Authors: Frederick Forsyth
Omitió decir que el dueño de la panadería sólo estaría ausente cuatro semanas y que, a partir de entonces, la vida de Miller pendería de un hilo.
—Ahora mi amigo el barbero le cambiará ligeramente de aspecto —dijo León—. Después le haremos una fotografía para el permiso de conducir.
En el cuarto de baño, el barbero hizo a Miller uno de los cortes de pelo más decisivos de su vida. Cuando terminó, el cuero cabelludo se le transparentaba casi hasta la coronilla. Ahora tenía un aspecto mucho más cuidado, y parecía mayor. Le marcó una raya al lado izquierdo y le depiló las cejas casi por completo.
—Las cejas depiladas —dijo el barbero— no envejecen su rostro, pero impiden calcular la edad con exactitud, en un margen de seis o siete años. Otra cosa: tendrá que dejarse bigote. Un bigote fino, del mismo ancho de la boca. Eso pone años. ¿Podrá conseguirlo en tres semanas?
—Desde luego —respondió Miller, que sabía cómo le crecía la barba.
Se miró al espejo. Aparentaba unos treinta y cinco años. El bigote le añadiría otros cuatro.
Cuando bajaron a la sala, Miller tuvo que situarse ante una sábana que sostenían Oster y León, y
Motti
le hizo varias fotografías de frente.
—Ya es suficiente —dijo—. El permiso de conducir estará listo dentro de tres días.
El grupo regresó a Múnich, y Oster se volvió hacia Miller.
—Bueno, Kolb —le dijo. Ya no le llamaba de otro modo—: fue usted entrenado en Dachau, en el campo de entrenamiento de la SS, y en julio de 1944, destinado al campo de concentración de Flossenburg. En abril de 1945 mandó el pelotón que ejecutó al almirante Canaris, jefe de la Abwehr. También ayudó a liquidar a otros oficiales del Ejército, sospechosos de haber participado en el atentado perpetrado contra Hitler en julio de 1944. No es de extrañar que las autoridades deseen arrestarlo. El almirante Canaris y sus hombres no eran judíos. Hay que tenerlo muy en cuenta. Bueno: manos a la obra, sargento.
La reunión semanal del Mossad iba a terminar cuando el general Amit dijo, levantando una mano:
—Queda una última cosa, aunque no la considero de gran importancia. León me ha informado de que, desde hace algún tiempo, están entrenando a un alemán ario, que odia a la SS por algún motivo personal, para infiltrarlo en ODESSA.
—¿Y cuál puede ser ese motivo? —preguntó, con suspicacia, uno de los presentes.
El general Amit se encogió de hombros.
—Un motivo puramente personal, por el cual quiere encontrar a cierto capitán de la SS llamado Roschmann.
El jefe de la Oficina de los Países de Persecución, un judío oriundo de Polonia, levantó la cabeza.
—¿Eduard Roschmann? ¿
El Carnicero de Riga
?
—El mismo.
—¡Ah, si consiguiéramos atraparlo, podríamos saldar una antigua cuenta!
El general Amit movió negativamente la cabeza.
—Ya te he dicho otras veces que Israel no busca ya retribución. Las órdenes que tengo son categóricas. Aun en el caso de que ese hombre encontrara a Roschmann, no podría haber asesinato. Después del caso Ben Gal, sería la última gota en el vaso de Adenauer. Lo malo ahora es que si muere en Alemania cualquier nazi, cargan con la culpa los agentes de Israel.
—¿Y qué más se sabe de ese joven alemán? —preguntó el jefe del Shabak.
—Me gustaría utilizarlo para identificar a cualesquiera otros científicos nazis que puedan enviarse este año a El Cairo. Esto es lo primordial para nosotros. Voy a enviar a Alemania a un agente sólo para que vigile al muchacho y me informe personalmente. Podrá pasar por alemán; es un
yekke
procedente de Karlsruhe.
—¿Y León? —preguntó otro—. ¿No tratará de ajustar cuentas por propia iniciativa?
—León hará lo que se le ordene —sentenció el general Amit ásperamente—. Ya no debe haber más ajustes de cuentas.
Aquella mañana, en Bayreuth, Alfred Oster sometía a Miller a otro de sus interrogatorios.
—Bien. ¿Cuáles son las palabras grabadas en la hoja del puñal de la SS?
—«Mi honor es la fidelidad» —respondió Miller.
—Bien. ¿Cuándo le entregan el puñal al SS?
—Durante la revista, al final del período de entrenamiento.
—Exacto. Repítame el juramento de lealtad a la persona de Adolf Hitler.
Miller lo pronunció palabra por palabra.
—Ahora el juramento de sangre de la SS.
Miller obedeció.
—¿Qué significado tiene el emblema de la calavera?
Miller cerró los ojos y repitió lo aprendido:
—El signo de la calavera está inspirado en la antigua mitología germánica. Es el emblema de los grupos de guerreros teutones que han jurado fidelidad a su jefe y camaradas, hasta la tumba y más allá, en el Valhalla. El cráneo y las tibias representa el mundo de ultratumba.
