Authors: Frederick Forsyth
Cuando se hubo secado, volvió a la cocina y preparó más café, esta vez, dos tazas. Las llevó al dormitorio, las dejó encima de la mesita de noche, se quitó la bata y se acostó otra vez al lado de Sigi, cuya ondulada cabellera rubia se destacaba sobre la almohada.
Ella tenía veintidós años y había sido campeona de gimnasia en el colegio. Solía decir que hubiera podido alcanzar nivel olímpico de no habérsele desarrollado el busto hasta el extremo de llegar a estorbarle los movimientos y no encontrar un
maillot
que pudiera contenerlo de modo seguro. Al terminar sus estudios, se hizo instructora de educación física en un Instituto femenino. El paso a bailarina de
strip tease
en un cabaret de Hamburgo se produjo un año después, y se debió a los más poderosos y obvios motivos: los económicos. Ganaba allí cinco veces más que haciendo de profesora.
A pesar de la desenvoltura con que se desnudaba en la pista, le producían vivo sonrojo los comentarios obscenos que acerca de su figura pudiera hacer alguien al que ella estuviera viendo en aquel momento.
—Lo bueno es que cuando estoy en la pista no puedo ver a nadie que esté detrás de los focos, y eso hace que no me sienta cohibida —explicó una vez con gran seriedad a Peter Miller, que la escuchaba divertido—. Creo que si pudiese ver al público, saldría corriendo.
Ello no le impedía que después, ya vestida, se sentara a una mesa y esperase que algún diente la invitara a una copa. La única bebida permitida era champaña, en medias botellas o, mejor, en botellas enteras. Sobre éstas ella percibía una comisión del quince por ciento. Aunque la mayoría de los que la invitaban a champaña esperaban conseguir bastante más que la oportunidad de admirar su despampanante escote durante una hora, nunca pasaban de ahí. Ella era amable y comprensiva, y su actitud ante las empalagosas atenciones de los sobones era de sincero pesar y estaba exenta del desdén y repugnancia que las otras muchachas escondían tras sus sonrisas de neón.
—Pobrecillos —dijo a Peter Miller—. Deberían tener en casa una mujer carnosa.
—¡Qué es eso de «pobrecillos»! —protestó Miller con enfado—. Son unos viejos verdes repugnantes, con la cartera bien repleta.
—No lo serían si tuviesen a alguien que los cuidara —repuso Sigi con inamovible lógica femenina.
Miller la había descubierto por casualidad, en una visita que hizo al bar de Madame Kokett, al lado del «Café Keese», en el Reeperbahn, adonde había ido a charlar y tomar una copa con el dueño, antiguo amigo y fuente de información. Sigi era muy alta, medía casi un metro ochenta, y estaba bien proporcionada. Sus medidas de contorno hubieran sido excesivas para una muchacha más baja. Se desnudaba al son de la música con los ademanes de rigor y frunciendo los labios con esa convencional expresión de sensualidad que suelen adoptar las bailarinas de
strip tease.
Miller lo había visto hacer otras veces, e iba bebiendo sin inmutarse.
Pero cuando cayó el sujetador, incluso él se quedó pasmado, con el vaso en el aire. Su anfitrión le miró sardónicamente.
—Soberbia, ¿eh?
Miller tuvo que reconocer que, a su lado, las modelos del
Playboy
de aquel mes parecían casos graves de desnutrición. Además, era tan musculosa que, aun sin vestigio de sostén, su busto se mantenía alto y turgente.
Al terminar su actuación, cuando empezaron los aplausos, la muchacha abandonó su actitud de hastío de bailarina profesional, hizo una leve reverencia, un tanto encogida, y sonrió ampliamente, con la expresión del perro perdiguero poco entrenado que, contra todo pronóstico, acaba de volver con la perdiz. Y la sonrisa aquella, no el baile ni la figura, cautivó a Miller. Preguntó si podía invitarla a una copa, y fueron a buscarla.
Puesto que Miller estaba con el jefe, ella pidió un
gin-fizz
en lugar de champaña. Muy sorprendido, Miller descubrió que la muchacha era muy agradable, y le preguntó si, después del espectáculo podría acompañarla a casa. Ella accedió, aunque con evidentes reservas. Miller decidió proceder con cautela, y aquella noche no le hizo insinuaciones. Era a principios de primavera, y cuando cerraron el cabaret salió ella envuelta en un abrigo de paño grueso y peludo que no tenía nada de arrebatador. El periodista supuso que el efecto era intencionado.
Aquella noche sólo tomaron café, y charlaron. Poco a poco, ella fue abandonando sus recelos y le contó que le gustaba la música pop, la pintura, los paseos por la orilla del Alster, la casa y los niños. Y empezaron a salir una vez a la semana, la noche que ella tenía libre. Iban a cenar o a un espectáculo, pero todo acababa ahí.
