—Tengo que irme. Debo estar en Bagdad a las…
—Por favor, señor Gault. Son deseos de mi marido. —Flexionó la voz lo justo sobre «deseos» para dejar claro que significaba orden. Bien hecho, pensó él al ver a los guardias que estaban tras ella erguirse y endurecer sus miradas. Todo aquello era un drama perfectamente representado para obtener un mayor efecto.
—¡Ah!, muy bien —dijo Gault, fingiendo hacerlo a regañadientes, y se puso de pie con un suspiro.
Amirah volvió a salir de la tienda y los dos guardias tomaron posiciones. Uno se colocó entre ella y Gault y otro entre Gault y cualquier posibilidad de huida. El Mujahid era un individuo cuidadoso y eso era algo que a Gault también se le daba bien. Siguió a Amirah a otra jaima que estaba muy cerca de una pared de roca. Dentro había paneles colgantes y un tercer guardia que permanecía de pie de espaldas a uno de ellos con una AK-47 en posición de presentar armas y una expresión dura como una piedra. Con una sola palabra de Amirah, él se retiró hacia atrás y le permitió apartar hacia un lado el grueso brocado. Detrás de él estaba la boca de una cueva poco profunda. Amirah, Gault y dos de los guardias entraron en ella, avanzaron unos tres metros y luego siguieron las curvas naturales de la cueva. Al girar la esquina se encontraron con una pared lisa de áspera roca marrón grisácea de la que colgaba musgo disecado y que no se veía desde la entrada de la cueva. Los guardias le dijeron a Gault que se girase y que mirase a la entrada de la cueva, pero Gault sabía lo que estaba ocurriendo a sus espaldas: Amirah metería la mano entre el musgo y tiraría de un trozo de alambre delgado, algo que jamás encontrarían aunque realizasen la búsqueda más escrupulosa en la cueva, y en Afganistán había muchas cuevas. A continuación, ella tiraría del cable dos veces, esperaría cuatro segundos y luego volvería a tirar tres veces más. Cuando lo hiciese, un trozo de aquella pared irregular se desplegaría para revelar un teclado de ordenador. Entonces Amirah marcaría el código, una serie de letras y números seleccionados al azar que cambiaba cada día y, una vez el código era aceptado, colocaría la mano sobre el escáner. El Mujahid creía que solo había dos personas en el mundo que conocían ese código: él y su mujer; pero Gault también lo sabía. Gault sabía todo sobre la cueva, el teclado y el búnker que había detrás de aquella pared. Había pagado por ello y había creado docenas de puertas traseras en el sistema.
También sabía cómo destruir aquel búnker y su contenido para que no se pudiese recuperar ni una mínima parte de información útil. Eso sí, también quedaría esterilizada gran parte de Afganistán, pero, como les gustaba tanto decir a los estadounidenses, es lo que hay. Lo único que tenía que hacer era introducir un código en su portátil. Y si eso no funcionaba, Gault siempre tenía un plan B preparado; y si él desaparecía, Toys, su ayudante, podría iniciar uno de los planes de venganza.
Gault oyó el silbido del mecanismo hidráulico y el guardia le gruñó indicándole que ya se podía girar. El extremo posterior de la cueva se había abierto y ante él había una esclusa de aire tan sofisticada como cualquiera de las que utilizaba la NASA.
—Por favor —dijo Amirah haciéndole un gesto para que entrase. Uno de los guardias se quedó en la cueva, mientras que el otro entró en la esclusa de aire con Gault y la Princesa. La pesada puerta emitió otro silbido al cerrarse y se escucharon una serie de sonidos complejos de varias cerraduras y salvaguardas al cerrarse. Encima de la puerta parpadeaba una luz roja y se giraron hacia la puerta de salida cuando la luz se puso verde. Amirah tuvo que introducir de nuevo el código, pero esta vez el guardia no le ordenó a Gault que mirase para otro lado. Ahora el guardia le sonrió a Gault, quien le respondió con un guiño.
—¿Cómo están los niños, Khalid?
—Muy bien, señor. El pequeño Mohammad ya camina. Anda por todas partes.
—¡Ah, crecen tan rápido…! Dales un beso de mi parte.
—Gracias, señor Gault.
La segunda puerta se abrió y la cámara se llenó con una nube de aire refrigerado.
—¿Listo? —preguntó Amirah.
—Oye, Khalid… ¿por qué no te vas a la oficina y ves algunos vídeos? Danos un par de horas.
—Encantado, señor.
Salieron de la esclusa de aire y entraron en el búnker, que era tan diferente del campamento exterior como un diamante de un trozo de carbón. Había una gran sala central llena de equipos de investigación de última generación y herramientas de procesamiento de información, entre las que se encontraban enlaces de descarga por satélite, líneas fijas de Internet de alta velocidad, pantallas de plasma en casi todas las superficies y una docena de ordenadores. Rodeando el laboratorio central había oficinas acristaladas, la cámara refrigerada para el banco de superordenadores Blue Gene/L y las cinco salas limpias con sus sistemas de control de riesgo biológico y de aislamiento de aire. Al final de un pasillo estaba el ala del personal, con habitaciones para los ochenta técnicos y los veinte trabajadores de apoyo.
