el cuerpo y que se llevara a cabo una recogida regular. Mientras el aviador se acercaba por el horizonte, otra ronda de mortero golpeó, tal vez a unos diez metros por detrás de mí, y recibimos la orden modificada: alinearnos para una recogida regular; se acercaría lo más despacio posible.

Nos pusimos en fila con los brazos alzados, y tuve un segundo para preguntarme si debería agarrar a Madero con fuerza o no. Opté por lo primero, y la mayoría de los otros estuvo de acuerdo, lo que podría haber sido un error.

La barra nos agarró con una fuerza de impulso de quince o veinte ges. Nada para un soldadito pero, según descubrimos después, le rompió cuatro costillas a la mujer. Ella despertó con un alarido cuando dos ráfagas de mortero golpearon lo suficientemente cerca para agujerear el helicóptero y dañar a Claude y Karen. Madero no fue alcanzada por la metralla, pero salió despedida docenas de metros, y se puso en pie rápidamente, y luchó con fuerza, golpeándome y gritando, revolviéndose. Todo lo que pude hacer fue sujetarla con más fuerza, pero mi brazo la tenía cogida justo por debajo de los pechos, y tuve miedo de apretarla demasiado.

De pronto se quedó flaccida, inconsciente o muerta. No pude comprobar su pulso ni su respiración, pues tenía las manos ocupadas, pero no podría haber hecho gran cosa en cualquier caso, aparte de soltarla.

Tras unos minutos aterrizamos en una colina pelada, y confirmé que aún respiraba. La llevé al interior del helicóptero y la até a una silla fija a la pared. El mando preguntó si teníamos esposas, cosa que me hizo gracia, pero luego lo comprendí: aquella mujer era una fanática, si despertaba y se encontraba en un helicóptero enemigo, saltaría, o se mataría.

Los rebeldes se cuentan historias terribles sobre lo que hacemos con los prisioneros para obligarlos a hablar. Tonterías. ¿Por qué molestarnos en torturar a alguien cuando todo lo que hay que hacer es sedarlo, abrirle un agujero en el cráneo y conectarlo? De esa forma, no se puede mentir.

Naturalmente, la ley internacional no es clara sobre la práctica. Los Ngumi lo consideran una violación de los derechos humanos básicos; nosotros lo consideramos interrogatorio humano. El hecho de que uno de cada diez acabe cadáver o con muerte cerebral me deja bien claro la moral de todo el tema. Pero sólo lo hacemos con los prisioneros que se niegan a cooperar.

Encontré un rollo de cinta adhesiva y le uní las muñecas y luego rodeé su pecho y sus rodillas para sujetarla a la silla.

Ella despertó mientras yo le ataba las rodillas.

—Sois monstruos —dijo, en buen inglés.

—Nacemos de forma natural, señora. De hombre y mujer.

—Un monstruo filósofo.

El helicóptero cobró vida con un rugido y saltamos de la colina. Tuve una fracción de segundo de advertencia, y por eso pude prepararme. Fue inesperado pero lógico: ¿qué diferencia había si estaba dentro del vehículo o colgando por fuera?

Tras un minuto, fijamos un rumbo más firme y tranquilo.

—¿Puedo ofrecerle agua?

—Por favor. Y un analgésico.

Había un lavabo, con un depósito de agua y vasos pequeños de papel. Le llevé dos y se los acerqué a los labios.

—No habrá analgésicos hasta que aterricemos, me temo.

Podía dejarla fuera de combate con otro tranquilizante, pero eso complicaría su situación médica.

—¿Dónde le duele?

—El pecho. El pecho y el cuello. ¿Podría quitarme esta maldita cinta? No voy a ir a ninguna parte.

Consulté con el mando y una afilada bayoneta de un palmo de largo apareció en mi mano. Ella retrocedió, todo lo que le permitieron sus ligaduras.

—Es sólo un cuchillo.

