Authors: Frederick Forsyth
León estuvo interrogando a Miller durante cuatro horas antes de darse por satisfecho de su sinceridad. También a él le intrigaba el motivo que Miller pudiera tener, pero al fin hubo de admitir que era posible que le moviera la indignación por lo que la SS había hecho durante la guerra. Cuando terminó, León se recostó en el respaldo de su butaca y contempló detenidamente al joven.
—¿Se da usted cuenta de lo arriesgado que es tratar de penetrar en ODESSA, Herr Miller? —preguntó.
—Puedo imaginármelo. Uno de los principales inconvenientes es que soy demasiado joven.
León movió negativamente la cabeza.
—No hay ni que pensar en tratar de convencer a antiguos miembros de la SS de que es usted uno de ellos si no cambia de nombre. Ellos poseen las listas de todos los miembros de la SS, y Peter Miller no figura en ellas. Luego está lo de la edad. Tiene que aparentar por lo menos diez años más. Puede conseguirse, mas para ello hay que darle una nueva personalidad, y una personalidad real. Debería asumir la identidad de un hombre que hubiera existido y perteneciera a la SS. Esto solo requiere ya una gran labor de investigación y mucho tiempo y molestias.
—¿Creen poder encontrar al hombre que reúna esas condiciones? —preguntó Miller.
León se encogió de hombros.
—Tendría que ser un hombre cuya muerte no pudiera comprobarse —dijo—. Antes de aceptar a alguien, ODESSA hace toda clase de comprobaciones. Y usted deberá pasar todas las pruebas. Para ello tendrá que convivir durante cinco o seis semanas con un auténtico SS que pueda enseñarle todo el folklore, la terminología técnica, modismos y normas de conducta. Afortunadamente, disponemos de un hombre así.
Miller estaba asombrado.
—¿Y se avendría a ello?
—El hombre en que estoy pensando es un tipo extraño, un auténtico capitán de la SS que lamenta sinceramente las atrocidades pasadas y tiene remordimientos. Últimamente, ingresó en ODESSA y pasaba información a las autoridades acerca de los nazis perseguidos. Aún seguiría haciéndolo, pero fue descubierto, y tuvo suerte en poder escapar con vida. Ahora vive con nombre supuesto en una casa de las afueras de Bayreuth.
—¿Qué más tendría que aprender?
—Todo lo que concierna a su nueva personalidad. Dónde nació, la fecha de su nacimiento, cómo ingresó en la SS, dónde recibió entrenamiento, dónde sirvió, en qué unidad, quién era su jefe, y toda su historia desde que terminó la guerra. También tendrá que presentar a alguien que lo avale. Y eso no será fácil. Habremos de dedicarle mucho tiempo y mucho trabajo, Herr Miller. Una vez se decida, no podrá volverse atrás.
—¿Y qué ganarían ustedes con ello? —preguntó Miller, con desconfianza.
León se puso en pie y empezó a pasear por la alfombra.
—Venganza —dijo simplemente—. Nosotros también queremos coger a Roschmann. Más que eso: los peores asesinos de la SS usan nombres falsos, y queremos tales nombres. Eso es lo que nosotros ganaríamos. Otra cosa: deseamos saber quién es el nuevo encargado de reclutar a los científicos alemanes que ODESSA manda a Egipto para proyectar los cohetes de Nasser. Brandner, el anterior, dimitió y desapareció el año pasado después de que nosotros nos encargáramos de su ayudante, Heinz Krug. Ahora han puesto a otro.
—Esa información sería útil, sobre todo, para el Servicio de Inteligencia israelí —dijo Miller.
León lo miró astutamente.
—Lo sería —dijo con sequedad—. A veces colaboramos con ellos, aunque no son nuestros amos.
—¿Nunca han intentado introducir a sus propios hombres en ODESSA? —preguntó
Miller.
León asintió.
—Dos veces.
—¿Y qué pasó?
—Al primero lo encontraron flotando en un canal; le faltaban las uñas de las manos. El segundo desapareció sin dejar rastro. ¿Todavía desea seguir adelante?
Miller hizo como si no hubiese oído la pregunta.
—Si tan seguros son sus métodos, ¿cómo pudieron cogerlos?
—Los dos eran judíos —respondió, simplemente, León—. Tratamos de borrarles del brazo los tatuajes del campo de concentración; pero quedaron las cicatrices. Además, ambos estaban circuncidados. Por eso, cuando
Motti
me habló de que un ario alemán deseaba hacer algo contra la SS, en seguida me interesó. A propósito: ¿está usted circuncidado?
—¿Importa eso? —preguntó Miller.
—Por supuesto. El hecho de que lo esté, no prueba que sea judío. También se circuncida a los alemanes. Pero el no estarlo demuestra, en cierto modo, que no es judío.
—No lo estoy —dijo Miller lacónicamente.
León suspiró.
—Esta vez me parece que lo conseguiremos —dijo. Miró su reloj. Eran más de las doce de la noche—. ¿Ha cenado? —preguntó.
El periodista movió negativamente la cabeza.
—
Motti,
creo que deberíamos ofrecer un poco de comida a nuestro invitado.
