Authors: Frederick Forsyth
El abogado lo miraba fijamente.
—¿Es usted uno de los que ejecutaron a Canaris y a los otros? —preguntó.
Miller se encogió de hombros.
—Yo mandaba el pelotón de ejecución —dijo simplemente—. Eran unos traidores, ¿no? Trataron de asesinar al Fuhrer.
El abogado sonrió.
—Amigo mío, yo no le reprocho nada. Claro que eran traidores. Canaris, incluso llegó a pasar información a los aliados. Esos cerdos del Ejército eran traidores todos, empezando por los generales. Nunca creí que conocería al hombre que los mató.
Miller sonrió débilmente.
—El caso es que ahora quieren detenerme por eso. Verá, liquidar judíos es una cosa; pero ahora hay muchos que dicen que Canaris y esa pandilla eran una especie de héroes.
El abogado asintió.
—Desde luego, eso le pondría en un aprieto con las actuales autoridades de Alemania. Siga contando.
—Pues me trasladaron a esa clínica que le he dicho, y no volví a ver al enfermero. Pero el viernes me llamaron por teléfono. Creí que era de la panadería, pero el que llamaba no quiso dar su nombre. Dijo que estaba en situación de saber lo que ocurría, y que cierta persona había ido a decir a esos cerdos de Ludwigsburg quién era yo, y que se iba a cursar una orden de arresto contra mí. Yo no sé quién era el que hablaba, pero me pareció que sabía lo que decía. Su tono sonaba a oficial. No sé si usted me entiende…
El abogado movió la cabeza afirmativamente.
—Seguramente era algún amigo de la Policía de Bremen. ¿Y qué hizo usted?
Miller le miró, con aire de sorpresa.
—Pues marcharme, ¿qué podía hacer? Me di de alta yo mismo. No sabía qué hacer. No fui a casa, por si estaban esperándome allí. Ni siquiera me atreví a coger mi «Volkswagen», que estaba aparcado delante de mi casa. El viernes dormí de mala manera, y el sábado tuve una idea. Fui a ver al jefe, al señor Eberhardt, a su casa. Está en la guía de teléfonos. Se portó admirablemente. Dijo que, al día siguiente, él y su esposa se iban de viaje, en un crucero de invierno, pero que procuraría ayudarme. Me dio esa carta, y me dijo que viniera a hablar con usted.
—¿Qué le hizo suponer que Herr Eberhardt le ayudaría?
—¡Ah, sí! Verá: yo no sabía lo que él había sido durante la guerra. Pero en la panadería siempre se portó muy bien conmigo. Hace dos años celebramos una comida de hermandad. Todos nos emborrachamos un poco. Yo fui al lavabo, y allí encontré a Herr Eberhardt, que estaba lavándose las manos. Cantaba una canción: la de
Horst Wessel. Yo
me puse a cantarla también. La cantamos a coro, en el lavabo. Luego, él me dio una palmada en el hombro y me dijo: «Ni una palabra, Kolb», y salió. Yo no me acordé más de aquello hasta que me vi en apuros. Entonces se me ocurrió pensar que él podía haber estado en la SS, como yo. Y acudí a él.
—¿Y él me lo ha mandado a mí?
Miller asintió.
—¿Cómo se llama ese enfermero judío?
—Hartstein, señor.
—¿Y la clínica?
—La clínica «Arcadia». Está en Delmenhorst, en las afueras de Bremen.
El abogado asintió, anotó unas palabras en una hoja de papel que tomó de un escritorio y se puso en pie.
—Quédese aquí —dijo, y salió de la habitación.
Cruzó el corredor y entró en su estudio. Pidió al servicio de Información de la Compañía Telefónica el número de la panadería «Eberhardt», el del Hospital General de Bremen y el de la clínica «Arcadia», de Delmenhorst. En primer lugar llamó a la panadería.
La empleada de Eberhardt se mostró muy amable.
