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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (13 page)

BOOK: Odessa
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La campaña se dirigió entonces contra los alemanes que ya estaban en Egipto. El 27 de noviembre llegó a El Cairo un paquete certificado, enviado desde Hamburgo y dirigido al profesor Wolfgang Pilz, el especialista en cohetes que había trabajado para los franceses. Abrió el paquete su secretaria, la señorita Hannelore Wenda. A consecuencia de la explosión, la joven quedó desfigurada y ciega.

El 28 de noviembre llegaba a la «Fábrica 333» otro paquete, también procedente de Hamburgo. Pero entonces los egipcios habían dispuesto ya una pantalla de seguridad para examinar todos los paquetes. Un funcionario egipcio del Departamento de Correspondencia cortó el cordel. Cinco muertos y diez heridos El 29, un tercer paquete pudo ser desmontado, sin que llegara a explotar.

El 20 de febrero de 1963, los agentes de Harel dirigieron de nuevo su atención hacia Alemania. El doctor Kleinwachter, que aún estaba indeciso entre si ir o no a El Cairo, volvía una noche a su casa al salir de su laboratorio de Loerrach, cerca de la frontera suiza, cuando un «Mercedes» negro le cerró el paso.

Inmediatamente, Kleinwachter se arrojó al suelo, mientras un hombre descargaba su automática a través del parabrisas. La Policía encontró después abandonado el «Mercedes» negro. Había sido robado aquel mismo día. En la guantera se halló una tarjeta de identidad a nombre del coronel Ali Samir. Posteriormente se averiguó que éste era el nombre del jefe del Servicio Secreto egipcio. Los agentes de Isser Harel hicieron llegar un mensaje con una pincelada de humor negro.

En Alemania, la campaña de represalias asomaba ya a los titulares de los periódicos. Y entonces estalló el escándalo Ben Gal. El 2 de marzo, la joven Heidi Goerke, hija del profesor Paul Goerke, el pionero de los cohetes de Nasser, recibió una llamada telefónica en su casa de Friburgo, Alemania. Una voz la citó en el «Hotel de Los Tres Reyes», de Basilea (Suiza), cerca de la frontera.

Heidi avisó a la Policía alemana, la cual, a su vez, puso en antecedentes a la suiza. Se instalaron micrófonos en la habitación que había sido reservada para la entrevista. En el curso de ésta, dos hombres, que se cubrían los ojos con gafas oscuras, advirtieron a Heidi y a su hermano que, si estimaban en algo la vida de su padre, procuraran persuadirle de que se marchara de Egipto. Ambos hombres fueron perseguidos hasta Zúrich, y arrestados aquella misma noche. El 10 de junio de 1963 comparecían ante un tribunal en Basilea. Fue un escándalo internacional. El principal de los dos agentes era Yossef Ben Gal, súbdito israelí.

El juicio fue bien. El profesor Yoklek prestó declaración acerca de las cabezas nucleares cargadas de bacilos de peste y de sustancias radiactivas, y los jueces quedaron escandalizados. El Gobierno israelí, tratando de sacar el mayor provecho de aquel tropiezo, se sirvió del proceso para denunciar las tentativas egipcias de genocidio. Los jueces, indignados, absolvieron a los dos acusados.

Pero en Israel hubo un ajuste de cuentas. A pesar de que el canciller Adenauer había prometido personalmente a Ben Gurion que trataría de impedir que los científicos alemanes intervinieran en la fabricación de cohetes de Helwan, Ben Gurion, que se sentía humillado por el escándalo, reprendió ásperamente al general Isser Harel por haberse excedido en su campaña de intimidación.

Harel se defendió vigorosamente y presentó la dimisión. Y Ben Gurion le sorprendió aceptándosela, demostrando, de paso, con ello, que en Israel nadie es indispensable, ni siquiera el jefe del Servicio de Inteligencia.

Aquella noche, 20 de junio de 1963, Isser Harel mantuvo una larga conversación con su buen amigo, el general Meir Amit, jefe de la Inteligencia Militar. El general Amit recordaba bien aquella conversación y el rostro crispado de indignación de aquel luchador nacido en Rusia al que algunos llamaban Isser
el Terrible
.

—Querido Meir, debo informarte de que, en lo sucesivo, Israel ya no tomará más represalias. Los políticos han tomado el mando. He presentado la dimisión, y me la han aceptado. He pedido que te nombren para sucederme en el cargo, y creo que accederán.

El comité ministerial que rige en Israel las actividades de las redes de Inteligencia, accedió. A fines de junio, el general Meir Amit fue nombrado director del Servicio de Inteligencia.

Pero también Ben Gurion tuvo que dimitir. Los «halcones» de su Gobierno, encabezados por Levi Eshkol y por su propia ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, le obligaron a retirarse, y el 26 de junio de 1963 Levi Eshkol fue nombrado primer ministro. Ben Gurion se retiró a su
kibbutz
del Negev, moviendo su nívea cabeza con gesto de indignación y amargura. Sin embargo, siguió perteneciendo al Knesset.