Motti
asintió, sonriente, y subió a la cocina.
—Tendrá que pasar aquí la noche —dijo León a Miller—. Le bajaremos unas mantas. No intente marcharse, por favor. La puerta tiene tres cerraduras, y las tres estarán echadas por la parte de fuera. Deme las llaves de su coche y haré que lo traigan. Será mejor que durante varias semanas esté oculto. Pagaremos la cuenta del hotel, y traeremos aquí su equipaje. Mañana por la mañana escribirá sendas cartas a su madre y a su amiga, para decirles que no podrá facilitarles noticias hasta dentro de varias semanas o meses. ¿Comprendido?
Miller asintió y entregó las llaves del coche. León se las dio a uno de los otros dos hombres, que se marchó silenciosamente.
—Por la mañana, lo llevaremos a Bayreuth para que conozca a nuestro oficial de la SS. Se llama Alfred Oster. Tendrá que vivir con él. Yo lo dispondré todo. Y, ahora, discúlpeme; tengo que empezar a buscar nuevo nombre e identidad para usted.
Se levantó y se fue.
Motti
no tardó en bajar con una bandeja de comida y media docena de mantas. Mientras comía el pollo frío y la ensalada de patatas, Miller se preguntaba en qué lío se habría metido.
A muchos kilómetros de allí, en dirección al Norte, en el Hospital General de Bremen, un enfermero hacía su ronda de madrugada. En un extremo de la sala, una de las camas estaba aislada del resto por un biombo.
El enfermero, un hombre de mediana edad, llamado Hartstein, asomó la cabeza por encima del biombo, para mirar al enfermo. Este yacía inmóvil. A la cabecera de su cama, una tenue luz permanecía encendida toda la noche. El enfermero se acercó y le tomó el pulso. Ya no latía.
Miró el rostro demacrado de aquella víctima del cáncer. Entonces recordó algo que aquel hombre había dicho tres días atrás, mientras deliraba, y le levantó el brazo izquierdo. En la axila había un número tatuado. Correspondía al grupo sanguíneo del muerto, y era la prueba de que éste había pertenecido a la SS. En el Reich se consideraba a los hombres de la SS más valiosos que los soldados corrientes, por lo que, cuando eran heridos, tenían preferencia para recibir el primer plasma disponible. Y, para evitar demoras, se les tatuaba la referencia del grupo sanguíneo.
El enfermero Hartstein cubrió el rostro del muerto y miró en el cajón de la mesita de noche. Sacó el permiso de conducir que alguien puso allí, junto con los demás efectos personales, cuando el paciente ingresó en el hospital después de desmayarse en la calle. La foto correspondía a un hombre de unos treinta y nueve años, nacido el 18 de junio de 1925 y llamado Rolf Gunther Kolb.
El enfermero se guardó el permiso de conducir en el bolsillo de su chaqueta blanca y salió para informar del fallecimiento al médico de guardia.
Peter Miller, bajo la vigilante mirada de
Motti
, escribió a su madre y a Sigi, tarea que le tuvo ocupado hasta media mañana. Su equipaje había llegado, la cuenta del hotel estaba pagada, y poco antes de mediodía, ambos hombres, acompañados por el mismo conductor de la víspera, salían para Bayreuth.
Su instinto de periodista indujo a Miller a echar una rápida ojeada a la matrícula del «Opel» azul que había sustituido al «Mercedes» de la noche anterior.
Motti
advirtió la mirada y sonrió.
—No se moleste —dijo—. Es un coche de alquiler. contratado con nombre supuesto.
—¡Bueno! Da gusto sentirse entre profesionales —comentó Miller.
Motti
se encogió de hombros.
—Hemos de serlo. Es el único modo de conservar la vida cuando tiene uno que habérselas con ODESSA.
En el garaje había sitio para dos coches, y Miller observó que en el otro compartimento estaba ya su «Jaguar». Al derretirse la nieve caída durante la noche, había formado unos charcos bajo las ruedas, y la negra carrocería brillaba a la luz eléctrica.
Una vez instalados en la parte trasera del «Opel», su acompañante le puso otra vez el capuchón negro y lo obligó a agacharse, mientras el coche salía del garaje, franqueaba la verja del patio y empezaba a circular por la calle.
Motti
no le quitó el capuchón hasta que hubieron salido de Múnich y, por la Autobahn E 6, caminaban hacia Nuremberg y Bayreuth.
Cuando, por fin, pudo abrir los ojos, observó Miller que aquella noche había caído otra fuerte nevada. El ondulado y boscoso paisaje de Baviera y Franconia estaba cubierto por una gruesa capa de nieve virgen, la cual reseguía las ramas sin hojas de las hayas que crecían a uno y otro lado de la autopista, redondeando su contorno. El chófer conducía despacio y con prudencia, mientras el limpiaparabrisas funcionaba sin cesar, para quitar los copos de nieve y las salpicaduras de barro que arrojaban los camiones a que adelantaban.
Almorzaron en un parador de Ingolstadt, pasaron junto a Nuremberg, que dejaron al Este, y una hora después llegaban a Bayreuth.