—Lo lamento; el señor Eberhardt está de vacaciones. No, no se le puede llamar. El y su esposa están haciendo su acostumbrado crucero de invierno por el Caribe. Regresarán dentro de cuatro semanas. ¿Puedo servirle en algo?
El abogado le aseguró que no y colgó el aparato.
A continuación marcó el número del Hospital General de Bremen y pidió que le pusieran con Administración, departamento de personal.
—Aquí el departamento de la Seguridad Social, sección Pensiones —dijo con desenvoltura—. Quisiera que me confirmasen si figura entre su personal un enfermero llamado Hartstein.
Hubo una pausa, mientras la muchacha miraba el fichero de personal.
—Sí, aquí está —dijo—. David Hartstein.
—Gracias —dijo el abogado de Nuremberg, y colgó el teléfono. A continuación volvió a marcar el mismo número y solicitó comunicar con el Registro.
—Habla el secretario de la «Compañía Panificadora Eberhardt» —dijo—. Deseo preguntar por el estado de uno de nuestros empleados que está en ese hospital, a causa de un tumor de estómago. ¿Puede decirme cómo se encuentra? Se llama Rolf Gunther Kolb.
Otra pausa. La muchacha encargada del archivo sacó la carpeta de Rolf Gunther Kolb y miró la última hoja.
—Ya fue dado de alta. Su estado mejoró y pudo ser trasladado a una clínica de convalecencia.
—Magnífico —dijo el abogado—. Acabo de regresar de mis vacaciones de invierno, por lo que todavía no estaba al corriente. ¿Puede decirme en qué clínica se halla?
—En la «Arcadia» de Delmenhorst —respondió la joven.
El abogado llamó a continuación a la clínica «Arcadia». Contestó una voz femenina. Después de escuchar la pregunta, la muchacha se volvió hacia un médico que estaba a su lado y cubrió el micro con la mano.
—Preguntan por ese hombre de quien usted me habló —dijo—: Kolb.
El médico cogió el teléfono.
—Sí —dijo—, aquí el médico-jefe de la clínica. Soy el doctor Braun. ¿Deseaba usted.
..?
Al oír el nombre de Braun, la secretaria miró a su jefe con extrañeza. El, sin pestañear, escuchó la voz que le hablaba desde Nuremberg y respondió con naturalidad:
—Lamento decirle que Herr Kolb se dio a sí mismo de alta el viernes por la tarde. Totalmente irregular, pero no pude evitarlo. Sí, nos lo mandaron del Hospital General de Bremen. Un tumor de estómago en proceso de curación. —Escuchó unos momentos y dijo: —De nada. Celebro haber podido serle útil.
El médico, cuyo verdadero nombre era Rosemayer, colgó el aparato y marcó un número de Múnich. Cuando le contestaron, dijo, sin preámbulos:
—Alguien llamó por teléfono preguntando por Kolb. Han empezado las comprobaciones.
En Nuremberg, el abogado colgó el auricular y volvió a la sala.
—Bueno, Kolb. Evidentemente, es usted quien dice ser.
Miller le miró con ojos de asombro.
—No obstante, quisiera hacerle unas cuantas preguntas. ¿Tiene algún inconveniente?
Su visitante movió negativamente la cabeza, todavía un tanto aturdido.
—Ninguno, señor.
—Bien. ¿Está circuncidado?
Miller abrió mucho los ojos.
—No, no lo estoy —respondió con extrañeza.
—Déjeme verlo —dijo el abogado tranquilamente.
Miller lo miraba pasmado.
—¿Me ha oído, sargento? —gritó el otro.
Miller saltó de la silla y se cuadró.
—
Zu Befehl
!
Se mantuvo en posición de firmes, con los pulgares paralelos a las costuras del pantalón, durante tres segundos y luego bajó el cierre de cremallera. El abogado lo miró brevemente y le hizo una seña con la cabeza, para indicarle que volviera a abrocharse.