Aquello había costado una fortuna. Cincuenta y ocho millones de libras, todas canalizadas a través de enrevesadas redes bancarias que precisarían de un ejército de contables forenses para poder realizarle un seguimiento. Nada podía estar relacionado directamente con él ni con Gen2000. Gault no solo creía que eran las instalaciones de investigación privadas más sofisticadas del mundo, sino también las más productivas y variadas. Genética, farmacología, biología molecular, bacteriología, virología, parasitología, patología y docenas y docenas de ciencias relacionadas se fusionaban en una planta de producción compacta, pero increíblemente productiva que había producido cuatro veces dinero con las patentes registradas a nombre de los más de setenta doctores a los que tenía en nómina a través de una u otra universidad; entre ellas destacaba el primer medicamento fiable para tratar extraños cánceres de sangre, sarcoidosis de nueva aparición y enfermedades relacionadas con el amianto que surgieron en supervivientes al derrumbe del World Trade Center. La ironía de todo aquello le daba ganas a Gault de reírse en voz alta, teniendo en cuenta que había advertido a Bin Laden sobre los probables riesgos para la salud que surgirían tras la caída de las torres, potencialmente muy útiles, incluso antes de que los agentes de Al Qaeda se inscribiesen en la escuela de vuelo.
Amirah iba delante dejando atrás filas de técnicos, interpretando todavía su papel de esposa obediente del gran líder, aunque toda esta gente era suya, todos y cada uno de ellos. Solo Abdul, el teniente de su marido, y un pequeño grupo de su guardia personal estaban fuera de su control, y no habían entrado en el laboratorio. Incluso ese sentimiento de lealtad cambiaría con el tiempo. Todo iba a cambiar.
Condujo a Gault a la sala de conferencias, cerró la puerta y echó el pestillo, una acción que se tradujo en el exterior en una luz roja de seguridad. La sala no tenía ventanas. Solo una gran mesa y muchas sillas.
Amirah se giró, se arrancó el chadri y atacó a Gault.
Era rápida, salvaje y estaba hambrienta.
Lo empujó hacia atrás, obligándole a tumbarse sobre la mesa, rompiéndole la ropa y mordiendo cada trozo de carne que quedaba al descubierto; él la agarró y le levantó la falda dejando al descubierto sus piernas. Sabía que no llevaría nada por debajo. Habían planeado este momento, lo necesitaban. Él estaba tan preparado como ella y, mientras él utilizaba los talones para deslizarse sobre la mesa, ella se encaramó a él, lo rodeó con sus piernas y cuando él la empujó hacia sí, ella descendió con fuerza. Era excitante y duro, doloroso y descuidado, pero muy intenso. El cuerpo de uno magullaba el del otro. El amor se perdió en la avalancha de necesidad, quedando enterrado bajo la inmediatez de su deseo.
El Mujahid a veces era brusco e intenso, pero siempre acababa rápido y Amirah era capaz de aguantar mucho más y de durar más que cualquier hombre. Casi cualquier hombre. Con Gault era diferente. En lugar de galopar hacia el precipicio y luego esa caída rápida en la decepción de la insatisfacción, cabalgaban sin parar, con el cuerpo empapado en sudor y el corazón latiendo como un tambor primitivo, con el aliento de uno quemando la boca del otro.
Al correrse, ambos gritaron. La sala de conferencias estaba insonorizada. Era algo de lo que se había asegurado Gault.
Baltimore, Maryland / Sábado, 27 de junio; 7.46 p. m.
Dejé a Rudy en su oficina. Al salir del coche dijo:
—Joe…, ya sé lo obsesivo que te puedes poner con las cosas.
—¿Yo? ¿De verdad?
—Hablo en serio. Church tiene un rango espeluznantemente alto en el Gobierno y te dijo que lo dejases en paz. Creo que deberías hacerle caso.
—Sí, déjame que me ocupe yo de eso.
—¿Qué alternativa tienes? ¿Golpear con un palo hasta que todos los abejorros salgan de la colmena? Piensa en ello… Church no se acercó a ti a través de ningún canal, lo que significa que quiere que esto sea extraoficial. Eso me asusta, vaquero, y también te debería asustar a ti.
—Estoy demasiado acelerado como para tener miedo. Dios… creo que esta noche necesito ponerme hasta las trancas.
Cerró la puerta y se asomó por la ventanilla.
—Escúchame, Joe… cuidado con el alcohol. No hagas tonterías. Has sufrido dos traumas severos en unos pocos días. Da igual la fachada de macho que quieras poner; sé que matar a esos hombres en el almacén ha tenido que hacerte algo de daño.
—Empezaron ellos.
