Patriotas (51 page)

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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Patriotas
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Terry interrumpió otra vez a Ken en este punto.

—Cerca de Mendota tuvimos un incidente de los que asustan. Pasamos por una especie de campo de refugiados o de vagabundos o de saqueadores a las afueras de la ciudad. No tenían ninguna hoguera encendida y casi todos debían de estar durmiendo. El caso es que estaba muy oscuro y había mucho silencio, así que para cuando nos dimos cuenta ya estábamos en medio del campamento. Ken me llamó por la Truco y dijo: «Actúa con valentía y sigue andando».

»Justo entonces, un tipo con una pistola en la cadera, completamente borracho, se acercó tambaleándose a la vía y se puso a mear. Entonces, levantó la vista y nos vio; caminábamos separados por seis metros y en lados opuestos de la vía. «¿Quién coño sois vosotros?», le preguntó a Ken. «No quiera saberlo, señor», contestó Ken. «Déjenos en paz y le dejaremos vivir.» Mantuvimos nuestras armas apuntándole mientras caminábamos hacia atrás hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Estaba muerta de miedo, temía que diera la voz de alarma y nos viéramos envueltos en medio de un tiroteo. Una de dos, o le asustamos o no pensó que mereciéramos el esfuerzo. Bueno, en cualquier caso, no vino a por nosotros. Supongo que tuvimos suerte. Había al menos cincuenta personas en ese campamento.

Ken retomó la narración por donde la dejó Terry.

—Conforme íbamos hacia el oeste, caí en la cuenta de que íbamos a necesitar encontrar alguna forma de cruzar el «poderoso Misisipi». El problema estaba en que solo había unos pocos puentes, cuellos de botella ideales para emboscadas. El problema, sin embargo, se resolvió por sí mismo cuando llegamos. La noche en que arribamos a orillas del Misisipi caía una fuerte lluvia. Era la primera vez que llovía de forma apreciable desde que salimos de Chicago. Estaba tremendamente oscuro y llovía a cántaros. Solo un exmiembro de los Boinas Verdes o de la PRL tendería una emboscada en una noche como esa.

—Te has dejado las Fuerzas de Reconocimiento —intervino jocosamente Jeff. Todos rieron.

—Cruzamos por un largo puente ferroviario, justo encima de East Moline. Daba mucho miedo. Estaba oscuro, el puente estaba mojado y no estaba diseñado para tráfico de a pie. Pareció que nos llevara horas atravesar el puente con nuestros ponchos, pasando cuidadosamente de una traviesa a otra. Además, en el fondo de mi cabeza no podía evitar pensar en qué pasaría si un tren o un coche sobre raíles cruzaran el puente. Sabía que era poco probable pero no podía sacarme la idea de la cabeza.

Cuando por fin estábamos en la orilla oeste del Misisipi respiré aliviado. Además de ser una de las pocas barreras naturales que teníamos que cruzar, marca un cambio en la demografía. La densidad de población es muy inferior al oeste del Misisipi. Menos gente, menos encuentros, menos problemas.

»Una vez estábamos en Iowa el tiempo cambió a peor. Acabamos pasando tres semanas horribles refugiados en la pendiente inversa de una montaña de grano, en un gran silo a unos cinco kilómetros de una ciudad llamada Durant. Al principio diluvió sin parar durante cuatro días. Luego la lluvia se convirtió en aguanieve, y luego en nieve. Nevó día sí y día no durante dos semanas. Básicamente comimos grano pasado por agua. Pasamos la mayor parte del tiempo metidos en los sacos de dormir, durmiendo por turnos. Por suerte no vino nadie durante aquellas tres semanas.

»Para entonces ya estábamos a finales de noviembre y no habíamos visto demasiado la luz del sol. Cuando la nieve cesó llenamos nuestras mochilas con todo el grano que pudimos. Dejé todo mi dinero en metálico, unos trescientos dólares, en lo alto de la pila con una nota de agradecimiento dirigida al propietario del silo. Fue allí, en el silo, donde nos dimos cuenta de que Terry había perdido por el camino su TRC-500. Como una sola radio bidireccional no sirve para mucho, saqué la pila de níquel y cadmio de la mía y dejé la radio allí. Probablemente le resultaría bastante divertido encontrar el dinero, teniendo en cuenta que no valía prácticamente para nada. Al menos la TRC-500 le serviría para algo, aunque fuera por las piezas.

«Intentamos volver a tomar rumbo oeste, pero no avanzamos mucho. La temperatura media era veinte o treinta grados más fría que cuando salimos de Chicago. Cuando empezamos el viaje, los días eran claros y frescos y las noches tolerablemente frías. Afuera, en las llanuras, prácticamente nos helamos vivos. Sabíamos que necesitábamos encontrar un sitio donde pasar el invierno, pero ¿dónde?

«Acabarnos encontrando refugio en una pequeña ciudad llamada West Branch. Resulta irónico, esa es la ciudad natal de Herbert Hoover, el tipo al que culparon de la última depresión. Supongo que a la larga la historia será más condescendiente con Hoover una vez la gente se dé cuenta de que los años treinta tampoco fueron tan malos. Aquella mal llamada Gran Depresión fue solo un ligero constipado en comparación a esta. Caray, es que esta es una neumonía, y de las gordas.

