Authors: Frederick Forsyth
El avión aterrizó sin novedad, y los pasajeros pasaron la Aduana sin incidentes. A nadie causó extrañeza que el pasajero de la fila 3, de primera clase, se expresara en español con gran soltura, pues hacía ya mucho tiempo que se hacía pasar por sudamericano.
Gluecks tomó un taxi en la puerta de la terminal y, según una costumbre inveterada, dio al taxista unas señas que quedaban a una manzana de distancia del «Hotel Zurbarán». Al llegar al lugar indicado, situado en el centro de Madrid, pagó, se apeó y recorrió a pie los l50 metros que le quedaban para llegar al hotel.
Había hecho la reserva por télex, y después de firmar en el registro, subió a su habitación para tomar una ducha y afeitarse. A las nueve en punto, sonaron en la puerta de su habitación tres golpes suaves, seguidos de una pausa y dos golpes más. Abrió y, al reconocer a su visitante, retrocedió hacia el centro de la habitación.
El recién llegado cerró la puerta, se cuadró y levantó el brazo derecho con la palma hacia abajo, en el antiguo saludo.
—Sieg Heil —dijo.
El general Gluecks asintió con gesto de aprobación y, a su vez, levantó la mano derecha.
—
Sieg Heil
—respondió en tono un poco más bajo.
Con un ademán, invitó a su visitante a sentarse. El hombre que tenía frente a sí era otro alemán, antiguo oficial de la SS y, en la actualidad, jefe de la red de ODESSA en Alemania Occidental. Se sentía honradísimo de haber sido llamado a Madrid para entrevistarse con un tan alto jefe, y barruntaba que la conferencia tendría que ver con la muerte del presidente Kennedy, acaecida treinta y seis horas antes. Estaba en lo cierto.
El general Gluecks se inclinó sobre la bandeja del desayuno, se sirvió una taza de café y encendió cuidadosamente un gran «Corona».
—Puede usted suponer cuál es el motivo de esta súbita y un tanto arriesgada visita mía a Europa —dijo—. Como quiera que me desagrada permanecer en este continente más de lo estrictamente necesario, me propongo ir al grano y ser breve.
El subordinado venido de Alemania se inclinó expectante.
—Kennedy ha muerto —prosiguió el general—. Ello es una suerte para nosotros, y hemos de procurar sacar del hecho las mayores ventajas, ¿me sigue usted?
—En principio, si, mi general —respondió obsequiosamente su interlocutor—; pero ¿en qué forma, concretamente?
—Me refiero al acuerdo secreto sobre armamento concertado entre la chusma de traidores de Bonn y los cerdos de Tel Aviv. Está usted enterado, ¿no? Los tanques, cañones y demás que Alemania está enviando a Israel.
—Sí, por supuesto.
—Y sabrá también que nuestra Organización está haciendo cuanto puede por la causa egipcia, a fin de que, en la lucha que se avecina, Egipto pueda alcanzar la victoria.
—Desde luego. Con tal finalidad hemos organizado ya la captación de científicos alemanes.
El general Gluecks asintió.
—Después hablaremos de eso. Yo me refería, concretamente, a nuestra política de mantener a nuestros amigos árabes plenamente informados acerca de este vergonzoso pacto, a fin de que ellos puedan, por la vía diplomática, presionar en Bonn. Las protestas árabes han provocado en Alemania la formación de un grupo que, por razones políticas, se opone al acuerdo sobre armamentos, puesto que éste contraria a los árabes.
Este grupo, sin proponérselo, nos está haciendo el juego al presionar al bobo de Erhard, incluso a nivel ministerial, instándole a que revoque el trato.
—Si, le sigo, mi general.
—Bien. Hasta ahora, Erhard no ha llegado a suspender los envíos de armas, pero ha vacilado varias veces. El argumento principal que han esgrimido hasta el momento los que quieren que se cumpla el acuerdo germano-israelí sobre suministro de armas es que éste tenía el apoyo de Kennedy. Y todo lo que pidiera Kennedy, Erhard tenía que dárselo.
—Si, eso es cierto.
—Pero ahora Kennedy está muerto.
El más joven de los dos, el recién llegado de Alemania, se recostó en el sillón, con los ojos brillantes de entusiasmo al percatarse de las nuevas perspectivas. El general de la SS sacudió dos centímetros de ceniza del cigarro en la taza de café y, apuntando a su subordinado con la brasa, prosiguió:
—Por tanto, en lo que resta de año, la labor que se debe desarrollar en el interior de Alemania por nuestros amigos y partidarios consistirá en alzar a la opinión pública, en la mayor escala posible, contra este acuerdo de armamentos, predisponiéndola a favor de los árabes, los verdaderos y tradicionales amigos de Alemania.
—Sí, sí. Eso puede hacerse.
El más joven sonreía ampliamente.
