Authors: Ana María Matute
—Traedme al jefe prisionero -dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno... y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:
—Trae también a mi presencia al jefe Lar.
A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.
—Usklaidoj -dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro-. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.
Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.
En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:
—Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.
Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.
A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida -mortal según Delko, el Físico que le cuidaba- fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos -ante la envidia de Delko- un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre -así lo parecía-, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.
Los Hermanos daban saltos, y pasaban encima de altas hogueras, como si volaran. Y el joven Hermano de Oro les imitaba y parecía uno de ellos. Bebiendo sangre -o lo que fuera- su corazón se hinchaba, crecía, y todos sus sentidos se embriagaban y le transportaban de nuevo a un viaje fantástico, sobre precipicios donde, entre niebla y viento, le acechaban manadas de lobos: las fauces abiertas, los ojos encendidos y anhelantes.
La joven Gudrilkja les contemplaba de lejos, el puño apretado sobre la empuñadura de su espada; y sus dientes rechinaban igual que los de los perros, o las alimañas, con temblorosa ira. Pero era mujer, todos conocían ya su secreto, y sólo el desprecio o la burla o el carnal apetito de los hombres la acechaban. Mientras amanecía, y en el horizonte de la estepa se alzaba el sol, rojo también como la sangre, iban apagándose los gritos de los Hermanos, el Rey recuperaba su perdida energía, y ella se juraba que jamás, jamás se comportaría como mujer mientras esta condición no se viera igualada a la de aquel que amaba y odiaba entremezcladamente.
Después de aquello, el Rey se recuperó de forma increíble. De nuevo llamó a los Hermanos Pastores y les dijo:
—En verdad que muy noble y valientemente os habéis conducido, tanto con mi hijo como conmigo. Y no sólo habéis dado pruebas de valor y lealtad, sino de asombrosa sabiduría, al sanar mi herida como ningún otro hubiera podido hacerlo. Tal como os prometí, os tengo desde ahora como Hijos míos, y tanto vosotros como vuestros hijos (podéis tomar mujer en mi país, si es vuestro deseo) formaréis un inolvidable regimiento llamado de los Hijos del Rey, Hermanos Pastores; y, según haré constar en leyes, ni en vida mía ni en vida de toda mi estirpe, podréis ser jamás despojados de vuestros privilegios. De suerte que equipararé vuestras virtudes a las de los nobles, y una nueva y especial nobleza, guerrera y curandera, se iniciará con vosotros: y será así en tanto el Reino de Gudú exista. -Antes de que la emoción y estupor pudiera interrumpirle con agudos gritos y libaciones de sangre, u otros ritos similares, añadió solemnemente-: Y el Reino de Gudú no se extinguirá jamás.
Otra orden, a su juicio importante, bullía en su mente; pues no en vano conocía el prestigio de Indra en Yahekia, y como los últimos acontecimientos habían disminuido notoriamente el ardor de sus huestes, debía reforzarlos con el apoyo femenino. Dio orden de que, pese a la austeridad y lágrimas que había reportado la última batalla perdida -junto a la ciudad de Urdska-, celebráranse fiestas en Yahekia, donde el vino corriera, junto a raciones extraordinarias de harina y carne. Después, dispuso que se preparase la ceremonia en que se llevaría a cabo la solemne investidura de Princesa Indra -que en realidad era de noble cuna-. De modo que, provista de nuevo de su dignidad y en virtud del amor y veneración que por Yahek había nacido en tan singular mujer, en sus manos prudentes y fieles ponía el destino de aquella -recalcó- su muy amada Ciudad Yahekia. Aquí, con la sonrisa para los casos especiales, aprendida de su madre, insinuó que acaso, con el tiempo, Yahekia sería capital y corte del Reino, en vez de la traidora Olar.
De este modo colmó de honores, no sólo a Indra -que reventaba de orgullo y emoción-, sino a todas y cada una de aquellas mujeres que en Indra habían depositado confianza y sentimientos de amiga, hermana y madre. Pues Indra era -como su hijo y su tía- el más tierno corazón de su pelirroja y desafortunada estirpe.
La ceremonia se celebró, y finalizando el banquete que sucedió a tan fausto motivo -aunque sobrio, fue alegre y cordial-, el Rey se apercibió que su hijo Raigo se iba convirtiendo en una criatura bastante extraña. Si bien en valor, tesón, audacia y gallardía, heredó cualidades tanto paternas como de su abuela Ardid, tal vez algún antepasado pirata, o la propia Leonia, habían vertido en su sangre algún curioso veneno, del que carecía totalmente Gudú. No pasaba inadvertido a sus ojos que su hijo se engalanaba ahora de un modo totalmente insólito en aquellos lugares. Iba cubierto de collares fabricados unos con colmillos de chacal o lobo, otros de piedras y plumas multicolores, que anteriormente habían ornado torsos y cuellos de jefes esteparios.
