Authors: Ana María Matute
Y una vez más, partió hacia las estepas.
Raigo sintió una profunda decepción cuando Gudú, en lugar de llevarle con él, le encomendó, durante su ausencia, la regencia de Olar. En otro momento este nombramiento hubiera significado una gran alegría para él, puesto que con ello demostraba la decisión de reconocerle, oficialmente, heredero del Trono. Pero no fue así. Y no lo fue, porque hacía ya tiempo que el corazón de Raigo sufría la insoportable ponzoña de los celos.
A nadie pasaba inadvertido -y a él, menos que a nadie- la predilección que, de día en día, mostraba el Rey por aquel joven escudero -a quien todos llamaban Gudri-, de cuya compañía jamás se apartaba. Y Raigo le odiaba, le odiaba con toda la fuerza, con toda la pasión heredada, sin duda, de su origen sureño. Era inteligente, astuto y soberbio, pero todas estas cualidades sucumbían ante la amenaza palpable o meramente sospechada de ser suplantado en la consideración o amor de alguien a quien él respetase: y muerta Ardid, sólo podía respetar a su padre, ya que no amarle. Respetarle, admirarle, odiarle y sobre todo sustituirle.
A veces, mirándose en las aguas de un remanso, en lugar de ver su imagen, se veía coronado. No como hacía de niño -Raiga y Contrahecho solían tejer para él diademas de hojas silvestres, yedra e, incluso, en una ocasión, de piñas-, sino ciñendo una auténtica corona, la de Olar, aquella corona que supo aureolar de gloria Volodioso, y engrandecer aún más el Rey Gudú. Pero con ser tan grande la ambición de Raigo, cedía paso al viscoso sentimiento de los celos, y los celos, la envidia, el rencor o quién sabe si oscuro desamparo, era lo que movía al legítimo sucesor de Gudú.
Y aquellos sentimientos que arrastraba desde tiempos anteriores a él, tan suyos, que casi podían enlazarse con los del niño Volodioso, cuando vio con horror morir a su madre bajo la brutalidad del padre, llegaba hasta la soledad de otro niño, hijo ignorado. Un niño llamado Gudú, que escapaba de su encierro para atisbar por alguna rendija, eco, palabra o rayo de sol, el mundo o lo que él suponía que eran el mundo y la vida. Prisionero de sus deseos, Raigo odiaba con toda la violencia de su juventud al joven soldado Gudri, aquel que se llevaba consigo Gudú a las estepas. Menos le importaba que Gudú le considerara oficialmente su Heredero, que saberse postergado en la gran victoria de Olar sobre los esteparios.
Cuando Gudú y sus huestes avistaron la Ciudad Yahekia, sólo hallaron murallas derruidas, y el olor de la muerte, del vacío, del odio, la crueldad y la venganza.
Una vez allí, reorganizó lo que quedaba de sus hombres. No eran muchos ni demasiado entusiastas. Pero él sabía que su presencia y su palabra levantaban sus ánimos. Y aunque ahora, de nuevo lo consiguió, algo naufragaba dentro de él. Por primera vez conocía el desfallecimiento, no en sus tropas, sino en sí mismo, y quizás un impreciso desinterés por cuanto estaba haciendo, cosa antes impensable, le invadía. Lo desconocido ya no revestía el aliciente de antaño, carecía ahora de la fuerza o del brillo de la gloria. Pero no podía detenerse en estas minucias ni permitirse abandonar las únicas razones que habían dado sentido a su vida: deseo, poder y desvelamiento del más allá; alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe, lo que uno mismo quizá tampoco sabe si desea alcanzar. Y entonces se dijo: «¿No será que la realización del deseo, que el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye el impulso más importante de nuestra vida?». Y se preguntó si era empresa inútil cuanto había logrado; no sólo él, sino su padre y su abuelo. Puesto que el mundo se le ofrecía ahora tan vasto como inane; y el misterio de la vida, y con él, el desvelamiento o cumplimiento de cuanto anhelaba, desaparecía de ella. Y si desaparecía de su vida, desaparecía de la tierra. En esto era como su madre: donde estaba él, estaba el Reino; donde estaba el Reino, estaba el mundo. Todo lo demás carecía de importancia.