A los tres meses, Miller se la llevó a la cama, y poco después le propuso que fuera a vivir con él. Sigi, que encaraba las cosas importantes de la vida con gran simplicidad, había decidido casarse con Peter Miller, y la única duda estribaba en si había de conseguirlo negándose a dormir con él, o accediendo. Al observar la facilidad con que Peter se hacía acompañar de otras muchachas, Sigi decidió mudarse al ático y hacerle la vida tan agradable, que a él le entraran deseos de casarse. A fines de noviembre, hacía seis meses que vivían juntos.
Incluso Miller, que no era hombre casero, tenía que reconocer que Sigi llevaba la casa primorosamente. Y, además, hacía el amor con una sana y exuberante alegría. Directamente, ella no le hablaba de matrimonio; pero procuraba insinuárselo. Miller no se daba por enterado. A veces, mientras tomaban el sol a la orilla del lago Alster, ella se acercaba a algún niño pequeño y, bajo la mirada complacida de los padres, le hacía una carantoña.
—¡Qué mono! ¿Verdad, Peter?
—Monísimo —gruñía Miller.
Entonces ella le trataba fríamente durante más de una hora, por no haber captado la indirecta. Pero eran felices, sobre todo Peter Miller, a quien el plan convenía admirablemente, pues además de reunir todas las comodidades del matrimonio y las delicias de una vida amorosa ordenada y regular, estaba exento de compromisos.
Miller tomó la mitad de su café, se metió en la cama y, abrazando a Sigi por la espalda, le acarició suavemente, seguro de que así se despertaría. A los pocos minutos, ella murmuró de placer y se volvió de cara a él. Todavía adormilada, Sigi siguió ronroneando y deslizó las manos suavemente por la espalda de él. Diez minutos después hacían el amor.
—Vaya manera de despertarme —refunfuñó ella después.
—Las hay peores —dijo Miller.
—¿Qué hora es?
—Casi las doce —mintió él. Sabía que si ella se enteraba de que eran las diez y media y sólo había dormido cinco horas, le tiraría algo a la cabeza—. Pero si tienes sueño, puedes seguir durmiendo.
—Hum… Gracias, mi vida. Eres muy bueno conmigo —dijo ella, y volvió a quedarse dormida.
Miller, después de terminar su café y el de Sigi, iba camino del cuarto de baño, cuando sonó el teléfono. Se desvió hacia la sala y contestó.
—¿Peter?
—El mismo. ¿Quién es?
—Karl.
Aún tenía la cabeza espesa y no reconoció la voz.
—¿Karl?
—Karl Brandt. —La voz se impacientó. —¿Qué te ocurre? ¿Todavía duermes?
—¡Ah, si! Claro, Karl. Lo siento, acababa de levantarme. ¿Qué ha sucedido?
—Se trata de ese judío que se mató. Quiero hablar contigo.
Miller tenía la mente en blanco.
—¿Qué judío?
—El que anoche se suicidó con gas en Altona. ¿Puedes recordarlo todavía?
Claro que lo recuerdo —dijo Miller—. No sabía que fuera judío. ¿Qué ocurre?
—Me gustaría hablar contigo —dijo el inspector—. Pero no por teléfono. ¿podríamos vernos?
La mente reporteril de Miller entró inmediatamente en acción. Si alguien tiene algo que decir y no quiere decirlo por teléfono, es que debe de considerarlo importante. Y tratándose de Brandt mucho más. Miller no podía imaginar a un policía haciendo tantos remilgos por una tontería.
—Claro que sí. ¿Almorzamos juntos?
—Podría arreglármelas.
—Está bien. Si crees que la cosa merece la pena, te invito.
Nombró un pequeño restaurante del Mercado de Aves y quedaron citados para la una. Miller, perplejo, colgó el auricular. No le parecía que en el suicidio de aquel viejo, en los barrios bajos de Altona, pudiera haber algo interesante. Ni aunque se tratara de un judío.
Durante d almuerzo, el joven detective eludió el tema que le había inducido a solicitar la entrevista; pero al llegar el café, dijo, simplemente:
—Ese hombre de anoche…
—Sí, cuenta…
—Tú, como todo el mundo, habrás oído hablar de lo que los nazis hicieron a los judíos durante la guerra, e incluso antes, ¿verdad?
—¿Cómo no? En la escuela nos lo hicieron tragar.
Miller se sentía desconcertado y violento. Como a casi todos los niños alemanes, cuando tenía nueve o diez años le dijeron que él y sus compatriotas eran culpables de infinidad de crímenes de guerra. Y él lo creyó, aun sin saber de qué le hablaban.
Más adelante fue difícil averiguar a qué se referían los maestros cuando, inmediatamente después de la guerra, les decían aquellas cosas. No había a quién preguntar. Nadie quería hablar de ello, ni los maestros ni los padres. Cuando se hizo hombre, pudo empezar a leer algunas cosas y, aunque aquellos relatos le horrorizaban, no podía imaginar que tuvieran algo que ver con él. Eran otros tiempos y otros lugares. Todo quedaba muy lejos. El no estaba allí cuando ocurrió, ni estaba su padre, ni su madre. Según él, aquello nada tenía que ver con Peter Miller, de manera que no inquirió nombres, fechas ni detalles. Y ahora se preguntaba por qué Brandt sacaría a relucir el tema.