—Ciertos contactos que tenemos con el Gobierno de El Cairo asegurarán una afluencia ininterrumpida de protestas diplomáticas a través de su propia Embajada y de otras —continuó el general—. Otros amigos árabes cuidarán de que se produzcan manifestaciones de estudiantes árabes, y alemanes amigos de éstos. Su trabajo consistirá en coordinar la publicidad en la Prensa, a través de los diversos folletos y revistas que subvencionamos bajo mano, de anuncios en los principales periódicos y revistas, y en predisponer oficiosamente a los funcionarios más allegados al Gobierno y a los políticos en favor del creciente movimiento de opinión contrario al convenio de armamentos.
El más joven frunció el ceño.
—Hoy es difícil suscitar en Alemania sentimientos de antipatía hacia Israel.
—Ni es necesario —replicó el otro con viveza—. El enfoque es sencillo: por cuestiones prácticas, Alemania no puede enemistarse con ochenta millones de árabes por culpa de estos estúpidos envíos de armas, supuestamente secretos. Hay muchos alemanes que prestarán oídos a este razonamiento, en especial los diplomáticos. También podemos atraer a la causa a ciertos amigos nuestros del Foreign Office. Este enfoque, puramente práctico, del asunto, resulta perfectamente lícito. Por supuesto, se dispondrá de fondos. Lo importante es que, muerto Kennedy, y dado que es poco probable que Johnson adopte la misma tesitura internacionalista y prosemita, se someta a Erhard a presión constante a todos los niveles, incluso al ministerial, para que dé carpetazo al acuerdo. Si demostramos a los egipcios que podemos conseguir que la política exterior de Bonn cambie de signo, nuestro papel en El Cairo subirá vertiginosamente.
El hombre de Alemania asentía, como si el plan estuviese tomando forma ante sus ojos.
—Así se hará —dijo.
El general rubricó:
—Excelente.
Su interlocutor le miró.
Mi general, antes habló usted de los científicos alemanes que trabajan en Egipto…
—Ah, sí y le dije que volveríamos sobre ellos. Son nuestra segunda baza en la empresa de destruir definitivamente a los judíos. Usted, sin duda, está informado acerca de los cohetes de Helwan, ¿no?
—Sí, señor. Por lo menos, a grandes rasgos.
—Pero no sabe para qué van a ser utilizados.
—Bueno, supongo que…
—¿…que servirán para arrojar unas cuantas toneladas de explosivos sobre Israel? —el general Gluecks sonrió ampliamente—. Pues se equivoca. Y creo que ha llegado el momento de decirle por qué son tan importantes esos cohetes y los hombres que los fabrican.
El general Gluecks se recostó en el sillón, miró al techo v refirió a su subordinado la verdadera historia de los cohetes de Helwan.
Después de la guerra, cuando aún gobernaba en Egipto el rey Fanuk, miles de nazis y de antiguos miembros de la SS que huían de Europa, encontraban refugio seguro a orillas del Nilo. Entre ellos figuraban numerosos científicos. Antes ya del golpe de Estado que derribó a Faruk, dos científicos alemanes habían recibido del monarca el encargo de hacer un primer proyecto para la construcción de una fábrica de cohetes. Esto ocurría en 1952, y los profesores eran Paul Goerke y Rolf Engel.
Cuando Gamal Abdel Nasser asumió el poder, el proyecto quedó en suspenso durante varios años; pero, tras la derrota sufrida por las tropas egipcias en la campaña del Sinaí de 1956, el nuevo dictador de Egipto hizo un juramento: Israel sería un día destruido por completo.
En 1961, cuando Nasser recibió de Moscú el «no» definitivo a su petición de cohetes de gran alcance, cobró nuevos bríos el proyecto Goerke-Engel para la construcción de una fábrica de cohetes en Egipto, y aquel mismo año, trabajando contra reloj y sin reparar en gastos, los profesores alemanes y los egipcios construyeron e inauguraron en Helwan, al norte de El Cairo, la «Fábrica 333».
Abrir una fábrica es una cosa, y proyectar y construir cohetes, otra. Hacía ya tiempo que los más influyentes colaboradores de Nasser, la mayoría simpatizantes de los nazis desde la Segunda Guerra Mundial, estaban en contacto con los representantes de ODESSA en Egipto. Estos resolvieron el mayor problema que tenían planteado los egipcios: el de hacerse con los científicos necesarios para fabricar los cohetes.
Ni la URSS, ni los Estados Unidos, ni Gran Bretaña, ni Francia les cederían un solo hombre. Pero ODESSA señaló que la clase de cohetes que necesitaba Nasser era muy similar, en tamaño y radio de acción, a los «V 2» que Werner von Braun y su equipo habían construido en Peenemunde para pulverizar a Londres. Y muchos de los hombres de aquel equipo aún estaban disponibles.
A fines de 1961 empezó la captación de cerebros alemanes. Muchos trabajaban en el Instituto de Investigación Aeroespacial de Stuttgart, pero se sentían frustrados porque el Tratado de París de 1954 prohibía a Alemania dedicarse a la investigación y a la fabricación en determinados campos, entre otros, el de la física nuclear y cohetes. Además, padecían una endémica escasez de fondos para investigación. Para muchos de aquellos hombres, la oferta de un lugar al sol, dinero abundante para la investigación y la oportunidad de construir cohetes de verdad, resultó excesivamente tentadora.