La noticia de la muerte de Urdska había llegado a aquellas tierras. Y cuando se acercaron a la famosa Isla, la hallaron, con asombro, abandonada. Pero este descubrimiento, en lugar de alegrarle como alegraba a sus hombres, hizo desfallecer el ánimo de Gudú. De pronto, el enemigo, sal y pimienta del deseo y de lo desconocido, desaparecía. Y a medida que avanzaban, sin ninguna dificultad, sólo hallaron a su paso ruinas, soledad y silencio.
La escasa resistencia que encontraron, se doblegaba, se rendía o huía inmediatamente. Sus hombres perseguían encarnizadamente a sus enemigos, pero algunas veces fueron asaltados por pequeños grupos de las Hordas, o lo que quedaba de ellas, unidas a los rubios y no menos salvajes Weringios. Poco a poco, si no fuera por el odio que le conducía, jamás hubiera llegado a enfrentarse a ellos, puesto que un vasto desinterés, un misterioso abandono de sí mismo, le hubiera detenido. Pero quería encontrar a Rakjel. Y en efecto, lo encontró.
Sus hombres le habían abandonado porque, entre los de su raza, un hombre herido o cobarde o enfermo vale menos que una rata esteparia. Y yacía allí, en su tienda de fieltro hecha jirones, tendido sobre pieles de rata, casi blanco, pues la sangre se escapaba de sus heridas y con ella su vida.
Rakjel aún tuvo fuerzas para sostener su mirada. Era la mirada de dos hombres que aun sin decírselo sabían que en un tiempo habían sellado un pacto de lealtad y de honor. Y este pacto había sucumbido bajo los cascos de la venganza, el odio y el amor -al menos por parte de Rakjel-. Habían quebrado aquel pacto, que parecía indestructible, como se quiebra una débil ramita entre los dedos. Y alguna de estas cosas debió percibir Gudú en la mirada de su enemigo, aunque no era sensible a todas sutilezas. Pero aquél había sido su Cachorro preferido, y, tal vez, su único amigo. No ordenó matarle, simplemente le hizo prisionero, e incluso envió al Físico para cuidar de sus heridas. Quizá suponía que esta actitud sería más dolorosa para Rakjel, como lo hubiera sido para sí mismo, que enviarle directamente a la muerte.
Ante el estupor de todos, en lugar de avanzar más allá, a través de las estepas, que por solitarias y abandonadas tan propicias se ofrecían a la conquista, ordenó detenerse a sus huestes. Y en esa linde, clavó sus enseñas y marcó los nuevos confines de su Reino. Y no hizo esto solamente, sino que ordenó tajante y severamente que allí se detuvieran, y que los hombres y guarniciones que dejara en aquella frontera, se limitaran a defenderla, pero, en adelante, sin avanzar jamás con pretensiones de conquistarlas.
Y regresó Gudú a la marchita Yahekia. La ciudad ya no se asemejaba a aquel bullicioso hervidero de soldados, gente mezclada en armonía de razas, mercenarios, olarenses e incluso esteparios. Ya no se oían en sus calles las canciones y risas de las mujeres ni el corretear de sus hijos.
Gudú quiso ver y hablar a la Princesa Indra. Cuando la tuvo ante sí, encontró una criatura tan vieja y apagada que sintió un gran desagrado hacia ella, y no la destituyó de su cargo por respeto a la memoria de Yahek. Al verla, no sólo veía la decrepitud y la pena, sino que llegaban a su memoria los fantasmas de sus mejores hombres: Yahek, Randal...
Ordenó que trajeran a su presencia al prisionero Rakjel. Aunque aparecía muy maltrecho, lo cierto es que ni le había hecho torturar ni mucho menos había decidido para él una muerte espeluznante, tal y como era la costumbre en estos casos. Sus gentes no sólo esperaban tales sentencias, sino que las deseaban. Y al comprobar que ninguna de estas cosas sucedían, se alzó un ligero descontento entre sus hombres.
