Authors: Ana María Matute
Pese a su aparente triunfo, Raigo no ignoraba el peligro que corría al aproximarse con tan singular ejército a las guarniciones y a Ciudad Yahekia. Existía la posibilidad de ser atacados por más numerosos y diestros soldados. Así pues, reflexionaba y sabía que no sería fácil explicar tales cosas al jefe Lar y los Hermanos, pero menos lo era tener acceso al Rey acompañado de tal guisa.
Al fin pidió a los Hermanos ser oído y les dijo:
—Creo más prudente y aconsejable, que antes de mostrarnos, aguardemos en la espesura y observemos qué es lo que ocurre en la estepa. Yo, tan sólo acompañado de Lar y el Hermano Pequeño Uro, me adelantaré a vosotros. En tanto, os ruego que, ocultos, aguardéis una señal convenida. Y, como prueba de su traición, llevemos con nosotros al jefe bestia, Usklaidoj.
Usklaidoj parecía casi agonizante. De suerte que Raigo ordenó taponaran su herida. Los Hermanos se apresuraron a obedecer dócilmente, aplicándole misteriosos emplastes que extrajeron del fondo de sus zurrones, a la vez que entonaban una salmodia que, afortunadamente, se asemejaba al viento de las estepas. Una vez medianamente recompuesto Usklaidoj, convenientemente atado lo echaron a lomos del Gran Caprino, y tal como Raigo aconsejara, acompañado de Lar y su Hermano Menor -que contaba diez años, pero aparentaba veinte- avanzaron hacia la ciudad.
Era una fría mañana invernal y por Yahekia cundían malas nuevas: a la puerta de Indra, llegaron varias mujeres afligidas con la noticia de que Rakjel había derrotado por cuarta vez a las tropas de Gudú y éstas se batían en retirada por los márgenes del Gran Río abajo. Y no sólo eso: habían herido al Rey y lo traían en parihuelas.
El lamento de las mujeres -cuyos hombres se batían en el ejército real- entraba en las casas como el viento, desazonando a los soldados de la Guarnición, y convirtiendo la ciudad entera en un informe quejido. Indra, depositaria de una memoria y una gloria que ya había llegado a creer le pertenecía, aplacó los ánimos con razones llenas de sensatez. Salió a la Plaza, reunió a las gentes y les aconsejó cautela y paciencia: el Rey era invencible -dijo-, y la derrota de una batalla nada significaba: por tres veces la ciudad de Urdska había sido conquistada y arrebatada, y aún muchas veces más ocurriría hasta el día en que, definitivamente, la victoria sonreiría a los hombres de Gudú. Y cuando hablaba pacificaba a las gentes.
Su hijo, con el ánimo ensombrecido, la escuchaba oculto en su rincón, y nada decía. Sólo un corazón se rebelaba ante las nuevas: la joven Gudrilkja. Revestida de sus ropas guerreras, montó a caballo, salió de la ciudad en dirección a los bosques y, mascullando su odio impotente, se internó en la espesura: «¡Ah! -se decía-. Si fuese yo hombre, me uniría al Rey y junto a él exterminaría esa raza de perros esteparios». Con lo que daba muestras de ser digna nieta de Ardid, al menos en el tesón, ímpetu y lenguaje. Y así, sumida en oscuras meditaciones, detuvo su caballo, y se aproximó al helado manantial donde, en estaciones más propicias, solía beber y bañarse. Y así estaba, mirando el agua helada, cuando un cuerpo cayó inesperadamente sobre ella y, reduciéndola, apoyó una brillante espada en su cuello.
Tan sorprendida estaba, que su habitual vigor y destreza parecieron anularse. Hasta que súbitamente quedó prendida de unos ojos castaños dorados. A su vez, Raigo quedó suspenso, la espada en alto, pues tal era el parecido de aquel joven guerrero con Kiro y Arno, que hasta sentirla bajo sus rodillas, no atinó a decirse que, por su edad, no podía ser ninguno de sus hermanos. Además, al examinar su rostro de cerca, comprendió su error.
Sujetándola aún y amenazándola, dijo:
—¿Quién eres tú, joven soldado, que tanto te asemejas a otros muy lejanos?
Gudrilkja guardó obstinado silencio: pero sobre la nieve, donde tan sólo las ramas de los árboles producían centelleantes chasquidos, Raigo oyó el crujido de sus blancos y agudos dientes.
—Di quién eres, o serás muerto.
—Soy el Rey -dijo Gudrilkja, al fin, con altanería.
—¿El Rey? ¿Qué estúpido embuste es ése? Conozco muy bien al Rey y no eres tú. El Rey es mi padre, y con malas noticias que amenazan su vida, vengo de Olar.
Entonces, el rostro de Gudrilkja se ablandó y mirando con una mezcla de asombro y de envidia a Raigo, murmuró:
—Sí, el Rey está en peligro: regresa hoy a Yahekia, herido y vencido por causa del malvado Rakjel.