La pequeña ciudad de Bayreuth, situada en el corazón de una de las regiones más hermosas de Alemania, a la que se ha dado el nombre de la Suiza bávara, es célebre por su festival anual de música wagneriana. En otros tiempos, la ciudad recibía con orgullo a casi todos los jerarcas nazis que acudían a ella dando escolta a Adolf Hitler, gran entusiasta del compositor que inmortalizara a los héroes de la mitología nórdica.
Mas, en enero, Bayreuth es una ciudad tranquila y nevada. Pocos días antes, las coronas de acebo adornaban los picaportes de sus pulcras y bien cuidadas casas. El chalet de Alfred Oster estaba situado en un tranquilo camino vecinal, a kilómetro y medio de la ciudad. Cuando el automóvil llegó a la puerta principal, no se veía ningún otro coche por aquellos contornos.
El antiguo oficial de la SS los esperaba. Era un hombre corpulento y rudo, de ojos azules, con una pelusa rojiza esparcida sobre el cráneo. A pesar de la estación, tenía la tez bronceada de quien pasa la mayor parte del tiempo en la montaña, al aire y al sol.
Motti
hizo las presentaciones y entregó a Oster una carta de León. El bávaro la leyó, asintió y miró atentamente a Miller.
—Bueno, podemos probar —dijo—. ¿Cuánto tiempo voy a tenerlo conmigo?
—No lo sabemos todavía —respondió
Motti
—. Desde luego, hasta que esté preparado. Además, hay que fabricarle una nueva identidad. Le tendremos al corriente.
Pocos minutos después, se despidió y se fue.
Oster llevó a Miller a la sala y, antes de encender la luz, corrió las cortinas ante la débil claridad del atardecer.
—De manera que quiere usted pasar por un antiguo soldado de la SS.
Miller movió la cabeza afirmativamente.
—Eso es.
Oster se volvió hacia él.
—Bien: ante todo, vamos a aclarar varios puntos. No sé dónde hizo usted su servicio militar, pero supongo que sería en ese democrático Cafarnaum de mozalbetes indisciplinados que se autodenomina nuevo Ejército alemán. Primero: el nuevo Ejército alemán hubiera durado exactamente diez segundos frente a cualquier regimiento escogido de ingleses, rusos o americanos de la última guerra, mientras que, hombre a hombre, los Waffen-SS les daban sopas con honda a todos los aliados.
»Segundo punto: los Waffen-SS eran los soldados más briosos, disciplinados, entrenados, hábiles y valientes que hayan podido existir en toda la historia de este planeta. Nada de lo que hayan hecho puede desmentirlo. De modo que, ¡atención, Miller! Mientras viva en mi casa, ésta será la norma.
»Cuando yo entre en una habitación, usted, de un brinco, en posición de firmes. Y he dicho de un brinco. Cuando pase por su lado, usted juntará los talones y permanecerá firmes hasta que yo esté cinco pasos más allá. Cuando le diga algo que requiera respuesta, usted responderá: "
Jawohl, Herr Hauptsturmfuhrer
." Cuando yo le dé una orden o una norma, la respuesta será: "
Zu Befehl Herr Hauptsturmfuhrer
." ¿Comprendido?
Miller asintió, estupefacto.
—¡Los talones juntos! —bramó Oster—. Quiero oír chascar la piel. Y como no tendremos mucho tiempo, empezaremos esta misma noche. Antes de la cena estudiaremos los grados, desde cabo hasta general. Aprenderá usted título, tratamiento e insignias de cada clase de SS que haya existido. Luego pasaremos a los distintos tipos de uniformes usados, estudiaremos todas las ramas de la SS con sus correspondientes insignias y veremos en qué ocasiones debía usarse uniforme de gala, de ceremonia, de paseo, de combate y de faena.
»Después le daré todo el curso politicoideológico que hubiera seguido en el campo de entrenamiento de Dachau. A continuación, aprenderá las marchas, las canciones de cantina y los himnos de cada unidad.
»Puedo enseñarle todo lo que hubiera sabido al salir del campo de entrenamiento con su primer destino. Después, León tendrá que decirme a qué supuesta unidad lo destinaron, dónde prestó servicios, bajo el mando de qué oficial, qué le ocurrió al terminar la guerra y cómo ha vivido desde 1945. De todos modos, la primera parte del entrenamiento nos llevará de dos a tres semanas. Y eso, trabajando a toda marcha.
»A propósito: no lo tome a broma. Una vez esté dentro de ODESSA y sepa quiénes son los jefes, el menor desliz puede hacerle acabar en un canal. Créame: yo no soy una malva. Pues bien, después de traicionarlos incluso yo les temo. Por eso me escondo con un nombre supuesto.
Miller, por primera vez desde que había emprendido su solitaria búsqueda de Eduard Roschmann, se preguntó si no habría ido demasiado lejos.
A las diez en punto, Mackensen se presentó en el despacho del
Werwolf
. Una vez cerrada la puerta del despacho de Hilda, el
Werwolf
instaló al verdugo en el sillón de los clientes, frente a su escritorio, y encendió un cigarro.