Gudú ordenó que le dejaran solo con Rakjel y Gudri, de quien ya no se separaba nunca:
—¿Por qué lo hiciste, Rakjel? -le preguntó únicamente.
No era compasión lo que había detenido la muerte o la tortura de su antiguo Cachorro, sino una inmensa curiosidad. De pronto, el ansia de saber era el motivo más importante de la vida de Gudú.
Entonces, Rakjel, que apenas se sostenía sobre sus piernas, y era casi un espectro de sí mismo, respondió:
—Sólo conozco dos sentimientos tan fuertes que obliguen a un hombre a traicionar su palabra: el ansia de libertad o el odio. Existe un tercer sentimiento, pero tan ambiguo, tan dividido y tan misterioso, que desde luego tú, Gudú, ni siquiera puedes sospechar: el amor.
Y como poseído, como si de repente reventara una pústula largo tiempo larvada, el lacónico Rakjel se deshizo en palabras:
—Ese joven escudero que tienes a tu lado, no es tal: se llama Gudrilkja, y es tu hija.
Y a continuación le habló de la Bruja de la Estepa, de su hermana, de sus hermanos, de todos aquellos que Gudú no había considerado nunca como seres humanos ni respetables.
Desconcertado, Gudú no acertaba a decir palabra. Solamente cuando Rakjel calló y se sumió en un abatimiento como sólo se percibe en la antesala de la muerte, acertó a preguntarle:
—Pero dime, ¿por qué me has traicionado? ¿Por qué? Si yo te lo di todo. Si nunca hubieras tenido más honores ni riquezas de las que yo te hubiera proporcionado...
Y Rakjel no contestó nunca a esta pregunta. Se limitó a reír y reír. Y murió así, como un lobo estepario, ante la ira impotente de Gudú.
En ese preciso momento un joven emisario trajo la nueva de la traición de Raigo. En ausencia de su padre, ensoberbecido y dolido, había tomado el poder. Al parecer, había soliviantado y dividido a los barones, haciéndoles promesas para el futuro. El menor contingente de ellos siguió fiel a Gudú, habían acudido a su encuentro.
Los Hermanos del Bosque seguían fieles a Raigo. Confusos, no entendían a aquellos hombres que se mostraban tan volubles en sus juramentos. Sus molleras no podían considerar plenamente la situación. ¿Desobedecían y traicionaban a su padre? ¿Debían abandonar al Niño de Oro?
A solas con Gudrilkja, Gudú la miró de arriba abajo. Ya sabía que no era un hombre. Era una mujer, y aún sabía mucho más: era su hija. No había conocido a ninguna antes que a ella, y puede decirse que tampoco había conocido a ninguno de sus hijos cuando eran críos, puesto que sólo a Gudulín llegó a tratar, y brevemente. Además, Gudulín fue para él solamente como el retoño de un árbol, que esperaba ver medrar. Aquel retoño se había malogrado. Pero ¿una mujer? Una mujer, además, con alma, valor y aptitudes de soldado... Una nueva confusión se añadió a las ya encontradas confusiones que últimamente le dominaban. Así, al mirarla plantada ante él, alta, delgada, fibrosa, con aquellos grandes ojos que -ahora se daba cuenta- parecían espejo de los suyos, dijo:
—Soldado, abandona todas tus farsas y mentiras. No solamente sé que eres una mujer, sino que eres mi hija.
La sorprendida entonces fue ella. ¿Su hija? ¿Cómo era posible? Nadie se lo había revelado jamás.
—Yo no soy tu hija -rehuyó, casi gritó-. Yo soy la hija de un viejo soldado que murió a tus órdenes. Yo no puedo ser tu hija, porque te amo.
El Rey sonrió.