Terry retomó el hilo de la historia.

—Nos quedamos en una granja a las afueras de West Branch, que está a unos dieciséis kilómetros al este de la ciudad de Iowa. La granja era propiedad de una familia de cuáqueros apellidada Perkins. Afirmaban ser familia lejana de los Hoover. Supongo que decían la verdad. Hay cientos de personas en esa zona que son familia. Los Perkins eran gente de campo humilde y sin pretensiones. Tenían una plantación principalmente de maíz y soja de cincuenta hectáreas. Tenían dos niños pequeños. No nos costó convencerlos para que nos emplearan como seguridad a cambio de comida y cama; los saqueadores que venían de Iowa habían estado causando muchos problemas últimamente en West Branch. El señor Perkins era muy divertido. Nos presentó a los vecinos como «los vigilantes de la noche de Chicago y sus rifles espaciales».

»La vida en la granja era bastante dura. El tiempo era horrible, y las horas pasaban despacio. Trabajábamos en turnos de doce horas, con rotaciones de dos de la mañana a dos de la tarde. Pero comíamos bien. El señor Perkins era muy trabajador. Pasaba al menos diez horas diarias cuidando la granja. A menudo solía decir «el trabajo es vida».

»Una mañana de noviembre, temprano, dos furgonetas aparcaron frente al portón de entrada. Me tocaba a mí estar de guardia y Ken dormía. Le di un grito al señor Perkins, que estaba dando de comer a las vacas: «¿Reconoces esas furgonetas?». Me dijo que no, así que chillé: «¡Vuelve dentro de la casa y despierta a Ken y luego a tu mujer, deprisa!».

»Yo estaba en mi puesto habitual, en la plataforma que había dentro de la puerta superior del silo. Cuando los vi parar, me senté con los codos apoyados sobre las rodillas para tener una buena posición de tiro. De la primera caravana bajó un tipo con un par de cortapernos. En cuanto rompió el candado, antes de que pudiera abrir la puerta, disparé el primer tiro. Fallé. Disparé unas pocas veces más y finalmente le di. Habían empezado a disparar contra mí. Podía oír que las balas rebotaban como locas contra el silo.

»Lo siguiente que oí fue a Ken abriendo fuego con su HK desde la ventana de la cocina, «Bang. Bang-bang. Bang-bang». Supongo que con nosotros dos disparando se dieron cuenta de que habían mordido más de lo que podían masticar. Para cuando se alejaron del portón ya habíamos reventado los dos parabrisas de las furgonetas. Dejaron al tipo de los cortapernos muerto en el suelo. Unas horas después, cuando ya estábamos seguros de que no volverían, salimos para evaluar los desperfectos. Entre los dos habíamos disparado unas setenta balas. Todo lo que encontramos fue al tipo muerto, un par de cortapernos baratos de sesenta centímetros fabricados en China, unos cincuenta casquillos de sus disparos, muchos cristales rotos y mucha sangre. Por lo visto le dimos a más de uno.

Ken volvió a tomar la palabra.

—Le pedí disculpas al señor Perkins por haber disparado a través de la ventana de la cocina. Se limitó a decir: «Bah, para eso hacen esa capa de plástico transparente, ¿o no?». Contamos veinticinco agujeros de bala en el silo y diez en la casa. Ningún daño de importancia. El señor Perkins dijo: «Bueno, supongo que lo invertido en vosotros ha servido para algo. Esos rifles espaciales no son moco de pavo. Aquello sonaba como la tercera guerra mundial». Enterramos al merodeador en el jardín. Supongo que ahora mismo estará criando malvas fuertes y sanas.

»Nos despedimos de los Perkins a finales de abril. Nuestras mochilas estaban repletas de comida enlatada, ternera en cecina y pemmican. También teníamos dos raciones de combate que habíamos guardado. Viajamos de noche, principalmente siguiendo las vías del tren, y así, llegamos a Dakota del Sur en verano. A finales de septiembre nos dimos cuenta de que el año estaba demasiado avanzado como para llegar a Idaho antes del invierno, así que empezamos a buscar refugio.

»Tras tres semanas y un par de discusiones con granjeros nerviosos armados con una escopeta encontramos a alguien dispuesto a contratarnos como «asesores de seguridad» a cambio de comida y cama. Nos quedamos a las afueras de un pequeño pueblo llamado Newell, en el condado de Country, con una familia apellidada Norwood. Gente realmente agradable. Ganaderos. Comimos tanta ternera aquel invierno que casi acabamos aborreciéndola. Los dos aprendimos a montar a caballo y a cuidarlos. También aprendimos lo más básico del trabajo de herrero.

»Con todo, fue un buen invierno. Como el mayor de los chicos de Norwood, Graham, también se encargaba de la seguridad, tuvimos el relativo lujo de hacer turnos de solo ocho horas. Graham llevaba un M1 Garand y un viejo revólver Smith and Wesson Model 1917, modificado para calibre.45 automático. Era bastante bueno con ambas armas, e incluso mejor después de que le diéramos unos cuantos consejos. El chico era increíblemente rápido a la hora de recargar el revólver usando cargadores de luna llena. Te lo juro, era más rápido incluso que alguien que usara un cargador de velocidad.