El nuevo Gobierno, aunque había apartado a David Ben Gurion, no restituyó en el cargo a Isser Harel. Acaso los nuevos ministros pensaban que Meir Amit era un general más predispuesto a obedecer las órdenes que el colérico Harel, que se había convertido en una especie de leyenda para el pueblo israelí, y gozaba con ello.

Tampoco se revocaron las últimas órdenes de Ben Gurion. El general Amit tenía instrucciones de evitar nuevos escándalos en Alemania con ocasión de los científicos de los cohetes. De manera que no le quedaba más alternativa que dirigir la campaña de terror contra los que ya estaban en Egipto.

Estos alemanes vivían en Meadi, localidad situada a unos diez kilómetros al sur de El Cairo, en la orilla norte del Nilo. Era un lugar muy bonito, pero estaba rodeado por tropas egipcias de seguridad, y sus habitantes alemanes eran poco menos que prisioneros en jaula de oro. Para llegar hasta ellos, Meir Amit se servía de su agente principal en El Cairo, el propietario de la escuela de equitación, el cual, a partir de septiembre de 1963, se veía obligado a correr riesgos suicidas que, dieciséis meses después, le costarían la libertad.

Aquel otoño del tan repetido año 1963, fue una pesadilla para los científicos alemanes, ya muy asustados por la serie de paquetes explosivos enviados desde Alemania. Y ahora, en pleno Meadi, rodeado de guardias egipcios de seguridad, empezaban a recibirse cartas amenazadoras remitidas desde el interior de El Cairo.

El doctor Josef Eisig recibió una de ellas, en la cual se describía con gran precisión a su esposa, sus dos hijos y el tipo de trabajo que estaba realizando, y se le conminaba a volver a Alemania. Los restantes científicos recibieron cartas parecidas. El 27 de septiembre, una carta hizo explosión en la cara del doctor Kirmayer. Para algunos de los científicos, aquello fue la gota que hace desbordar el vaso. A fines del propio mes, el doctor Pilz salía de El Cairo, camino de Alemania, llevando consigo a la infortunada Fraulein Wenda.

Otros le imitaron, y los indignados egipcios no pudieron impedir su marcha, ya que no eran capaces de protegerlos de las cartas amenazadoras.

El hombre que aquella hermosa mañana de invierno de 1964 viajaba en el largo coche negro, sabía que su propio agente, el supuesto alemán Lutz, que se fingía simpatizante de los nazis, era el autor de las cartas y el remitente de los explosivos.

Pero sabía también que el programa de los cohetes seguía adelante. Lo demostraba el informe que acababa de recibir. Una vez más, el general leyó el mensaje descifrado, que confirmaba, simplemente, que en el laboratorio de enfermedades infecciosas del Instituto Médico de El Cairo se había aislado una cepa virulenta de bacilos bubónicos, y que el presupuesto del departamento correspondiente había sido aumentado diez veces. La información no dejaba lugar a duda. a pesar de la adversa publicidad que había valido a Egipto el proceso Ben Gal, celebrado en Basilea el verano anterior, el programa del genocidio seguía su curso.

Si Hoffmann hubiese podido verlo, se habría descubierto ante la desfachatez de Miller. Al salir del despacho del director, tomo el ascensor, bajó al quinto piso y entró a ver a Max Dorn, el encargado de asuntos jurídicos de la revista.

—Ahora bajo de hablar con Herr Hoffmann —dijo, dejándose caer en una silla, frente al escritorio de Dorn—. Necesito ciertos datos. ¿Podría hacerle unas cuantas preguntas?

—Adelante —dijo Dorn, suponiendo que Miller habría recibido el encargo de hacer un reportaje para
Komet
.

—¿Quién investiga en Alemania los crímenes de guerra?

La pregunta dejó atónito a Dorn.

—¿Los crímenes de guerra?

—Sí, los crímenes de guerra. ¿Cuál es la autoridad responsable de investigar lo que ocurrió en los países que ocupamos durante la guerra y de buscar y procesar a los culpables de genocidio?

—¡Ah, ahora sé a qué se refiere! Bueno…, usualmente se encargan de ello los fiscales generales de las provincias de Alemania Occidental.

—¿Quiere decir que se hace en cada provincia?

Dorn se recostó en su sillón, seguro de su terreno.

—En Alemania Occidental hay dieciséis provincias. Cada una tiene una capital y un fiscal general del Estado. En cada oficina del FGE hay un departamento encargado de investigar los llamados «crímenes de violencia cometidos durante la era nazi». Cada capital de Estado tiene jurisdicción sobre una zona del antiguo Reich o de los territorios ocupados.

—Por ejemplo… —inquirió Miller.

—Por ejemplo: todos los crímenes cometidos por los nazis y la SS en Italia, Grecia y la Galitzia polaca son investigados por Stuttgart. Auschwitz, el campo de exterminio más grande que hubo, corresponde a Frankfurt. Seguramente ya sabrá que en mayo próximo se celebrará en Frankfurt un gran proceso contra veintidós antiguos guardianes de Auschwitz. Los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno, Sobibor y Maidanek pertenecen a Dusseldorf/Colonia. Múnich se encarga de Belzec, Dachau, Buchenwald y Flossenburg. La mayor parte de los crímenes cometidos en Ucrania y en el sector de Lodz, de la antigua Polonia, se investigan en Hannover. Y así sucesivamente.