ODESSA nombró a un agente de reclutamiento para Alemania, el cual, a su vez, designó para el puesto de ayudante a un ex sargento de la SS, Heinz Krug. Ambos recorrieron Alemania en busca de hombres que estuvieran dispuestos a ir a Egipto para construir los cohetes de Nasser.
Con los sueldos que ofrecían, no les faltaban candidatos. Entre éstos figuraba el profesor Wolfgang Pilz, rescatado de entre las ruinas de Alemania por los franceses y que fue el padre del cohete francés «Véronique», fundamento del programa aeroespacial del presidente De Gaulle. El profesor Pilz salió para Egipto a principios de 1962 Otro de los contratados fue el doctor Heinz Kleinwachter; marcharon también el doctor Eugen Saenger y su esposa Irene, ambos antiguos componentes del equipo de Von Braun para las «V 2». Y para Egipto salieron también los doctores Eisig y Kirmayer, todos expertos en combustibles y técnicas de propulsión.
El mundo pudo ver los primeros frutos de su trabajo en un desfile celebrado por las calles de El Cairo, el 23 de julio de 1962, para conmemorar el octavo aniversario de la caída de Faruk. Ante la multitud, vociferante de entusiasmo, fueron remolcados dos cohetes, el «Kahira» y el «Zafira», de 500 y 300 kilómetros de alcance respectivamente. Aunque aquellos cohetes no tenían más que la carcasa, pues carecían de la cabeza nuclear y del combustible, estaban destinados a ser los primeros del lote de 400 que un día serían lanzados contra Israel.
El general Gluecks hizo una pausa, dio una chupada al cigarro y volvió al presente.
—El problema estriba en que, si bien hemos resuelto todo lo que se refiere a la fabricación de los revestimientos, las cabezas nucleares y el combustible, aún queda pendiente el sistema de la teledirección, que es, precisamente, la clave del cohete teledirigido. —Señaló con el cigarro a su interlocutor—. Y esto es lo que no hemos podido dar a los egipcios. Aunque en Stuttgart y en otros lugares había científicos y especialistas en sistemas de teledirección, no pudimos convencer a ninguno que valiera algo de que emigrara a Egipto. Todos los que enviamos eran especialistas en aerodinámica, en sistemas de propulsión o en el diseño de cabezas nucleares.
»Pero prometimos a Egipto que tendría sus cohetes, y los tendrá. El presidente Nasser está decidido a que un día haya guerra entre Egipto e Israel, y la habrá. El cree que podrá ganarla sólo con sus tanques y sus soldados. Nuestros informes no son tan optimistas. A pesar de su superioridad numérica, tal vez no ganen. Ahora imagine usted cuál sería nuestro prestigio si, una vez hubiera fracasado todo el armamento soviético, adquirido a base de millones y millones de dólares, resultara que los cohetes fabricados por los científicos contratados a través de nuestra red ganaran la guerra. Quedaríamos en una situación inatacable. Habríamos alcanzado dos objetivos: granjearnos el eterno agradecimiento de los países del Próximo Oriente, refugio seguro y definitivo para los nuestros, y acabar para siempre con el cochino Estado judío, realizando así el último deseo del Fuhrer. Es un reto que hemos de aceptar, y en el que no podemos fracasar ni fracasaremos.
El subordinado miraba con respeto y con cierta perplejidad a su general, que paseaba por la habitación.
—Perdone, mi general, pero ¿podrán cuatrocientas cabezas nucleares de mediano calibre acabar definitivamente con los judíos? Pueden causar grandes daños, sí, pero la destrucción completa…
Gluecks giró rápidamente sobre sus talones y miró a su interlocutor con una sonrisa de triunfo.
—Pero, ¡qué cabezas nucleares! —exclamó—. No imaginará que vamos a malgastar potentes explosivos en esos cerdos. Hemos propuesto al presidente Nasser, propuesta que él ha aceptado sin titubear, que las cabezas nucleares que lleven los «Kahiras» y los «Zafiras» sean de tipo diferente. Unas llevarán cultivos concentrados de peste bubónica, y las otras explotarán a gran altura, rociando todo el territorio de Israel con una lluvia de «estroncio 90» irradiado. En cuestión de horas, todos estarán muriéndose de la peste o de la enfermedad de los rayos gamma. Eso es lo que les reservamos.
El otro lo miraba con la boca abierta.
—¡Fantástico! —susurró—. Ahora recuerdo algo que leí el verano pasado acerca de un proceso en Suiza. Simples resúmenes, pues la mayor parte de las sesiones se celebraron a puerta cerrada. Entonces era verdad… Pero, mi general, eso es brillante…
—Brillante, sí, e inevitable si nosotros, los de ODESSA, podemos dotar a esos cohetes de los sistemas de teledirección necesarios no sólo para dispararlos en la dirección correcta, sino también para hacerlos llegar al lugar exacto en que hayan de explotar. El hombre que tiene a su cargo los trabajos de investigación encaminados a desarrollar un sistema de teledirección para esos cohetes está en Alemania Occidental. Su nombre clave es
Vulkan
. Recordará que, en la mitología griega, Vulcano era el forjador que fraguaba los rayos de los dioses.