Corté la cinta que le rodeaba el pecho y las rodillas y le ayudé a sentarse. Consulté al aviador y confirmó que la mujer estaba aparentemente desarmada, así que le liberé las manos y los pies.

—¿Puedo usar ese lavabo?

—Claro.

Cuando se levantó, se dobló de dolor y se llevó la mano al costado.

—Tome.

Yo tampoco podía mantenerme erguido en los dos metros de altura de la zona de carga, así que avanzamos hacia proa, un gigante encorvado ayudando a una enana encorvada. La ayudé con su cinturón y sus pantalones.

—Por favor —me dijo—. Sea un caballero.

Me di la vuelta pero, naturalmente, seguía viéndola.

—No puedo ser un caballero —dije—. Soy cinco mujeres y cinco hombres trabajando juntos.

—¿Entonces es verdad? ¿Hacen ustedes combatir a las mujeres?

—¿Usted no combate, señora?

—Protejo mi tierra y a mi gente.

Si no la hubiera estado mirando, habría malinterpretado la fuerte emoción en su voz. Vi que su mano se dirigía hacia un bolsillo del pecho y la cogí por la muñeca antes de que la mano llegara a la boca.

La obligué a abrir los dedos y cogí una pequeña pildora blanca. Olía a almendras amargas, baja tecnología.

—Eso no serviría de nada —dije—. La reviviríamos y se pondría enferma.

—Ustedes matan a la gente y, cuando les place, las devuelven a la vida. Pero no son monstruos.

Me metí la píldora en un bolsillo de la pernera y la observé con atención.

—Si fuéramos monstruos los devolveríamos a la vida, extraeríamos nuestra información y los mataríamos otra vez.

—No hacen eso.

—Tenemos a más de ocho mil de los suyos en prisión, esperando ser repatriados después de la guerra. Sería más fácil matarlos, ¿no cree?

—Campos de concentración. —Ella se levantó y se subió los pantalones, y volvió a sentarse.

—Un término intencionado. Hay campos donde están concentrados los prisioneros de guerra costarricenses, con observadores de la ONU y de la Cruz Roja asegurándose de que no se los maltrata. Como verá usted con sus propios ojos.

No suelo defender la política de la Alianza. Pero era interesante ver a una fanática en acción.

—Si vivo tanto.

—Si quiere, lo hará. No sé cuántas píldoras más tiene. —Enlacé con el mando a través del aviador y conecte con un analizador vocal.

—Era la única —dijo ella, como yo esperaba, y el analizador confirmó que decía la verdad. Me relajé un poco—. Así que seré una prisionera de guerra.

—Posiblemente. A menos que todo esto haya sido un caso de confusión de identidad.

—Nunca he disparado un arma. Nunca he matado a nadie.

—Tampoco mi comandante. Es licenciada en teoría militar y comunicaciones cibernéticas, pero nunca ha sido soldado.

—Pero ha matado a gente. A montones de nosotros.

—Y usted ayudó a planear el ataque a Portobello. Según esa lógica, mató a amigos míos.

—No, no lo hice —dijo ella. Rápida, intensa, mentirosa.

—Los mató mientras yo estaba conectado íntimamente con sus mentes. Algunos de ellos murieron de una forma horrible.

—No. No.

—No se moleste en mentirme. Puedo hacer volver a la gente de la muerte, ¿recuerda? Podría haber destruido su poblado con un pensamiento. Y sé cuándo me está mintiendo.

Ella guardó silencio un instante, reflexionando sobre eso. Debía de haber oído hablar de los analizadores vocales.

—Soy la alcaldesa de San Ignacio. Habrá repercusiones.

—No legales. Tenemos una orden de detención contra usted, firmada por el gobernador de su provincia.

Ella escupió.

—Pepe Ano.

Su nombre era Pellipianocio, italiano, pero ella lo pronunciaba como un mote.

—Ya veo que no es muy popular entre los rebeldes. Pero fue uno de ustedes.