Al oír tales palabras, Raigo quedó anonadado. Aproximáronse entonces los Hermanos Lar y Uro y contemplaron la escena; un gran asombro se reflejaba en sus amarillas pupilas. Tras ellos arrastraban al maltrecho Usklaidoj.
—¿Quiénes son esas bestias feroces... o alimañas? -casi gritó Gudrilkja, pues incluso su valeroso y sanguinario corazón se estremecía ante el aspecto de aquellas criaturas.
—Son amigos, y gracias a ellos, la ciudad no es pasto de las llamas, y el Rey no ha sido muerto: pues río arriba para tenderle una trampa, dirigidos por esta alimaña, iban los hombres de la malvada Urdska.
El semblante de Gudrilkja se suavizó, y con gran ansiedad pidió noticias de todo lo ocurrido. Raigo la liberó entonces de la opresión de sus rodillas y le mostró al jefe Usklaidoj, que bajo la amenaza del cuchillo de Lar, fue obligado a confesar la verdad de su traición. Gudrilkja dijo entonces:
—Venid conmigo: os llevaré junto a mi madre, que vive con Indra, la más importante mujer de Yahekia. Ella os conducirá hasta el Rey, vuestro padre. Pero, ¡pobre de ti, si has mentido! Porque el Rey no tiene piedad para estas cosas.
—Así lo espero -dijo Raigo, con soberbio ademán-. Pues tampoco yo, su hijo y futuro Rey, la tendré para mentirosos y traidores.
Estas últimas palabras se clavaron como fuego en el corazón de Gudrilkja. Y luchando entre una mezcla de odio y admiración que iba apoderándose de su ánimo hacia el joven Raigo, murmuró:
—No sé si serás Rey algún día..., y confía en mí.
Y les condujo a la ciudad, y ya en ella a la casa de Indra.
Gudú había sido herido ya dos veces antes y en grave estado permaneció impotente ante los asaltos de su odiado Rakjel. Ahora, conducido en parihuelas hacia Yahekia -donde aconsejaba a sus hombres atrincherarse en espera de la primavera-, pensaba por vez primera que tal vez su gran error fuese exponer tan estúpidamente su vida. «En verdad -reflexionaba, bamboleado río abajo en hombros de sus fieles- no era precisa aquella temeridad.» Pues su puesto estaba en el lugar de los que conducen un ejército O un pueblo, no en el de los que mueren por él. Así, con súbita revelación, intuyó la clave de las últimas y consecutivas derrotas, o de las duras victorias: el odio. Hasta enfrentarse con Rakjel, jamás combatió poseído de odio. Y he aquí que este sentimiento le inspiraba tanta desazón y terror, como a su madre el amor. «Extirparé el odio de mí -se dijo- y el Rey Gudú volverá a conocer la gloria.» Embarcáronle en una balsa, y mecido en las aguas del río, ya atardecido, entró en Yahekia.
Permaneció durante largas horas sumido en un profundo sopor. Al fin, despertó: algo fuera de lo normal ocurría en su tienda. Murmullos y voces la taladraban y llegaba a sus oídos un clamor conocido. A través de sus párpados semicerrados, desfiló entonces, entre brumosa niebla, una cadena de sucesos o sueños: un niño corría por pasillos mohosos y sucios, un joven hermano, de cabellos y ojos brillantes, alzaba su espada para defenderle, una joven mujer le decía que esperaba un hijo suyo, una corona, unos mercenarios, una Reina fuerte y sabia... El sudor bañaba sus mejillas y su frente, la fiebre le resecaba los labios. Alzóse entre las pieles que cubrían su lecho y gritó, llamando a la Guardia. El fiel Unglo se presentó ante él.
—¿Quiénes gritan, quiénes piden hablar con el Rey?
Él no lo sabía, pero una oscura voz repetía aquellas palabras en su oído, y volvió a ver a la joven y primera Lontananza: aquella que había entregado a Predilecto. Sonreía y mostraba entre sus dedos una pequeña y horadada piedra azul. Pero la voz de Runglo alejó esta Visión:
—Señor, un joven guerrero dice traeros nuevas importantes: según asegura (y creo que es cierto) es el protegido de la que fue mujer del Capitán Yahek, y un extraño le acompaña.
—Hazles pasar -dijo el Rey, al oír el nombre de Yahek, aunque las fuerzas le abandonaban.
Dejó caer pesadamente la cabeza en el lecho, volvió el rostro hacia el cofre abierto y distinguió la corona. La llevaba ahora con él, como hacían todos los reyes en momentos cruciales. Salvo en muy precisas ceremonias, raramente Gudú la ceñía. Pero ahora, como símbolo de una misteriosa fuerza y seguridad, permanecía a su lado, junto a su lecho, guardada por fieles soldados, tan celosamente como podían guardar su propia persona. Entonces oyó una voz que decía:
—Señor, señor... os lo ruego; por la fidelidad y afecto a prueba de toda duda que os entregó mi amado Yahek, os ruego que nos oigáis, pues nos traen noticias muy graves.