«Afortunadamente, aquel invierno no tuvimos ningún encuentro con merodeadores. Oímos que Belle Fourche, a unos cuarenta kilómetros, había quedado en un estado bastante lamentable por culpa de un ejército de motoristas.

«Dejamos a los Norwood a finales de marzo. Nos marchamos a caballo con Graham, que nos acompañó hasta Scottsbluff, Nebraska, donde residían unos familiares. Allí, tras entregar unas pocas cartas e intercambiar noticias, Graham tuvo que volver al rancho.

«Como es de suponer, regresó con los dos caballos que habíamos tomado prestados, además del suyo y el de carga. Le dimos a Graham una caja de munición calibre.45 automático para su Model 1917 como agradecimiento y como regalo de cumpleaños. Cumplió diecisiete mientras estábamos de camino a Scottsbluff.

«Pasamos la noche en casa de los familiares de los Norwood. Allí recibimos unas noticias tremendas. Habían oído que su vecino, de nombre Cliff, tenía planeado viajar conduciendo hasta el norte de Utah. Me quedé sin habla. «¿Conduciendo?», pregunté. Me dijeron que sí y que podíamos ir a verlo al día siguiente.

»El vecino, Cliff, realmente iba a «dar una vuelta» en un automóvil de verdad, uno de motor de combustión interna, una autocaravana Ford de cuatro puertas nada menos, desde Scottsbluff hasta Coalville, Utah. Iba allí a visitar a unos familiares, y probablemente a quedarse. No nos lo podíamos creer. Este tío, Cliff, del que nunca llegamos a saber su apellido, era un auténtico pirado. Iba con la parte de atrás de la autocaravana repleta de latas de gasolina. Decía que no había tenido noticias de sus primos desde antes del colapso, y que quería ir a echar una ojeada a ver si se encontraban bien. También dijo que tenía copias adicionales de un montón de documentos de su historia familiar y genealógica que quería entregarles. No pusimos su juicio en duda, al menos no lo hicimos delante de él. Se alegraba de ir acompañado de gente armada.

»Pasé un día comprobando el estado de la mecánica del vehículo de Cliff para asegurarme de que nos llevaría hasta allá sanos y salvos. Sustituí el filtro de la gasolina, la manguera del radiador, ajusté el tensor de correas, que tenía uno de los últimos tipos de correas en serpentina, y luego lubriqué el chasis y cambié el aceite. Ah, sí, y busqué y localicé una correa de repuesto para Cliff antes de salir, por si acaso se rompía. Si una de esas correas de serpentina se rompe, estás totalmente perdido, porque esa correa pilota prácticamente todo lo que hay bajo la capota.

«Salimos antes del amanecer del día siguiente. La mayor parte del camino, Terry iba sentada en la parte de atrás y yo directamente detrás de Cliff, en el asiento de la cabina. Comparado con caminar o montar a caballo, como habíamos estado haciendo los dos últimos años, ahora parecía que voláramos en una nave espacial. El paisaje pasaba a toda velocidad. La mayor parte era una cuenca realmente solitaria y deshabitada y campo abierto. Cliff ponía una y otra vez una cinta de Hank Williams Jr. Creo que era su única cinta. No sé cuántas veces debimos oír
Tennessee Stud,
o
The Coalition to Ban Coalitions
y
A Lonely Boy Can Survive.
Acabé por cantarlas a coro con el bueno de Cliff.

»Por extraño que parezca, no nos encontramos con problemas en todo el camino. Supongo que nuestro Señor debía de estar cuidando del pobre inocente de Cliff. Las únicas señales de desorden que vimos fueron unas pocas casas arrasadas por el fuego y un montón de coches con pinta de haber sido completamente despiezados.

»Cuando llegamos a Coalville le dimos las gracias a Cliff docenas de veces y le entregamos veinte cartuchos de calibre.223 de punta redonda para que los usara con el Ranch Rifle Mini-14 de culata plegable que llevaba en la autocaravana. Por respuesta gritó un simple «¡Gracias por la munición, compañero!», y salió pitando por la carretera. Menudo tronado.

»A partir de Coalville volvíamos a ir a pie. Estábamos en las afueras de Morgan cuando me salió una ampolla horrible en el pie izquierdo. Decidimos descansar un par de semanas, siguiendo nuestro habitual modus operandi como guardias de seguridad. Allá fue donde Terry se cayó de una escalera y se rompió el menisco. No había manera de que se curara bien, así que no tuvimos más remedio que pedir permiso para quedarnos. Y ahí fue cuando empezamos a mandaros cartas de todos los modos posibles. El resto de la historia ya la conocéis.

20. Adiós

«Tres amigos enterraron a un cuarto. Cubrieron con tierra su boca y sus ojos. Y uno fue al sur, otro al este y otro al norte. El hombre fuerte lucha pero el enfermo muere.

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