—¿Me lo puede decir?
—¿Qué me diría si yo le dijese: «Pero luego tendría que matarle»?
—Le diría que me llevasen de nuevo a mi coche —respondí y, al ver que no se movía, añadí—: Mire, pasé cuatro años en el Ejército y ocho en el Departamento de Policía de Baltimore, de los cuales los últimos dieciocho meses he sido el chico de los recados para las fuerzas especiales de comunicaciones. Sé que hay niveles y más niveles de información. Bueno, adivine qué, listillo: eso no tengo por qué saberlo. Si quiere decirme algo vaya al grano y, si no, béseme el culo.
—DCM —dijo.
Yo esperé.
—Departamento de Ciencia Militar.
Tragué lo que me quedaba en la boca de galleta.
—Nunca había oído hablar de él.
—Por supuesto que no. —Lo dijo en serio, sin burlas.
—Entonces… ¿esto va a convertirse en una paletada tipo Men in Black. Corbatas finas, trajes negros y una cosa con flash que me hará olvidar toda esta mierda?
Él estuvo a punto de sonreír.
—Nada de Men in Black, nada de ingeniería inversa a partir de ovnis accidentados y nada de pistolas de rayos. El nombre, como dije, es funcional. Departamento de Ciencia Militar.
—¿Una pandilla de científicos frikis que juegan en la misma liga que Seguridad Nacional?
—Más o menos.
—¿Nada de extraterrestres?
—Nada de extraterrestres.
—Yo ya no soy militar, señor Church.
—Ajá.
—Ni tampoco soy científico.
—Lo sé.
—Entonces ¿por qué estoy aquí?
Church me miró durante casi un minuto.
—Para ser alguien que supuestamente tiene problemas para controlar su ira no se enfada fácilmente, señor Ledger. En una entrevista de este tipo la mayoría de la gente estaría gritando llegados a este punto.
—¿Acaso gritar me devolvería a la playa más rápido?
—Quizá. Tampoco nos ha pedido que llamemos a su padre. No me ha amenazado con su poder como inspector jefe de policía.
Me comí otra galleta. Me observó desmantelarla y realizar al completo el viejo ritual de la Oreo. Cuando hube terminado, él me acercó el vaso de agua.
—Señor Ledger, la razón por la que quería que conociese a los agentes del FBI hoy es porque necesito saber si es eso en lo que quiere convertirse.
—¿Y eso quiere decir…?
—Cuando mira en su interior, cuando ve su futuro ¿se ve realizando el aburrido trabajo de investigar cuentas bancarias y buscar en registros informáticos para intentar coger a uno de los malos cada cuatro meses?
—La paga es mejor que la de los polis.
—Podría abrir una escuela de kárate y ganar el triple de dinero.
—Jiu-jitsu.
Sonrió como si hubiese ganado un punto y me di cuenta de que me había engañado para que lo corrigiese por orgullo. Maldito cabrón.
—Entonces, dígame, sinceramente, ¿es ese el tipo de agente que quiere ser?
—Si esto va a conducir a algún tipo de sugerencia alternativa, deje de tocarme los huevos y vaya al grano.
—Me parece justo, señor Ledger —dijo, y luego le dio un sorbo al vaso de agua—. El DCM está considerando la posibilidad de ofrecerle un trabajo.
—A ver… ¿Ha oído algo de lo que le he dicho? No soy militar ni científico.
—Eso no importa. Ya tenemos muchos científicos. La conexión militar es por pura conveniencia. No, esto estaría en línea con lo que a usted se le da bien. Investigación, detención y algún trabajo de campo como el del almacén.
—Usted es un federal, entonces… ¿estamos hablando entonces de lucha antiterrorista?
Se recostó en la silla y dobló sus grandes manos sobre el regazo.
—Terrorismo es una palabra interesante. Terror… —dijo, saboreando la palabra—. Señor Ledger, estamos muy metidos en ese negocio de detener el terrorismo. Este país está bajo amenazas mucho mayores que todo lo que ha salido en los periódicos hasta ahora.