—Bien. ¿Se convertían automáticamente todos los SS en miembros de las unidades de la calavera?
—No. Pero el juramento era el mismo.
Oster se puso en pie y se desperezó.
—No está mal —admitió—. En términos generales, no sé qué más podrían preguntarle. Pasemos ahora a lo concreto. Esto es lo que ha de saber sobre el campo de concentración de Flossenburg, su primero y único destino…
El pasajero del vuelo Atenas-Múnich que ocupaba el asiento de la ventanilla, parecía tranquilo y reservado.
Su compañero, un industrial alemán, hizo varios intentos para entablar conversación; pero al fin desistió y se concentró en la lectura del
Playboy
.
El de la ventanilla contemplaba el Egeo y las soleadas costas del Mediterráneo oriental que el avión dejaba atrás, en su ruta hacia las nevadas cumbres de los Dolomitas y los Alpes bávaros.
El industrial había conseguido averiguar, al menos, una cosa de su compañero: que era alemán, pues hablaba el idioma a la perfección y parecía conocer bien el país. El industrial, que regresaba a su patria de un viaje de negocios a la capital griega, no tenía la menor duda de que estaba sentado al lado de un compatriota.
En realidad no se equivocaba. Su vecino había nacido en Alemania treinta y tres años atrás, y se le había impuesto el nombre de Josef Kaplan. Era hijo de un sastre judío de Karlsruhe. Tenla tres años cuando Hitler llegó al poder; siete, cuando se llevaron a sus padres en un furgón negro y a él lo escondieron en una buhardilla hasta que, tres años después, en 1940, cuando él ya había cumplido los diez, fue descubierto y metido a su vez en un furgón.
Pasó su segunda infancia tratando de sobrevivir en una serie de campos de concentración hasta que, en 1945, con toda la suspicacia de una bestia salvaje en la mirada, arrancó un palo dulce de la mano que le tendía un hombre que hablaba, con acento nasal, una lengua extranjera, y fue a esconderse en un rincón del campo para comérselo antes de que se lo quitaran.
Dos años después, con unos kilos más, diecisiete años, más hambre que una rata y desconfiando de todo y de todos, llegó, a bordo de un barco llamado
Presidente Warfield,
alias
Exodus
, a las costas de un país situado a muchas millas de Karlsruhe y de Dachau.
Los años suavizaron su carácter, madurado su criterio y enseñado muchas cosas; le dieron esposa, dos hijos, y un destino en el Ejército, pero no habían borrado el odio que sentía por el país hacia el que ahora se dirigía. Había accedido a ir, a disimular sus sentimientos y adoptar nuevamente, como hiciera ya otras dos veces en los últimos diez años, el aire despreocupado y amable de un joven alemán.
Los otros requisitos los había aportado el Servicio: pasaporte, cartas, tarjetas y demás documentos del ciudadano de un país de la Europa occidental; ropa interior, zapatos, trajes, y el equipaje de un viajante alemán de artículos textiles.
Cuando el avión penetró en la densa y fría masa nubosa que cubría Europa, Josef repasó la misión para la cual había sido preparado durante varios días y noches por el impávido coronel de aquel
kibbutz
que producía muy poca fruta y muchos agentes israelíes. Seguir al hombre, un alemán cuatro años más joven que él, y vigilarlo constantemente, mientras trataba de hacer algo que otros habían intentado sin éxito: infiltrarse en ODESSA. Observarle y calibrar los resultados de su labor; tomar nota de las personas con las cuales se ponía en contacto; comprobar sus averiguaciones; descubrir si el alemán conseguía dar con el encargado de reclutar al nuevo grupo de científicos que iban a ser enviados a Egipto para trabajar en los cohetes. Por ningún concepto debía darse a conocer ni tomar iniciativas.
Tenía orden de regresar e informar antes de que el alemán fuera delatado o descubierto, lo cual era inevitable. Así lo haría; no tenía por qué gustarle hacerlo. Nadie lo obligaba a disfrutar con ello. Afortunadamente, no era necesario que le gustara volver a ser alemán. Tampoco se le pedía que estuviera contento de convivir con ellos, hablar con ellos y bromear con ellos. Si se lo hubiesen exigido así, habría renunciado a la misión. Porque los aborrecía a todos, incluido el periodista aquel al que le ordenaban seguir.
Y estaba seguro de que nada podría cambiar sus sentimientos.
A la mañana siguiente, Oster y Miller recibieron la última visita de León. Con León y
Motti
llegó otro hombre, mucho más joven, bronceado y atlético. Miller le calculó unos treinta y cinco años. Se lo presentaron, simplemente, como Josef.
Este último no pronunció una sola palabra durante toda la entrevista.