Un soplo de vago temor llegó hasta Gudú; mas en seguida, casi sin transición, advirtió la admiración hacia su padre que iluminaba los ojos de Raigo cuando le miraba, tan parecidos a los de Ardid, que se tranquilizó. Porque Gudú no sabía que, a veces, los niños olvidados se disfrazan en los desvanes, y que estos disfraces pueden fabricarse igualmente bajo una cúpula azul, que bajo el verde techo de los bosques o el cielo implacable de la estepa. Entonces, acudieron a su mente dos recuerdos unidos a dos seres. Y preguntó a la feliz Indra:
—Decidme... ¿dónde se halla vuestro hijo... el hijo de mi inolvidable Yahek?
Un súbito silencio siguió a estas palabras. Todos parecían haber enmudecido repentinamente. Indra palideció, y sintiéndose incapaz de engañar al Rey, que tan generoso se mostrara con ella, cayó de rodillas llorando y dijo:
—Señor, he de confesaros algo... y es que mi hijo, el dulce y buen Krhin, no es hombre de guerra, sino de ciencia. Por lo que os suplico le dispenséis de ese oficio, permitiéndole continuar en tan noble como útil dedicación. ¡Vuestra madre bien lo sabe!...
—No es día de llantos, sino de esperanza -dijo Gudú, dominando una súbita ira, aunque no tan grande o enconada como sería de esperar en él. Desde su última derrota empezaba a sentir un cansancio, o quizás un cierto desinterés por cosas que antes consideraba primordiales-. Hacedle venir luego a mi tienda, pues antes de partir quiero verle y hablarle. Y no temáis: si realmente es hombre de ciencia y no un vulgar cobarde, tened por seguro que sabré aprovechar mejor sus dotes de científico que sus nulas disposiciones guerreras: poco servicio me reportarían. Pero si es un cobarde o un bellaco (cosa que, considerando la prudente sabiduría de su madre y el valor a toda prueba de su padre, no parece probable), será castigado, aunque con menos rigor que otros, en virtud del nombre que ostenta.
Y de inmediato, añadió:
—Decidme, ¿quién es aquella joven de porte belicoso que estaba con vos, y con quien parecía uniros gran amistad? En verdad que no he olvidado sus palabras, ni su curiosa solicitud.
Aquí no sólo palideció Indra, sino la humilde Lontananza que, ahora, como camarera de Indra, permanecía humilde y medio oculta tras la nueva Princesa, tan estropeada que nadie -y menos que nadie Gudú, que ni de su nombre se acordaba- hubiera reconocido en ella a la joven del río, aquella a quien cierta mañana de primavera, Gudú llevó a la Corte Negra.
—Ah, Señor -respondió al fin Indra-. El padre de Gudrilkja (ése es su nombre) murió a vuestro servicio, y fue un noble y valiente soldado.
—Traedla a mi tienda -dijo el Rey-, y veré el modo de contentarla o disuadirla. Puesto que hoy, pese a nuestra derrota (que os aseguro será fugaz), puede distinguirse como un día venturoso en la historia de nuestras tierras y nuestras vidas.
Así pues, Krhin y Gudrilkja, ambos inquietos por distintas razones, acudieron a la llamada del Rey. Y, con desagrado, comprobaron que el Príncipe Raigo, de tan soberbio porte como hostil mirada, permanecía a su lado sin que su actitud hiciera presumir que les dejara a solas. El Rey dijo entonces:
—Krhin, dime qué es lo que deseas y veré de complacerte. Pero tan confuso estaba Krhin, que no atinaba a decir nada. Entonces, Gudrilkja, que le amaba como si fuera su propio hermano, temió por su vida, y se apresuró a explicar al Rey cuanto el muchacho hacía y soñaba. Pues no en vano, en las largas noches de la estepa -y su voz cálida y hermosa, traía al Rey un perfume olvidado-, vagaban juntos Krhin y ella; y entonces él le mostraba el ancho cielo y todas sus estrellas, cuando el verano las volvía a un tiempo más cercanas y misteriosas. Y obligó a Krhin a mostrar al Rey sus manuscritos y sus dibujos -que ni tan sólo atrevíase a desenrollar-. Entonces, Gudrilkja explicó -como no podía hacerlo su medio-hermano- la verdad de aquella pasión y aquel fascinante misterio. Y mostró al Rey el dibujo de un artefacto con el que Krhin pretendía se podría llegar a contemplar los ojos del cielo.