—¿«Hasta ahora»?
—Nosotros…, y cuando digo nosotros me refiero también a mis colegas de las agencias más clandestinas, hemos detenido más amenazas de las que se podría imaginar, desde maletas nucleares hasta tecnologías radicales de armamento biológico.
—Hurra por el equipo local.
—También hemos trabajado para afinar nuestra definición de terrorismo. En un sentido general, el fundamentalismo religioso y el idealismo político tienen un papel mucho menos importante del que la mayoría de la gente cree, y en esa mayoría incluyo jefes de estado, aliados y no tanto. —Me miró durante un instante—. ¿Cuál diría usted que es el principal motivo subyacente de todos los conflictos mundiales: el terrorismo, la guerra, la intolerancia… todos?
Me encogí de hombros.
—Pregúnteselo a cualquier poli y se lo dirá —le dije—. Al final todo tiene que ver con el dinero.
No dijo nada, pero sentí como su actitud hacia mí cambiaba. Vislumbré en su boca un leve atisbo de sonrisa.
—Parece que todo esto está muy lejos de Baltimore. ¿Por qué me ha traído hasta aquí? ¿Qué tengo de especial?
—No se halague a sí mismo, señor Ledger, no es la primera entrevista que hago.
—Entonces, ¿dónde están esos tíos? ¿Los han devuelto a la playa?
—No, señor Ledger. No pasaron la prueba.
—No estoy seguro de que me guste cómo ha expresado eso.
—No pretendía ser un comentario para consolarle.
—Y supongo que quiere que yo pase ahora la prueba.
—Sí.
—¿Y de qué va? ¿Un puñado de juegos y test psicológicos?
—No, ya tenemos suficiente información sobre usted de los informes médicos actuales y de quince años de evaluaciones psicológicas. Sabemos que en los últimos dos años ha sufrido grandes pérdidas. Primero, su madre muere de cáncer y luego su ex novia se suicida. Sabemos que cuando ambos eran adolescentes les atacaron y que otros adolescentes de más edad le golpearon hasta casi matarlo y le hicieron mirar mientras la violaban. Sabemos todo eso. Sabemos que atravesó una breve fase disociativa y que sufrió problemas intermitentes de ira, la cual es una de las razones por la que acude regularmente a un terapeuta. Es justo decir que comprende y puede reconocer el rostro del terror en cuanto lo ve.
Me hubiera gustado demostrarle ese concepto de ira justo en ese momento, pero supuse que eso era lo que estaba buscando. En lugar de eso, puse cara de aburrido.
—¿Ahora es cuando me debería de sentir ofendido porque haya invadido mi intimidad y todo eso?
—Es un mundo nuevo, señor Ledger. Hacemos lo que tenemos que hacer. Y sí, sé como suena.
Nada en su tono sonaba a disculpa.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer?
—En realidad, es bastante sencillo. —Se levantó y bordeó la mesa para acercarse a la cortina que cubría el ventanal. Sin dramatizar, abrió la cortina para mostrar otra sala similar: con una mesa, una silla y un ocupante. Había un hombre sentado y encorvado hacia delante, de espaldas a la ventana, probablemente dormido—. Lo único que tiene que hacer es entrar ahí, esposar y contener a ese prisionero.
—¿Me está tomando el pelo?
—Ni lo más mínimo. Entre ahí, domine al sospechoso, póngale las esposas y enganche las esposas a la arandela que hay sobre la mesa.
—¿Dónde está el truco? Es un tío. Su brigada de matones podría…
—Soy consciente de lo que la fuerza aplastante podría hacer, señor Ledger. Este ejercicio no consiste en eso. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas esposas—. Quiero que lo haga usted.
Easton, Maryland / Sábado, 27 de junio; 2.08 p. m.