—Bueno, por lo menos no es judío —dijo con afabilidad.
Miller, que había vuelto a sentarse, lo miró boquiabierto.
—¡Pues claro que no soy judío! —exclamó.
—Sin embargo, se han dado casos de judíos que han tratado de pasar por camaradas nuestros. Pero no han durado mucho. Ahora vamos a ver su historial. Voy a hacerle unas preguntas. Para comprobación, ¿comprende? ¿Dónde nació?
—En Bremen, señor.
—Bien. Su lugar de nacimiento figura en el registro de la SS. Acabo de verificarlo. ¿Perteneció a las Juventudes Hitlerianas?
—Sí, señor. Ingresé en mil novecientos treinta y cinco, a los diez años.
—¿Sus padres eran nacionalsocialistas?
—Sí, señor, los dos.
—¿Qué ha sido de ellos?
—Murieron en el gran bombardeo de Bremen.
—¿Cuándo ingresó usted en la SS?
—En la primavera de mil novecientos cuarenta y cuatro, señor, a los dieciocho.
—¿Dónde recibió la instrucción?
—En el campo de entrenamiento de Dachau, señor.
—¿Le tatuaron el grupo sanguíneo en la axila derecha?
—No, señor. Aunque, de habérmelo tatuado, habría sido en la izquierda.
—¿Por qué no se lo tatuaron?
—Teníamos que salir del campo de entrenamiento en agosto de mil novecientos cuarenta y cuatro. Nuestro primer destino era una unidad de la Waffen-SS. Pero, en julio, un grupo numeroso de oficiales del Ejército complicados en el atentado contra el Fuhrer fue enviado al campo de Flossenburg. Flossenburg solicito entonces a Dachau el envío inmediato de efectivos, para incrementar su personal. Nos eligieron a mí y a una docena más, por considerarnos especialmente aptos, salimos inmediatamente para nuestro destino, por lo que nos perdimos el tatuaje y la última revista de nuestra promoción. Dijo el comandante que no era necesario tatuar el grupo sanguíneo, ya que no nos mandarían al frente, señor.
El abogado asintió. Seguramente, en julio de 1944 el comandante comprendía también que, estando los aliados avanzando por Francia, la guerra no podía durar.
—¿Le entregaron su puñal?
—Sí, señor. Me lo entregó el comandante.
—¿Como reza la inscripción?
—«Mi honor es la fidelidad», señor.
—¿Qué clase de entrenamiento recibió en Dachau?
—Instrucción militar completa e instrucción politicoideológica complementaria de la recibida con anterioridad en las Juventudes Hitlerianas.
—¿Aprendió las canciones?
—Sí, señor.
—¿A qué libro de marchas corresponde la canción de
Horst Wessel
?
—Al álbum
Tiempos de lucha por la patria
, señor.
—¿Dónde estaba situado el campo de entrenamiento de Dachau?
—A quince kilómetros al norte de Múnich, señor. Y a cinco del campo de concentración del mismo nombre.
—¿Cómo era el uniforme?
—Guerrera y pantalón verde gris, botas de montar, solapas con vueltas negras, insignia del grado a la izquierda, cinturón de piel negra y hebilla pavonada.
—¿Qué lema llevaba la hebilla?
—Una esvástica en el centro, y alrededor, la frase: «Mi honor es la fidelidad», señor.
El abogado se puso en pie y se desperezó. Encendió un cigarro y se acercó a la ventana.
—Ahora, sargento Kolb, hábleme del campo de Flossenburg. ¿Dónde estaba situado?
—En el límite entre Baviera y Turingia, señor.
—¿Cuándo fue abierto?
—En mil novecientos treinta y cuatro, señor. Fue uno de los primeros lugares adonde se llevaba a los cerdos que se oponían al Fuhrer, señor.
—¿Qué dimensiones tenía?