Al llegar a este punto, el Rey ordenó bruscamente a la muchacha callar y guardar aquellas cosas. Luego dijo:
—Krhin, vendrás conmigo, pero no en calidad de guerrero. Pues alguien vive en Olar que se sentirá complacida tomándote a su servicio y protección: la Reina, mi madre. Para ella (y para mí) podrás ser de gran ayuda en lo venidero.
No vio la mirada de despecho de Raigo, súbitamente dominado por celos incontenibles, despertó en su corazón un odio repentino hacia aquel dulce muchacho que no le había hecho ningún daño.
Gudú miró entonces a Gudrilkja, que no bajó sus feroces y azules ojos -tan parecidos a los suyos-, y le preguntó:
—Y tú, ¿conoces acaso lo que es un varón en tu lecho? Gudrilkja se ruborizó de forma que su oscura tez tomó un tinte cobrizo, y murmuró, con despecho:
—No, Señor, ni quiero conocerlo.
—Pues te equivocas -dijo el Rey-. Esta noche vendrás a mi tienda. Y si mañana persistes en esa idea, te nombraré soldado: pero ay de ti si defraudas o traicionas ese nombramiento con cualquier clase de debilidad femenina: perderías la cabeza, pero no en sentido figurado, sino físicamente.
Gudrilkja quedó anonadada. Jamás había pasado por su mente cosa parecida. Y al tiempo que salía de la tienda, iba diciéndose, llena de confusión, que no sabía si deseaba o temía aquella orden. Había avanzado sólo unos pasos, cuando unas manos se asieron a las suyas y una voz temblorosa le decía:
—No, Gudrilkja, no... te lo ruego, Gudrilkja, hermana querida, no hagas tal cosa, te lo ruego.
Krhin la miraba con tal espanto que un frío extraño llegó a su corazón.
—Si lo dices porque esperas que lo que pide el Rey suceda algún día contigo, sabes bien, Krhin, que tal cosa no sucederá jamás. Te quiero como hermano y de ese modo te querré siempre.
—No, no, Gudrilkja... no -decía Krhin. Y la profunda razón de sus palabras tenía otra explicación. Siendo niño, en cierta ocasión oyó hablar a su madre y la madre de Gudrilkja, de forma que entendió quién era el padre de la niña. Pero tan aterrado y dolorido estaba ahora -en verdad amaba a la muchacha-, que no se atrevió a descubrir su secreto.
Corrió a su casa, y halló a Indra en compañía de Lontananza. Con voz temblorosa comunicó a ambas las órdenes del Rey y la extraña actitud de Gudrilkja. Tras la discusión mantenida con su medio-hermano, había montado en su corcel y se había perdido hacia quién sabe dónde, ni tenía noticia de cuál sería al fin su decisión.
Lontananza palideció.
—Ah, Indra -sollozó-, no tengo valor para confesar al Rey la verdad... pues bien claro me advirtió en su día que si el hijo que esperaba se trataba de una niña y no de un varón, no quería saber nada ni de la niña ni de mí, bajo pena de muerte para ambas. Y en lo que a mí respecta, ya nada me importa, pero sí en lo que atañe a ella.
Ninguno de los tres conocían los lugares hacia donde solía escapar la belicosa y extraña muchacha cuando, huraña y misteriosamente, desaparecía con sus pensamientos.
Raigo también se sentía confuso ante la propuesta del Rey a la muchacha. Desazonado por los sentimientos que experimentaba hacia su padre y hacia Gudrilkja, su corazón temblaba. Todo cuanto acababa de oír y ver en la tienda del Rey despertaba una mezcla de atracción y enemistad hacia la muchacha; y admiración y terror, junto a un vago rencor hacia su padre: no sabía ya si por haberle ignorado durante tantos años o porque -lentamente esta idea iba abriéndose paso en su mente- no había pronunciado todavía ni una sola palabra en firme que le reconociera como hijo legítimo y heredero del Trono. Pues si había dotado generosamente a Indra, e incluso a los Hermanos Pastores, a él limitábase a mantenerlo a su lado sin despedirle de su tienda, como solía hacer con los demás. Le hablaba como a un soldado -y tal vez como a un hijo, aunque esto último parecía improbable a quienes le conocían-, pero no se había pronunciado sobre aquella decisión que Raigo esperaba tan ardientemente.