Lo primero que observé al abrir la puerta de la sala de interrogatorios fue que apestaba. Olía como una planta de tratamiento. El tío no se movía. Era delgado, probablemente más bajo que yo y tenía la piel oscura; sería hispano o de Oriente Próximo. Tenía el pelo negro, lacio y empapado en sudor. Llevaba un mono de prisión naranja estándar y parecía totalmente ido; la cabeza le colgaba casi hasta las rodillas.
Entré en la sala, consciente del gran espejo que había a mi izquierda. El señor Church estaría observándome, probablemente comiendo otro barquillo de vainilla. Alguien cerró la puerta a mis espaldas y al girarme vi a Cabezacubo mirándome a través del cristal. Por un segundo me pareció verlo sonreír, pero luego capté mejor su expresión: era más bien un gesto de dolor. Su rostro se estremeció como si esperase que un escorpión se le echase encima. La gente tenía miedo de este tío incluso estando encerrado detrás de una puerta de acero. Cogí las esposas con la mano derecha y extendí la izquierda con un gesto de calma y autoridad, con la palma hacia fuera. Parece que es para tranquilizar, pero se usa por si necesitas bloquear, agarrar o golpear a alguien.
—Muy bien, amigo —dije muy tranquilo—. Ahora necesito que coopere conmigo. ¿Me oye, señor?
El hombre no se movía.
Bordeé la mesa y me acerqué por su izquierda.
—¿Señor? Necesito que ponga las manos por encima de la cabeza. Señor… ¡Señor!
Me acerqué más.
—Señor, necesito que se ponga en pie.
Y lo hizo. De repente levantó la cabeza y abrió los ojos mientras se ponía de pie y se abalanzaba sobre mí. Me dio un vuelco el corazón. Reconocí al tío de inmediato. Esa cara pálida y sudorosa, la mirada vidriosa y los ojos saltones. Era Javad, el terrorista al que había matado en Baltimore. Se lanzó contra mí bufando como un gato. Aunque mediría un metro setenta ypesaría algo menos de setenta kilos, me embistió contra el pecho como una locomotora, transportándonos a ambos a través de la habitación con tanta fuerza que mi espalda crujió al chocar contra la pared de atrás. Me di un golpe en la cabeza y empecé a ver estrellitas. Le clavé el antebrazo bajo la barbilla mientras Javad me golpeaba como un animal, arremetiendo contra mi brazo, castañeteando los dientes con un ruido similar al de la porcelana. Me agarró por la camisa con ambas manos en un intento por acercarse a mí.
El DVD de mi cabeza no dejaba de reproducir una y otra vez la escena del almacén en la que le había disparado a la espalda. Claro, no le comprobé las constantes vitales después, pero le había disparado dos balas del calibre 45 a cuatro metros y medio de distancia. Eso suele bastar. Y, si no basta, lo único que te queda es la criptonita. Pero para un tío que debería estar muerto, parecía bastante activo.
Aunque todo esto estaba ocurriendo muy rápido, me dio tiempo a fijarme en su mirada. A pesar del gruñido hambriento y retorcido, y del castañeteo de sus dientes, tenía los ojos totalmente vacíos. No había destello de consciencia, ni rastro de reconocimiento de sí mismo, ni siquiera el fuego del odio. Esta no era la mirada muerta de un tiburón, ni mucho menos. Era algo monstruoso porque allí no había nada. Era como mirar una habitación vacía.
Creo que eso me aterraba más que los dientes que mordían el aire a un centímetro de mi tráquea. Justo entonces supe por qué el resto de los candidatos no habían pasado la prueba. Probablemente eran hombres grandes, como yo, fuertes, como yo, y quizás habían sido capaces de contenerlo tanto tiempo como yo… el tiempo suficiente para mirar aquellos ojos sin alma. Creo que fue entonces cuando fallaron. No sé si Javad les destrozó el cuello. No sé si este fue el punto en el que empezaron a gritar pidiendo ayuda y Church envió a Cabezacubo y a sus matones con táseres y porras. Lo que sí sabía era que mirar esos ojos casi me consumía el alma. Podía sentir cómo se me bloqueaba la garganta, un cable helado que enviaba electricidad por todas mis entrañas.