—A propósito —dijo
Motti
a Miller—, le he traído el coche. Lo he dejado en un aparcamiento de la ciudad, cerca de la plaza del mercado. —Le arrojó las llaves. —No lo use cuando vaya a ver a los de ODESSA. Es un coche caro que llama la atención, y se supone que usted es un panadero que trata de esconderse después de haber sido identificado como antiguo guardián de un campo de concentración. Un hombre en esas circunstancias no conduciría un «Jaguar». Cuando vaya, viaje en tren. —Miller asintió, aunque lamentaba tener que seguir separado de su adorado «Jaguar». —Bien. Aquí está su permiso de conducir, con la fotografía. Si le preguntan, puede decir que tiene un «Volkswagen», pero que lo ha dejado en Bremen, por temor de que la Policía pudiera identificarlo por la matrícula.
Miller contempló el permiso de conducir. En la fotografía aparecía con el cabello corto, mas sin el bigote, el cual se había dejado crecer durante los últimos días y que podía atribuirse a medida de precaución adoptada para despistar a posibles perseguidores.
—El hombre que, inconscientemente, va a hacer de fiador suyo, zarpó de Bremerhaven esta mañana, para un crucero. Se trata de un antiguo coronel de la SS que ahora es dueño de la panadería en que usted trabajaba. Se llama Joachim Eberhardt. Aquí hay una carta suya dirigida al hombre al que debe usted presentarse. El papel es auténtico, de su propio despacho; la firma, una perfecta falsificación.
»La carta dice que es usted un buen y leal SS, que actualmente se encuentra en dificultades tras haber sido reconocido y pide que le ayuden a obtener nueva documentación e identidad.
León tendió la carta a Miller. Este la leyó y volvió a meterla en el sobre.
—Ciérrelo —le dijo León.
Miller así lo hizo.
—¿A quién tengo que presentarme? —preguntó.
León tomó una hoja de papel en la que había escrito un nombre y una dirección.
—Este es el hombre —dijo—. Vive en Nuremberg. No sabemos con exactitud qué era durante la guerra, pues con toda seguridad vive con otro nombre. Ocupa un alto cargo en ODESSA. Tal vez conozca a Eberhardt, que es un pez gordo en la zona norte de Alemania. Aquí tiene una fotografía de Eberhardt, el panadero. Mírela bien, por si le piden que se lo describa. ¿Visto?
Miller miró la fotografía de Eberhardt y asintió.
—Cuando lo tenga todo dispuesto, sugiero que espere unos días, hasta que el barco de Eberhardt esté fuera del alcance de la radio de tierra. No queremos que hablen por teléfono con Eberhardt mientras el buque esté cerca de la costa alemana. Esperaremos hasta que se halle en pleno Atlántico. Creo que podría presentarse el próximo jueves por la mañana.
Miller asintió.
—De acuerdo. El jueves.
—Dos cosas más —dijo León—. Además de descubrir a Roschmann, que es lo que usted desea, también nos gustaría que nos facilitara cierta información. Queremos saber quién se encarga de reclutar a los científicos que van a ir a Egipto para trabajar en los cohetes de Nasser. ODESSA los contrata aquí en Alemania. Tenemos que averiguar quién es el nuevo agente de reclutamiento. Segunda: manténgase en contacto. Utilice teléfonos públicos y llame a este número.
Pasó un pedazo de papel a Miller.
—Siempre habrá alguien esperando su llamada, aunque yo no esté. Cada vez que consiga algo, infórmenos.
Veinte minutos después, el grupo se había ido.
En el asiento posterior del coche que los llevaba de regreso a Múnich viajaban León y Josef. El agente israelí iba encogido en su rincón, con gesto taciturno. Cuando dejaron atrás las luces de Bayreuth, León le dio un leve codazo.
—¿Por qué tan serio? —le preguntó—. Todo está saliendo a pedir de boca.
Josef le lanzó una rápida mirada.
—¿Es de fiar ese Miller? —preguntó.
—¿De fiar? Es la mejor oportunidad que hemos tenido nunca para penetrar en ODESSA. Ya ha oído a Oster. Si no pierde la cabeza, Miller puede pasar ante cualquiera por un antiguo SS.
Josef tenía sus dudas.
—Mis instrucciones consisten en vigilarlo constantemente —refunfuñó—. Debería ir pegado a sus talones, sin perderlo de vista, para informar con respecto a los hombres a quienes sea presentado, y acerca de su posición en ODESSA. Ahora quisiera no haber accedido a dejarlo ir solo y esperar a que llame por teléfono cuando le parezca bien. ¿Y si no llama?
León apenas podía dominar su irritación. Evidentemente, no era la primera vez que discutían acerca del particular.
—Por favor, escuche una vez más. Ese hombre fue descubierto por mí. El infiltrarlo en ODESSA fue idea mía. Es agente mío. He esperado años para poner a alguien donde está él ahora; alguien que no fuera judío. No quiero que lo descubran por llevar a alguien pegado a sus talones.
—El es un aficionado, y yo, un profesional —gruñó el agente.
—También es ario —replicó León—. Cuando haya dejado de sernos útil, supongo que ya nos habrá dado los nombres de los diez hombres más importantes de ODESSA en Alemania. Luego, nosotros los trabajaremos uno a uno.