Miller tomó nota de la información.

—¿A quién corresponde investigar lo que ocurrió en los tres Estados del Báltico? — preguntó.

—A Hamburgo —respondió rápidamente Dorn—. Y también lo concerniente a Danzig y al sector de Varsovia.

—¿A Hamburgo? ¿Quiere usted decir aquí?

—Sí. ¿Por qué?

—Verá, a mí me interesa Riga.

Dorn hizo una mueca.

—Ya. Los judíos alemanes. Eso es cosa de la oficina del fiscal de aquí.

—Si hubiese habido algún juicio, o incluso un arresto, de alguien complicado en crímenes cometidos en Riga, ¿se habría celebrado aquí en Hamburgo?

—El juicio, sí —dijo Dorn—. El arresto pudiera haberse efectuado en cualquier lugar.

—¿Qué procedimiento se sigue para los arrestos?

—Existe un «Libro de personas reclamadas». En él figuran el nombre, apellidos y fecha de nacimiento de todos los criminales de guerra reclamados. Usualmente, la oficina del fiscal general del Estado que tiene jurisdicción en el lugar en que el hombre cometió los crímenes, tarda años en preparar la acusación antes del arresto. Cuando la tiene, pide a la Policía del Estado donde reside el criminal que proceda a su detención. Dos detectives se desplazan para arrestarlo y traerlo. Si se descubre a un criminal importante, puede ser detenido en cualquier lugar, y a continuación se avisa a la oficina del fiscal general del Estado que proceda. Entonces lo trasladan. Lo malo es que la mayoría de los peces gordos de la SS no usan su verdadero nombre.

—Entendido —dijo Miller—. ¿Se ha juzgado en Hamburgo a alguien por crímenes cometidos en Riga?

—Que yo recuerde, a nadie —dijo Dorn.

—¿Figuraría en el archivo de recortes?

—Sí, si ocurrió después de mil novecientos cincuenta, que es cuando lo iniciamos.

—¿Podríamos verlo? —preguntó Miller.

—No hay inconveniente.

El archivo estaba en el sótano, atendido por cinco archiveros con bata gris. Ocupaba más de dos mil metros cuadrados, y contenía hileras y más hileras de estantes de acero gris en que se guardaban índices y guías de todas clases.

Alrededor de la nave, adosados a la pared, se alineaban unos archivadores de metal que llegaban hasta el techo. En la parte frontal de cada cajón estaba indicada la referencia de las carpetas que contenía.

Dorn preguntó, al ver que se acercaba el jefe de Archivos.

—¿Qué busca usted?

—Roschmann, Eduard —dijo Miller.

—Índice de personas, por aquí —dijo el archivero, y los condujo por un pasillo lateral. Abrió un cajón señalado con las letras ROAROZ y pasó unas cuantas carpetas.

—Nada sobre Roschmann Eduard —dijo.

Miller se quedó pensativo.

—¿Tienen alguna cosa acerca de crímenes de guerra? —preguntó.

—Sí —dijo el empleado—. Sección crímenes de guerra y Juicios por crímenes de guerra. Por aquí.

Recorrieron otros cien metros de archivadores.

—Mire en Riga —dijo Miller.

El empleado se subió a una escalera de mano y buscó. Bajó con una carpeta roja en la mano. En la carpeta había una etiqueta con el título: «Riga - Juicio por crímenes de guerra.» Miller la abrió. De su interior cayeron dos recortes de periódico del tamaño de sellos de Correos un poco grandes. Miller los recogió. Los dos eran del verano de 1950. Uno decía que tres soldados de la SS iban a comparecer en juicio por brutalidades cometidas en Riga entre 1941 y 1944. El otro informaba de que a los tres se les habían impuesto graves penas de prisión. No tan graves quedarían en libertad a fines de 1963.

—¿Esto es todo? —preguntó Miller.

—Todo —respondió el archivero.

Miller miró a Dorn.

—¿Y toda una sección de la Oficina del fiscal general del Estado ha necesitado quince años de trabajo y el dinero de mis impuestos para conseguir algo que cabe en dos sellos de Correos?

Dorn era adicto al sistema.

—Estoy seguro de que hacen cuanto pueden —dijo fríamente.

—Eso quisiera yo saber —repuso Miller.

Se despidieron en el vestíbulo principal, dos pisos más arriba, y Miller salió a la calle, batida por la lluvia.

El edificio de las afueras de Tel Aviv que alberga al cuartel general del Mossad no llama la atención, ni siquiera de sus vecinos más próximos. Es un bloque de oficinas, y la entrada al aparcamiento subterráneo tiene tiendas a cada lado. En la planta baja hay un Banco y, en el vestíbulo, antes de llegar a las vidrieras del Banco, están el ascensor, el pupitre del conserje y los rótulos con los nombres de las empresas que ocupan los pisos superiores.

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