Volvió la mirada a quien le hablaba y contempló un rostro arrugado y marchito de mujer, enmarcado por trenzas donde el rojo y el gris se mezclaban. Un viejo fantasma parecía querer reverdecer algún recuerdo.
—Hablad -murmuró. Después, como iluminado por la antigua sabiduría sureña que corría por sus venas, añadió-: Hablad sin miedo, Princesa Indra.
Estas palabras obraron un efecto sorprendente: el rostro de la vieja mujer resplandeció, como si la lejana juventud la iluminara de cabeza a pies. Con una profunda inclinación, dijo:
—Rey Gudú, señor de nuestro pueblo y nuestra vida, graves circunstancias han traído hasta aquí a vuestro hijo legítimo y, sin duda, heredero del Trono. Él os trae noticias y pruebas de la traición de la Reina Urdska, y si no fuera por su arrojo unido a la fidelidad de quienes oportunamente os presentaré, no hubiera llegado jamás hasta aquí. El Reino, vos, y tal vez vuestra madre hubierais perecido víctimas de la más alevosa maquinación.
—Abreviad -murmuró el Rey, bastante confuso; en parte por la debilidad y en parte porque apenas comprendía las palabras-. ¿De qué hijo habláis?... He tenido algunos, pero los he olvidado. Estoy herido y lleno de fiebre, ahorradme la molestia de pensar en necedades...
Entonces entró un joven de gallardo aspecto, rubios cabellos y ojos inolvidables en los que reconoció la imagen de su madre.
—Señor, soy el Príncipe Raigo, vuestro hijo. Y os ruego que escuchéis lo que debo deciros.
—Hablad -dijo el Rey, como empujado por una misteriosa fuerza y cansancio a un tiempo.
Oyó entonces las concisas explicaciones de Raigo. En verdad que aquel muchacho había heredado -o bien aprendido- la precisión y claridad del discurso de su abuela, tanto como heredó su florida fluidez, cuando el caso lo requería.
—Dejadnos solos -dijo Gudú al cabo de unos instantes. Inesperadamente, alguien se adelantó entonces, pese a los intentos de Indra por detenerle.
Tratábase de un joven y extraño guerrero, de rostro barbilampiño y facciones tan finas como agudas. Sus ojos relucían en su tez morena, enmarcada por negras trenzas esteparias.
—Señor -dijo hincando su rodilla al suelo-, yo soy quien condujo a vuestro hijo hasta aquí: y tened por seguro que, si no fuera por mí, tal vez jamás habríais llegado a verle. Y también deseo deciros algo: hace mucho tiempo deseo incorporarme a vuestras filas y todos me lo impiden.
—¿Cómo es posible? -dijo el Rey-. Un joven guerrero como vos, fuerte y audaz, según veo, jamás es rechazado en el ejército de Gudú.
—Oh, Señor, no escuchéis tan insensatas palabras -dijo Indra, sobresaltada-. Tened en cuenta algo que calla: no es un soldado, sino una mujer. Y como mujer, no puede tener lugar en el Ejército.
Entonces, Raigo la miró, asombrado. Y el Rey no permaneció indiferente a tal revelación, sino que, por vez primera desde hacía muchísimo tiempo sonrió fugazmente, y contestó:
—Si así es, reflexionaré sobre su caso. Aguarda afuera, muchacha, y ten por seguro que se tendrán en cuenta tus razones. Salieron las dos mujeres, con evidente disgusto y zozobra de la más vieja. Una vez solos, el Rey contempló silenciosa y despaciosamente a Raigo.
Era la segunda vez que el Príncipe veía a su padre, y se sentía profundamente afectado ante el cambio operado en el Rey. Su rostro se había endurecido extraordinariamente. En su atezada piel destacaban dos largas cicatrices: una que iba desde su oreja hasta su cuello, y la otra desde la sien a la mejilla. Y en el negro cabello resaltaban los mechones blancos que poblaban sus sienes y barba.
—Raigo -dijo al fin, como si intentara recuperar este nombre a través de una brumosa memoria-. Raigo... ¿quién es vuestra madre?
—Mi madre fue la Reina Gudulina -respondió el Príncipe, tan conmovido ahora como atónito-. Y es mi abuela, la Reina Ardid, vuestra madre, quien me ha enviado a vos.
Extrajo de su pecho el cartucho y lo entregó al Rey, y éste lo leyó con esfuerzo, pues una sutil niebla debilitaba sus ojos. Pero ocurrió que la lectura pareció despertarle a la vida, y renació en él aquel vigor que, a decir verdad, nunca había decaído demasiado. Sentándose en el lecho, extendió el brazo hacia el Príncipe, obligándole a sentarse a su lado. Apoyó su mano en el hombro del muchacho y murmuró, como para sí:
—¡Un hijo, como vos!... En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo... -Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió-: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.
Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.
—Señor -concluyó-, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.
—Bien hablas -dijo Gudú-. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada... Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.
Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza -que Gudú llamaba combate-. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.