En ellos vi el terror y la desesperación. Vi la muerte.
Aunque todo aquello ya lo había visto antes. Puede que no pasara por ningún campo de batalla del mundo, pero Church tenía razón cuando dijo que había visto el rostro del terror. Pero fue mucho más que eso. No solo comprendí el terror… sino que vi la cara de la muerte. Permanecí junto a la cama de mi madre cuando el cáncer de cuello de útero se la llevó. Yo fui lo último que vio antes de adentrarse en la inmensa y oscura nada, y fui testigo de cómo la abandonaban la luz y la vida; vi como sus ojos pasaban de ser los de una persona viva a los de una muerta. Eso nunca se olvida; esa imagen se graba a fuego en el cerebro. Además, encontré a Helen después de que se tragase media botella de desatascador. Dejó un mensaje de despedida en mi contestador y ya había muerto cuando eché abajo la puerta. También vi sus ojos muertos.
También vi los ojos muertos de los hombres que maté de servicio. Dos hombres en ocho años, sin contar los cuatro del almacén.
Así que ya había visto ojos muertos antes, sabía lo que estaba viendo. Veía muerte, terror y desesperación. No la de mi madre, ni la de Helen, ni la de los criminales que había matado… No, la falta de vida que veo es la mía reflejada en unos ojos que no tienen nada que mostrar. Esa mirada muerta no se puede fingir. Muchos guerreros tienen esa mirada porque están en armonía con la muerte. Church probablemente sabía todo esto. Sabía todo lo demás sobre mí. Conocía mi expediente psicológico. Ese cabrón lo sabía todo.
Javad volvió a atacarme y me rasgó la camisa con los dedos, con su apestoso olor a ave carroñera. No…, eso no es correcto, no era eso. El olor de Javad era el de la carroña.
Olía como los muertos. Porque estaba muerto. Aquel pensamiento me atravesó en un microsegundo el cerebro; el terror ayudó a mejorar su velocidad y su claridad.
Sin embargo, el terror es algo extraño. Te puede arrancar el corazón y echarte a los perros; puede hacer que te calientes y volverte loco, en cuyo caso, el resultado suele ser la muerte. O bien puede enfriarte. Eso es lo que les ocurre a los guerreros, a los de verdad, a los que se definen por conflicto. Como yo.
Así que me enfrié. De repente, el tiempo se detuvo y la sala pareció enmudecer a excepción del martilleo amortiguado de mi propio corazón. Dejé de intentar escapar de algo de lo que no podría escapar. Estaba atrapado en una esquina y Church no iba a mandar a la maldita caballería, así que hice lo mismo que Javad: atacar.
Giré la mano derecha y le di un golpe con la palma de la mano. Le giré la cabeza con tanta fuerza que oí crujir los huesos de su cuello. Eso habría acabado con cualquiera, pero a él lo detuvo en igual medida que las dos balas que le había disparado. Sin embargo, me dio unos segundos para escapar de esos dientes y, cuando Javad empezaba a girar la cabeza hacia mí de nuevo, le enganché la pierna con la mía y le golpeé la parte de atrás de la rodilla. Quizá no podía sentir dolor, pero una rodilla doblada es una rodilla doblada, es cuestión de gravedad. Se inclinó hacia un lado y aproveché su peso para girarlo y estamparlo contra la pared. Lo agarré por el pelo y le aplasté la cara contra la pared una vez, dos, sin parar. Su mandíbula se desintegró, pero cogí lo que le quedaba de ella, enredé los dedos en su pelo y luego volteé las caderas lo más fuerte y rápido que pude, llevándome conmigo su cabeza. Mi cuerpo se giró lo más rápido y más lejos que su cuello pudo aguantar.