—Heredó una plantación de café de su tío y fue un granjero tan malo que no podía hacer crecer ni la mala hierba. Ustedes compraron su tierra, lo compraron a él.

Pensaba que eso era cierto, y probablemente no se equivocaba.

—No lo obligamos —dije yo, meras suposiciones. No sabía gran cosa sobre la historia del pueblo o de la provincia—. ¿No nos abordó él? Se declaró…

—Oh, claro. Como un perro hambriento que se acerca a cualquiera que le dé comida. No pretenda pensar que nos representa.

—De hecho, señora, no nos consultaron nada. ¿Les consultan ustedes a sus soldados antes de darles las órdenes?

—Nosotros… yo no sé nada de esos asuntos.

Esa decisión hizo sonar campanas. Como ella sabía, sus soldados sí que contaban a la hora de tomar decisiones. Eso reducía su eficacia pero daba cierta lógica a lo de llamarse Ejército Democrático del Pueblo.

El helicóptero osciló de pronto a derecha e izquierda, acelerando. Extendí una mano e impedí que la mujer cayera.

—Misil —dije, en contacto con el aviador.

—Lástima que fallara.

—Usted es la única persona viva en este aparato, señora. Los demás estamos a salvo en Portobello.

Con eso, ella sonrió.

—No tan a salvo, creo. ¿No era eso el objetivo de este pequeño secuestro?

La mujer pertenecía al afortunado noventa por ciento que sobrevivía intacto a la conexión, y dio a los interrogadores de la Alianza los nombres de otros tres tenientes que habían estado implicados en la masacre de Portobello. Por su propia intervención en el asunto fue condenada a muerte, pero luego la pena fue conmutada por cadena perpetua. La enviaron al gran campamento de prisioneros de la Zona del Canal; la conexión en su nuca garantizaba que no tomaría parte en ninguna conspiración allí.

No era de extrañar que, durante las cuatro horas invertidas en llevarla a Portobello e instalar la conexión, los otros tres tenientes y sus familias se perdieran en la jungla, bajo tierra, quizá para regresar. Sus huellas dactilares y las lecturas de la retina los identificaban como rebeldes, pero no había ninguna garantía de que las que existían en los archivos fueran auténticas. Habían tenido años para efectuar una sustitución. Cualquiera de ellos podía aparecer en la puerta del campamento de Portobello y solicitar empleo.

Naturalmente, la Alianza había despedido a todos los empleados hispanos del campamento, y estaba en condiciones de hacer lo mismo en todos los demás sitios de la ciudad, incluso del país. Pero eso quizá resultara contraproducente a la larga. La Alianza proporcionaba uno de cada tres empleos en Panamá. Dejar a toda esa gente sin trabajo probablemente añadiría un país más a las filas de los Ngumi.

Marx y los suyos pensaban y enseñaron que la guerra era fundamentalmente de naturaleza económica. Pero nadie del siglo XIX podría haber previsto el mundo del siglo XXI, en que la mitad del mundo tenía que trabajar para ganarse el pan o el arroz y la otra mitad simplemente se colocaba delante de máquinas generosas.

3

El pelotón regresó a la ciudad poco antes del amanecer, con órdenes de detención para los tres líderes rebeldes. Entraron en las casas en grupos de tres, irrumpiendo simultáneamente en medio de nubes de humo y gas, destrozando los inmuebles, pero sin encontrar a nadie. No hubo ninguna resistencia efectiva, y se marcharon veloces en diez direcciones distintas. Se encontraron a unos veinte kilómetros colina abajo, en un sitio con un almacén y una colina. La cantina llevaba horas cerrada, pero quedaba un cliente, desplomado bajo una de las mesas, roncando. No lo despertaron.

El resto de la misión fue un ejercicio de malicia soñado por algún genio medio despierto a quien molestaba no haber hecho ningún prisionero esa noche. Tenían que volver a subir la colina y destruir sistemáticamente las cosechas que pertenecían a los tres rebeldes huidos.

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