—Cuando yo estaba allí, trescientos metros por trescientos. Estaba rodeado por diecinueve torres de vigilancia con ametralladoras pesadas y ligeras. La plaza donde se pasaba lista tenía ciento veinte por ciento cuarenta metros. ¡Lo que nos divertíamos allí a costa de los judíos…!
—Sin divagar —atajó el abogado—. ¿Y los alojamientos?
—Veinticuatro barracones, una cocina para los reclusos, baños, enfermería y varios talleres.
—¿Y para los guardianes?
—Dos barracones, una tienda y un burdel.
—¿ Qué se hacía con el cuerpo de los que morían?
—Había un pequeño crematorio fuera de la alambrada. Se llegaba hasta él por un pasadizo subterráneo.
—¿Cuál era el trabajo principal?
—Sacar piedra de una cantera, señor. La cantera también quedaba fuera de la alambrada. Tenía su propia alambrada, y torres de vigilancia.
—¿Qué población había a fines de mil novecientos cuarenta y cuatro?
—Unos dieciséis mil internados, señor.
—¿Dónde estaba la oficina del comandante?
—Fuera de la alambrada, señor, a la mitad de una ladera que dominaba el campo.
—¿Quiénes fueron los sucesivos comandantes?
—Hubo dos antes de que yo llegara. El primero, el comandante Karl Kunstler de la SS. Su sucesor fue el capitán Karl Fritsch de la SS. El último, el teniente coronel de la SS Max Koegel.
—¿Qué número tenía el departamento político?
—Departamento número Dos, señor.
—¿Dónde estaba?
—En el bloque del comandante.
—¿Cuál era su cometido?
—Cuidar de que se cumplieran las órdenes de Berlín, acerca de dar un trato especial a determinados prisioneros.
—¿Canaris y los otros conspiradores tenían que recibir ese trato especial?
—Sí, señor. Todos ellos.
—¿Cuándo se cumplieron las órdenes?
—El veinte de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, señor. Los norteamericanos avanzaban desde el sur, por Baviera, y llegó la orden de eliminarlos. Unos cuantos de nosotros fuimos designados para ejecutarla. Yo acababa de ser ascendido a sargento, a pesar de que cuando llegué al campo era soldado raso. Yo mandaba el pelotón que fusiló a Canaris y a otros cinco. Los enterró una brigada de judíos. Hartstein, ¡maldita sea su estampa!, era uno de ellos. Después quemamos los documentos del campo. A los dos días se nos ordenó marchar hacia el norte con todos los prisioneros. Por el camino nos enteramos de que el Fuhrer se había suicidado. Bueno, señor: entonces los oficiales nos dejaron. Los prisioneros empezaron a escapar hacia los bosques. Nosotros, los sargentos, matamos a unos cuantos; mas comprendimos que no tenía sentido seguir adelante. Quiero decir que los yanquis andaban por todas partes.
—Una última pregunta sobre el campo, sargento. Desde cualquier lugar del campo, ¿qué se veía cuando levantaba uno la cabeza?
Miller le miró, perplejo.
—El cielo —contestó.
—¡Idiota! Quiero decir ¿qué dominaba el horizonte?
—Ah, ¿se refiere a la colina en cuya cumbre hay un castillo en ruinas?
El abogado asintió sonriendo.
—Siglo catorce —dijo—. Bien, Kolb: usted estuvo en Flossenburg. Dígame ahora cómo consiguió escapar.
—Verá, señor: fue durante la marcha. Nos dispersamos. Me topé con un soldado del Ejército, le di en la cabeza y me puse su uniforme. Los yanquis me cogieron dos días después. Estuve dos años en un campo de prisioneros de guerra, pero les dije que era un simple soldado. Ya sabe lo que ocurría, señor: corrían rumores de que los yanquis andaban fusilando a los de la SS. Por eso les dije que estaba en el Ejército.