—Como si eso importase. El hecho de que estuviesen haciendo algo inmoral no elimina tu conexión emocional con lo que ocurrió. Esto no quiere decir que estuvieses equivocado. Dios sabe que me gustaría tener el valor físico y moral para hacer lo que tú hiciste allí dentro. Hay una ética tras tus disparos, Joe, pero eso tiene un precio. Tienes corazón y cabeza, y pronto tendrás que abrir esas puertas y echar un vistazo al tipo de daño que todo esto ha causado.
No dije nada.
—Te estoy diciendo esto como amigo y también como terapeuta.
Seguí sin decir nada.
—No pienses que estoy de broma, Joe. Esto no es algo de lo que te puedes deshacer tan fácilmente. Debes tener sesiones conmigo sobre esto y no puedes volver a trabajar hasta que archive mi informe. Y por ahora no tengo nada que archivar. Hasta ahora te has saltado dos sesiones fijadas. Tienes que hablar sobre ello.
Miré por la ventana durante un minuto.
—Vale.
En un tono más suave, añadió:
—Mira, vaquero, sé lo duro que eres… pero créeme cuando te digo que nadie es tan duro. Un desapego total a tus sentimientos no te hace ser más varonil… es una gran señal de peligro con luces de neón. Sé que crees que hoy me llamaste para pedirme mi opinión como colega y como médico, pero tengo que creer que estás buscando apoyo por todo lo que has pasado. Y en cuanto a todo eso de Javad y del señor Church… bueno, si eres capaz de digerir todo eso sin sufrir efectos traumáticos entonces o bien tendré miedo por ti o bien de ti.
—Yo también lo siento —le aseguré.
Rudy estudió mi cara.
—Tengo un hueco a las dos el martes.
Yo suspiré:
—Sí, vale. El martes a las dos.
Él asintió, parecía complacido.
—Trae Starbucks.
—Claro. ¿Qué quieres?
—Lo de siempre. Un ristretto con hielo semidescafeinado, muy cargado, en vaso mediano, con dos chorros de frambuesa, sin batir, hielo pequeño, con virutas de caramelo y tres cucharadas y media de moca blanco.
—¿Pero eso lleva algo de café?
—Más o menos.
—Y tú eres el que cree que yo no estoy bien.
Dio un paso atrás y yo me marché. Pude ver por el espejo retrovisor que me seguía con la mirada hasta que salí del aparcamiento.
Baltimore, Maryland / Sábado, 27 de junio; 7.53 p. m.
Me dirigí a casa y en cuanto entré por la puerta fui directo al baño. Me desnudé y arrojé todo, incluso los calzoncillos, a la basura y luego me metí debajo de la ducha soportando todo el calor que pude. Intentaba despegarme aquel día de la piel.
Cobbler, un gato atigrado de colores blanco y anaranjado, saltó a la taza del váter y me observó con sus grandes ojos amarillos.
Me até la toalla a la cintura y pensé en las cervezas que había en la nevera, pero, aunque la adrenalina ya no estaba en mi flujo sanguíneo, los temblores seguían a flor de piel. Pasé de la cerveza, metí una pizza congelada en el horno y encendí la televisión. Normalmente zapearía por las cadenas de terror y de ciencia ficción para ver quién se comía a quién, pero ahora mismo no me apetecía en absoluto. Lo único que me faltaba era encontrarme con una reposición de El amanecer de los muertos. Así que puse las noticias. El reportaje principal era un seguimiento del incendio que tuvo lugar en el hospital de St. Michael la misma noche del asalto al almacén. Más de doscientos muertos y medio hospital reducido a cenizas. Decían que era el peor incendio en un hospital en la historia moderna de Estados Unidos.
No necesitaba deprimirme más, así que estuve zapeando por otros canales de noticias y vi unos minutos de despliegue publicitario anterior al evento del Cuatro de Julio en Filadelfia. Iban a rededicar la Campana de la Libertad e iban a instalar una totalmente nueva que había sido construida según las especificaciones de la original. Algo que la primera dama y la esposa del vicepresidente habían tramado como parte de su organización de Mujeres Patriotas de Estados Unidos. Muchos hurras para animar a las tropas en el campo y aumentar el apoyo nacional a nuestras acciones en el exterior. Todo el evento iba a centrarse en hacer sonar la Campana de la Libertad, que simbolizaría el eco de la democracia estadounidense y de la libertad en todo el mundo. Al Congreso le debió de sonar bien, porque lo aprobaron y contrataron a una mujer, que supuestamente era una descendiente del herrero británico que había forjado la campana original, para hacer la campana nueva. Mi destacamento especial era uno de los muchos grupos similares que supuestamente estarían en el lugar durante las festividades, aunque la seguridad en general era, naturalmente, tarea del Servicio Secreto. Ese día éramos matones con traje, por si a Bin Laden le daba por aparecer con unos cuantos kilos de C4 atados al pecho. Así era la vida en Estados Unidos después del 11-S. Felices vacaciones. Traiga a toda la familia.
Apagué la tele y cerré los ojos. ¿Qué fue lo que había dicho Church? «Señor Ledger, estamos inmersos en ese negocio de detener el terrorismo. Contra este país hay una serie de amenazas mucho mayores que cualquier cosa que haya salido en los periódicos hasta ahora.»