El policía removía su café. También él estaba violento y no sabía cómo continuar.
—El viejo de anoche era un judío alemán —dijo al fin—. Había estado en un campo de concentración.
Miller recordó la cara de calavera que contempló la noche antes en la camilla. ¿Así acababan, entonces? Era ridículo. El hombre debió ser liberado por los aliados dieciocho años atrás y había llegado a viejo. Pero aquella cara le volvía a la mente una y otra vez. Nunca tuvo ocasión de ver a alguien que hubiera estado en un campo de concentración; por lo menos, que él supiera. Y tampoco había visto a ningún asesino de la SS; de esto estaba seguro. Uno forzosamente tenía que notarlo. Debían de ser distintos.
Recordó la publicidad que dos años antes había rodeado el juicio de Eichmann en Jerusalén. Durante semanas, los periódicos hablaban de ello continuamente. Pensó en el rostro del hombre de la cabina de cristal, y recordó que precisamente le había llamado la atención por lo corriente que era; de tan anodino, daba miedo. Y leyendo las noticias de Prensa acerca del judío, empezó a entrever cómo los de la SS habían podido hacer lo que hicieron y quedar impunes. Pero todo aquello se refería a cosas que ocurrieron en Polonia, Rusia, Hungría, Checoslovaquia, lejos y mucho tiempo atrás. No podía afectarle.
Fijó su pensamiento en el presente y en la sensación de inquietud que le producían las palabras de Brandt.
—¿Y bien? —preguntó al detective.
A modo de respuesta, Brandt sacó de la cartera de mano un paquete envuelto en papel marrón y se lo tendió a Miller.
—El viejo dejó un Diario. En realidad, no era tan viejo: tenía cincuenta y seis años. Por lo visto, en su día fue tomando notas, que guardaba entre los trapos con que se envolvía los pies, y que transcribió después de la guerra. Esas notas constituyen el Diario.
Miller miró el paquete sin gran interés. ¿Dónde lo encontraste?
—Estaba al lado del cadáver. Lo cogí y me lo llevé a casa. Lo leí anoche.
Miller miró interrogativamente a su antiguo condiscípulo.
—¿Era malo aquello?
—Horrible. Yo no imaginaba que pudiera ser tan malo. ¡Las cosas que les hacían…!
—¿Por qué me lo traes a mí?
Brandt estaba incómodo. Se encogió de hombros.
—Pensé que podrías sacar un reportaje.
—¿A quién pertenece ahora?
—Técnicamente, a los herederos de Tauber. Pero nunca daríamos con ellos. Por consiguiente, supongo que ahora pertenece al Departamento de Policía. Y ellos se limitarán a archivarlo; de modo que, si lo quieres, puedes quedarte con él. Aunque te ruego que no digas que yo te di. No quiero tener disgustos con los jefes.
Miller pagó la cuenta, y los dos hombres salieron a la calle.
—Bueno, lo leeré. Pero no te prometo entusiasmarme. Tal vez dé para un artículo de semanario.
Brandt lo miró y sonrió, torciendo la boca.
—Eres un cínico —dijo.
—No —repuso Miller—. La verdad es que a mí, como a la mayoría de la gente, me importa el aquí y ahora. Y a ti, ¿qué te ha pasado? Después de diez años en la Policía, creí que ya estarías curtido. Y esto te ha afectado, ¿no?
Brandt se había puesto serio otra vez. Miró el paquete que Miller tenía bajo el brazo y, con lentitud, movió la cabeza afirmativamente.
—Sí; sí me ha afectado; y es que nunca pensé que fuera tan horrible. Además, no es tan antigua la historia. Esa historia terminó aquí, en Hamburgo, anoche. Adiós, Peter.
El detective dio media vuelta y se alejó, sin sospechar que estaba muy equivocado.
Peter Miller se llevó su casa el paquete envuelto en papel marrón. Llegó poco después de las tres. Dejó el paquete encima de la mesa de la sala y, antes de sentarse a leer se fue a la cocina a hacer una buena jarra de café.
Sentado en su sillón favorito, con una taza de café a su lado y un cigarrillo encendido, abrió el paquete. El Diario estaba escrito en hojas encuadernadas en unas tapas rígidas de cartón forrado de vinilo y sujetas por una hilera de anillas situadas en el lomo, que se abrían por resorte y permitían quitar y añadir hojas.
Tenía una extensión de ciento cincuenta folios, escritos en una máquina que debía de ser muy vieja, pues algunas letras estaban mal alineadas, y otras, borrosas o deformadas. La mayor parte del Diario databa seguramente de varios años atrás, o había sido escrita durante un período de años, pues el papel, aunque limpio, tenía ese tinte inconfundible que el papel blanco adquiere con el tiempo. Pero al principio y al final, a modo de prólogo y epílogo, había varias hojas nuevas, escritas seguramente hacía pocos días. En efecto: llevaban fecha del 21 de noviembre, o sea, dos días antes.
Miller supuso que el hombre los había añadido una vez tomada la decisión de poner fin a su vida.