—¿Qué es eso de que me amas? El amor es una de las grandes mentiras de este mundo. Pero, Gudrilkja, tú eres mi hija, y como en estos momentos carezco de un heredero aceptable, puesto que tu hermano Raigo se ha convertido en el usurpador de mi Reino, deposito en ti toda mi confianza y mi esperanza. Muchacha, algún día tú serás Reina de Olar, la sucesora de aquella que fue la Reina más grande, la única hasta ahora que pudo ostentar ese título, y que desdichadamente ha muerto. Únicamente tú eres digna de suceder y conservar su buen nombre.
Pero Gudrilkja no entendía, no comprendía las palabras de su padre, sólo veía en él a un hombre, al que admiraba y deseaba. Le deseaba como hombre, y como Rey ansiaba sucederle. Ahora sabía lo que antes le había sido negado. Sabía por qué cuando era niña y le veía pasar con su caballo al frente de sus huestes, recortada su silueta contra el rojo atardecer de las estepas, una escondida voz gritaba en su interior: «¡Yo soy el Rey!».
Dio media vuelta sin responder al Rey, sin siquiera dedicarle una sonrisa, ni tenderle una mano, ni pronunciar una sola palabra. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía decir a nadie, ni a ella misma? ¿Qué podía preguntar a su propia vida, puesto que los que la habían engendrado ni siquiera conocían o querían conocer su origen? Y sintió un repentino odio hacia su madre, por haberle ocultado durante tanto tiempo aquel secreto, y hacia Indra por haber sido su cómplice, e incluso hacia el pobre Krhin, a quien tanto había amado, por haber contribuido a aquel espantoso silencio que se había cernido sobre su vida. Su vida de niña, indefensa, solitaria. Niña que sólo podía encaramarse a un caballo y con él huir.
Montada en su corcel, atropellando cuanto encontraba a su paso, impelida por una furia que iba más allá de sí misma, de la que ni siquiera conocía la fuente, impulsada por el gran torrente de su odio, de su amor y de su venganza, Gudrilkja se encaminó hacia aquel Castillo donde hubiera podido ser, quizá, la sucesora de Ardid. Penetró en el recinto, milagrosamente respetada por cuanto soldado halló a su paso. Tal vez de ella emanaba un resplandor, una suerte de nimbo que paralizaba las espadas y las voces. Era un resplandor como el que circunda la luna o el sol en ciertas noches o amaneceres misteriosos de la estepa. Era una luz, un color que aureolaba su figura, a pesar de cuantas noches y sombras se hubieran interpuesto en su camino hasta aquel momento.
Así, como un verdadero guerrero estepario, entró a caballo en la Sala de las Ceremonias. Nada podía oponerse al galope furioso de su cabalgadura e irrumpió como un trueno, justo en el momento en que iba a ser coronado Raigo e iba a serle entregada la espada de Volodioso. Ante el horror de todos, Gudrilkja arrancó la espada de las manos de Raigo y con ella asestó una herida a su hermano.
Raigo rodó bajo la enorme mesa de madera que presidía la sala y de pronto supo que no era solamente el color de todos sus collares, de sus flores y sus sueños, lo que le estaba abandonando. Era él quien abandonaba la vida. Pero al mismo tiempo se sentía crecer, apartarse y elevarse sobre sí mismo; y se contempló desde una zona que nunca había podido imaginar, convertido poco a poco en estrella o en un desmenuzado archipiélago. Lloró suavemente, sin dolor, y ante los aterrorizados nobles, que habían desenvainado sus espadas, acudieron aullando los Hermanos. Al ver lo que había hecho Gudrilkja con su Niño de Oro se lanzaron contra ella. Pero la muchacha saltó, ágil, hasta la ventana, montada en su negro corcel.
Durante mucho rato la persiguieron, hasta que al fin, en la orilla del Lago la alcanzaron. Ella no conocía aquel camino, y sólo pudo dar vueltas y más vueltas en círculo a su alrededor. Los Hermanos le atravesaron el corazón, le arrancaron de las manos la espada de Volodioso, y retornaron a la desierta Sala de las Ceremonias.